Fotografía: Ángel Fernández Saura
He pensado mucho sobre lo que debería contar hoy aquí. También, en cómo debía hacerlo. Me han invitado muchas veces a impartir conferencias en diferentes foros, de diferentes lugares y con diferentes públicos. Sin embargo, no soy capaz de recordar ninguna de estas conferencias de manera especial. Tampoco ninguna de aquellas a las que he asistido como público.
Sí recuerdo, por el contrario, algunos discursos que me han impactado y me han interpelado. Mientras que la conferencia busca informar acerca de un tema específico con una cierta profundidad, el discurso, más breve y directo, busca motivar y persuadir a la audiencia para producir en ella una reflexión. Un impulso.
Quizá el motivo por el que no recuerdo las conferencias y sí recuerdo ciertos discursos es el mismo por el que recuerdo algunas canciones y no otras, algunos sabores y no otros, algunas personas, algunos viajes, algunas campañas… Se llama emoción.
Si he cruzado el océano no es solo para hablaros de un tema específico y concreto. Ni para proyectar únicamente un puñado de imágenes y vídeos que, aunque los explicase, nunca podrían mostrar lo verdaderamente importante: la pulsión, la determinación, la perseverancia, la pasión, las dificultades, los errores, el miedo, la rabia que hay detrás. Si estoy aquí hoy, no es solo para contaros lo que hago, sino por qué lo hago, y aspirar a que mi testimonio produzca en vosotros algo: una reflexión, un pequeño impulso, una mínima emoción.
Y hacerlo, además, desde un ángulo diferente al que representa una industria y un sector al que pertenezco, pero en el que me sigo sintiendo, muchas veces, extraño y desubicado. Es cierto, mi perfil es muy poco convencional: soy diseñador gráfico de formación, trabajo como publicitario o en eso que llamamos publicidad, he sido promotor cultural, editor de libros, programador de artes escénicas, comisario de exposiciones, he organizado charlas y conferencias, producido y dirigido varios documentales… Diferentes piezas de un puzle que han acabado conformando lo que soy, sea lo que sea lo que soy.
A mí me interesa la publicidad y el diseño, por supuesto, pero también la música y el cine, la televisión y la literatura, la arquitectura, la fotografía, la gastronomía, el arte… y me excita saber que todo es susceptible de convertirse en una herramienta de comunicación, en un vehículo capaz de llegar a la sociedad. Porque en eso consiste nuestro trabajo, en conectar con la gente, no solo con sus deseos y anhelos, también con sus problemas.
Ortega y Gasset, uno de los grandes filósofos españoles, decía en Ideas y creencias que las ideas se tienen y en las creencias se está. Que hay ideas que encontramos e ideas en las que nos encontramos. A las primeras las llamaba ideas-ocurrencia, a las segundas ideas-creencia. Para Ortega, las ideas-creencia no ocurren como consecuencia simplemente de un proceso creativo o mental, sino que constituyen, en realidad, el sentido de nuestra vida. No son ideas que tenemos, sino ideas que somos.
Hace más de veinte años, el neurobiólogo Giacomo Rizzolatti, al frente de un equipo de la Universidad de Parma, descubrió las neuronas espejo. Su investigación confirmó que un grupo de neuronas de nuestro cerebro se activa cuando realizamos acciones concretas y observamos a otras personas repetir lo mismo. En principio, parecía tan solo un sistema de imitación ligado a movimientos simples, pero posteriormente se constató lo más relevante de este estudio: que este mecanismo permite hacer y sentir como propias las sensaciones y emociones de los demás. Desde entonces sabemos, por ejemplo, que las marcas que cuentan historias con las que los consumidores se puedan identificar aprovechan (intencionadamente o no) el poder de estas neuronas, generando una conexión más profunda con la marca a través de esas narrativas.
