Me alegro de que hayas elegido esa profesión. Si lo que quieres es andar armado, entre ser delincuente o ser policía, es mejor ser policía, porque tienes impunidad.

La casa de los espíritus, Isabel Allende

A dos cuadras de la Plaza Dignidad en Santiago, en la esquina de Seminario con Providencia, hay un semáforo.

El semáforo de Seminario lo rompieron en los primeros días del estallido. Luego fue reparado, lo rompieron otra vez, nueva reparación y así por unas semanas hasta que quedó abandonado a su suerte. Y el cruce, al menos hasta el inicio de la pandemia, quedó determinado por la agilidad del peatón y la buena voluntad de los conductores.

En esa esquina, los viernes se instalaban dos motoristas de Carabineros. Su función era reemplazar el semáforo, pero también desviar el tránsito desde Seminario hacia la cordillera. Entre ellos y la Plaza Dignidad se extendía un trecho donde la gente caminaba por el medio de la calzada, se instalaban carros de comida, vendedores ambulantes y a veces bandas de música. Después de eso venía la Plaza, la gente trepada al monumento y de ahí hacia la Alameda el aire se tornaba lentamente irrespirable hasta que se veían los carros de las Fuerzas Especiales.

En las calles cercanas a Seminario se estacionaban carros celulares, a veces una micro verde y en otras ocasiones unos enormes buses sin color ni distintivo que tenían la mayor parte de sus ventanales cubiertos con planchas de metal. Al caer la tarde, dependiendo de la intensidad de las protestas, por el Parque Bustamante desde la Plaza hacia el sur se podían ver pasar caminando los piquetes antimotines.

Alguno de ellos se quitaba el casco. Otro levantaba la visera mientras revisaba un teléfono. Algunos se juntaban en pequeños grupos y discutían entre los árboles y los perros que paseaban sin correa. Se movían lento, incluso con torpeza, como los hombres que vestían el disfraz de Godzilla en las viejas películas japonesas.

Detrás de ellos, al fondo, a veces en los muros del Café Literario o en las cortinas metálicas de los negocios del parque, se podían ver distintas alusiones a su tribu. Caminaban cuadras enteras flanqueados por dibujos de diversa calidad y detalle que los retrataban como represores, monstruos o títeres de un malvado poder civil que los controlaba desde lo alto.

Una de las tantas cosas que cambiaron en esos meses la apariencia del sector fue la manera en que sus calles empezaron a funcionar como un diario público-privado, uno repleto con todas las cosas que un civil jamás se atreve a decirle a la fuerza pública en su cara. Al menos no en un día normal.

Un cuerpo extraño

Desde los serenos con una lámpara y un palo que aparecen en las viejas pinturas de la Colonia hasta los guardias cordilleranos de la canción de Patricio Manns, pasando por los gendarmes, agentes y patrullas de los cuentos de Rafael Maluenda y Óscar Castro, los guardianes de la ley en Chile tuvieron distintas caras y nombres hasta que todos ellos se fundieron en un solo uniforme a fines de abril de 1927, gracias al decreto de Ibáñez del Campo.

Desde ese año, las policías fiscales y comunales fueron reunidas al alero de la nueva institución, llamada Carabineros de Chile. El argumento del decreto era que la existencia de distintas clases de policías a lo largo del territorio aumentaba la confusión a la hora de ejecutar órdenes y, más importante que lo anterior, dejaba en manos de liderazgos locales el uso de las fuerzas para servir «fines políticos e intereses personales». El espíritu del decreto es por esencia metropolitano. El texto deja muy claro que el reclutamiento de tropa se hará en Santiago y que los jefes de cada provincia dependerán del Ministerio del Interior. La naciente institución se coordinará con alcaldes e intendentes, pero su obediencia última será a las voluntades de la capital.

Sin embargo, antes que Carlos Ibáñez del Campo definiera el organigrama, funcionamiento y objetivos de la policía, otros ciudadanos de mucha menor alcurnia y grado se venían refiriendo en otra clase de textos a los encuentros a menudo acontecidos que la ciudadanía tiene en Chile con la fuerza pública. Un vistazo general de esos textos conforma una idea: en Chile la fuerza pública es un grupo amenazante, un cuerpo extraño, una tribu invasora en un territorio que nadie defiende y a cargo de cuidar la paz de una guerra que nadie parece haber declarado. Son la línea de choque, la baranda del puente, el dique cuyos amos presentan como la última parada entre nosotros y la barbarie.

