UNO: Cassidy, el vampiro alcohólico: Hace casi veinte años, el guionista Garth Ennis (1970) era una estrella en ascenso. Había revitalizado el título de horror Hellblazer, de DC Comics, gracias a una mezcla improbable de satanismo callejero y realismo social. En manos de Ennis, que era irlandés, el cómic se había vuelto profundo y melancólico, sin eludir la violencia como atributo de la identidad británica. Lleno de momentos bestiales (el héroe le cortaba las alas al arcángel Gabriel con una sierra eléctrica), también estaba lleno de conversaciones de barrio y anotaciones sobre la política inglesa. Ennis y el dibujante Steve Dillon se afianzaron como dupla creativa de tal modo que cuando en 1995, Vertigo, el sello adulto de DC, les pidió una serie original ellos venían pensando desde hacía tiempo en la respuesta. Predicador, la obra maestra del dúo, duró 66 números y se alargó por más de media década para contar las desventuras de Jesse Custer, un párroco de pueblo que tiene en la cabeza una entidad (el hijo de un ángel y un súcubo) que le permite hablarle al resto con la palabra de Dios. En el primer capítulo, cuando la entidad poseía a Custer, arrasaba una iglesia llena de acólitos. Western contemporáneo, Predicador es una reflexión sobre el horror y la grandeza de la cultura norteamericana, vista a través de un escritor irlandés y un dibujante inglés. Visceral, conmovedora y casi siempre sorprendente, su relato hace deambular a una delirante corte de los milagros compuesta de antagonistas y secundarios: caben acá desde un pervertido llamado Jesús de Sade hasta un fan de Nirvana que se voló la cabeza tratando de imitar a Kurt Cobain y quedó con la cara con forma de ano (Arseface, que luego se vuelve estrella de rock). Hay ángeles cocainómanos, un pistolero cuyas armas son capaces de matar al diablo y el dueño de un matadero que se acuesta con mujeres hechas de charcutería. Entre medio aparece Dios –que le teme al héroe– y un tal Starr, militar alemán que conforme avanzan los capítulos es violado, mutilado y castrado de modos tan crueles como estrambóticos. Pero entre todos ellos destaca Cassidy, el vampiro irlandés que se hace el mejor amigo del protagonista y que satiriza cualquier idea gótica que se pueda tener del género. Cassidy es el villano principal del cómic aunque no lo parezca, y crece hasta niveles insospechados conforme avanzan los números: se enamora y abusa de la mujer de Custer, se pierde en la América profunda, arrasa con todo a su paso porque es incapaz de controlar su inclinación a la violencia. Compuesto a partir de la imagen de Shane McGowan, el vocalista de The Pogues, el vampiro es un misterio complejo que sirve a los autores para bocetear postales del siglo XX: en algún punto se menciona que aparece en Yonqui de Burroughs, o que acompaña a Dylan Thomas en alguna borrachera. Casi siempre es entrañable y Ennis y Dillon narran sus peripecias con ternura e incluso compasión, al punto de que en una serie llena de fenómenos es quizás el personaje más humano. Así, antes que un estudio sobre la maldad, Cassidy se presenta como una reflexión sobre la forma en que la cercanía entre violencia y fragilidad constituye la condición humana. La épica de Predicador no funcionaría sin él. Como en los westerns clásicos, partimos viéndolo como comparsa cómica pero al final se nos revela como alguien que huye de sí mismo, que se esconde en la violencia mientras mistifica la camaradería masculina como único lazo de sangre. Como las canciones de los Pogues que cita ocasionalmente el cómic, está en Cassidy el relato de una caída que no termina, que se vuelve cada vez más angustiante, que es quizás el corazón oscuro de la historia, algo que se nota en el modo en que Dillon lo dibuja. Cuando la historia comienza, lo describe de modo abigarrado, casi como un monstruo. Cuando termina, decenas de números más tarde, la línea de tinta es más clara y precisa y detalla de modo traslúcido la ferocidad y el resentimiento del personaje, pero también su cercanía: no hay nada que lo separe de un ser humano.
