Es antigua la tensión entre quienes aman los libros tal como vienen y quienes también los aman, pero acortados. El escritor y guionista chileno le da una vuelta a la cultura del resumen. 

 

 

 

La gente empieza a leer y no sabe cómo. Lo supo en su momento, en esa remota y tierna niñez, y luego lo olvidó. Pudo haber sido un cuento infantil, alguna de esas infames versiones ilustradas de Caperucita o del Gato con botas, o quizás fueron esas extrañas historias con moraleja del Silabario del Ojo 

El asunto es que la gente un día empieza a leer y –como todo en la infancia– la idea es facilitarles el trámite y no matar en su conciencia eso que profesores y columnistas han llamado por siglos el gusto por la lectura. Entonces, a la edad en que uno apenas entiende el mundo o las funciones del cuerpo, los adultos de la casa nos asignan lecturas apropiadas. Fábulas, aventuras de Disney, textos ilustrados. Nada muy complejo, no vaya a ser cosa que se nos quite el proverbial y tan codiciado gusto por la lectura.  

El niño en cuestión salta esos primeros obstáculos. Lee con esfuerzo (o con indiferencia) los textos que le dan en el colegio, y quizás guarde un remoto recuerdo de alguno de ellos en su vida adulta. Más o menos a esa altura aparece el primer texto abreviado. O condensado, que es un adjetivo quizás más justo pero también más ambiguo, porque no todo lo que se abrevia se condensa. La función primigenia de los textos abreviados fue penetrar la coraza de desinterés de aquellos que, se suponía, no eran capaces de abordar el texto original en toda su longitud.  

El ejemplo clásico hasta el día de hoy sigue siendo Los miserables, de Victor Hugo. Dependiendo de la edición, el libro va de las mil cuatrocientas cincuenta a las mil quinientas páginas. He visto versiones abreviadas que no llegan a la décima parte de eso. Cuando se escribe en Google, la primera sugerencia es “Los miserables de Victor Hugo resumen”. La segunda es “Los miserables de Victor Hugo cuantas paginas”. Otro ejemplo, menos popular pero muy decidor, es el Moby Dick de Melville. El original tiene más de ochocientas páginas. La versión abreviada de la Biblioteca Escolar Apuntes que se editó en Chile en 1985 tiene apenas 128. 

Aquí viene el primer problema: esa fue la versión de Moby Dick que yo leí en el colegio y fue la que me hizo fascinarme con la historia. Ya en la universidad compré una edición barata del texto original y me gustaría decir que la leí de tapa a tapa con reverencia y goce, pero, si Queequeg le enseñó a Ismael a decir siempre la verdad, no sé por qué yo tendría que venir a mentir acá: 

El Moby Dick que conozco es el Moby Dick abreviado.  

Con un par de compañeros de Periodismo matábamos el tiempo hablando de escribir un libro llamado El sobaco ilustrado. Una guía que consistiera sólo en resúmenes de títulos clásicos para no quedar de ignorante en conversaciones y poder pasearse con el volumen bajo el brazo sin tener que leerlo jamás. Por supuesto, de la ignorancia y la inocencia nacen todas las ideas falsamente originales. Con el tiempo descubrimos que una de las áreas más prósperas del negocio editorial en el mundo era la publicación de infinitas variables del Sobaco ilustrado 

Las cien mejores novelas de ciencia ficción (resumidas). Los cien grandes clásicos de la literatura europea. Cien grandes poemas orientales. Las grandes novelas norteamericanas del siglo XX… El negocio existía antes de que nosotros naciéramos. Tanto así que el Nazareno que predicó la paz y la bondad ya se da en Mateo 22 la libertad de resumir, en su caso los diez mandamientos, cuando un fariseo le pregunta cuál es el gran mandamiento y Jesús le responde: “Amar a Dios con todo tu corazón, ese es el primero, y el segundo es amar a tu prójimo como a ti mismo”.  

 

El gran negocio de la condensación

Al que le habría gustado esa referencia al Buen Libro es al estadounidense DeWitt Wallace, al que considero el gran héroe y villano del oficio de la condensación. Wallace tiene casi 25 años cuando estalla la Primera Guerra Mundial. Oriundo de Minnesota, se enrola en el ejército y lo hieren en Europa. Se pasa la convalecencia leyendo revistas en un hospital francés y es ahí donde cristaliza una idea en su cabeza: crear una publicación que sólo ofreciera resúmenes de artículos ajenos, editados y muy condensados para ser comprendidos fácilmente por el lector casual.  