Nacieron con las ciudades, tal vez se extingan con ellas.

Encima de todo, son una tribu que ha creado su propio lenguaje. Negativo. Señor, los documentos. Los carneses. Circulen. Los detenidos eran antisociales en la comisión de un ilícito, el cual fue interrumpido por la acción de Carabineros. El arma de un funcionario fue percutada en el contexto de un procedimiento. En la tarde de ayer, a la salida de un establecimiento comercial. Se están investigando las circunstancias.

Pa entro cortitos

En la que debe ser la más destacada de las primeras apariciones de la fuerza pública en una novela chilena, un policial es el encargado de disolver una pelea a puñetazos. Todo parte de un malentendido de formas. El provinciano Martín Rivas, recién llegado a Santiago, conoce la Plaza de Armas. Un vendedor callejero le ofrece botines de charol y Rivas, ansioso de mejorar su apariencia ante la familia rica que le ha recibido de allegado en la capital, acepta probarse un par. Pero los vendedores lo acosan, Rivas pierde el interés y dice que no va a comprar nada. Entonces los botineros se indignan y lo insultan. «Futre pobre», le dicen. Rivas siente «el despecho apoderarse de su paciencia» y en vez de marcharse golpea a uno de los vendedores.

El corrillo alrededor de la pelea se dispersa cuando alguien avisa que viene el paco. El agente coge a Rivas y a su contrincante y les informa con precisión normalista:

–Los dos van pa entro cortitos.

Rivas pierde la esperanza de explicarse con el policía hasta que llega un superior. Este ignora sus descargos y contesta con «la frase sacramental del cuerpo de seguridad urbana»:

–Páselos pa entro.

Este breve pasaje de la novela de Blest Gana contiene el germen de casi todas las apariciones del cuerpo de policía en la narrativa chilena.

Rivas termina en el calabozo. El mayor a cargo lo libera por fin, pero demasiado tarde para que el allegado pueda entrar en la casa de sus benefactores, cuya puerta se cierra a la medianoche. Rivas se amanece entonces a la intemperie, cosa que divertirá mucho a sus anfitriones y que despertará en él dos certezas: Santiago no es su pueblito natal y en la policía no se puede confiar.

Hacia el final del libro, Rivas recorre esas calles en un tono muy distinto. La revuelta ha explotado en Santiago y los soldados y pacos de la ciudad patrullan la noche en llamas deteniendo y fusilando a los rebeldes. El héroe de la novela es atrapado en el patio de la misma casa de sus benefactores y condenado a muerte días después.

Sin embargo, interviene una voluntad no divina, pero muy cerca. Una mujer de clase alta (Leonor, que le robó el corazón desde la primera vez que se vieron) mueve cielo y tierra para organizar su fuga. Y es un oficial de policía, el desgraciado Ricardo Castaños, quien coordina esa fuga a cambio de un matrimonio arreglado. Rivas escapa de la cárcel acompañado por un guardia no tan distinto del que le detuviera en la Plaza de Armas. Pero ahora con la protección de una de las familias más poderosas de la ciudad, el uniformado lleva en el bolsillo las onzas de oro de la coima.

Las últimas palabras que un policía le dice a Rivas en la novela son las del guardián, antes de perderse en la noche: «Adiós, pues, patrón». El policía ha cumplido con su deber, su verdadero deber, y Rivas se aleja para embarcarse en el ascenso social que su amor por Leonor le ha agenciado.

Policías pobres

Las onzas de oro que compran la libertad del héroe de Blest Gana se vuelven los escudos y pesos que muchos otros policías, carabineros y agentes persiguen por la ficción chilena. Se diría incluso que el dinero es la obsesión final detrás de los acechos, las cacerías y las detenciones. Y dentro de esa línea del retrato hay dos extremos.

Uno está en los relatos de Luis Rivano. En esas historias donde abundan cafiches, monreros, carteristas y prostitutas nunca falta el paco. Pero es un paco infame, a menudo flojo y cobarde, tan amigo de hacerse dinero extra como enemigo de trabajar a fondo en la prevención de un delito. En las historias de Rivano el policía es otro pobre. Uno con placa y uniforme, pero a la larga maldecido por la misma miseria y la misma falta de suerte que condena a los que persigue.

