Wegener fue quien propuso que en la superficie de la Tierra inicialmente habría existido un supercontinente continuo, Pangea, que hace 200 millones de años se separó y cuyos fragmentos comenzaron a moverse y a dispersarse causando la deriva de los continentes. El científico nunca pudo probar su teoría. Los pocos datos que averiguo en Internet señalan que el ejército alemán lo obligó a enrolarse como soldado en la Primera Guerra Mundial, fue herido en combate y pasó a integrar el Ejército del Tiempo, por lo que viajó continuamente entre las estaciones meteorológicas del frente occidental, los Balcanes y los Estados bálticos.

Si estuviera en Berlín podría buscar su casa en un mapa, pagar mi entrada, husmear los muebles, el escritorio donde trabajó su teoría, algún libro que dejó inconsulto en el sillón, el comedor en el que almorzaba, ¿solo?, ¿acompañado? Eso hubiese hecho Sebald si hubiese escogido a Wegener para un capítulo de Los emigrados. Pero estoy en Santiago de Chile, un domingo, en la comuna de Recoleta, al otro lado del Mapocho. El sol del poniente lanza los últimos destellos sobre el cerro San Cristóbal, las antenas de los canales de televisión rodean a la Virgen, en la calle Dardignac no anda nadie, el almacén que abre los domingos tiene la cortina arriba, en rato más la van a cerrar y no quedará nada abierto. En vez de la casa natal de Wegener, dispongo de Wikipedia y profesorenlínea.cl. ¡Es lo que nos tocó!, diría la escritora Rita Ferrer. Incluso la fotografía de Wegener que encuentro parece una falsa copia de yeso. En Chile existió la costumbre de bautizar las plazas con nombres de otros países, las colectividades extranjeras se sentían obligadas a donar una estatua de algún científico, humanista o político de su país y la plaza quedaba vestida. De Wegener no hay ninguna. Puede que su teoría sea una ficción y del lado de acá creemos que es real. Como no podemos ir a su casa museo, pagar la entrada, husmear en los muebles, construimos nuestro relato sobre la base de una copia.

Ana María Risco pasó largo tiempo empeñada en conseguir datos sobre una historia aparentemente irreal de la pintura chilena. A uno de tantos ministros se le ocurrió cerrar la Academia de Bellas Artes y mandar a los aspirantes a estudiar a Francia. Como una retribución al Estado chileno, tendrían la obligación de entregar al Museo una copia de una obra famosa del Louvre pintada por ellos. No recuerdo si el ministro fue reemplazado o llegó una nueva coalición al gobierno, tal vez despidieron al funcionario encargado o se extravió un papel; lo concreto es que el gobierno dejó de enviarles la suma a la que se había comprometido. Los artistas pasaron tremendas penurias, aun así hicieron las copias y las entregaron. Al cabo de insistentes visitas al subterráneo del Museo de Bellas Artes, Risco encontró algunas de las copias arrumbadas y en mal estado, pero cuando pidió fondos para historializarlas y probar que la historia ocurrió realmente, se los negaron.

La separación de los continentes, como la separación de las cosas y las palabras, demoró siglos. En «El texto, tierra de nuesto hogar», George Steiner relata una primera escena de ruptura entre palabra y cosa, entre texto y tierra, en el momento en el que Dios habría escogido al pueblo judío como tenedor o guardián de los libros de la comunidad. A partir de allí habría surgido una relación dialéctica, tensa, entre una familiaridad inhóspita del texto, la escritura como morada, y el misterio territorial de una tierra natal. El libro habría quedado a un lado y la tierra del otro.

Cuando llevé a cabo la investigación para Los perplejos me encontré con que en los siglos XI y XII los soldados almorávides invadían el sur de España, Portugal y Marruecos; en cada ciudad tenían la orden de quemar las sinagogas y las casas de estudios donde se guardaban los libros.

Alertado de lo que iba a suceder, un grupo de jóvenes, seguramente encapuchados –para que los soldados no pudiesen identificar sus rostros–, los sacaban a través de una abertura en el techo construida ex propósito para el día en que algún invasor viniera a quemar los libros. Luego los transportaban entre la mercadería de los comerciantes viajeros; en cada ciudad se les arreglaba alojamiento y los lectores iban diariamente a visitarlos. Aterrados de que ciencia y experiencia, razón y fe, acción y ética, hombre y libro se fueran a separar para siempre, los lectores volvían su mirada hacia las palabras y les pedían una respuesta que iluminara su entendimiento y les diese consejo para guiar a su comunidad. Durante años acompañé de mala gana a mi familia a los servicios religiosos del Día del Perdón y de la huida de Egipto. Recuerdo la sinagoga de Serrano, los pececitos salmones en la pileta de avenida Matta… A pesar de que las mujeres sacaban el abrigo de piel de la funda plástica con quillay, las joyas de la caja fuerte y los perfumes Chanel, cuando lograba abstraerme de las miradas para ver quién lucía qué y en compañía de quién, los ecos de aquella antigua lengua –que me negué a aprender para llenar con mi imaginación los espacios en blanco– me depositaban sobre la huella que conducía a aquel remoto cuarto donde el libro era espacio en común, comprensión y guía.