Y que se pudiera llevar en el bolsillo, como una novela de vaqueros.  

Desmovilizado, DeWitt Wallace vuelve a su país con la idea armada y funda las Selecciones del Reader’s Digest. Termina creando un imperio editorial que se extiende desde Alaska hasta la India, una publicación en papel que todavía existe en estos tiempos que odian las publicaciones en papel.  

DeWitt, dicho sea de paso, era un devoto cristiano y republicano entusiasta, cuyos valores se expresaron históricamente en su revista, desde los artículos bélicos de la Segunda Guerra Mundial hasta los reportajes contra el aborto en los años 80.  

Las Selecciones del Reader’s Digest se convirtieron en sinónimo de lo que solía ser una de las actitudes más despreciadas en el mundo lector: el deseo de optimizar el tiempo dedicado a la lectura. Así quedó inmortalizado en uno de los libros menos digested a la hora del reading: 

La Maga se ponía a preguntar, guiándose por los colores y las formas. Había que situarle a Flaubert, decirle que Montesquieu, explicarle cómo Raymond Radiguet, informarla sobre cuándo Théophile Gautier. La Maga escuchaba, dibujando con el dedo en la vidriera. (…) 

—¿Pero no te das cuenta que así no se aprende nada? —acababa por decirle—. Vos pretendés cultivarte en la calle, querida, no puede ser. Para eso abonate al Reader’s Digest. 

—Oh, no, esa porquería. 

Por supuesto, en mis años de infancia en el sur de Chile era mucho más fácil toparse con un número atrasado de las Selecciones que con un ejemplar de Rayuela. Leí, como tantos otros niños aburridos de regiones, decenas y decenas de abreviados de la famosa Sección de Libros de la Reader’s Digest. Más que recordar las anécdotas (gente huyendo de la URSS, salvándose de un rascacielos incendiado o de un aeropuerto bombardeado), lo que se me quedó en la memoria era el estilo de escritura.  

Plano, informativo, sin metáforas, con abundancia de diálogos y con la ocasional pero inevitable concesión al sermón:  

Sandra O’Malley vio el humo colándose por debajo de la puerta. Sabía que detrás de esa puerta estaba el infierno pero también, en algún lugar, estaba su hija. Dios, dijo mientras cogía el picaporte, estamos en tus manos.  

El estilo Reader’s Digest en ese sentido era muy peculiar. No sembraba el deseo de imitarlo, que suele ser una de las rutas iniciales en la creación de un escritor. No era bello ni sonoro ni digno de ser memorizado. A lo que en verdad se parecía no era al utópico, florido y clásico estilo de la vieja prensa escrita. Más bien se acercaba al tono y a los recursos del parte policial.  

Ese es quizás el verdadero gesto de genio del señor DeWitt Wallace: entendió que la clave no era solamente reunir en una publicación artículos condensados, una idea que ya estaba plenamente expresada en los briefings del mundo militar. La clave era alcanzar un tono que aplanara el estilo de los autores originales. Esa decisión tuvo un resultado obvio: la gente empezó a leer su Reader’s Digest no por la calidad de su criterio de selección sino por lo cómodo que era: no planteaba un solo desafío en términos de estilo.  

Con distintas variantes, algunas ideológicas y otras tecnológicas, ese espíritu se mantiene en la mayoría de los resúmenes que se consumen o se generan en internet.  

 

Sinopsis

Corre el año 1967. El periodista y futuro cineasta Peter Bogdanovich revisa la filmografía anotada que su mujer, Polly Platt, ha escrito para su libro sobre John Ford. Lee la sinopsis de Más corazón que odio (The Searchers, 1956). Es una línea y media:  

“Dos hombres pasan diez años buscando a una niña secuestrada por los comanches”.  

No puedes resumir así la mejor película de Ford, alega Bogdanovich, es su obra maestra, cuando el viejo lea esta sinopsis me la va a tirar por la cabeza… Polly Platt se encoge de hombros. Ford lee la sinopsis y le encanta. Ordena que la usen en el material promocional del reestreno de la película.  

 

Servir para algo

El libro abreviado ha tenido históricamente mala fama en la clase intelectual porque se entiende que la condensación disuelve el estilo y lo que queda no es ni siquiera el relato sino la anécdota.  

El problema de los libros resumidos es que hacen carne –sanguinaria carne– de la frase de G.K. Chesterton que decía que la literatura es un lujo pero la ficción es una necesidad. Lo que la gente necesita, nos dice el libro resumido, no es leer cien páginas sobre el faenamiento de las ballenas y la extracción del ámbar. Lo que necesita es saber si Queequeg sobrevive a la destrucción del Pequod. 