Y entre todos los pacos de Rivano, ninguno más triste, ninguno más humillado que el narrador de «La mujer del auto celeste». El cuento parte en tono de picaresca, de aventura sexual. El narrador, un paco raso llamado Reginaldo, le cuenta a un compañero sobre la rubia de clase alta que un día lo llevó en su Volkswagen celeste de Santiago a Chillán.

La vuelve a encontrar en Santiago. Ella lo invita a su casa en el barrio alto. La visita regularmente, beben whisky, bailan tango. Siempre bajo la atención silenciosa de Elsa, la empleada de la casa. La inminencia del sexo con esa mujer rubia llena de orgullo al carabinero. Hasta que un día visita de improviso la casa. Y la rubia no está sola. Reginaldo la encuentra acompañada de «otras viejas», todas borrachas y muertas de la risa. La fantasía en la cabeza del proletario con placa se esfuma. La dueña de casa se tambalea, ebria y burlona. Las mujeres insisten en que Reginaldo les preste el capote que lleva. Él es un hombre adulto y armado, pero la escena de pronto se le vuelve amenazante. No entiende lo que ve, pero entiende lo ridícula que es su presencia ahí, lo ridícula que ha sido siempre su figura en esa casa.

«¡Este es mi amigo paco, pues, chiquillas!», dice la rubia. Entonces se acerca Elsa, quien le dice a Reginaldo que es mejor que se vaya. La mirada de la empleada rompe al carabinero: la humillación de clase es total ahora que hay alguien sobrio presenciándola. Reginaldo huye de la casa para nunca volver.

En el otro extremo está el desgraciado caso de Victoriano Ruiz, el inspector de la estación de trenes que aparece en Hijo de ladrón. Ruiz es la pesadilla de los carteristas de alto vuelo. La estación es su coto de caza y todos los cacos que entran a ella saben, por bien vestidos y perfumados que anden, que tarde o temprano Victoriano les pondrá las esposas.

El inspector Ruiz funciona como reloj (de hecho, su punto de guardia favorito es bajo el reloj de la estación) hasta el día en que persigue a un carterista y este cae bajo las ruedas de un tren. El hombre no muere, pero le amputan una pierna. Y entonces, en conversaciones con el ladrón durante su convalecencia, Ruiz descubre una de esas obviedades que nunca vemos hasta que nos pegan en la cara. Los carteristas que detiene, comprende, son padres de familia y personas iguales a los suyos. Rompen la ley a menudo porque la ley los rompió a ellos mucho antes de que robaran una billetera. La revelación de la humanidad de sus contrincantes arruina los instintos policiales de Victoriano Ruiz.

Se corrompe, sí. Empieza a aceptar dinero a cambio de que los ladrones circulen por su estación como una nube de mosquitos. Cuando sus jefes descubren su delito lo echan con genuino dolor. Ruiz era un policía ejemplar. Pero no era el dinero lo que le llevó a abrir las puertas a los carteristas del tren. Fue la visión de un hombre tan aterrado por la ley que estuvo dispuesto a perder una pierna antes que caer en sus manos.

Otro hombre mutilado por la pobreza, las circunstancias o la simple mala pata aparece en Roble huacho, de Daniel Belmar. El cabo Inalaf y el carabinero Garcés cabalgan por el borde de un río buscando (sin mucho entusiasmo) la huella de un animal robado. Pero lo que se encuentran es otra cosa. Una detonación cercana les lleva a un recodo del río. Allí está Cristóbal, el vendedor de pescado del pueblo, recogiendo salmones a mano limpia de la superficie.

El carabinero Garcés no entiende lo que ve. Pero Inalaf, que es mapuche, por lo tanto intrínsecamente despreciado por sus compañeros y por todo el resto del pueblo, sabe lo que tienen delante. Cristóbal está pescando con dinamita, usando pequeños tiros de mecha embreada que lanza al agua para atontar a los peces. Inalaf detiene al infractor. Es una falta menor, apenas una multa, y llevarlo al pueblo va a desviarles de la pesquisa original. Pero Inalaf, que lleva las codiciadas jinetas de cabo, entiende algo que el carabinero Garcés pasa por alto: la policía debe ser arbitraria, injusta, excesiva, irracional.

El pescador es detenido. El hombre es cojo –tal vez perdió la pierna en la faena donde aprendió a usar tiros de dinamita– y no tiene chance de escapar de dos carabineros armados. Garcés lo mira con pena. Puede darse ese lujo porque es un policía raso, porque la infracción le da lo mismo, y sobre todo, porque ambos son huincas.