Las sinagogas de Portugal y avenida Matta fueron demolidas y vendidas para construir allí edificios baratos y masivos; las actuales quedan en el barrio en el que vive el cinco por ciento más rico del país. Menos mal que el viejo cuarto iluminado resistió el traslado y, aunque pasó años sumergido, como las flores del desierto, hubo un hombre que con su amor a las palabras las hizo florecer: Walter Benjamin. En una parte de El libro de los pasajes, sus amigos intentan dilucidar qué ocurrió con el manuscrito que Benjamin llevó consigo al cruzar la frontera entre Francia y España. La información hace pensar que en ese texto habría alcanzado algún tipo de comprensión superior acerca de los problemas del ser y del mundo, constituyéndose en algo más importante que su propia vida. Algunos afirman que el manuscrito no estaba con él. La mujer que lo guió por las montañas cuenta que nunca se desprendió de él. Resulta fácil pensar que en un puesto fronterizo como Port Bou, en plena Segunda Guerra Mundial, se extraviara o lo botaran y que por esa razón nunca fue encontrado. El gesto de Benjamin repone, en la frontera entre dos horrores, a la escritura como un espacio en común, donde es posible hallar la comprensión, una comprensión que podría sacar a los seres humanos del error. A pesar de la separación de los continentes, el gesto de Benjamin nos muestra que el libro continúa llamándonos y que alguien acude con su vida a responder ese llamado.

¿Cuántos de nosotros estaríamos hoy dispuestos a dar la vida, la carrera, los éxitos, un año de estudios, un examen, una nota, por una narración? ¿Cuál es esa narración que, al separarse los continentes, se fue a la deriva? Jean Luc Nancy retrata esa narración perdida en La comunidad inoperante: «… Conocemos la escena, hay hombres reunidos y alguien les narra un relato. No se sabe todavía si forman una asamblea, una horda o una tribu. No se sabe si el que narra es uno de ellos o un extranjero. Decimos que es uno de ellos, si bien diferente, porque posee el don, o tan solo el derecho –a menos que sea el deber– de relatar. No estaban reunidos antes del relato; los reúne el recital… Es la historia de su origen: de dónde provienen, o cómo provienen del Origen mismo –ellos, o sus mujeres, o sus nombres, o su autoridad. Es entonces también, a la vez, la historia del comienzo del mundo, del comienzo de su asamblea, o del comienzo del propio relato… Por primera vez, en este hablar del relator, su lengua no les sirve nada más que para el arreglo y para la presentación del relato. Dejó de ser la lengua de sus intercambios; ahora es la lengua de su reunión —la lengua sagrada de una fundación y de un juramento. El relator la reparte para que puedan compartirla».

El silencio que sigue a la separación de los continentes debió ser inconmensurable. Algunos llegaron a pensar que, aun cuando el libro continúa llamándonos, nuestros oídos han perdido la facultad de escuchar en ese tono tan bajo.

El alumbrado público no alcanza a iluminar el cuarto piso en el que vivo. Tal vez producto del apagón de ayer hay menos voltaje. Cojo lo que tengo a mano: las narraciones que me acompañan, la muerte de mi padre, el temor a que las manipulaciones del gobierno dobleguen al movimiento estudiantil, mis vacilaciones al escribir un texto en el que no creo totalmente, no este texto en particular, sino en la idea de producir, instalar, circular, inaugurar congresos, coloquios. Corto, hilo, mido… Me telefonea un amigo, le digo que preferiría estar echada en el sillón mirando el techo sin pensar en nada, que el sillón es el único lugar en el que encuentro paz; no me cree.