Pero, más allá de sus aplicaciones en el ámbito del márketing y la publicidad, el descubrimiento de las neuronas espejo desvela algo extraordinario sobre nuestra naturaleza: los seres humanos tenemos un mecanismo específico para que, cuando vemos sufrir a otra persona, sintamos ese sufrimiento, conectándonos a los demás de manera afectiva y reconociendo al otro como igual. Lo llamamos empatía, y no es una opción, ni consecuencia de nuestras convicciones morales, éticas o religiosas… La empatía es parte esencial de nosotros, como lo es la felicidad, la ira o la tristeza, como el asco, el miedo y la rabia.
En 2011, justo el mismo año en que el profesor Rizzolatti recibía el Premio Príncipe de Asturias por su descubrimiento científico, yo lancé “Pastillas contra el dolor ajeno”. Por aquel entonces no había oído hablar nunca de estas neuronas espejo. Mi único objetivo era crear un concepto capaz de convertirse en una herramienta publicitaria que permitiera ayudar a visibilizar un drama: el de las enfermedades olvidadas que matan a 8.000 personas cada día en el mundo, y recaudar fondos para que una organización, Médicos Sin Fronteras, pudiera diagnosticar y tratar al mayor número posible de estos enfermos olvidados.
Hoy, gracias al profesor Rizzolatti, sé que aquella idea, que ha acabado teniendo un enorme impacto en mi vida personal y profesional, es mucho más poderosa de lo que jamás pude imaginar, y que la clave de su extraordinario éxito no tuvo solo que ver con dotarla de una buena estrategia, un buen naming o un buen diseño, sino con nuestra propia naturaleza humana.
Daniel Solana, presidente del jurado en aquella edición del Festival El Sol que otorgó, por primera y única vez en su historia, el Gran Premio a una campaña social, dijo en el anuncio del palmarés que “Pastillas contra el dolor ajeno” representaba “un punto de inflexión en la creatividad iberoamericana y una nueva manera de entender la publicidad”. En 2020, el Club de Creativos, la principal asociación de profesionales de la creatividad publicitaria en España, eligió “Pastillas contra el dolor ajeno” como “La mejor idea de la última década”.
Quizá, en todos estos reconocimientos hacia mi idea, que, sin duda, valoro y agradezco de corazón, existe también, por parte de nuestra industria, el anhelo de reivindicarse y sacudirse de un estigma y una mala conciencia que ha llegado a hacernos dudar a nosotros mismos de nuestra honestidad, de la verdadera utilidad de lo que hacemos. De lo que podemos llegar a hacer. “Pastillas contra el dolor ajeno” me hizo entender que la empatía puede ser un poderoso motor para nuestro trabajo. Aquello que nos empuja a buscar respuestas y soluciones que, desde la creatividad, contribuyan no solo a resolver problemas de comunicación y marketing, sino a intentar mejorar el mundo que nos rodea.
Que las ideas, algunas ideas, tienen la capacidad de colocarnos delante de un espejo y reflejar lo que verdaderamente somos. Me alegra constatar que estoy dotado de esa empatía, que sufro irremediablemente de dolor ajeno. Y me alegra confirmar que este mecanismo forma parte, en mayor o en menor medida, de todos nosotros, de todos vosotros también. Empatizar con los demás es una necesidad humana que, como la creatividad, como la cooperación, no solo nos ha permitido evolucionar y ser mejores a lo largo de miles de años, sino sobrevivir como especie. Sí, es el altruismo el motor evolutivo de la humanidad. Porque sin creatividad no habría innovación. Sin cooperación no sería posible enfrentarnos a los problemas que nos afectan como sociedad, como grupo. Pero sin empatía, sin comprender y compartir los sentimientos de los demás, nos veríamos abocados, sin remedio, a un mundo profundamente egoísta que pondría en riesgo nuestra propia supervivencia.