DOS: Tyler Durden, la fantasía del oficinista. Es mejor la película que el libro. David Fincher filmó El club de la pelea (1999) de Chuck Palahniuk como una especie de delirante manifiesto generacional que hubiera sido imposible concebir después del ataque de las Torres Gemelas. La novela data de 1996 y es cuasi autobiográfica. Un ejecutivo insomne de una agencia de seguros se enamora de Tyler Durden, su otra personalidad. El narrador es tímido y vive de la contemplación morbosa de enfermedades y síndromes varios; Durden se presenta como un terrorista carismático que no teme acercarse al dolor y la violencia como modos de iluminación personal. El resultado de aquel encuentro –de la dialéctica feroz del narrador con una ficción que se revela como una parte de sí mismo– comienza en la trastienda de bares de mala muerte y termina como la descripción detallada de la edificación de una célula terrorista. Palahniuk escribe de modo acelerado y documental, con párrafos cortos (el editor debió intervenir los pasajes donde describía cómo hacer explosivos, que bien podían corresponder al mítico The Anarchist Cookbook), y enfatiza la extraña relación amorosa entre el narrador y su otro yo. El club de la pelea es así una eficaz novela trash que ayudó a cimentar el mito de su autor, que en adelante se presentará como una especie de héroe deforme de la literatura norteamericana: gay, hijo de un padre asesinado por un psicópata, fanático del fisiculturismo. Lo interesante es que Durden excedió con creces la imaginación de su autor: cuando le tocó a David Fincher filmar la novela, usó a Brad Pitt para el personaje y puso a Edward Norton como el narrador sin nombre. El resultado es inquietante. La película se parece al libro pero es mucho más exacta a la hora de plasmar el patetismo y la violencia irónica que era la principal virtud del relato. En manos de Pitt, el villano que era Durden se convirtió en una especie de proxeneta que viste con ropa de desecho, vive en una casa a punto de ser demolida y trata de acabar con la sociedad occidental. Pitt ya era uno de los actores fetiches de Fincher: había salido en Los siete pecados capitales, estaba de novio con Jennifer Aniston y decía, en la Rolling Stone, que no era tan tonto como la gente creía. En la cinta, parece haber nacido para interpretar a Durden. Vulgar, idiota y entrañable, carece de melancolía y su rebelión luce tardía y desfasada, como si se tratase de una colección de instantáneas cuyo único lazo es una venganza cuasi infantil. Fincher, lector atento de la novela, explota ese lado catártico. Durden es un villano cuyo principal mérito es exhibir las fantasías de aniquilación inmediata de los trabajadores de corporaciones que conforman la clase media o baja ilustrada norteamericana. La maldad de Pitt y Durden radica en darle glamour a ese apetito de destrucción presentándolo como una respuesta casi automática a la alienación del sistema. Así, el mismo relato sirve para dos versiones opuestas. Lo que Palahniuk escribía en una novela sobre un amor homosexual imposible, Fincher lo filma detallando el espectáculo fantástico de un apocalipsis al alcance de la mano. Durden y Pitt son los maestros de ceremonias de ese desastre. Norton, que no tiene nombre pero sí un rostro perplejo, es el testigo. La película subraya su triunfo final con aquellas bombas explotando y el gesto extraño de convertir a Durden en una sombra omnipresente, en un cuerpo que termina vuelto una consigna. El final de la cinta supera al de la novela y es un comentario feroz sobre el mundo antes de Bin Laden y el 11/9: los edificios se caen a pedazos pero suena una canción de los Pixies. En esos minutos terminales, Durden ha vuelto a la cabeza de Norton, para quizás fundirse con él y quedarse ahí, como si el relato de Palahniuk escapara a su propia parodia, como si la destrucción de la civilización occidental solo pudiera ser descrita como un juego gozoso, una liberación de energía sexual, una fiesta explosiva.
