Fotografía: Francisca Santamaría

La escritora argentina le da vueltas al asunto de la identidad

 

Hubo un momento de mi vida en que yo estaba muy enojada y sentía una especie de rencor frente a los escritores famosos que decían en entrevistas «nunca pensé que sería un escritor», «ni siquiera soñé con ser una escritora». Explicaban que en realidad habían tenido de pronto un gran éxito de algún tipo que los había conminado a serlo.

Yo estaba enojada porque, en lo que iba de mi vida, ser una escritora no había sido un accidente y menos un giro de la suerte, sino una especie de padecimiento. Es más, casi me parecía a veces que un defecto.

Yo era escritora como otros eran tímidos, inoportunos o impacientes. Para empezar, se parecía bastante a un problema psicológico: era como si, por dentro, yo no fuera todavía una persona y en realidad viviera haciendo un enorme esfuerzo para convertirme en alguien. Tratar de mantener alguna clase de espontaneidad normal, para mí, era un trabajo consciente y agobiante. Además, me iba volviendo muy distraída, porque estaba siempre tratando de percibir algo (¿alguna clase de identidad?) en mí misma, siempre en medio de un gran desorden.

Sobre todo, a partir de la adolescencia, que es cuando el mundo empieza a demandarnos posturas, regularidades, argumentos, opiniones. Durante la niñez, la identidad es un asunto bastante difuso, lo máximo que se puede decir de un niño es que tiene carácter. Pero la relación consigo mismo, la identidad como una especie de abrochamiento entre el flujo psíquico y la materialidad del cuerpo, llega afortunadamente un tanto demorada. En ese sentido, tuve una infancia agradablemente desidentificada. Sin embargo, la prolongación de este estado de desidentificación me generó una especie de complejo de culpa en la adolescencia. Mi constante estado de posibilidad informe, socialmente, parecía estar al límite de la barbarie. Yo quería y sentía que tenía que ser, en medio de mi cuerpo, alguien. Solo que encontraba, en todo intento de definición, algo insoportablemente falso. Al mismo tiempo, me avergonzaba mucho de seguir confundiéndome y dudando. No contaba aun con la seguridad (¿o la temeridad?) suficiente como para decir «no tengo la más mínima opinión en cuanto a ese importantísimo asunto». O «no siento ni la más leve inclinación hacia ninguna de esas dos fatalmente irreconciliables opiniones».

Con esto me refiero a que el estado de indiferencia y desafección en el que uno pasa la mayor parte de su vida pre-adulta es absolutamente vergonzoso y creo que casi inconfesable. Desde mi punto de vista, un escritor es aquel que nunca puede olvidarlo. No puede olvidar porque fue consciente antes de lo conveniente y ahora intuye que, antes que un sí mismo, uno es un observador. Uno es un describidor. Uno es casi un secretario.

Encuentro que la identidad (esa especie de sitial más bien cómodo desde el que uno toma, en su vida cotidiana, las decisiones), en la vida de un escritor, es casi un mal hábito. Y eso porque creo que la identidad es uno de los mecanismos sociales que tienen como principal razón de ser la conveniencia. Un escritor tiene la necesidad natural de expandir su conciencia y su sinceridad hasta alcanzar niveles exorbitantes e inconvenientes. Por eso soy bastante cínica con respecto a mi propia identidad (la que finalmente, mal que bien, fui desarrollando), y en general prefiero no meterme con la identidad de los demás, sobre todo con aquellos que se la toman muy en serio. Soy horriblemente consciente (fui testigo) de mi propia vaciedad original, y del esfuerzo y la energía consumidos en esa creación artificiosa.

A la cosa a veces tan acartonada y dura que llamamos identidad, opongo lo que más me interesa en los seres humanos y que es el carácter. Un carácter no es nacional ni racial ni generacional ¿ni individual? ni humano. Es un pulso: la parte más animal del alma, que solamente avanza, abraza o aparta y retrocede. Una cosa alucinada y rápida que nunca jamás habla, sino que desdeña o toma. El carácter que, según me parece a mí, nace ya colocado y latiendo en el medio de la persona puede restringirse, suavizarse, vigorizarse o animarse. Pero el hecho es que nace, está en nosotros antes que cualquier identidad consciente.

Ahora bien, volviendo a mis defectos, mi carácter tampoco resultó nunca muy notable. La única imagen que se me ocurre para describirlo es la de que yo nunca estoy exactamente en mi interior, sino siempre como detrás de mí. Y no solo detrás, sino muchas veces también: dándome la espalda. En fin, creo que mi carácter responde a esa sensación de no ser exactamente nadie, de la que luego nació mi necesidad física y ritual de escribir: de darle alguna clase de existencia material a ese interior más bien confuso, no muy volcado a la acción, e informe hasta un punto antisocial e indecoroso.

Por ejemplo: yo me consideré siempre una persona miedosa y obediente. Y lo soy, casi constantemente. Sin embargo, también existe en mí un abismo de desobediencia, totalmente inmoral, totalmente insondable, una desobediencia radical que es como un alivio para mi otra actitud de obediencia no exactamente superficial, pero sí, repito: constante. Esta desobediencia puntual y abismal se hizo patente primero en lo que escribía, y solo después, como por una especie de contagio (o incluso inspiración) llegó verdaderamente hasta el resto de mi persona.