A su regreso a Berlín, Wegener encuentra trabajo en la universidad. No debe haber sido fácil para él olvidar las atrocidades que cometieron en las trincheras aquellos buenos ciudadanos con los que se cruza a diario entre su casa y la universidad. No encuentro en Internet que haya escrito sobre su experiencia en el frente, tal vez no pudo escribir sobre el horror, y sentado en su escritorio, con los vivos recuerdos, imaginó el momento anterior a la guerra y, en vez de narrar la deriva del ser, narró la deriva de los continentes. Benjamin desarrolla en El narrador esa otra ruptura que se vivió tras la Primera Guerra Mundial y que llamó la crisis de la experiencia y el fin de la narración. Dice que, al volver de la guerra, los desmovilizados se encontraron con que la cotización de la experiencia había caído a cero frente a la tecnología. «Cualquier ojeada al periódico da pruebas de que ha alcanzado un nuevo nivel mínimo, de manera que no solo la imagen del mundo exterior, sino también la del mundo ético han sufrido, de la noche a la mañana, transformaciones que jamás se consideraron posibles. «¿No se advirtió que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? No más rica, sino más pobre en experiencia comunicable…»

Por las mañanas está amaneciendo tibio pero nublado. Si dejo abierta la ventana del baño, que da al patio de atrás, oscurecido por las tres torres que construyó una inmobiliaria con permisos irregulares de un alcalde que, tras ser acusado de corrupción y ser absuelto, ahora prepara su carrera parlamentaria, escucho cantar a los pájaros. Me atrevo a preguntar en Facebook si alguien sabe de qué pájaros se trata; me contestan que en Santiago hay gorriones y zorzales. La radio informa que más de mil estudiantes marchan por Providencia para protestar contra el alcalde Labbé. Hace veinte años que sabemos que Labbé participó en la CNI cuando la CNI secuestraba, torturaba y mataba, y en veinte años no dijimos nada. Los secundarios demoran menos de 24 horas en salir a la calle y denunciar lo que los adultos callamos. Benjamin estudia el silencio que acontece en los desmovilizados de la Primera Guerra; como Wegener, lee en ese silencio la destrucción de la experiencia.

«Actualmente –dice Agamben en Infancia e historia– nadie parece disponer de autoridad suficiente para garantizar una experiencia y tampoco se le pasa por la cabeza basar su autoridad en una experiencia. Por el contrario, la autoridad se basa en lo inexperimentable. No significa que hoy no existan experiencias, pero estas se efectúan fuera de nosotros. Es ese afuera lo que nos dice qué vivimos, qué sentimos, cómo tenemos que vivir.»

Benjamin dice que esencial a la experiencia sería su comunicabilidad. Al entrar en crisis la experiencia se produce otra ruptura, esta vez de la narración. Escucho el canto de los pájaros. Decido ir al baño, entrar a la tina y asomar la cabeza por la pequeña ventana que da hacia el patio trasero para ver si distingo a los pájaros, y me encuentro con que del marco exterior de la ventana del departamento ubicado en el tercer piso del edificio cuelga una jaula. No alcanzo a distinguir si hay un gorrión, un zorzal o un canario; me quedo observando la jaula suspendida en el vacío.

Estudié periodismo en los años ochenta, no creo mentir si afirmo que jamás se me ocurrió pensar en el lugar que deseaba o iba a ocupar en el campo. En vez de eso, nos fuimos a dedo mi novio y yo a Nicaragua. Llegamos al cabo de seis meses, separados. Como en casi todos mis viajes, algo ocurrió y, en vez de entrar por el lugar acostumbrado, llegué a otro. No había buses, hotel, nada. Un soldado me presentó a un campesino que me presentó a otro; a todos los seguía con mi mochila y les relataba que venía desde Chile a conocer la revolución. Desconozco qué impresión causé, era joven y usaba el pelo largo, suelto: llegué a una choza pobre, con piso de tierra, donde una familia ofreció cobijarme esa noche. Aunque hablábamos español, tuve la impresión de que se les volvía difícil entenderme, por ejemplo que hubiese venido de tan lejos a conocer la revolución. Avergonzados de lo poco que tenían para mostrarme, la hija mayor, de unos doce años, abrió un mueble de madera en el que guardaban los objetos de valor, trapos, diplomas, certificados, fotografías y libros. La niña me enseñó los libros que la revolución les había regalado. Eran ediciones baratas, de autores rusos, folletos sobre la producción en la Unión Soviética, no importaba, eran palabras y se podían leer. La madre me indicó que escogiera un libro y encendió una vela. Mientras la niña leía, guardamos silencio. Esto ocurrió hace veinticinco años. Me convertí en escritora para proporcionar a esa niña otras palabras, para que esa niña diera a beber a mis palabras de su agua. Pola Iriarte y Andrea Goic hicieron una investigación sobre la editorial Zig Zag y encontraron muchas historias parecidas, historias de personas a las que la literatura hizo un llamado. Veinticinco años después tengo la sensación de que no es que hoy no exista literatura, pero esta se hace fuera de nosotros. La literatura ha sido expropiada por la industria editorial, por la industria de la entretención, por la industria del conocimiento, de los medios de comunicación, la literatura está en el espacio del lucro. Hace tres años volví en avión a Nicaragua, abordé un bus horrible y viajé doce horas hasta el pueblo en el que vivía la niña. Ya no hay libros, los niños y niñas ven televisión.

