Imagen: extracto de la portada de la novela Profanaciones
La escena es siempre la misma: estoy en una reunión social y de repente un amigo o amiga con buenas intenciones le informa al resto que escribo novela negra. Primero aparecen las miradas curiosas y luego viene la pregunta del millón, ¿y por qué ese género (tan violento)? Al principio respondía, pero descubrí rápido que lo mejor es decir cualquier cosa y lanzar mi propia interrogante, ¿cuál fue la última serie negra que vieron? Casi mágico. Todos sacan sus teléfonos para buscar el dato preciso. De repente recuerdan que también han leído novelas de detectives o descubren que su serie favorita es la adaptación de una saga. Hay intercambio de títulos, fotos de portadas y afiches, confesiones de largas noches en vela abducidos por una historia y emoción al recordar lo mucho o nada que les gustó un final.
Considerado durante mucho tiempo literatura de segunda categoría, lo cierto es que, hasta el día de hoy, el género negro sigue siendo uno de los más populares. Cualquier país que se precie de tal cuenta por lo menos con un personaje entregado en cuerpo y alma a resolver misterios criminales. Wallander, Phryne Fisher, Conde, Rebeca Martinsson, Montalbano, Heredia, Lisbet Salander, Precious Ramotswe. La lista es larga y aumenta año a año sumando nombres que renuevan el género con una mirada cada vez más ligada a lo cinematográfico. Como si se tratara de buenos vecinos que comparten un idioma parecido.
Si millones de personas en el mundo sienten devoción por este tipo de historias y no paramos de escribirlas, cabría preguntarse; ¿qué nos mueve? ¿Es solo morbo? ¿No nos basta con la violencia que la realidad nos entrega día a día? ¿Cómo se explica este amor por la oscuridad? Me aventuro con las siguientes razones.
Ofrecen un misterio y nos invitan a participar en su resolución. Sacamos conclusiones, sospechamos, analizamos comportamientos, hacemos apuestas. Queremos saber quién fue y también comprender por qué lo hizo. Mal que mal, no siempre se trata de psicópatas. A veces es gente como usted o como yo la que termina envuelta en el desastre.
Nos hablan de la muerte. En una sociedad que vive ignorando el hecho de que todos vamos a morir, son una oportunidad para asomarnos a mirar eso que tanto tememos enfrentar con la distancia suficiente para tolerarlo.
Permiten explorar nuestra idiosincrasia, y también la ajena, sin maquillaje. Corrupción, perversidad, ambición, maneras de enfrentar el trauma, la pérdida y la ira están ahí, a la vista de todos, en medio del campo, en barrios elegantes y también en esos que el turismo no pisaría jamás.
Punto aparte para las series de latitudes lejanas en las que también brilla el misterio del idioma. ¿Cómo suena la desilusión en finés? ¿El dolor, en sueco o en polaco? ¿Cuánto expresa nuestro lenguaje corporal dependiendo del lugar donde nacimos?
Detengámonos ahora en sus protagonistas, entrañables. Fieles al género, son mujeres, hombres, jóvenes o viejos con pasados tormentosos, adicciones y dificultades para encajar que conocen de primera mano el fracaso y el dolor. Y eso les permite empatizar con el sufrimiento ajeno, hasta el punto de arriesgar la vida con tal de obtener justicia para un desconocido. Cualquier desconocido. Porque en este tipo de historias todos importan y tienen cabida. Incluso los más vulnerables.
Alguien podría argumentar que podemos encontrar todo esto en la literatura sin apellido. Es probable, pero ¿quién puede resistirse a una aventura en la que anticipamos la victoria? Porque las historias negras, además de sangre y peligro, ofrecen un mundo en el que casi nunca triunfa la impunidad. Y quizás esto sea lo más definitivo. Sabemos y confiamos en que, sin importar cuánto cueste, al final habrá justicia. Algún tipo de justicia. Cosa que, a estas alturas, es mucho más de lo que podemos pedirle a la realidad.
Es guionista y autora de las novelas policiales El misterio Kinzel. El primer caso de Laura Naranjo (Hueders, 2018) y Profanaciones (Hueders, 2024).