No tenemos más que echar un vistazo hoy a los medios. Cuanto más egoístas nos empeñamos en ser, más sensación de que el mundo y todos los que lo habitamos están en peligro. Los cerebros, como las personas, no son todos iguales… y los hay que se empeñan en hacernos involucionar, intentando que nuestras neuronas espejo se rompan en mil pedazos. Tergiversando y manipulando, mediante el odio, la mentira, el egoísmo y el rencor, el mundo en el que vivimos. Intentando encerrarnos en burbujas donde no haya espejos y no existan los otros y así, sacudirnos también de un plumazo sus problemas y su dolor, e ir, poco a poco, atrofiando nuestras neuronas, y con ellas nuestra empatía y nuestra propia humanidad.
Sí, la empatía debe ser, también, lo que explique mi fascinación por las personas, por realidades que a menudo resultan dolorosas, difíciles de entender, que me enfrentan cara a cara con aquellos, iguales a mí, a los que el destino y muchas veces las circunstancias sobrevenidas han colocado en el lado más cruel, más difícil e injusto de la vida. Es en estas personas, en sus historias y en sus realidades, donde mi lóbulo parietal y mi corteza motora se confabulan y hermanan con mi sistema límbico, sumando a la empatía la creatividad, otro mecanismo humano también extraordinario.
Nos han educado en la cultura del tacticismo y el resultadismo, haciéndonos creer que nuestro trabajo consiste, únicamente, en ayudar a vender, que nuestras ideas solo son juzgables desde el ingenio y la eficacia. Olvidamos que nuestro trabajo tiene algo de poético, y que lo que hacemos es también la manera en la que hemos decidido expresarnos, la estrofa de esa obra que es la vida, como decía Whitman en su poema “No te detengas”. A menudo reconocemos las ideas por su creatividad, por su innovación, por la calidad de su ejecución… Para mí, el mayor reconocimiento de todos es saber que a través de las ideas podemos conseguir conectar con los demás, no solo como target o como público, sino desde un punto de vista puramente humano.
Lograr hacer visible lo que corre el riesgo de ser invisible: los ningunos, los ninguneados, los jodidos, los re-jodidos… “Los nadies”, como los llamaba Eduardo Galeano, que son, por desgracia, muchos, demasiados, en un mundo en el que nacer aquí o allí, tener más o menos, rezar a un Dios o a otro, votar a aquel o al otro, nacer hombre o mujer, determina el futuro de millones de personas en el mundo. Nunca, a lo largo de la historia, tuvimos tantas herramientas y canales para comunicar y hacer llegar nuestros mensajes. Y al mismo tiempo nunca, a lo largo de la historia, fue tan difícil lograr tener una relevancia real y transformadora.
Estamos obligados a hacer las cosas de una forma distinta. Romper las inercias, sacudirnos los prejuicios, innovar, asumir riesgos y emprender nuevas fórmulas y nuevos caminos. Pero, sobre todo, estamos obligados a entender el mundo que nos rodea, sus retos y sus enormes dificultades. ¿Alguna vez se os ha ocurrido pensar que ayudar a los demás y contribuir a que el mundo sea un lugar mejor podría ser, también, un motivo para dedicaros a esto? ¿Que la publicidad, las marcas, los productos, pueden ser poderosas herramientas para lograrlo?… Quizá nadie os lo haya dicho hasta ahora, pero nuestro trabajo consiste también en eso, en buscar y encontrar nuevos caminos, a través de palabras, sonidos e imágenes, a través de una estrofa.
Miraros al espejo y preguntaros, ¿qué tipo de ideas sois? ¿Qué tipo de ideas queréis ser?
El presente texto fue la Conferencia Inaugural del Año Académico 2025 de la Escuela de Publicidad UDP.
(1976) Es un destacado publicista español. Ha sido el motor de proyectos como “Save the oceans, feed the world” para OCEANA; “Reality” para Save the Children; “La guitarra vuela” en homenaje a Paco de Lucía; “La camiseta de Pau”, para la investigación oncológica, y “Pastillas contra el dolor ajeno”, desarrollada para Médicos Sin Fronteras. Ha cosechado premios en los festivales más importantes del rubro y en 2023 fue incluido en el TOP15 de las agencias más premiadas del país, siendo el único profesional independiente en ese listado.