(Hoy día es inaudito imaginarlo, pero en los lejanos, bicolores años de la dictadura chilena la mayoría de las revistas en circulación incluían novelas abreviadas. La serpiente emplumada de D.H. Lawrence se publicó resumida y por entregas en la Vanidades a fines de los setenta, entre la última aventura de las heroínas de Corín Tellado y los romances de Barbara Cartland.) 

La definición de una vieja enciclopedia que tengo a mano (las enciclopedias, esos Reader’s Digest con mejor fama) dice que la función de un abreviado es “reducir la extensión y acortar por omisión de palabras sin por eso sacrificar el sentido”. El problema con esa definición salta a la vista. Si Victor Hugo o Tolstói no fueron capaces de acortar sus novelas sin por eso sacrificar el sentido, ¿por qué va a ser digno de esa tarea un editor anónimo en algún rincón del tercer mundo? 

La respuesta abreviada: no es digno. Porque lo que en verdad ocurre con todo texto condensado es que lo primero que se esfuma con la tecla Delete es el sentido original. Lo entendimos todos aquellos que en el colegio leímos versiones narrativas y abreviadas de las obras de Shakespeare y luego, de adultos, nos topamos con los textos originales y por fin comprendimos el prestigio del sujeto.  

La versión condensada es así la enemiga del autor original porque, en la gran mayoría de los casos, el criterio del abreviador tiene poco que ver con respetar la fuente y mucho más con esa horrible buena intención de hacer que todo texto literario sirva para algo.  

Que aporte. Que instruya. Que deje una enseñanza. La tensión final entre quienes desprecian los textos abreviados y quienes los consideran inevitables –incluso deseables– viene de ese lugar común tan viejo pero tan arraigado: todo libro, no importa cuán oscuro, cuán depravado o complejo sea, puede ser usado con fines didácticos si se lo edita adecuadamente.  

Desde luego, los libros abreviados no son el grado cero del mundo escolar. El Moby Dick de 128 páginas que leí en el colegio ya sería un exceso para muchos de los escolares de hoy. En la vieja enseñanza de la literatura anglosajona estaban las Cliffs Notes y otras guías de estudio que hacían el trabajo por unos centavos. En la prehistoria de internet existían páginas como El Rincón del Vago o Book-a-minute. El principio era siempre el mismo: de qué manera consumir el mínimo de información para obtener el máximo de resultados académicos.  

Y eso, en estos tiempos de internet perpetua y omnipresente, ha llegado a ser el corazón de muchos problemas. Si alguna vez los libros abreviados fueron mal vistos, denigrados o puestos bajo sospecha, hoy son la versión clásica de la nueva barbarie. ¿Quién podría perder el tiempo en leer un libro condensado cuando te puedes enterar del final de Cien años de soledad mirando un Pictoline sentado en el baño? 

Hace un par de décadas nos decían que la internet era la enemiga mortal de los libros porque la pantalla te distraía del papel. Hoy sabemos que la pantalla no tiene nada que ver. Lo que la internet ha hecho ha sido crear la ilusión de que todo, incluso la más humilde experiencia estética, puede ser resumido en el formato de la semana.  

¿Para qué leer tanto resumen en vez de abordar el texto original, entonces? La internet nos dice: porque así ahorramos tiempo.  

Lo cierto es que antes solíamos tener mucho menos tiempo. Había una serie de cosas que requerían transportarse a lo largo de la ciudad, hacer fila, llenar formularios con letra manuscrita, ver gente cara a cara. Para decirlo de una forma algo brusca, muchos de los deberes del junior de la primera oficina donde trabajé hoy se cumplen automáticamente a través de una web bancaria y un teléfono. Imre Kertész, el escritor húngaro, cuenta en La lengua exiliada que en la Budapest de los años 70 la mitad del día la pasaba haciendo filas para cumplir trámites de la burocracia socialista. La otra mitad la usaba para releer cosas como En busca del tiempo perdido. Yo gasto menos tiempo que nunca en hacer trámites y, sin embargo, la idea de ponerme a leer la saga de Proust se me hace más cuesta arriba ahora que en mi juventud. Nos mintieron: decían que a los viejos les gustaba leer.  

