Rafael Cadenas, Yolanda Pantin, Ida Gramcko, Vicente Gerbasi y Eugenio Montejo son algunos de los poetas de Venezuela que destaca el crítico chileno. Para Vicente Undurraga, la serenidad podría ser el rasgo sobresaliente de la gran poesía venezolana

 

Retírate. Retírate hacia adentro.
Antonia Palacios 

 

Esa forma de conocimiento indirecto que es la poesía dirá, a su tiempo y a su modo, lo que tenga que decir sobre este periodo negro en que el horror del régimen venezolano ya es total. Lo que puede presumirse es que muy probablemente lo haga con el sello de agua de esa gran tradición poética. “¿Qué hace / aquí colgada / de un fusil / la palabra / amor?”, escribió hace algunos años Rafael Cadenas (Premio Cervantes 2022), que con la altura de su gran arte ha sabido siempre dar cuenta de derrotas y despojos y hasta del espanto político sin arrebatarse en las palabras, sino al contrario, afilándolas al máximo. 

*

Si algún rasgo común puede observarse en la gran poesía venezolana si pudiera algo así sostenerse, además, desde la mirada acotada y parcial de un lector chileno, ese rasgo sería el de la serenidad.  

Siempre me ha parecido encontrarla en esa tradición; por muy distintas que sean las poéticas, los estilos, los asuntos y las formas trabajadas por los poetas venezolanos, se impone, de alguna manera tan escurridiza como clara, una especie de serenidad de fondo.  

Serenidad entendida como una actitud general de aplomo, de estoicismo y entereza, un talante de calma y contención, de sobriedad y hasta parquedad, una distancia no fría con las cosas y los hechos de este mundo, sino lúcida y sosegada, perfectamente compatible con la intensidad y una pasión no desbordada por esas mismas cosas y hechos. Heidegger ya indicaba “esta actitud que dice simultáneamente ‘sí’ y ‘no’ al mundo técnico con una antigua palabra: la Serenidad (Gelassenheit) para con las cosas”. 

La estridencia, digamos, parece más bien ajena a esta tradición. Ya se ve en sus inicios, en la poesía de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), que solucionó los desafíos de las vanguardias escribiendo, sencilla y categóricamente, toda su obra poética en prosa. Casi quinientas páginas, cuatro libros, ni un poema en verso y le bastó, sin necesidad de alardes ni contorsiones verbales, para quebrar la inercia modernista y sentar las bases de una tradición que, luego, ni siquiera para hablar de las derivas dictatoriales de Venezuela perdería esa serenidad de su decir.  

Queda claro leyendo la obra de Rafael Cadenas, el autor vivo más relevante de la literatura venezolana (Premio Cervantes 2022), cuya poesía entera es una proeza de levedad y hondura, un gran arte de condensación que logra abrirle espacio al misterio y la intuición sin renunciar a las resonancias mundanas. Sus propios versos meditan una y otra vez sobre este carácter poético: “Los poetas / levantan / espléndidas construcciones. / Ninguna acritud. / Sólo templanza. / Sólo la limpia obra. / Sólo el escondido esplendor”. Ninguna acritud, de eso se trata.  

Cadenas ha sabido describir con su obra derrotas y abandonos y hasta el espanto político sin arrebatarse en las palabras, sino al contrario, afilándolas al máximo: “¿Qué hace / aquí colgada / de un fusil / la palabra / amor?”. Su obra es todo un Momento de la lengua castellana, la invención de una luz distinta, emparentado en su quehacer con la poesía mística, estudioso como ha sido de san Juan de la Cruz, y también con la concisión ligera y profunda a un tiempo de la poesía italiana, de Giuseppe Ungaretti, de Antonia Pozzi, y de la japonesa, de Bashō. El libro más reciente de Cadenas, A Rilke, variaciones (2024), supone ya un paso quizás final hacia la depuración total, la disolución de una voz en sus propias raíces: 

 

Ibas
hacia donde no llega
ningún camino  

 

Pero entre Ramos Sucre y Cadenas no faltan voces, formas templadas del decir que, en vez de atenuar, lo que hacen es reforzar la ferocidad de lo expuesto. Voces en las cuales la ansiedad, la precipitación y la inflación verbal quedan fuera, o lejos, al menos. No en el centro. La delicadeza, el poderío de la precisión de una imagen, la elipsis, la musicalidad y la elocuencia del ritmo y de los silencios, en cambio, ocupan en ellas un lugar principal.  