El silencio que sigue a la separación de los continentes debió ser inconmensurable. Algunos llegaron a pensar que, aun cuando el libro continúa llamándonos, nuestros oídos han perdido la facultad de escuchar en ese tono tan bajo.

Recuerdo que tras publicar Poste restante caí en un momento de gran perplejidad; ya era una escritora y, en vez de ver cómo el mundo de las letras se abría, vi cómo se cerraba. Cayó en mis manos Las reglas del arte de Pierre Bordieu. Debiera ser lectura privilegiada para los estudiantes de letras entender por qué Baudelaire opuso la ociosidad al dominio del valor del trabajo útil, por qué se negó a participar del circuito económico que le pagaría por sus servicios literarios. La figura del flâneur es la del artista improductivo.1 Si Woody Allen lo hiciese aparecer aquí, como hace en Medianoche en París con Stein, Fitzgerald, Hemingway, de seguro Baudelaire se burlaría del escritor que anda por los pasillos de la universidad como académico taxi, de los congresos, del precio de los libros, de los movimientos que deben hacer estudiantes, profesores, críticos, editores, traductores, para encontrar un lugar de trabajo, para retenerlo, para publicar en revistas indexadas, ganar los puntos de la beca Conicyt, escribir la ponencia para el congreso, conseguir ser escogido en una lista de los mejores menores de 35 y mayores de 34, escalar posiciones durante ese único año antes de que se venza, producir para la inmortalidad que, en contra de nuestra experiencia cotidiana, proclama la ciencia y la técnica.

«… El tiempo se divide en muchas corrientes–escribe Kawabata en Lo bello y lo triste–. Como en un río, hay una corriente central rápida y en otros sectores, lenta; hasta inmóvil en otros. El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo humano difiere con cada persona. El tiempo corre de la misma forma para todos los seres humanos, pero cada ser flota de distinta manera en el tiempo.»

Deriva, «perder el rumbo a causa del viento, del mar o de la corriente».

Escribir este texto está siendo más difícil de lo que pensé. Hoy es domingo. Caigo en cuenta que en las primeras páginas escribo que es domingo, ¡es el domingo pasado y sigo en el mismo lugar! Solo me he movido ¡dos páginas! Según Raúl Ruiz, si fuésemos portugueses, al final del día no debiésemos celebrar lo que ganamos, sino lo que perdimos o a lo que renunciamos.

Según Jean Ruc Nancy,2 «el testimonio más importante y penoso del mundo moderno es el testimonio de la disolución, de la dislocación o de la conflagración de la comunidad…». A pesar de que no creo en la posibilidad de volver a la comunidad o al comunismo literario originario, me identifico con Nancy cuando dice que «habrá que volver sobre lo que hizo surgir la exigencia de una experiencia literaria de la comunidad o del comunismo. Pero todos los términos de esta cuestión piden ser transformados, volver a ser puestos en juego en un espacio distribuido de un modo distinto al de los ordenamientos fácilmente sugeridos. Por ejemplo: soledad del escritor/colectividad, o: cultura/sociedad, o: elite/ masas. Y para ello, es la cuestión de la comunidad la que debe ser puesta en juego otra vez, pues de ella depende la necesaria redistribución del espacio…». Y continúa:

«El escritor no es autor, tampoco héroe, y acaso tampoco lo que se llamó poeta, ni lo que se llamó pensador, sino que una voz singular (una escritura, igualmente, una manera de hablar…). Y es esta voz singular, resueltamente e irreductiblemente singular (mortal), en común: igualmente no se puede ser nunca “una voz” (“una escritura”) más que en común. En la singularidad tiene lugar la experiencia literaria de la comunidad: vale decir la experiencia “comunista” de la escritura, de la voz, del habla dada, representada, jurada, ofrecida, compartida, abandonada. El habla es comunitaria a la medida de su singularidad, y singular a la medida de su verdad de comunidad».