Inalaf es un mapuche aceptado y ascendido dentro de una institución de orden. No puede sentir piedad, no puede faltar a su deber, y en algún sentido Belmar sugiere que tampoco puede ceder a la tentación de cuestionar los reglamentos. Por eso el cojo Cristóbal es llevado a pie de vuelta al pueblo. Se le aplica una multa que arruina su negocio y lo deja en la miseria. Su mujer termina en la «cola del pobre» afuera de la municipalidad. La ley se ha cumplido.

Pero nadie en Chile escribió más y mejor sobre la relación entre policía y clase social que Carlos Droguett. Y entre sus páginas, ninguna es más precisa que una de las primeras descripciones de El enano Cocorí (1986), donde habla de la calle cercana a la imprenta donde trabaja el narrador. Es la calle donde se cruzan las fritangas y los vendedores ambulantes, la calle donde el piquete policial se instala a esperar a los obreros en huelga:

Los pacos eran tan pobres como los obreros y mucho más ignorantes y muchísimo más paralizados y agusanados en los letargos de la disciplina, de manera que cuando había mocha por aumento de salarios o manifestaciones de homenaje a la España republicana, cuando surgían mitines relámpago, oradores y proclamas revolucionarias en recuerdo del poeta asesinado, los pacos, pensando en su miseria detenida, en sus enfermedades, en sus carencias, reventaban los ojos que miraban insolentes, los labios que manejaban dos o tres insultos, las cabezas que se alzaban para crecer, porque, la pura verdad, se estaban rompiendo a sí mismos.

Morbo y piedad

No todos los encuentros con la fuerza pública carecen de empatía. En Papá y mamá, Leo Marcazzolo cuenta de su primera borrachera en una fiesta. Tiene diecisiete años, su padre dejó la casa, su madre intenta salir adelante y ella invita a un chico que le gusta al carrete de una compañera. El muchacho la humilla dejándola sola y termina vaciando vaso tras vaso de piscola. Cuando por fin la va a buscar su madre en auto, ya está borracha. Descubre una vez en la ruta que su madre también está ebria.

Mareada por el trago nefasto, la narradora vomita por su ventanilla. Al verla, su madre vomita por la otra ventanilla. En ese momento los carabineros hacen parar el auto. Y el espectáculo les impresiona tanto que, en vez de pasar el parte o llevarse detenida a la conductora, las escoltan de vuelta a su casa.

En Las tres caras de un sello (1960), de Elisa Serrana, la protagonista, una mujer de clase alta, es visitada por un oficial. Es una situación de enorme incomodidad. El marido de ella está inconsciente luego de un accidente de tránsito. En su auto iba una mujer, fallecida y desfigurada por el choque. ¿Era una amiga, una pariente? ¿Quizás alguien del trabajo? O, como trata de insinuar el policía, ¿podría ser una trabajadora sexual de la zona del accidente?

Ella desprecia los intentos de sutileza del carabinero. Detecta bajo sus preguntas el morbo abierto de un hombre de clase baja ansioso de enterarse de un buen chisme del círculo que todos miramos hacia arriba. Incluso se da el lujo de burlarse de las preguntas, algo que sacaría de quicio al carabinero en otro contexto, pero que aquí él recoge con humildad.

Estos no son sus dominios. Este drama de gente burguesa sólo puede mirarlo desde la cortesía del mocito, de gañán informando a los patrones de un problema en el fundo. Puede tener simpatía hacia ella (porque es «una dama»), pero en el juego social que despliega la novela es esa simpatía la que hace al oficial objeto de desprecio a ojos de la protagonista.

La amabilidad de la ley suele estar conectada con la clase, y cuando ese circuito se altera saltan los tapones. De eso habla, entre otras cosas, la formidable novela Y corría el billete (1972), de Guillermo Atías. Es un libro breve, escrito, publicado y leído a la carrera, sumergido hasta el cuello en una época convulsa donde todo está en cuestión.