TRES: Mauricio Doval, el hombre de sangre. En uno de los momentos más incómodos de Resistiré (2003), la teleserie argentina, varios buses se estacionan afuera de un búnker. Las puertas se abren. De los camiones empiezan a bajar indigentes. Suena una canción de rock cantada en portugués. Los indigentes cruzan la puerta: van a vender su sangre, van a convertirse en una especie de ganado que está detrás del culebrón, del folletín, de las buenas maneras de la ficción televisiva. Escrita por Gustavo Belatti y Mario Segade, y protagonizada por Pablo Echarri y Celeste Cid, en ella Fabián Vena interpretaba a Mauricio Doval, uno de los villanos más imborrables del culebrón latinoamericano: traficante de sangre y órganos, enfermo de un mal incurable, simpático como pocos. Rey oscuro de un relato lleno de recovecos delirantes, Doval era uno más en una serie llena de asesinos y fetichistas, de cuerpos desmembrados, de agentes dobles de su propia perversidad. Ahí, el único consuelo que encontraba el espectador era la casa de barrio del protagonista, donde los padres preparaban mate y tomaban vino con soda. Fuera de ese lugar, Doval reinaba con un carisma intachable. Monstruo simpatiquísimo, la interpretación de Doval rozaba una comedia que el resto de la trama no podía permitirse. Esa comedia estaba construida sobre un horror literalmente hecho de vísceras: Doval mataba casi sin razón, controlaba el detalle de la vida de los que lo rodeaban, traficaba cuerpos, zurcía la ley a su antojo. Tal vez tal acumulación de horrores solo era posible en una Argentina que leía ahí, en esas ficciones, la resaca del menemismo que había hipotecado el país. Capaz que Vena estuviera interpretando a Menem y su peculiar forma de abrazar el poder, de arroparse en él. Había algo ahí, una tensión, una especie de pálpito. Porque Doval era un vampiro pero no en el sentido clásico, aunque en el último capítulo terminara explotando como un manchón de sangre. Más bien era un empresario, un político, un maestro torcido de la palabra. Fabián Vena lo interpretaba desde el reverso exacto de la moral que proponían sus acciones, haciendo de su carisma un enigma. Quizás por eso Resistiré resultaba tan adictiva, porque aquel horror era próximo a nosotros, el público: sus atributos eran exactamente iguales que sus vicios.
CUATRO: El Joker, la sonrisa hiperreal. Para hablar del Joker habría que hacer una pequeña lista solamente: masacró a Robin con un diablito; le quebró la espalda y lo dejó morir en medio de una explosión; fue a la ONU como embajador de Irán, delegado por el ayatolá Jomeini, y gaseó a los miembros de la Asamblea General; le disparó a una muchacha en la columna y le sacó fotos desnuda en un charco de sangre; raptó al comisionado de policía, lo desnudó, lo vistió con cuero y cadenas y lo subió a una montaña rusa donde se proyectaban fotos snuff de esa misma muchacha, que era su sobrina; le pidió a un asesino que le arrancara la piel del rostro; le pegó un agarrón en el culo a Batman; violó a Gatúbela, la amarró y la vistió de Mujer Maravilla; arrasó con todo un set de televisión, incluido el público; voló un hospital vestido de mujer. Alguien dijo que no estaba loco, que encarnaba la manera de percibir el mundo contemporáneo como una colección de estímulos aleatorios, como una realidad cambiante que no se detenía nunca, como un horror constante. Quienes escribieron de él casi nunca supieron qué hacer. Como villano les quedaba grande, como un traje que no sabían ponerse. Creado por Jerry Robinson, Bill Finger y Bob Kane a partir del recuerdo de El hombre que ríe, la novela decimonónica de Victor Hugo, el Joker se fue densificando y cambiando, volviéndose cada vez más atroz; quizás porque estaba vacío, porque era un reflejo de su tiempo. Podía ser un delincuente, un terrorista y un anarquista. A veces, incluso, parecía una especie de héroe torcido. Los dibujantes que se hacían cargo de él se perdían en su mueca. Para la mayoría era una sonrisa estática que dibujaban como una caricatura definida por la franquicia. Pero para unos pocos (Dave McKean, Brian Bolland, Frank Miller) ese gesto siempre fue un problema, un desafío a sus capacidades como ilustradores. Heath Ledger lo comprendió mejor que todos ellos al interpretarlo antes de morir, en The Dark Knight (2008), de Christopher Nolan. Ledger compuso al personaje a partir de la herida que definía su mueca característica. Por alguna razón –y a diferencia de Jack Nicholson– no tuvo temor de perderse en ella: le quitó toda pompa al personaje, lo hizo vestir harapos, lo dispuso en un margen concreto, el mismo que habitaban los pistoleros y guapos de Plata quemada de Ricardo Piglia, quienes, como él, no tenían problemas en destruir el capital y quemar todo el dinero. Por supuesto, es mérito de Ledger, quien incluso en el contexto de un blockbuster pudo intuir el abismo sin fondo que era el personaje, y supo que a fin de cuentas lo que debía interpretar no era una máscara sino una cara deformada. Así, antes que una fuerza natural, nos presentó al Joker como un invunche que retorcía una y otra vez su propio relato hasta volverlo jirones, exhibiendo un horror desprovisto de sentido, hecho de pura violencia, un gesto mecánico que confundía la libertad con la muerte.
