¿Quién fue la primera mujer mapuche en presentarse a un cargo público en Chile?   

Cuando Herminia Aburto Colihueque exhaló por última vez en Gorbea, lo hizo sin que sus parientes más cercanos supieran que ella era una mujer que aparecía en los libros. Su enfermedad estaba muy avanzada para ese entonces. No tenía diagnóstico, pero, poco antes de que su familia fuera a dejarla al hogar de monjas donde falleció en enero de 1992, había calcinado viva a una gallina en el horno creyendo que hacía pollo asado para la once.  

Al momento de su muerte pocos de quienes la conocían habrán leído, me imagino, las diez líneas que la antropóloga Sonia Montecino le había dedicado en 1987, en un clásico de la bibliografía acerca del pueblo mapuche que escribió junto a Rolf Foerster. A pesar de que Montecino señalaba en esas líneas la proeza histórica de Herminia, transcurrieron cinco años en los que nadie hizo esfuerzo alguno para encontrarla y hablar con ella, viva todavía. Expandir esas líneas que la fijaban en un momento que pareció haber dejado atrás, pues su vida estuvo repleta de acontecimientos entre los que aquel que le otorga su cualidad de “histórica” fue apenas uno, quizás ni siquiera el más importante para ella, fue tarea que por más de treinta años nadie intentó. Hasta que el destino la trajo a mi orilla. 

No recuerdo el momento exacto en que supe de su existencia, pero sé que fue por su padre, Manuel Aburto Panguilef, a quien conocí y leí con devoción tiempo atrás. Aburto fue un dirigente político mapuche de la primera mitad del siglo XX y un prolífico escritor, un hombre creativo e infatigable, probablemente agotador para quienes lo conocieron (tanta era su fuerza), que consagró su tiempo en este mundo a “la lucha”, una lucha que nunca le retribuyó nada y que lo sumió en la pobreza y la soledad hacia el final de su vida. En lo primero que leí de él, sus diarios de la década de 1940, Aburto escribe el nombre de su hija entre signos de exclamación cuando se la encuentra en alguna parte por casualidad. Herminia: un tipo de aparición que es un acontecimiento. Y cuando, de viaje por Santiago, la visita casi a diario (ella se ha ido a vivir a la capital), anota: “Tomé mate de manos de la Herminia” (cincuenta y siete veces en total), o: “Nos servimos un abundante almuerzo de manos de la Herminia” (cuarenta veces). O cuando, de paso en Valparaíso, la presenta como “mi brazo derecho en los trabajos de la Federación Araucana” (reconocimiento tardío y cuya formulación en tiempo presente encierra una trampa, pues Herminia acababa de llegar a la Quinta Región y no tenía planes de volver a ser su brazo derecho nunca más). O cuando escribe este lapsus que le ocurrió en un sueño: “Llamé a la Zenobia para que reciba el dinero pero nombré a la Herminia al llamarla”.  

Ella, la hija-secretaria, la secretaria-dactilógrafa, ¡la Herminia! 

Apariciones esporádicas, momentos breves. Herminia era importante pero no se explicaba por qué. Eso habría sido todo de no ser porque, aunque me consideraba medianamente desafortunada en la repartición de destinos, el mío me había ubicado en medio de una red en la que se manejaba cierta información. Yo, mapuche, descendiente de una larga tradición de informantes indígenas que han servido a antropólogos, eruditos, lingüistas y curiosos, había invertido la cadena y tenía mis propios informantes. A saber: los antropólogos, los lingüistas, los eruditos y curiosos. Ese es mi único privilegio, y así fue como supe que las manos de Herminia no solo habían cebado mate, preparado y servido almuerzos: también habían escrito.  