Un amigo me llama para invitarme a una once en casa de su novia; a pesar de que casi no la conozco, voy porque habrá comida. Ojalá no hayan pensado mal, me quedé al lado de la mesa y solo me moví para recostarme en el sillón: desconozco la expresión que tenía, pero la novia de mi amigo me cubrió con un chal. ¿Por qué me cuesta tanto escribir este texto? Viene a mí aquella frase de Benjamin, de que un escritor solo puede decir lo que piensa. Pero qué piensa uno: buena parte de nuestras ideas no nos pertenecen, se despliegan como las ventanas de publicidad al abrir otras ideas comunes, ramplonas; el escritor, parece decir Benjamin, debe construir sus ideas lentamente, madurándolas, dejar en ellas su impronta, como un alfarero, no importa que sea una cuestión importante o trivial, arriesgarse, ir más allá, comprometerse con el pensamiento, dar la vida, una nota, un examen, un curso. Ya sé lo que ocurre: después de tantos años de huraña y solitaria crítica, mis músculos que accionan el compromiso intelectual con y hacia otros están laxos. Aun así sería ingenuo volver a hablar del flâneur, del autor comprometido de los años sesenta, del autor luchador de los setenta y ochenta, o de la figura del escritor como el justo que se encuentra consigo mismo de Benjamin. ¿Y repensar al autor en el espacio que media entre la escritura como inhóspita morada y el inhóspito estado? El autor sin casa, incómodo, en el lugar del destierro, habitando la casa de la palabra que construyó Jabés, de la palabra y del desierto, observando incrédulo la celebración de la inmortalidad. Devolver a la literatura al espacio en común. Una comunidad –dice Nancy– presenta a sus miembros su verdad mortal. Es la presentación de la finitud y del exceso irremediable que engendra al ser finito, su muerte, pero también su nacimiento: y con ella la imposibilidad para él de volver a franquear su nacimiento, y también su muerte.

Una de las biografías que encontré de Wegener en Internet lo describe como un científico atípico que en vez de trabajar en su laboratorio prefería salir de expedición; emprendió tres expediciones a Groenlandia. En la tercera, su cuerpo fue encontrado bajo la nieve. Montaigne, citado por Agamben, dice que lo que separa a la experiencia de la ciencia, al saber humano del saber divino, es la muerte. «El fin último de la experiencia sería el acercamiento a la muerte, un llevar al hombre a la madurez mediante una anticipación de la muerte en cuanto límite extremo de la experiencia.»

Busco la imagen del cuerpo de Wegener desenterrado de la nieve. Encuentro el de Robert Walser: el escritor se habría internado voluntariamente en un asilo con la condición de que le permitieran salir a dar un paseo diario; lo encontraron tendido sobre la nieve, como si se hubiese quedado dormido, solo el sombrero escapó a la muerte.

Un alumno que también conoce la imagen me preguntó si se trataba del cadáver de Walser o de una recreación. Le dije que era real; después pensé que no lo sabía. Tal vez alguien contrató a un modelo, lo vistió como Walser y le indicó que se tumbara sobre la nieve, la caída del sombrero hizo pensar al fotógrafo que lo hacía parecer más real. Walser escribió su propia muerte años antes, en la de un personaje que se queda dormido sobre la nieve.

La muerte impidió a Wegener probar para la ciencia que el mundo sí está a la deriva. Tampoco Walser podrá probar que es él y no otro el que murió.

Lunes, feriado. Mi amigo escritor y vecino Ricardo Loebell llega a mi casa con un libro de poemas de Bárbara Délano. Como siempre, el libro viene acompañado de una historia. Dice que cuando Poli supo que él iba a Ciudad de México le encomendó que visitara a sus dos hijas pero sobre todo a una que era muy especial. Ricardo llegó a la colonia Condesa y se encontró con que la puerta del departamento de Bárbara estaba abierta. «¡Pasa!», gritó una voz de mujer. Ricardo no encontró a nadie y avanzó, la última puerta correspondía al baño, golpeó. «¡Pasa!», se oyó. «Le dije que venía de parte de su padre y ella se puso inmediatamente a hablar conmigo desde la tina en la que tomaba desnuda su baño. Poli tenía razón, era una persona especial. Tenía…, no sé cómo decirlo, apertura, una gran apertura. Este libro lo encontraron en su computador cuando fueron a sacar sus cosas de la casa.» Bárbara Délano murió al estrellarse en el Pacífico el avión en el que venía a Santiago. En los poemas que integran Playas de fuego, escribió sobre la muerte que encontraría en el mar, no solo la suya, también la nuestra.

Entre los restos de la celebración de la inmortalidad que no fue, tal vez nos ha tocado registrar el trayecto que va de la deriva a la muerte en común. En Las tres coronas del marinero, de Raúl Ruiz, el ciego le dice al joven marinero: «El mundo es una mentira, pero ustedes creen en él.


1 Silvio Mattoni, «Baudelaire y el artificio de lo moderno».

2 En La comunidad inoperante.