CINCO: Johan Liebert, el monstruo. Naoki Urasawa se hizo conocido por Monster, el thriller más perfecto que el género japonés del seinen ha dado en mucho tiempo. Monster tiene más o menos 4 mil páginas y se publicó entre 1994 y 2001. Ambientado en Alemania, describe cómo un doctor japonés va en busca de un asesino serial a quien él mismo salvó la vida cuando niño. A partir de un lugar común, entonces (para los japoneses, Alemania es el país de la ciencia médica por excelencia), el autor compone un viaje hecho de crímenes: Urasawa narra la odisea de un héroe a la deriva en un país que sufre los shocks de la caída del Muro de Berlín, los recuerdos no verbalizados de la Segunda Guerra Mundial y el espíritu vehemente de una Europa unificada. Obra monumental e inevitable, Monster se desvía en infinidad de líneas paralelas con forma de relatos mínimos de miseria, egoísmo, paternidades confusas y epifanías secretas pero también de ataques xenófobos, experimentos sociópatas y corrupción política. Es una larga lista de hechos de sangre, pero también un sinuoso camino hecho de ciudades que no soportan la propia modernidad, de mansiones vacías, secretos domésticos y suburbios en llamas. Detrás de todo eso está Johan Liebert, el asesino: el niño que creció para volverse un monstruo. En el cómic apenas lo vemos pero contemplamos su influencia alargada en las acciones de los personajes, en orfanatos abandonados donde abusaban de los niños, en los cuentos infantiles que solo podían convocar el horror. Pero lo verdaderamente inquietante de la historieta es lo que tiene que ver con aquella sensación que provoca el estar ante un texto mayor: Naoki Urasawa puede dialogar sin problemas con el W.G. Sebald de Austerlitz; como si el género –el cómic, el policial, el tópico del serial killer– no fuera más que una excusa intercambiable para tensar las probabilidades de la narración como una disciplina metafísica o religiosa sobre las identidades que quedan en disputa después de un trauma político. Ahí Tenma, el doctor, y Liebert, el asesino, se persiguen y se encuentran en medio de una Europa que es como un patio de juegos abandonado. Urasawa cuenta todo amablemente, con un trazo redondeado, evitando la ampulosidad y el descalabro del seinen más radical. Ese dibujo amable vuelve el cómic una obra maestra porque amplifica la sinuosidad moral de sus personajes, todos habitantes de una Europa demolida tras la caída de la Unión Soviética. Monster narra al villano como virus, como una fuerza coercitiva que define a los personajes y sus pecados. Esa sombra es quizás la hipótesis del relato de Urosawa. Escribir sobre Johan Liebert es acceder al modo en que se revela un secreto, a los fragmentos de un discurso ominoso que revela al lector los mecanismos invisibles que dan cuerda al mundo.
SEIS: P.B. Jones, el traidor. Se llamaba P.B. Jones y llevó a Truman Capote a la tumba. Quizás esto no sea del todo exacto, pero es lo que uno piensa al leer Plegarias atendidas, la novela que Capote dejó inconclusa y que hundió su escritura. Narrada en primera persona por Jones –bisexual, prostituto y arribista fracasado–, la novela habla de la alta sociedad de la posguerra estadounidense, y es demoledora. Capote cuenta intimidades del mundo al que accedió como escritor, cuando era amigo de la familia Kennedy y hacía que Nueva York pareciese un barrio de dos cuadras lleno de fiestas en el que se refugiaba del tedio y el pavor que le significó escribir A sangre fría. Un mundo que iba a trazar su destino. Hecha de materiales aparentemente desechables como rumores, mitos de la vida social o simplemente un name dropping descarado, en la novela Jones, escritor fracasado cuyo arribismo lo define desde un horror vacui que no tiene desperdicio, redacta sus memorias alojado en un hotel barato. Allí se venga de todo el mundo, amigos, conocidos, amantes, con una prosa afilada que eleva la frivolidad al rango de máscara monstruosa. Anota Jones, sobre su exesposa: «Al poco de casarnos, descubrí que había una excelente razón por la que sus ojos tenían aquella maravillosa serenidad de retrasada mental. Era una retrasada mental».