 

Herminia en traje sastre  

Herminia había nacido en Collimalliñ, en el territorio de Niguen, y había asistido a la escuela de las monjas de la Santa Cruz, aunque sus primeras letras las había aprendido en su casa, según me dijeron. Su padre, en lugar de ser un modélico proveedor que persigue el bienestar familiar, se desangraba y menguaba los recursos de su prole presidiendo la organización que había fundado, llamada Federación Araucana, convenciéndose a sí mismo e intentando convencer a los demás de que él era el auténtico y único representante de “la raza”. Picaba leña si había que picarla, pero lo suyo era la política, lo suyo era instalar una mesita bajo el cerezo en verano y bajo el manzano en otoño y escribir cientos de páginas que terminarían en su mayoría confiscadas o quemadas o podridas en alguna napa del subsuelo del territorio mapuche. No escribía como un poeta sino como un maniaco, una tara cuya raíz no era literaria sino psicológica. ¿Qué escribía? Su diario. Y cuando no estaba escribiendo estaba caminando hacia la estación de trenes de Ancahual o Temuco rumbo a alguna diligencia de índole profesional o política, y cuando no se estaba trasladando estaba convocando a sus “caciques” a congresos araucanos, a sesiones ordinarias y  extraordinarias, eventos de deliberación colectiva que tenían como corolario la generación de más palabras, que anotaba en libretas y luego pasaba en limpio en hojas de diverso espesor y color, copiadas varias veces y despachadas por correo postal a distintos puntos, porque la Federación Araucana en su época de mayor esplendor tuvo influencia desde Arauco hasta Chiloé.  

Su padre siempre tuvo un ánimo excelente y una osadía especial, pero cuando Herminia nació en 1910 era además un hombre joven, y como su hermano Cornelio y ella fueron los primeros hijos, la dedicación que les prodigó a ambos debió ser superior a la que les brindaría a los quince que vinieron después. A estos primogénitos, niño y niña, les fueron asignados roles en la organización. A él le tocó la recepción del poder del padre, quien se lo delegaba y le confiaba todos los asuntos de la casa familiar y de la organización. A él dirigía largas cartas cuando se encontraba de viaje, lo que ocurría seguido, en las que le narraba con pormenores los resultados de sus gestiones, las conversaciones que sostenía, y en las que a veces incluía alguna instrucción. Al hijo correspondía también formar parte de las mesas directivas de los Congresos Araucanos e integrar las comisiones de trabajo que se formaban en esos encuentros. A ella le correspondió el secretariado: completar documentos, revisar expedientes, enviar una carta, atender la puerta de la oficina para avisar si su padre recibiría gente o debían volver en otro momento. Y lo más importante: llevar el libro de la organización, llamado libro de la oficina. Es posible que el hijo haya sido un representante autorizado del padre, una extensión de él, pero fue la hija quien tuvo a su cargo la práctica de la escritura. Y la escritura, para ese padre, lo era todo.  

El privilegio de mi destino, nuevamente, me permitió acceder a los dos únicos manuscritos de la Federación Araucana, fechados en 1934 y 1938, que sobrevivieron a la degradación del tiempo y las negligencias humanas. Cuando me advirtieron que Herminia, como secretaria, era quien los había escrito, mi interés se transformó en ansiedad. ¿Y si estaba a punto de leer a la primera escritora mapuche?  

Yo venía de leer los diarios de su padre, que rebosan estilo y que sin ser íntimos son muy personales, así que no es de extrañar que haya sentido una pequeña decepción. En el libro de la oficina Herminia no escribía a título personal sino en tanto secretaria y como tal no se debía a sí misma, sino a la organización y especialmente a su presidente, es decir, a su padre, a quien las páginas siguen como si fueran una cámara oculta. Pero la cámara revela poco, las entradas son breves, con párrafos cortos y oraciones sintéticas, un registro sucinto y exhaustivo de las actividades que en una jornada ha realizado el presidente de la Federación Araucana: qué hizo, a quién vio, con quién comió, qué correspondencia se recibió. Aunque firma cada una de las entradas, Herminia escribe en tercera persona de sí misma (“la secretaria Herminia Aburto”) y sobre su padre, que es tratado aquí exclusivamente en su rol público (“el presidente”). 

Dilucidar la escena de escritura del libro de la oficina capturó horas de mi imaginación. Debió ser así: en la casa de Antonio Varas 1137, Temuco, padre e hija, presidente y secretaria, se dirigían todas las mañanas a una habitación que estaba ubicada a la entrada de la casa y que debía ser grande en comparación con otra que llaman “pieza chica”. Estamos un poco a la orilla del centro de Temuco, pero al centro de un triángulo formado por la estación de trenes, el Juzgado de Indios y la plaza de armas de la ciudad. Afuera de la casa de madera, pequeña, de un solo piso, se agrupan en fila varias personas que esperan. Algunas están solas, la mayoría, acompañadas. Van cargadas y, aunque hace frío, nadie tiembla. 