Así lo advierte Miguel, el empresario que es uno de los conspiradores detrás del inminente boicot que es el centro de la trama. Acostumbrado a correr en su auto sport por la Costanera, se sorprende al ver que lo detiene una patrulla. Si le pasan o no el parte es una señal, piensa. Y el párrafo siguiente explica todo:

No les produjo nada mi carnet. Antes, los pacos casi se cuadraban cuando veían mi nombre que sonaba a millones de millones. Tiene que estar todo podrido si hasta los pacos me muestran otra cara y me pasan partes como a cualquier ñato de citroneta. Así están las cosas, nada de don Miguel aquí ni de don Miguel acá, que por favor no corra tanto, que estoy dentro de la ciudad y no en la carretera, que ahí sí se puede correr en un coche tan macanudo. Nada de sonrisitas, el parte, el parte lo pasaron sin siquiera escuchar que este coche no puede andar a menor velocidad, sin oír explicaciones. Hasta ese sargento que he visto otras veces y me conoce no me miró de frente.

Los tiempos de verdad han cambiado, entiende el empresario. Hasta la policía está olvidando sus lecciones de clase. La reacción es inevitable. El burgués no lo sabe, pero ese es el momento donde toma la decisión definitiva de empujar el boicot dentro de la empresa, el miserable sabotaje que a la larga será su propia y personal versión de un golpe militar.

Casi ocho años después del encuentro de Miguel con esos carabineros alzados Matías Vicuña tiene que rescatar a su abuelo de los gases lacrimógenos en el Paseo Ahumada. Es septiembre de 1980 y la escena aparece en la última sección de Mala onda (1991), de Alberto Fuguet.

Entre los gritos y los gases, Vicuña ve a un policía golpear a un hombre en el suelo, «que sangraba como si hubiera tenido dentro una cañería trizada». Su abuelo, a punto de colapsar, tiene la lucidez para indicarle que vayan al único refugio posible, el Club de la Unión, el antiguo centro neurálgico de la clase alta santiaguina donde los Vicuña son socios históricos. Nieto y abuelo irrumpen en la entrada. Dos pasos al interior y los ruidos y el caos y las bombas se quedan afuera. Dentro del club no hay desorden, ni gases ni gente sangrando. Sobre todo, no hay policías. Ni ellos ni las personas a las que golpean en el cemento pueden siquiera pisar el hall del edificio.

Aparato represivo

La policía como aparato puro y duro de represión tiene varias apariciones en la narrativa chilena.

«Sólo hombres llenaban las calles. Y carabineros. Y lanceros», explica Nicomedes Guzmán en La sangre y la esperanza (1943), abriendo el capítulo donde estalla la huelga de los trabajadores (una más, una de tantas) y le toca presenciar un rito callejero feroz pero irrompible. Mientras las mujeres en los conventillos intentan paliar la falta de provisiones con ingenio, agua y harina, los hombres recorren las calles vigilados por la policía.

Los agentes a caballo intentan provocar a los huelguistas. Estos no responden. Discuten las condiciones de la huelga bajo las narices de la policía. Los agentes siguen provocando. Hasta que uno de ellos, harto del trámite, le dispara cinco veces por la espalda a un muchacho del barrio. En la oscuridad del barrio pobre explota el combate. Huelguistas a pie, armados con palos y piedras, contra policías a caballo con pistolas y carabinas. La madre del narrador escucha la batalla callejera desde su pequeña casa, encerrada, gimoteando. Su marido llega con un compañero herido, ambos cubiertos de sangre. Afuera, la pelea se termina entre balazos y gritos. El papá del narrador dice sin mirar a nadie: «Estos carajos, mierda, estos carajos. ¿Qué pensarán?».

El breve relato que abre la antología Cuentos de la generación del 50 (1959) de Enrique Lafourcade trata sobre eso y nada más que eso. Se llama «Los muertos de la plaza» y es de Margarita Aguirre. La situación es muy simple. Juanita, una muchacha de clase alta, toma el té con sus amigos. Con ellos está Pedro, el novio que le promete un matrimonio seguro, atractivo, con viaje a Europa y estudios en el extranjero.

Ella se decide. Tendrá un matrimonio tranquilo con Pedro y vivirá la vida soñada. La reunión del té acaba. Salen del edificio y se encuentran con una plaza oscura llena de gente caminando con antorchas. Una mujer pobre le advierte a Juanita que vienen los carabineros, que tenga cuidado. «Mataron a muchos.» El impacto de la imagen congela a la muchacha. Pedro, su futuro marido, reacciona con brutalidad. Los carabineros hacen bien en matar unos cuantos rotos de vez en cuando, le dice.