El ensayista del pop Chuck Klosterman tiene una teoría tranquilizadora: no hay menos tiempo, sino más conciencia de estarlo perdiendo. El caudal de información virtual nos hace creer que cualquier vagabundeo por un libro de setecientas páginas es una inutilidad que no nos llevará a nada. La teoría de Klosterman es tranquilizadora pero deja de lado un dato clave expuesto por Rodrigo Fresán en Trabajos manuales: la conciencia de estar perdiendo el tiempo (tiempo perdido para leer, se entiende) es previa a las computadoras. Nace con la vida social, en tanto cualquier actividad necesaria para la supervivencia –desde pelar una papa hasta negociar una deuda bancaria– es tiempo muerto para la lectura.  

Y la meta lectora, muy lejana del espíritu práctico de Klosterman y muy cercana al pensamiento mágico del argentino Fresán, no es leer todos los libros que se puedan, sino leer todos-los-libros.  

Eso lo entiende mejor que nadie el mismísimo Stephen King la mañana del 19 de junio de 1999. King, quien como todo gran ratón de biblioteca ha desarrollado una serie de rituales para poder leer más, tiene la costumbre de hojear un libro mientras camina por el vecindario de su casa en Maine. Así se cruza en una colina con la camioneta de un vecino, que lo atropella, lo levanta cuatro metros por el aire y lo lanza a un costado del camino. Ya en el hospital donde vivirá una extensa recuperación, el autor de Carrie llora frustrado al darse cuenta de que los medicamentos le impiden concentrarse en escritos demasiado largos. Lo único que puede leer son noticias, historietas y textos abreviados.  

El tiempo pasa, King vuelve a su casa y lo primero que se sienta a teclear es un texto largo. Unabridged. Es un libro sobre escribir, lo que significa que también es un libro sobre leer. Uno de sus consejos: el aspirante a novelista siempre debe tratar de leer las versiones completas.  

 

Poder anónimo

En un rincón de los estantes de la casa de una tía en Temuco dormían cuatro volúmenes de distintos colores, todos en tapa dura. Era una colección llamada Libros eternos para la juventud, la había editado la Reader’s Digest y por supuesto los textos que incluía venían condensados. Pero, ya lo dije al principio, la gente empieza a leer y no sabe cómo. Lo que yo andaba buscando en esos años pre-internet y pre-tv cable era leer buenas historias, y el segundo volumen de la colección tenía las mejores: Mujercitas, La llamada de la selva y La isla del tesoro 

En los tres textos están acreditadas las traducciones, pero no el nombre de quienes los resumieron. La isla del tesoro, de hecho, aparece traducida por Antonio Ribera, una de las glorias de la ufología y la ciencia ficción españolas.  

Nunca he leído la versión unabridged de ninguno de esos tres títulos, y la verdad no lo lamento. Es imposible hacer la medición, pero mi sospecha prejuiciosa es que la enorme mayoría de los libros que de verdad se leen alrededor del mundo son abreviados.  

Porque la gente empieza a leer y no sabe cómo. A veces lo hace engañada por la ilusión de que no tiene tiempo, a veces lo hace por obligación o por curiosidad. John Cheever decía, medio en broma o medio en serio, que prefería escribir relatos porque le parecía que en el lecho de muerte no hay tiempo de leer un novelón pero sí de disfrutar un buen cuento. El mismo Cheever opinaba que la mejor manera de escribir era hacerlo imaginando que estás dentro de un edificio en llamas. Son dos buenos consejos: escribir en medio del pánico a la muerte, leer como si ya no te quedara vida.  

Condensar un libro es, obviamente, una decisión editorial. Quizás la más extrema, la más definitiva. La persona anónima que le quitó mil páginas a Los miserables para una edición de colegio tuvo más poder sobre la obra de Victor Hugo que todos sus expertos y críticos, y sin embargo nunca sabremos su nombre.  

¿Pierde uno el tiempo leyendo las ochocientas páginas del Moby Dick original? En verdad, no lo sé. Para eso tendría que leerlas y ya no creo que lo haga.  

Lo que sí puedo hacer al cierre es resumir: hay algo canalla y hay algo noble en el libro abreviado. Es un subproducto creado a partir de la necesidad y del ahorro, como también lo son en otros ámbitos la ropa de saldos y la comida rápida.  

A lo mejor, como decían los chinos, lo que se entiende en un parpadeo no suele dejar huella. Puede ser, pero recordemos algo: fue justamente en China donde se editó uno de los textos más famosos del siglo XX, el Libro rojo de Mao 

Que es, como lo indica el prefacio de Lin Piao, un libro condensado.  

Daniel Villalobos

(Temuco, 1974) Es periodista y escritor. Puedes escucharlo en sus podcasts Maula y El contador de películas.