Lo primero que hacían padre e hija una vez en la habitación era tomar posición y abrir el libro: Manuel Aburto sentado detrás de una mesa robusta que oficia de escritorio, Herminia acomodada en uno de los costados o quizás en una mesa auxiliar de su uso exclusivo. Su padre le indicaría en voz alta lo que había hecho el día anterior, y ella escribiría: “Va nuevamente al Juzgado de Indios. Come con su familia y trabaja en su Libro Diario”. Al finalizar la entrada, su firma: Herminia Aburto C. 

Luego comenzaría la atención. Se dirigía a la puerta y hacía pasar a los primeros comparecientes. Los guiaba hacia la habitación-oficina, donde su padre esperaba detrás del escritorio, y mientras se realizaban los saludos correspondientes y todos tomaban asiento, ella volvía a tomar la posición de escribiente, esta vez con una libreta distinta. Los comparecientes comenzaban su relato, cómo y por qué habían llegado allí. Herminia tomaría nota porque en esos momentos su padre se encargaba de atender y entender y a ella iba a tocarle, momentos después, transcribir la comparecencia en el libro de la oficina y allí, sobre esas páginas, no podía titubear. Requería tener bien abiertos los sentidos y desplegar, en primer lugar, un cuestionario tipo que permitía conocer los datos básicos de los comparecientes, y a continuación todas las preguntas que fueran necesarias.  

Oficialmente, “tinterillo” no tiene acepciones positivas, pero, si pudiéramos definirlo como un abogado que se forma al calor del oficio, eso era precisamente Manuel Aburto, que había aprendido los códigos, procedimientos y tejemanejes judiciales en el Juzgado de Indios de Valdivia, donde había sido portero e intérprete en su juventud. Si su labor política ocupaba tiempo que podría haber dedicado a ganar dinero para alimentar a su extensa progenie, estas asesorías judiciales le dejaban algunos pesos y especies que iban a parar a la boca de todos: gallinas, sacos de trigo, arvejas. Estas comparecencias son el otro material del que está hecho el libro de la oficina. Las había de distinto tipo. A veces se trataba de personas que querían unirse a la Federación Araucana:  

Comparece José Miguel Cayun Huenchunao. Expuso: 

—Soy hijo de Cayun, cuyo nombre no sé y de la Carmen Emilia Huenchunao, ambos fallecidos. No sé dónde he nacido, pero fui criado en la reserva de Juan Cristo Carril. No sé leer, pero sé firmar. No sé qué edad tengo, pero creo tener como 30 años. No he estado preso por ningún delito. No he hecho el servicio militar. No estoy radicado en ninguna parte. Estoy casado por ritos de nuestra raza con la Tambita y Rosa Llanquinao, las dos sin radicar. Las dos esposas las mantengo en una sola casa. Tengo dos yuntas de bueyes, una vaca parida, quince ovejas, de propiedad de don Martín Macaya, que me las tiene a medias, dos arados americanos y de cama fija. Deseo pertenecer a la Federación Araucana. Juro para ser fiel por ella hasta la muerte, y mantener mi familia conforme los principios de ella, y para obedecer todos los mandatos del Congreso Araucano, de esta Federación, y del Comité Ejecutivo de este Congreso. 

 

Pero en general se trataba de pleitos por herencias, límites de terrenos, siembras o animales tenidos a medias, problemas familiares y maritales, y también situaciones como esta:  

 

Comparece Daniel Ñamculeo Ñamcupil. Expuso: 