O sobre un exeditor: «La verdad es que en casa de Boaty se encontraban cantidades notables de personajes célebres. Actores tan distintos como Marta Graham y Gypsy Rose Lee, todo género de lentejuelas salpicadas con una colección de pintores (Tchelitchew, Cadmus, Rivers, Warhol, Rauschenberg), compositores (Bernstein, Copland, Britten, Barber, Blitzstein, Diamond, Menotti) y gran abundancia de escritores (Auden, Isherwood, Wescott, Mailer, Williams, Styron, Porter y, en varias ocasiones, cuando se encontraba en Nueva York, Faulkner, a veces buscando Lolitas, pero por lo general serio y cortés bajo el doble peso de una nobleza incierta y una resaca de Jack Daniel’s (…) Para todas esas personas, las que aún vivan, en estos momentos debo serles el más somero recuerdo. Como mucho. Boaty, por supuesto, se hubiera acordado de mí aunque no con alegría (me imagino perfectamente lo que diría: “¿P.B. Jones? Ese vagabundo. No tengo ninguna duda de que anda por los zocos de Marrakech vendiendo su culo a viejos moros sodomitas”, pero Boaty ya no está entre nosotros, murió en su casa de caoba, víctima de los golpes que le propinó un puto puertorriqueño enloquecido por la heroína. Le dejó con los dos ojos desencajados, colgándoles por debajo de las mejillas». Capote habló de Plegarias atendidas por años, pero nunca la terminó. Era la novela que iba a cambiar la narrativa en inglés, la que lo iba a devolver a la literatura después de su paso demoledor por el periodismo. No lo fue y Jones quedó como una voz perdida y cortada, un fragmento genial pero a la deriva porque el libro le explotó a su autor en las manos. La historia es conocida: cuando en 1976 publicó un fragmento en Esquire («La Cote Basque 1965») sus amigos le quitaron el saludo, lo consideraron un traidor, lo declararon una peste. Hasta su muerte en 1984, Capote alimentó versiones contradictorias mientras se volvía una sombra de sí mismo, impostando quizás la voz rota de Jones.
SIETE: El asesino de Santa Teresa, o nadie dijo nada. Es interesante ver cuando un género fracasa, cuando ya no tiene nada que decir. Los relatos de serial killers tienen en 2666 su cierre. En la novela de Roberto Bolaño, en una ciudad de la frontera mexicana llamada Santa Teresa (y que bien puede ser Ciudad Juárez), el crimen machista o femicidio se vuelve una epidemia: hay cadáveres de cientos de mujeres en el libro, pero el asesino nunca es descubierto. Bolaño compone la historia de la ciudad a partir de estas muertas, cuyos cuerpos describe con el fraseo del forense. Perturba la invisibilidad del victimario, esa condición elusiva que lo define como si se tratase del lenguaje del libro. Es el fin de CSI, de las novelas policiales, de la idea –eficaz, simétrica y justa, hasta ahora– de que la ficción es capaz de reparar simbólicamente lo que la vida real deja inconcluso. Para aumentar la sensación de desprotección, el libro ofrece un montaje caleidoscópico y agobiante. La trama se dispara, se abre a más y más desvíos. Policías, sicarios, sospechosos, periodistas, víctimas y testigos se entrecruzan en un relato cuyo eje va cambiando y desplazándose, manteniendo como único signo de puntuación la enumeración del hallazgo de más de cien mujeres asesinadas en sitios baldíos, solares, basureros y rincones de Santa Teresa. Eso es lo único que se repite en 2666: la aparición de los cadáveres como marca de la respiración del texto; la consignación del estado de descomposición o mutilación de los cuerpos; las preguntas infructuosas que no llevan a nada. Un ejemplo: «El mismo día en que encontraron a la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, los empleados municipales que intentaban remover de sitio el basurero El Chile hallaron un cuerpo de mujer en estado de putrefacción. No se pudo determinar la causa de la muerte. Tenía el pelo negro y largo. Vestía una blusa de color claro con figuras oscuras que la descomposición hacía indiscernibles. Llevaba un pantalón de mezclilla de la marca Jokko. Nadie se personó en la policía con información tendente a aclarar su identidad. A finales de septiembre fue encontrado el cuerpo de una niña de trece años, en la cara oriental del cerro Estrella. Como Marisa Hernández Silva y como la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, su pecho derecho había sido amputado y el pezón de su pecho izquierdo arrancado a mordidas. Vestía pantalón de mezclilla de la marca Lee, de buena calidad, una sudadera y un chaleco rojo. Era muy delgada. Había sido violada repetidas veces y acuchillada y la causa de la muerte era rotura del hueso hioides. Pero lo que más sorprendió a los periodistas es que nadie reclamara o reconociera el cadáver. Como si la niña hubiera llegado sola a Santa Teresa y hubiera vivido allí de forma invisible hasta que el asesino o los asesinos se fijaron en ella y la mataron». Con estas descripciones repitiéndose incesantemente, no hay culpable, todos son culpables. Es la constatación de un horror que multiplica el misterio hasta volverlo imposible: las mujeres muertas de Santa Teresa son un obstáculo a la mecánica del asesino serial como lugar común de la cultura contemporánea. Esa multiplicación es la conformación de una raza sin nombre, un zeitgeist cotidiano que reemplazaría, sin ir más lejos, la voluntad mítica que las novelas policiales tenían como brújula orientadora ante el lector, como señal de ruta de un sentido –la verdad, la justicia, el rostro del mal– que acá desaparece por completo.
