¿Por qué no una novela ambientada a principios de 1974, titulada Nombre político, que narre cómo la DINA va tras los pasos de un joven militante del MIR pero sólo consigue capturar a su homónimo, el cual, pese a la tortura, calla hasta que lo desaparecen y de su memoria no pervive sino ese nombre?
¿Por qué no una película titulada El portador sobre un contagiado eterno de covid que logra infiltrarse en manifestaciones anti-migrantes (cada día más multitudinarias) en el Medio Oeste norteamericano, esparciendo el virus rápidamente, avanzando hacia el sur, hasta que lo descubren, es encarcelado e incomunicado mientras su leyenda crece día a día entre la población de indocumentados?
¿Por qué no titular Spam a una novela melodramática sobre una pareja ya destrozada que recibe continuos correos con avisos de inmuebles para comprar, sabiendo de antemano que los planes para vivir juntos no son más que una ficción cruel, mientras la narración se pasea por algunos momentos del pasado, cuando la pareja vivía con entusiasmo sus mejores días?
¿Qué tal El árbol, film de corte neoexistencialista acerca de una muchacha que piensa en su vida mientras clava lentamente un cuchillo en la corteza de un árbol de la campiña francesa hasta que una voz gime y le dice: «Si encajas tu cuchillo en la espalda de un árbol pensando que acabas con su vida, te equivocas, pero eres una asesina», dando pie a una serie de elucubraciones metafísicas capaces de llevarla al suicidio?
¿Y si se escribiera la novela titulada Ya había pelos, narrada por un escritor bloqueado que al leer los recuerdos de infancia, la mayoría eróticos, del saxofonista de jazz Art Pepper rememora de inmediato los suyos, cuando tenía cinco años y una vecina de piel morena, seis años mayor que él, aprovechando que sus padres salían de casa, lo invitaba a su cuarto y ahí lo conminaba a lamerle la vagina (ya había pelos en ella), lo cual, según él, le provocará más tarde una dislexia en cuanto a los tiempos verbales y problemas con la propiedad privada?
¿Y si la protagonista de Animal, cuento gótico, se pregunta: «¿Qué clase de animal se mueve bajo mis pies, bajo la cama, bajo cada pisada que doy? ¿Es de gran tamaño o sólo un ente microscópico? ¿Y qué clase de aire me recorre y me ciñe? ¿Es prístino o, embotada como estoy, no logro ver su rayo oscuro?».
¿Y acaso Manual de latín será por fin aquella novela pornográfica en la que un aventajado estudiante de Lenguas Clásicas es contratado como profesor de latín en un colegio jesuita de las afueras de Bogotá, donde da rienda suelta a sus más recónditas perversiones entre el joven alumnado mientras concibe su propio método para enseñar lenguas muertas?
¿Por qué no, por qué no escribir de una vez por todas la novela de aprendizaje Monólogo del padre con su hijo de meses en la que una guagua monstruosa, fruto del amor a las artes de la carne, habitante de un castillo imaginario, vive y ensaya tiranizando conejos, creyéndose Zaratustra, enamorando a una vieja, estudiando hasta que su juventud le da la espalda y consigue una peguita y se interna por un espejo opaco, al trote, vestido de negro?
¿Y si las pesadillas y los sueños apocalípticos de una conductora del metro de la Ciudad de México, hincha del Atlante, adicta a los videojuegos, lectora de Deepak Chopra, fueran la materia prima de Correspondencia con Línea 12, novela gráfica?
¿Y si un crítico de cine, en la novela Spoiler, se dedica a contar los finales de las películas que reseña como forma de venganza ante la mala o nula remuneración por sus escritos y así pierde su trabajo, su casa, su familia, transformándose en un vagabundo a quien poco a poco empiezan a emular en distintos medios editoriales en reseñas, sinopsis, prólogos y contratapas, lo cual, finalmente, constituye su triunfo secreto?
¿Por qué no sentarse a escribir nomás el guion de Exilio subterráneo, película en la que un niño desciende hacia el metro de la populosa ciudad y no encuentra a nadie y atraviesa las estaciones y continúa solo y pasan los días, las semanas, hasta que se mete a la cabina de uno de los trenes y se encuentra con la protagonista de Correspondencia con Línea 12?
¿Por qué no llevar a la pantalla el guion de La Fiscalía, película de veinticuatro horas narrada por una sola cámara de celular que enfoca y desenfoca el rostro, las manos, los pies de un corrector de estilo que, al revisar el informe anual de una Fiscalía General de Justicia de un estado del norte mexicano, decide intervenir las maquilladas cifras del escrito pensando que con ello logrará exhibir la corrupción imperante del estado, aunque, con el correr de las horas, cae en la cuenta, con ánimo sombrío, de que su denuncia a nadie le va a importar?
¿Y si Cuernavaca, ciudad pequeña, insignificante, es el escenario de La desmemoria, falso documental sobre dos amigos íntimos y, a su modo, diletantes, quienes por diferentes motivos, algunos oscuros, otros prácticos, no se ven las caras jamás (y poco a poco se van olvidando de ellas) pese a vivir a unas pocas cuadras de distancia?
¿Por qué no, como simple travesura, en Apagón, novela chilena emblemática de la Transición a la Democracia, un grupo de niños corta la luz de una casa propiedad de un militar en retiro en una villa al sur de Santiago, mientras en los alrededores se enfrentan pandillas de jóvenes armados que no tardan en asociarse al militar con el objetivo de liquidar a los niños, quienes se sumen en la clandestinidad, abocados a la creación de células de sabotaje, revelando una trama de pactos criminales, silencios y violencia bajo un clima de aparente estabilidad y reconciliación nacional?
¿Y si en la nouvelle Ya que estamos aquí un periodista mexicano, durante el mundial de México 86, luego de recibir información acerca de un inminente enfrentamiento entre hinchas argentinos y hooligans en el Ángel de la Independencia, se parapeta en las cercanías para obtener la primicia mientras se pregunta por qué está ahí, en ese momento, en ese país?
¿No será Pinochet ese cuento en el que una niña conversa con fantasmas, duendes y hadas mientras le inyectan medicamentos antirrábicos durante semanas luego de haber sido víctima de los colmillos de un perro rabioso al cual han bautizado con el apellido del dictador?
¿Y si la novela gráfica Pueblo innumerable exhibe el mapa de intrigas, el fragor de los caminos, las múltiples amenazas que se ciernen sobre Amalia y Nicolás, par de encuestadores en el marco de un ambicioso censo latinoamericano cuyo propósito nadie sabe bien explicar?
¿Por qué no, pues, escribir Jonrón al crepúsculo, novela ambientada en Tijuana, basada en la biografía de un exprofesor de historia divorciado que se dedica a vender seguros de vida y juega de cátcher en una liga amateur de béisbol, donde los errores infantiles y las derrotas de su equipo poco a poco van convirtiéndolo en un sujeto desesperado, violento, con la posibilidad de dedicarse a la extorsión en las crepusculares calles de Tijuana?