—Soy hijo de Juan Antonio Ñamculeo y de la finada Sofía o Juana Ñamcupil. Vivo en Huidima, reserva de Marileo, en los derechos de mi mujer Carmela Ñamculeo. Sé leer y escribir. Nunca he sido procesado ni detenido. El 13 del actual fui detenido en mi casa en Pidima, antes que rayara el sol, por dos Carabineros del Retén de Huilio. Acto seguido fui sometido a una flagelación salvaje, la cual consistió en amarrar mis dos manos por la espalda y ser colgado de ellas en este estado. Cuando se me colgaba fui agredido de punta pies y de garrotazos por el Carabinero de apellido Ponce. También fui ahorcado por él. Ponce me decía que confesara cualquier delito, lo que no pude hacer, por no ser autor de ninguno, amenazándome de muerte si no lo confesaba. Permanecí colgado hasta que llegó a soltarme otro Carabinero. De este no recibí ningún castigo. Yo no sabía por qué había sido detenido. Como la oficina observa, he quedado con mis brazos desarticulados, quedando impedido para trabajar, y aún para comer y vestirme. Vengo en poner estas cosas en conocimiento de esta oficina, y en pedir a ella para que tome las medidas del caso.

 

Herminia escucharía atentamente estos relatos e iría tomando las notas. Mientras todavía duraba la atención debía pasar en limpio, en el libro de la oficina, la comparecencia. Se trataba de traducir al castellano una situación que había sido contada en mapuzugun. Se trataba de transformar un discurso de terceros, con sus respectivas reiteraciones, silencios, digresiones y saltos temporales, probablemente interrumpido por las preguntas que haría su padre, en un texto condensado y coherente, como los que acabamos de leer, y en los que Herminia asumía, además, la primera persona de los comparecientes. A continuación estos textos eran firmados por el compareciente y sus testigos. Si no sabían firmar, lo que ocurría muchas veces, plasmaban su huella dactilar o autorizaban a que otro firmara por ellos. En ocasiones, dependiendo del caso, también firmaba el presidente de la Federación Araucana. 

Estas escenas del secretariado de Herminia y sus prácticas escriturarias requerían de habilidades excepcionales para las que ella estaba perfectamente a la altura. Sin embargo, su vida reclamaba lo que la escritura le negaba: su primera persona y una voz, lo que requiere leer otros signos, no alfabéticos. En 1938, la Federación Araucana decide enviar una comitiva a Santiago y por primera y última vez le parecerá pertinente que algunas “mujeres araucanas” la conformen también. En la circular a través de la que se informa esta decisión se señala que ellas deben ir “vestidas al estilo de nuestra raza, con sus respectivas alhajas, porque conviene ir en esta forma”. A juzgar por las fotos que se conservan de ese viaje, y en las que aparece Herminia, las otras mujeres que integraron la comitiva acataron la indicación. Pero ella no. Ella vistió un traje oscuro de dos piezas, zapatos de tacón, una camisa blanca y una carterita. Tiempo atrás, su padre había hecho girar por el país a un conjunto artístico mapuche formado por él que representaba en teatros y estadios las costumbres y los ritos de “la raza”; sus motivaciones eran tanto políticas (demostrar la “capacidad moral e intelectual” mapuche) como pecuniarias (se cobraba entrada). Al negarse a vestir “al estilo de la raza”, Herminia quizás estuviera diciéndole que no a algo más.  

 

Candidata 

Hay un solo momento en que la escritura de Herminia se interrumpe en el libro de la oficina y su padre toma el relevo. Ocurrió en diciembre de 1934, tres meses antes de su entrada en la Historia. Un mediodía aciago de aquel mes, su padre la encontró en la cama con un hombre joven como ella. El joven era de Imperial y tomaba pensión en la casa de la familia Aburto Colihueque; el romance probablemente llevaba meses urdiéndose. Furioso, Manuel Aburto expulsó a su hija de la casa y de su puesto de secretaria, y días después, en la cancha de Plom-Maquehue, en el octavo y último día del 14º Congreso Araucano que él presidía, como todos los años, relató el suceso íntimo de su hija ante unas doscientas o trescientas almas que, reunidas en asamblea, escucharon atentas: 

 

Pidió la palabra la señorita Mariquita Millaugir Coñhuenao, machi, domiciliada en Ngürrü mapu, Maquehue. Se refiere a la falta de la secretaria Herminia Aburto Colihueque. La asamblea resolvió ocuparse de esto. Manuel Aburto Panguilef dio detalles sobre esta falta. La señorita Millaugir dice que sería conveniente llamar a los padres de Manuel 2º Huaiquilaf, para tratar de hacer casarse la Herminia con este joven. Manuel Aburto Panguilef no estuvo de acuerdo con este casamiento, por la razón que oyó la asamblea. Se acordó nombrar una comisión para que converse con la Herminia y tenga conocimiento que este parlamento perdona su falta y que ella puede indicar a esta Comisión lo que ella desea, y que por este perdón, sus padres están llanos a recibirla en su casa. 