El futuro soñado se rompe en el corazón de Juanita. No habrá viaje a París, ni matrimonio con Pedro. La imagen de los muertos en la plaza es todo lo que ahora tiene en la cabeza.

Dentro de los devaneos de su propia cabeza vive también el personaje protagónico de El tarambana (2011), de Yosa Vidal. En su largo y accidentado vagabundeo por un país de pesadilla le toca en una época trabajar en un fundo. La labor es dura, pero no tanta como la que le asignan junto a otros jornales el día que los mandan a la falda de un cerro a excavar la tierra.

No están ahí para sembrar, sino para desenterrar un grupo de cuerpos. Ya ensacados, los lanzan al río para que se pierdan de la memoria y la vista del pueblo. Más tarde, los dos compañeros del personaje protagonista le explican. Ellos no sólo conocían a los muertos. También saben de las circunstancias de sus muertes y de la crueldad que sobre ellos ejercieron los carabineros locales. Esos cuerpos mal enterrados son un secreto a voces. La identidad de sus verdugos también lo es y la misma visión de lo que les hicieron con palos y cuchillos le fue permitida a los vecinos «para que todos vieran y con pavor callaran su ira».

El tarambana sólo atina a escapar de ese lugar horroroso, sin entender todavía que todo el país se está volviendo un cementerio clandestino y un secreto a voces.

Esa violencia uniformada y sin explicación aparente reaparece de manera magnífica en la última sección de Los trabajadores de la muerte, de Diamela Eltit. Es un vistazo general a una calle del centro de Santiago, donde mendigos y vendedores ambulantes se confunden y al mismo tiempo se repelen en las veredas. Entre ellos, a veces como paisaje y a veces como una ola que irrumpe, están los policías. A veces avanzan por la calle rompiendo las mercaderías e intimidando a quien se les cruce.

Pero en otro momento uno de esos mismos carabineros se detiene a mirar un reloj de pulsera en una de las veredas. Él también se fascina con la mercadería de los ambulantes, él también se vuelve, de un minuto a otro, consumidor potencial de las fantasías de segunda clase que sus compañeros desparramaron a patadas por la calle.

Los policías van y vienen por ese barrio. Los ambulantes y los mendigos los toleran porque son otro grupo de la danza social. Lo que ocurre en esa calle en el fondo ocurre en toda la ciudad.

Ahí están, de nuevo represores, de nuevo casi subhumanos, en ese extraño cuento de Sergio Gómez llamado «Repetición urgente de un enamorado acusado de arrojar Volantes de Reacción Furibunda a una Situación Generalizada de Injusticia Social (carta)». El texto sale en Adiós, Carlos Marx, nos vemos en el cielo (1992) y es quizás una de las apariciones más curiosas del cuerpo policial en una ficción chilena. La narración está escrita en ese español antiguo que todos sufrimos en algún punto de la enseñanza media.

El protagonista describe sus cuitas a una mujer anónima mediante una esquela de cierta urgencia. Sentado absorto en una plaza, se descubre de pronto rodeado de panfletos de algún grupo de manifestantes. Antes de que consiga entender lo que sucede, le cae encima un batallón de Fuerzas Especiales, cuyo ataque describe así:

El grupo de implantación de la ley lo hacía bien en su planteamiento sobre mi testa indefensa. Barbón, fue lo más suave que me dijeron. Por fin cansáronse los apaleadores de dejar caer el peso de la ley sobre mi cabeza ubicua. Ordenaron la retirada, aparentemente. Creíme vencedor de la lid. Acudiéronme las llamadas fuerzas de flaqueza, de roto chileno y del triunfo marcial, y emprendí con algunos gritos a la distancia –vulgares, lo reconozco– contra los señores jueces de la verdad.

¿Por qué este mensaje está redactado así, como un discurso al rey de España? Porque es una carta de petición, escrita desde un calabozo policial y que sólo llegará a su destinataria tras ser revisada por uno de los mismos funcionarios apaleadores.

Alianzas inesperadas

La manera que los civiles usan para hablarle a la fuerza pública encierra su propia violencia, como lo consigna Marta Brunet en el encuentro que un peón tiene con un policía en Montaña adentro (1923).

Un administrador ha denunciado el robo de unos choapinos. San Martín, el carabinero más temido de la zona, llega a la casa donde viven dos trabajadores que ya considera sospechosos e incluso culpables en su cabeza. Los encuentra comiendo y les ordena que lo sigan al retén. Uno de los hombres está demasiado borracho para discutir. Pero el otro, Juan Oses, se atreve a preguntar lo obvio: «¿Tendrá la bondá d’icirme por qué me lleva preso?». San Martín le contesta que eso lo va a saber en el retén.

