Tenía dieciséis años y, aunque la década ya estaba despidiéndose, en el verano del 89 el estilo ochentero seguía campeandoen Chile. Eran los días de los colores chillones, de la chasquilla alta, de los anteojos oscuros de marco blanco y de un galopante liberalismo económico que se respiraba en calles, vitrinas y sobre todo en la televisión.

El recital de Rod Stewart se acercaba y parecía ser la culminación deun verano inolvidable. Yo pasaba a cuarto medio y sentía que los noventa serían la década más importante de mi vida, los años en que forjaría una carrera profesional, me casaría y tendría hijos. Una proyección ingenua y completamente alejada de la realidad, pero que en ese momento me parecía tan lógica y natural como que Stewart llenara el Nacional.

Los últimos días de calor antes de entrar a clases los pasaba viendo tele, probablemente la teleserie del momento que ahora no recuerdo. Lo que no se me olvida es un comercial de helados Savory. Escuchaba el sonido de unas gaviotas con que comenzaba y no podía dejar de mirar la pantalla. «Algo nuevo, el verano y mucho sol / algo nuevo, bajo el sol / del verano que fuimos tan felices / solo Savory», cantaba una mujer de voz sensual, mientras pasaban imágenes cuidadosamente trabajadas que vendían el relajo de una tarde estival: el tintinear del heladero cruzando una carretera achicharrada por el sol, jóvenes mochileros con una guitarra, un bebé en pañales caminando con su helado por la arena…

No sé si era el montaje rápido, los colores reventados, el descapotable antiguo o el amable relajo de sus personajes. Pero algo en ese spot me recordaba a la franja del NO, que unos meses antes había marcado mi memoria visual para siempre. Tal como el arcoíris y «La alegría ya viene», todo en ese comercial de helados olía a promesa. Atrás quedaban la infancia, el colegio y la dictadura. El color, la juventud, los noventa, estaban tan al alcance como el helado que salpicaba el escote de una rubia.

Poco tiempo después el comercial salió del aire. Para mi pesar en esa época ni se soñaba con la masificación del VHS, si no lo habría grabado y mirado hasta cansarme. Como hice con la canción «Eternal Flames» de The Bangles, que la tenía en un cassette repetida hasta la infinidad, para no tener que rebobinarla y así ahorrar pilas en mi personal stereo.

Simplemente el comercial desapareció y solo me quedó la nostalgia de esas imágenes, que terminé confundiendo con mis propios recuerdos del verano del 89. Después vino el invierno y la pantalla se llenó con la campaña presidencial. Emergieron Büchi, Fra Fra y Patricio Aylwin, y con ellos un bombardeo de programas políticos que anunciaban un nuevo tiempo de discusión y apertura.

Un año después de que el jingle del verano que fuimos tan felices me hiciera soñar, Augusto Pinochet llegó al Congreso en Valparaíso, con uniforme de gala, para entregar sin muchos deseos la banda presidencial a un flamante Patricio Aylwin, quien ingresó al salón entre vítores, como un héroe de la democracia. La mañana del 11 de marzo de 1990, mientras observaba la transmisión del solemne momento a través de las pantallas de Televisión Nacional de Chile, algo me decepcionó. No sabía qué era, hasta que Pinochet le extendió la mano al nuevo Presidente y este se la devolvió con firmeza. El solo gesto, protocolar pero definitorio, me hizo darme cuenta de lo obvio. Habíamos ganado la democracia, pero a cambio de un precio.

La promesa del verano en que seríamos tan felices tenía un pequeño truco. Los helados nunca son gratis.