 

La comisión la formaron amistades cercanas a Herminia. Fueron a su encuentro con el fin de persuadirla de hacer las paces con su padre, para que regresara a su casa y a su puesto de trabajo, todas cuestiones que ella aceptó a pesar de que dijo sentirse enojada con la Federación y de que quería “trabajar para ganarse con que vivir” (¿hay que decir que no recibía un centavo como secretaria de la Federación?), y de que en el acto conciliatorio con su padre, ante la presencia de la comisión como testigo, este le dijera tras sellar la paz con un apretón de manos y un abrazo que si volvía a pillarla en algo así “la mataría como a una perra”. 

Pero no la mató. A los pocos días, Herminia retomó la escritura del libro de la oficina y dos meses después fue candidata a regidora por Temuco en las elecciones municipales de 1935, proclamada por el comité femenino de la Federación Obrera de Chile. Por su candidatura, Herminia pasó a la Historia como la primera mujer mapuche en presentarse a un cargo público, y aunque siempre supimos que no había ganado, no fue hasta hace muy poco que supimos que obtuvo solo un voto. Un voto único, dramático por lo elocuente de quienes no la votaron: si se votó a sí misma, no la votó su padre; si la votó su padre, no la votó su hermano, el resto de su familia, las mujeres que apoyaron su lista, la Federación Araucana, su joven amante. 

Para el momento en que entré en escena con la intención de ampliar las diez líneas de Sonia Montecino que nos habían informado sobre Herminia en 1987, eran pocos los que la habían conocido y quedaban en pie. Cuando los entrevisté me di cuenta de que no sabían mucho sobre el periodo de su vida que abarcaba su secretariado y su candidatura. Una de sus sobrinas se enteró de esto último en una conferencia, de casualidad. Al principio pensó que se trataba de otra Herminia, un alcance de nombres. Pero cuando dijeron los dos apellidos tuvo que aceptar que debía tratarse de la misma mujer que ella había conocido como su tía y con la que había vivido varios años en la misma casa, cuando Herminia regresó a vivir a Collimalliñ en la última etapa de su vida. Óscar Buttazzoni, por su parte, me repitió la misma pregunta en todas las ocasiones en que hablamos: “¿Pero usted está segura de que estamos hablando de la misma persona?”. Herminia había trabajado por dos décadas para su familia como empleada doméstica puertas adentro en Santiago, desde 1953 hasta entrada la década de 1970. Óscar había sido su regalón, lo conoció de niño, y cuando más adelante empezó a ir a la universidad, Herminia lo esperaba en la cocina cada noche para preguntarle cómo le había ido y conversar con él. A nadie le dijo nada. 

 

Silencio 

Cierto día descubrí una nota de prensa enterrada en los anaqueles de una hemeroteca. Estaba fechada poco antes de que Herminia abandonara Temuco. Allí se decía que era una dactilógrafa “de primer orden”, que escribía y hablaba el castellano “correctamente”. Conocía los problemas de los araucanos y sabía exponerlos y defenderlos “con elocuencia”. Estaban impresionados. A los periodistas, entonces, se les cae una idea. Le pidieron a Herminia que visitara el diario y una vez allí le clavaron una máquina de escribir al frente. Querían que respondiera por escrito una entrevista que le harían en el momento. Querían verla escribir, que probara in situ la fama que la precedía. 

Herminia, traje sastre y un par de trenzas largas y espesas que le caen sobre los hombros, toma asiento. Tipea fluido, rítmicamente. La primera mitad de su texto-entrevista está dedicada a responder sobre las demandas mapuche en general. No falla, hila una idea detrás de otra: “… que se les oiga (…) para que sus aspiraciones sean toda una realidad”. 

