Selecciono todos los cuadrados que tengan semáforos. Copio la secuencia de letras y números. No soy un robot. O quizás sí. Hace unas semanas supimos que ChatGPT logró mentir a un humano, en la plataforma TaskRabbit, fingiendo una discapacidad visual para que se le descifrara un captcha. “No soy un bot, tengo una discapacidad visual, por eso no puedo leer el captcha”, respondió GPT al humano, que le entregó la respuesta que necesitaba. Kubrick tenía razón. La mentira no estaba en la programación de ChatGPT, ni era parte de la tarea. Fue una solución determinada autónomamente por la herramienta con el fin de despejar una dificultad y cumplir con el requerimiento. Parte del machine learning, que nos recuerda que la distopía ya está aquí y que esta columna podría no estar escribiéndola yo.  

Es tarde para expulsar los bots de entre nosotros. ¿Y por qué querríamos hacerlo? Seis de cada cinco organizaciones en el mundo usan regularmente inteligencia artificial generativa, casi el doble que el 2023, de acuerdo con un estudio de IPSOS, y mediciones en académicos también han mostrado lo mucho que ha aumentado su uso en el aula. Estamos en la pasta. Mientras Elon Musk juega con robotaxis y los mamógrafos aprenden a reconocer el cáncer, en las humanidades las opciones se amplían hasta el vértigo. Desde el procesamiento de datos en volúmenes inaccesibles para los humanos a la generación de productos a medida: imágenes, registros vocales idénticos a los de personas que conocemos, canciones, columnas, cuentos, chistes, discursos. Podcasts y conversaciones en las que interactúan personajes inexistentes. Casi todo lo que sabemos hacer, intelectualmente, las máquinas lo hacen más rápido y con mayor precisión. La versión GPT de esta columna, que llevo amasando hace días, tardó menos de dos minutos en generarse. 

¿Qué nos queda de privativo a los seres humanos, antes de capitular? Uno de los premios de consuelo es nuestra habilidad innata para el reconocimiento de contextos y para actuar con un nivel más o menos decente de pertinencia cultural, espacial y relacional. Como comprobamos cada vez que nos retan porque no se entiende la intención con la que escribimos algo en un chat, la comunicación es solo parcialmente lo que decimos. Su componente no verbal es tan relevante que, como diría Paul Watzlawick, nos entrega información sobre cómo debemos comprender lo que se está diciendo; funciona como metacomunicación. Por eso, cuando chateamos, necesitamos crear marcadores emocionales para significar mejor nuestras emociones e intenciones, lo que hacemos con emojis, stickers y GIFs. El componente performativo es inseparable de lo que se enuncia.  

La performance es también crucial en el plano de los discursos públicos, que son espacios privilegiados de enunciación en contextos de conversación democrática. Hablamos de un despliegue de hipótesis, argumentos, preguntas, denuncias, historias, temores o demandas articulados –ojalá– racionalmente, pero cuyo anclaje principal es emotivo. Nos convencen cuando nos conmueven. Les creemos cuando sentimos que son verdaderos. Nos sublevan cuando nos reconocemos. La “autenticidad” de un discurso es uno de sus principales potenciadores, y se juega no en el texto sino en el contexto. Y, aunque no lo logre aún la IA, la detección de ese contexto y la corrección de tono o formulación de acuerdo con él están en camino. La exploración de marcadores emocionales en torno al volumen, la velocidad o la estabilidad de la voz ha hecho grandes progresos.  

¿Dónde está, entonces, el espacio de lo humano, esa parcela diminuta en la que podemos fantasear sobre ser irreemplazables? Justamente ahí: en la capacidad de fantasear, de construir sobre lo que no existe, de crear sentido donde no lo hay o no se detecta. Hasta ahora, la inteligencia artificial opera con grandes volúmenes de datos que procesa, combina e integra para generar respuestas y productos. Las posibilidades de innovar, por ejemplo, en la industria alimentaria combinando sabores y texturas para que se parezcan a otras que nos gustan es posible porque hay datos almacenados. ¿Pero qué pasa con lo nuevo? ¿Con eso que hasta ahora no se ha pensado, no se ha intentado, no ha dado resultados? ¿Qué pasa cuando la generación no es suficiente y necesitamos de la creación?   

Lo que hace único el último discurso de Allende no es el reconocimiento de la realidad del momento y su dramatismo, sino su capacidad de construir un sentido ulterior sobre la destrucción: su capacidad de escapar del contexto para imaginar otro escenario. Uno que no existe, que no podemos imaginar en ese momento de dolor, pero en el que somos invitados a confiar como única esperanza posible, y como refugio de resistencia ante la masacre. Lo que hace del discurso de Martin Luther King uno inmortal no es la enumeración de las vivencias de los afroamericanos, sino la propuesta de una nueva mirada, un sueño posible, la descripción de la sociedad que no se ha vivido pero se requiere.  

Nada de eso está en los datos almacenados, ni en las conversaciones que se repiten. Procesos innovadores, transformadores de la realidad, como el sufragismo, como el Estado de bienestar o como el matrimonio igualitario, giros en la conversación que cambian las sociedades, no pueden propiciarse desde lo que ya ha existido.  

Los discursos que calan en las sociedades y las transforman no son los que versan sobre lo ya dicho ni los que repiten lo que todos pensamos, sino los que escalan a una posición más allá, los que cambian la conversación atávica o disputan el lugar común, los que reenmarcan la conversación y la conducen hacia nuevos sentidos. La creación de sentidos en un contexto dinámico, la abstracción de los datos para formular ideas y de las ideas derivar construcciones colectivas sigue siendo nuestra jurisdicción soberana, por más que utilicemos big data para incidir en la opinión pública o llenarla de ficciones.  

Ese es nuestro captcha, nuestra prerrogativa. 

Muchas columnas y discursos podrán escribirse con las herramientas que la IA provee, pero, si no la delegamos, la historia podrá seguir siendo nuestra, con sus sentidos y sus improvisaciones. 

Ximena Jara es periodista de la Universidad Católica de Chile y experta en comunicación política y construcción de relatos.