Oses, sin dejar de comer, le dice: «Es que yo no me muevo d’iaquí sin saber por qué me llevan. Y contra mi voluntá es difícil llevarme, ¿no le parece, mi primero?».

Se trenzan a golpes. Aunque Oses puede probar que la noche del robo estaba en otro lugar, eso le importa menos al agente que la falta de respeto delante de sus hombres. Los dos peones se van al retén amarrados sobre los caballos policiales.

Pero contra la injusticia policial surgen alianzas inesperadas. Como ese momento de Papelucho y el marciano (1968) donde el niño decide colarse en el furgón de la perrera municipal y liberar a todos los canes atrapados. Al grupo de perros fugitivos se van uniendo por la calle otros tantos quiltros hasta que se forma una procesión que termina disuelta por un carro lanzaaguas. Papelucho y sus amigos están perdidos, pero una señora desconocida (no tan distinta de la mujer que le servía el vaso de leche al protagonista de Manuel Rojas) abre la reja de su patio y deja entrar al pelotón de perros para luego plantar cara a los policías del carro con la energía de un embajador en tiempos de guerra.

Más memorable aun es el encuentro de otro niño con la fuerza policial. Sucede en «Los ojos azules», el cuento de Luis Durand que aparece en Cielos del sur. El relato está contado desde la percepción de Gabriel, un niño ciego que vive en un conventillo con su madre y su padre, un hombre alcohólico y violento que un día desaparece sin explicación.

Gabriel no entiende por qué su padre no vuelve y las respuestas de su madre son todas evasivas. Recuerda las voces autoritarias que llegaron un día a buscarlo y el miedo en la voz de su madre. Pasa el tiempo, hasta que una tarde la mujer le coge la mano y lo lleva a través de la ciudad. En la casa donde entran, piensa él, hay un aire glacial, aunque afuera había sol. Escucha ruido de puertas abriéndose y cerrándose, con cerrojos y candados.

Debía ser horrible aquella casa pues toda la gente venida de la calle hablaba con acento dolorido, a los que allí vivían. De pronto el nombre de su padre fue gritado en voz alta, y otras voces como un eco lo fueron repitiendo.

El niño ciego tiembla de miedo. Hasta que escucha unos pasos familiares y luego siente la barba del padre en su mejilla.

La policía impone la ley, la policía a menudo lo hace separando familias. O intenta conciliarlas, como los carabineros que llegan a resolver una disputa entre vecinos en el cuento «Lámpara», de Alfredo Sepúlveda (Sangre azul, 1995). El protagonista quiere que la familia de al lado deje de gritar y armar escándalo en plena noche. El hombre de la otra familia le explica a él y a los policías que están tratando de llegar a un acuerdo. ¿Un acuerdo respecto de qué? De la lámpara que trajeron al venirse a Chile, una lámpara que concede deseos. Tres. De los cuales queda el último.

Los carabineros no saben qué hacer ante semejante explicación. En vez de llevarse detenido al hombre, simplemente le dan una citación al juzgado y se van. Entre todas las áreas de la convivencia que ellos fiscalizan, el ámbito sobrenatural queda fuera. Para todo lo demás, para hacer callar a un vecino ruidoso, para meter miedo a los niños, para desocupar una calle con barricadas, para denunciar a un mendigo que duerme en una plaza, están disponibles.

Tal vez, como escribiera Wallace Shawn, aquellos que podemos pasar por el mundo sin temer a la policía vivimos vidas irremediablemente corruptas. En algún calabozo, una mujer es obligada a desnudarse y a poner las manos en la nuca. Un muchacho recibe un proyectil que le vuela un ojo y alguien recibe un bastonazo en la espalda y a lo largo del país personas que sólo preguntaron por qué reciben un insulto y un empujón de respuesta.

Pero nuestras vidas son ya de hecho irremediablemente corruptas. Lamentamos los hechos, sentimos indignación, fruncimos el ceño mirando una pantalla y luego deslizamos el dedo, o cambiamos el canal y esperamos el siguiente reporte, el llamado a la calma, el meme del día, el aviso de que los semáforos de la esquina ya volvieron a funcionar.