Otras cosas que yo considero profundamente mías son el cinismo, la crueldad, la libertad y la indecencia, que, mientras no escribo, no expreso casi en ningún momento. Está claro que no me haría mal ir al psicólogo, pero la verdad es que prefiero deformarme a medida que trato, yo misma, de entender algo. Creo que la clave de la salud mental de un escritor es acostumbrarse a las deformaciones. Y, quizá también, tener alguna clase de esperanza en ellas.

Como durante mi infancia, a mi alrededor, la literatura no era el tormento ni la locura  de nadie, mi amor religioso por los libros pareció por mucho tiempo un capricho. Después, fue mi amor por una cierta soledad, un cierto placer en el encierro lo que fue dándome una especie de contorno. Y mi desamor por la vida social, la cual me parecía lo contrario de la relación entre el lector y el libro: es decir, un montón de conversaciones torpes e instantáneas, horriblemente invasivas y, al mismo tiempo, ermitañas. Un sin ojos ni bocas, dominado por el hechizo de las máscaras.

Las conversaciones con un libro, en cambio, para mí nunca acababan. Uno con demasiada frecuencia se seguía dejando convencer, se quedaba mirando la realidad como sutilmente torcida por los ojos de otro. Del mismo modo, la conversación con un libro era interior y quizá parcialmente unilateral, pero era algo que se hacía, paradójicamente, cara a cara. Una conversación en la que los dos conversadores resultaban tan escrupulosamente sinceros que a veces solamente se quedaban mirándose y pensando.

Creo además hasta hoy que los buenos libros tienen un don: el de mantener la mirada. Hay momentos en que uno no está de acuerdo, o momentos en que un libro casi se calla. Pero, cerrado y todo, un buen libro mantiene la mirada. Es decir: se queda clavado en uno, con la fuerza de unos ojos.

Entonces, para mí, los libros son, más que personas, ojos. Y más que ojos: enormes fuerzas. Por eso, en general, muchos libros de hoy me parecen falsos, casi voy a decir: débiles… mientras no me conquistan. Yo leo conquistada y a la fuerza. Solamente vencida por la sinceridad (la mirada) de otro.

Aquí lleva el papel principal, otra vez, cierta resignación a la obediencia: por lo general, hago lo que me dicen que tengo que hacer y luego observo con mucha atención (también leo así: obedeciendo y observando). A veces, y con consecuencias horribles, siento lo que me dicen que tengo que sentir y luego, otra vez, observo. Creo que, de esta obediencia un poco reprobable, más de una vez, aprendo cosas.

Por otra parte, y por el mismo motivo, algunas veces odio tomar un rol activo en las situaciones normales, justamente, por la sabiduría que siento que pierdo al intentar abandonar mi natural estado de contemplación y padecimiento. La infancia es la tierra de los padecimientos, un barro siempre fértil y húmedo para los escritores. Los niños son los más resignados observadores. Su capacidad de insubordinación está tan limitada que son casi solamente ojos. Quizá por eso la mayoría de los escritores vuelve incansablemente a su infancia: porque allí es cuando, quizá por única vez, se alcanzó el grado de indefensión necesario como para mirar, mirar, mirar y callarse.

Admiro muchísimo (casi idolatro) a los que padecen callados. No es que vayan a solucionar nada, pero probablemente puedan convertirse en mejores escritores.

La condición de observador, de espectador, de testigo, es la más inevitablemente ligada a lo que creo que es la vocación literaria. No solo por lo solitario y pusilánime del asunto (de estar solamente mirando). Lo más horroroso es que uno se sabe en el fondo una especie de enemigo público. De gran observador. De gran comentador (a veces desleal hasta consigo mismo).

Y ahí viene el problema. Uno va convirtiéndose sutilmente en una clase de incomodidad para los otros. El anonimato tiene, al principio, sus beneficios. Pero siempre hay algo más: algo adentro del propio escritor que casi puede olerse, ¿una distancia?, ¿una condena?, ¿un desarraigo?

Porque, ¿a quién le gusta ser observado? Nadie puede sentirse a gusto con un escritor. Es más: nadie debería. Todo está siendo medido, juzgado, contemplado. En la horrorosa mente de un escritor: todo está comentándose, desglosándose, hurtándose y describiéndose.

En todo caso, veo una línea bastante clara que separa a los escritores por oficio de los escritores por vocación. La vocación no es un rasgo identitario. La identidad es un pacto social, incluso últimamente hasta comercial. La identidad puede ser un recurso económico o un giro de la suerte. Sin embargo, completamente aparte está la vocación, es decir, lo que llamo yo el «defecto» de ser escritor. Que es casi como un escrúpulo: una esclavitud, una obstinación. Vuelvo a repetir: un pulso. O quizá simplemente: una condena.

Marina Closs

Misiones, 1990. Ha publicado, entre otras obras, Tres truenos, Monchi Mesa, La doncella aguja, Álvar Núñez: trabajos de sed y de hambre, Pombero y La despoblación.