OCHO: Frank Booth. Dennis Hopper contó alguna vez que toda la marihuana que fumaba su personaje en Easy Rider era real. Un dato importante: como pocos, Hopper borró las fronteras entre él mismo y sus personajes. Cuando en Apocalipsis ahora interpretó a un periodista que se pierde en la selva asiática para abrazar la oscuridad que proponía el Kurtz de Marlon Brando, uno podía pensar que lo mismo le había pasado a él en la vida real y que Coppola solo se había limitado a registrarlo. Años después, cuando David Lynch lo reclutó para Terciopelo azul (1986), ese infierno se había hecho aun más terrible. Hopper había estado perdido por décadas y su mirada torcida registraba lo que había visto: el infierno de la droga pero también el purgatorio de tomar cualquier clase de trabajo alimenticio que se le presentase. Lynch, que venía de estrellarse con Dune, había pactado con Dino de Laurentiis hacer Terciopelo azul por un presupuesto mínimo a cambio de cierta libertad creativa. Ya tenía fama de experto en monstruos y supo que ahí, en la mirada torva de Hopper, había algo inexplicable que era esencial para la película. El casting de Terciopelo azul es mínimo (Kyle McLachlan, Laura Dern, Isabella Rossellini, Dean Stockwell) y tiene su centro en el personaje de Frank Booth, interpretado por Hopper: el líder de una mafia local que tiene corrompida a la policía de Lumberton, el pueblo donde se despliega la trama. Booth secuestra al marido de Rossellini, le corta una oreja y procede a violarla a ella. El terciopelo del título alude a un trozo de tela que él se introduce en el sexo, pues es impotente. Entre las escenas sexuales y el frenesí de la violencia espástica de la cinta, Hopper interpreta a Booth con un cierto delirio místico. Se nos presenta como un emisario del infierno, pero es también un personaje iluminado por el mal que en sus momentos de mayor excitación saca un tanque de oxígeno y aspira de una mascarilla para no quedarse sin aire. Un villano ridículo y deforme. Lynch filma Terciopelo azul con una extraña parsimonia que detiene los momentos de horror, estirándolos para volverlos el reverso de las postales que Norman Rockwell compuso sobre la Norteamérica de la posguerra. Hopper lo ayuda: el horror de la cinta es el horror helado que surge cuando lo cotidiano se vuelve amenazante. De hecho, el último tercio de la cinta es casi irrelevante. No nos importa la resolución de la trama ni que al final Booth muera, que el héroe se quede con la muchacha virginal o que la felicidad se encarne en dos pájaros mecánicos sobre un árbol de utilería. Eso es accesorio, pues una vez que Booth ha llevado al héroe al centro del infierno, le ha pintado los labios y –fuera de cámara– lo ha violado para dejarlo abandonado en un camino, importa bien poco lo que pase. Lynch ha filmado la pérdida de la inocencia de McLachlan pero también se ha solazado en los detalles kitsch que dan profundidad a aquella maldad. Así inicia su colección de monstruos insoportables que merodean en las esquinas de una Norteamérica donde toda melancolía es irrelevante: el Willem Defoe sin dientes de Corazón salvaje, el extraño hombre sin cejas de Carretera perdida, la familia deforme que habita tras el espejo en la habitación roja de Twin Peaks. Hopper es el padre de todos ellos porque esboza sus contornos y sugiere el arquetipo de una nacionalidad inusitada, la del mal que carece de palabras para atraparlo mientras se apropia de esos lugares oscuros que son la verdadera frontera entre el día y la noche