«Imposible, estaba segura de que tenía menos», dice una amiga después de que gugleamos la edad de Martín Rejtman: 61. Lo asociamos con cierta idea de juventud, con personajes sin mucha plata, capaces de recorrer una ciudad entera a pie o pasar toda la noche despiertos hablando sobre cualquier cosa. Aquel Rejtman de Rapado, Silvia Prieto y Los guantes mágicos, el que posibilitó el primer encuentro de mucha gente con aquel talento de época que supo ser Rosario Bléfari y el que permitió que Vicentico nos demostrase que también podía actuar. 

Pocas cosas son más lógicas que la gente poniéndose vieja, incluso si se trata del siempre joven Rejtman, que no ha perdido su frescura ni su ritmo consecuente de creación: una película cada cinco años, oscilando entre algunos documentales y sus ya clásicas ficciones. 

No hay cuerpo que aguante los años, se pueden llevar bien o mal pero el tiempo y sus disfraces no perdonan, los huesos se fisuran y las fibras se exigen hasta romperse. Una vida sin dolor es un proyecto imposible. En La práctica, la última ficción de Rejtman, filmada en Chile, esto se hace más evidente que en cualquier obra previa del argentino. Es una película achacosa en la que todo personaje tiene, más allá de la angustia, una pequeña dolencia física, un ruido extraño en la rodilla, una espalda incapaz de estirarse, un tobillo inmóvil o un brazo suspendido en un cabestrillo. ¿Gente joven? Así parece, por lo menos sus vidas lo parecen: hacen yoga, no tienen hijos y se encuentran azarosamente por la ciudad.  

Gustavo, el protagonista, también parece más joven que la cincuentena que debe tener; es profesor de yoga, acaba de separarse y porta la típica expresividad rejtmaniana, la cara muerta, el dead pan, en las antípodas de lo bufonesco. En el ABC de la comedia, cuando está hecha para hacernos reír a nosotros, el personaje debe ser parcialmente ciego a las razones de su sufrimiento y nosotros plenamente conscientes de su ceguera. Si la ecuación fuese distinta estaríamos riéndonos del sufrimiento ajeno, y en las películas de Rejtman es complicado encontrarnos a una persona llorando. Gustavo es entonces miope respecto de su tragedia, no se da cuenta de que su relación terminó, ni de que está deprimido, ni de que todo su entorno lo sabe. Es entonces su cuerpo doliente el que parece trascender el impasse: se rompe un menisco y poco después la otra pierna. Una cosa es verse joven, otra cosa es serlo. 

Los problemas son qué hacer con los muebles, los arriendos, medicamentos, nuevas rutinas de gimnasio. Para Rejtman las reglas cambiaron, los problemas dejaron de ser identitarios (como en Silvia Prieto), comerciales (Los guantes mágicos) o amistosos (Rapado); esa vida es hoy imposible, con este mundo y estos cuerpos, más allá de que las bromas siguen siendo parecidas en el modo de contarlas. Un buen chiste trasciende el cuerpo que lo cuenta.  

Cuando un cineasta lleva muchos años de práctica –casi 38 años han pasado desde Doli vuelve a casa (1986) a El repartidor está en camino (2024)–, vale preguntarse por aquellos rasgos que domina y fermentaron su obra. Rejtman no es un virtuoso, o, más bien, su estilo es totalmente ajeno al virtuosismo formal. Su relación con la cámara carece, en general, de grandes encuadres y movimientos. Pertenece mucho más a los cineastas músicos que a los cineastas pintores, todo lo que no tiene de pictórico lo tiene de oído: como los músicos en serio, sabe tocar la tecla justa y no le pesa el escenario. El diálogo lo es todo y se ha convertido en su marca: frases secas, firmes y cortas, casi sin variaciones de tono, todo semirrobotizado, afín a aquellas caras que no portan gesto alguno.  

Lograrlo no es fácil, la semilla de su despliegue está en el guion, luego en la dirección de actores y finalmente en el montaje, donde el guion ya actuado es llevado a sus mínimos. Allí se reconstruye todo, una frase larga se acorta y lo dicho es desfigurado, desnaturalizado y despojado de lo sobrante para que suene, por momentos, como diálogos primitivos. Esta producción de diálogos involucra entonces las tres etapas clásicas –preproducción, rodaje y posproducción–, y es, creo, el núcleo de la estética rejtmaneana, tan fiel a sí misma como ajena al realismo y al mundo que la rodea.  

Bastaría con escuchar a los personajes chilenos de La práctica, que hablan un idioma inexistente en el cual el chileno no rellena ni matiza lo que quiere decir, un chileno directo, a la vena, sin nuestros titubeos, repeticiones y disculpas compulsivas. Con la rapsodia porteña es igual. ¿Cuándo se ha visto un porteño con pocas ganas de transmitir o sin ganas de agregar alguna cosita más sobre la discusión de turno? 

Allí radica la excepcionalidad de la música de Rejtman, en la creación de una especie de código paralelo de habla que no ha sido regulado, que desliza su potencia barroca a la comedia física, que crea una atmósfera tan particular como entrañable. No hay dudas ni grandes sorpresas, nada de golpes bajos, moralina o bajadas de línea, no hay nadie a quien haya que convencer ni comprar: la vida es así, no sabemos comunicarnos y hacemos lo que se puede, con el cine y con los años, cada uno con sus estilos, silencios y achaques.  

Miguel Ángel Gutiérrez

1995. Es editor de la revista Oropel, escritor y cineasta. Su primera novela Litoral (Alquimia, 2023) ganó el Premio Roberto Bolaño en 2020. Vive en Buenos Aires.