Es una experiencia frecuente y compartida bucear en datos e información, moverse de un enlace a otro hasta perder el origen de la búsqueda. A veces recordamos que existe la tecla de volver atrás y otras nos dejamos arrastrar por la deriva. Las metáforas oceánicas de los naufragios se van gastando, pero aún se les puede estrujar algo. Me interesa de ese desplazamiento cómo la experiencia se traduce o no en otra cosa, en literatura, por ejemplo. Cuando se lee a autores como Benjamín Labatut uno entiende la obsesión por el dato, la anécdota, la pulsión y el mal de archivo de querer enciclopediarlo todo. Pero el gesto se agota si no se sostiene desde una experimentación con el lenguaje, y no hay que seguir los ejercicios oulipianos para hacerlo, o desde un compromiso o posicionamiento respecto de ese archivo: como Holocausto de Charles Reznikoff o Ciudadana: una lírica americana de Claudia Rankine.
Me vi tentado a poner estos títulos en inglés, pero reprimí el impulso. Los cito porque se cruzan con el horror y fascinación que muestra Labatut por sus personajes. Perdón lo burdo: mal de archivo, archivo de mal. Seguro porque tengo siempre de brújula a Susan Sontag y a Harun Farocki que me alerto cada vez que hay materiales, archivos e imágenes que podrían atentar contra el dolor de los demás. La otra opción es apropiarse de la información y contar tú mismo las historias de otros, como hizo Cristián Geisse con Oliver Sacks en Tu enfermedad será mi maestro, a propósito del alzheimer de su madre, desde la admiración, el homenaje, la parodia y otras fórmulas del apropiacionismo. Recordar y contar las historias de Sacks es quizá el bastión de Geisse para proteger su propia memoria.
De alguna forma todo siempre fue un archivo y recién ahora tendemos a pensar las cosas en clave de capacidad de memoria, duplicados, copias de seguridad y papeleras de reciclaje. Mis documentos quizá sea el más simple y certero título de un libro en nuestro tiempo. Y también hay ejemplos sutiles de manejo y trato amable con el archivo. María Negroni puede levantar verdaderos museos con sus libros y el estilo siempre le gana al dato duro. En ella la pregunta por la enciclopedia se desvanece, pierde algo de esa premisa ilustrada para convertirse en otra cosa: obsesión, extrañeza, resignificación.
Derrida se preocupaba en su momento de la figura del arconte como guardián del archivo. Sin embargo, en los últimos años se ha desdibujado la materialidad del archivo ante la presunta digitalización de todo. Libros, fotografías, discos, todo tiene su versión digital, lo que cambia inevitablemente la experiencia. El olfato y el tacto son los sentidos más perjudicados de la familia. Los guardianes, más celosos que antes, transforman todo en un password que no siempre recordamos. Uso ahora el anglicismo para proteger la palabra contraseña, que me parece más bella. Pero se nos olvida o no queremos pensar que la nube es concreta, tiene metales, vidrios, cables, está en edificaciones que gastan millones en enfriamiento, o en el mar en contenedores que cambian la temperatura del agua y, cero spoiler, se carga el ecosistema que lo sostiene. El archivo ocupa más espacio que antes, solo que no lo vemos y vivimos de omisiones conscientes para soportar los medios y ropas que vestimos.
Hay algo aliviador en refugiarnos en la información que tenemos. Nadar hasta la boya que separa mar y cielo y mirar con confianza la tierra firme. No sé nadar, es un mero supuesto. Entiendo a quienes buscan en su biografía un lugar para escribir, o a quienes echan mano de fotos familiares para llegar al origen del apellido, como hacerse un test de ADN y llegar al primo de Jerez de la Frontera que comparte el mismo apellido mal inscrito por el Registro Civil. Pero tal vez alivie, mitigue o temple más no saber mucho y manejar menos archivo. Estar obligado a rellenar el recuadro vacío solo con imaginación.
Liberar espacio como nueva metáfora de andar ligero. Liberarse del archivo, olvidar la data. Escribir para vaciar la fuente, no tener fuentes.