La segunda mitad, se nos anuncia, va a estar dedicada a las mujeres araucanas. Herminia comienza con el siguiente diagnóstico: las mujeres mapuche están atrasadas porque todavía no tienen una representante que llegue “verdaderamente” a comprender el problema que las afecta. Este problema, escribe, es además “poco oído”. Los periodistas asienten. Le piden que escriba entonces acerca de ese problema. Cuál es. Todos queremos saber. Yo quiero saber. ¿Y si estoy a punto de leer a la primera feminista mapuche?  

Escribe Herminia, en respuesta: “Nuestros problemas son numerosos…”. Claro, dicen los periodistas, sin duda, y vuelven a asentir mientras enfocan la mirada en sus dedos, guardando el silencio expectante de quien anticipa una revelación significativa. Yo contengo la respiración también, por si acaso. Entonces Herminia remata: “… y en otra oportunidad me referiré extensamente sobre ellos. Muchas gracias”. Ese es el fin de la nota. Lo que pasó no lo sabemos. Los otros artículos que comparten la misma página habrán hecho olvidar a los lectores la intriga instalada, pero yo no pude olvidarla.  

Dije que no me consideraba muy afortunada en la repartición de destinos. Mis adultos habían vivido el periodo terrible de la dictadura, habían sido militantes y además éramos mapuche, pero no de los de verdad, sino de los otros, los que están todo el tiempo preguntándose si son o no son, y cómo ser, mientras intentan rearmar los escombros que quedaron en el piso. Mi destino tenía entonces una ambigüedad importante y un toque de solemne responsabilidad política para con la causa del pueblo mapuche, a la que había que servir. Pero yo tenía otras inclinaciones. No quería sufrir, me gustaban los desayunos en la cama, eran la felicidad y la alegría lo que me daba curiosidad. Mi idea de la mujer que valía la pena llegar a ser se veía más como Rita Hayworth cantando “Put the blame on Mame” en Gilda (guantes largos, picardía, glamour, poder) que como las mujeres que me rodeaban. 

El tiempo pasó e igual que una manzana no caí muy lejos de mi árbol, pero en cuanto a Herminia me pregunto si no fueron las fantasías, la curiosidad y el deseo los que la llevaron por un camino tan distante del que parecía destinada a recorrer. Es más, del que nos hubiese gustado que recorriera o del que nos resultaría más fácil entender: Herminia diputada, lideresa, dirigenta, escritora, feminista. Una hagiografía donde las dificultades y humillaciones que sin duda vivió la hicieran emerger salvífica, justificada y ejemplar. Pero quizás Herminia quería solamente y sobre todo un abrigo negro. Como su hermana Graciela, que cosió por varios días un abrigo de ese color para alargarlo hasta que pudo estrenarlo con un par de zapatos nuevos el 5 de marzo de 1942, según anota en su diario Manuel Aburto Panguilef; ambas prendas que, consigna Aburto, ella había comprado “para sí”. 

Pienso en otras secretarias históricas, Elena Caffarena, por ejemplo, pero las mujeres públicas a las que les va bien construyen su relato en vida por medio de autobiografías, dejan tras de sí suficientes documentos, llaman la atención de investigadoras cuando aún respiran, o tienen un familiar que guarda celosamente sus cartas. Las mujeres como Herminia dejan retazos y silencio, las descubrimos por accidente, traídas por oleadas lentas y profundas levantadas generalmente por otras mujeres, como la historia de la escritora estadounidense Terry Tempest Williams, a quien su madre enferma le dijo, antes de morir, que le iba a heredar cincuenta y cuatro cuadernos bajo la promesa de que solo los leería una vez que ella hubiera muerto. Williams accedió, sorprendida de que su madre hubiera escrito lo que parecían ser diarios de vida. Su sorpresa se transformó en estupefacción cuando descubrió que todos los cuadernos estaban en blanco. Ni una sola línea. Esa experiencia derivó en Cuando las mujeres fueron pájaros, desde donde, para conjurar la muerte, invoco las siguientes palabras: “Hay un arte en la escritura, y no siempre es el de la revelación (…) Nunca sabré qué estaba intentando decirme al no decirme nada. Pero me lo puedo imaginar”. 

Danay Mariman Catrileo

Es editora por la Universidad de Buenos Aires e investigadora autónoma. Actualmente reside en Labranza, Temuco.