Este carácter está presente incluso en quienes abrazan poéticas de la agitación, como el surrealismo o el coloquialismo. Juan Sánchez Peláez (1922-2003) fue el gran surrealista contenido de Latinoamérica, sosegado en su indagar extremo en la mente, el corazón y el mundo. Vinculado al grupo chileno La Mandrágora, por haber vivido en Chile desde sus dieciocho años y por un largo tiempo, Sánchez Peláez es autor de una obra que ya da señas de su mesura nunca medianía ni cortedad en el total de tan sólo doscientas y pocas páginas que componen su poesía completa, caso sólo comparable, en su combinación quemante de desate y sujeción, al de Blanca Varela. Ni siquiera sus textos de mayor “filiación oscura” se desbocan: “Al arrancarme de raíz a la nada / Mi madre vio, ¿qué?, no me acuerdo. / Yo salía del frío, de lo incomunicable”, dice el arranque de uno de sus primeros poemas. Es, de hecho, con un verso suyo, parte de uno de los apenas nueve poemas póstumos que dejó al morir, con el que se podría definir el modo distintivo de los poetas venezolanos, su temple de ánimo y estilo, como diría un viejo crítico: “serenos en la inquietud”. Así se les suele ver en cada página. Serenos. E inquietudes no faltan.  

Doblemente llamativa se vuelve esta característica si se considera que la venezolana es una poesía con vocación de intemperie, de exposición a lo imprevisto, lo desafiante, el peligro. “Intemperie”, de hecho, es una palabra que se repite en ella. La poesía reunida de Vicente Gerbasi (1913-1992), por ejemplo, se titula Iniciación a la intemperie. Quizás no sea exagerado traer agua al molino de la serenidad señalando como una muestra de dicha virtud el hecho de que Gerbasi haya cerrado las setecientas páginas de ese libro recopilatorio con un contemplativo poema escrito no por él sino por su nieta de ocho años, Claudia Drastrup Gerbasi: “Sobre las olas del mar, / caminan los caballitos de mar, / brillan como las estrellas / los caballitos de mar”. En la misma línea, la voluminosa antología de seis poetas venezolanos que Galaxia Gutenberg publicó en 2008 a cargo del crítico Gustavo Guerrero se titula Conversación con la intemperie. Intemperie, en fin, como el tablado sobre el cual se despliega la poesía venezolana: descampado, tierra inhóspita, gelidez del mundo, palabra amenazada, despojo, exilio.  

 

Los grandes poetas venezolanos que también ejercieron sostenidamente la crítica literaria han transitado esa ida y vuelta sin mayor ruido. Acá en Chile, alguien que habitó ambos géneros decididamente fue Enrique Lihn, cuyo magnético despliegue de energía y versatilidad puestas en ello redundaron en la figura de un autor casi pantagruélico en su desplante, que continuamente alzaba la voz, la transformaba, la impostaba, no desdeñando en sus afanes reflexivos la estridencia, el énfasis, la parodia y el sarcasmo. En cambio, quienes sean probablemente los dos poetas-críticos más relevantes de la tradición venezolana lo fueron sin casi mutar la voz, sin perder nunca la compostura sosegada de su decir: Guillermo Sucre (1933-2021), autor del emblemático ensayo La máscara, la transparencia, y Eugenio Montejo (1938-2008). Este último, poeta de la composición precisa y la elegancia reveladora, gran escrutador del alfabeto del mundo, en su canto aplacado supo dejar oír con alta fidelidad “el hondo grito de quien soñó ser pájaro / y no trajo las alas para el vuelo”. En poetas como Montejo se puede ver de qué modo puede pintarse con sosiego incluso el desasosiego y la melancolía:  

 

 (…)  

El Ávila sin nieve a lo largo del año 
y nuestro deseo de esquiar sobre sus cumbres 
en las horas de hielo 
cubiertos con bufandas ultramarinas. 

 

El Ávila en la fotografía de nuestros padres, 
nítidamente recto 
detrás de su mirada, como una raya 
de horizontes remotos, inalcanzables.  

 

¿No será nieve esa lenta ceniza 
que ahora cae de sus rostros? 
Y ese frío que sentimos al verlos 
entre los marcos clavados sobre el muro, 
¿no es el invierno al que llegamos tarde? 

 

Si uno compara la tradición venezolana con la chilena, no encuentra la grandiosa desmesura de Pablo de Rokha, ni las ostentaciones creadoras de Huidobro, ni las alturas alucinadas y las estrepitosas caídas nerudianas, ni mucho menos las querellas ultradramáticas que entre ellos se dieron. Tampoco parece abundar la retórica desinhibida de un Rodrigo Lira o una Maha Vial. Miyó Vestrini (1938-1991), cuya obra podría situarse en la estela de la antipoesía, tampoco pierde la compostura al levantar la voz, ni por acallarla: “No seas ridícula. / Nadie muere aguantando la respiración”. Incluso un poeta de la ferocidad como José Barroeta, al verse en el trance de escribir hacia el final de su vida sobre el cáncer que muy pronto se la arrebataría, lo hace con una contención que no hace sino aumentar la potencia desgarradora del poema:  

 

Pasó el año nuevo
y reventaron los pulmones.
En mi pared bronquial
con arquitectura parcialmente alterada
por neoplasia maligna epitelial,
las células se disponen en nidos y cestos
fragmentando el sonoro tejido de la noche.
Soñé contigo.
(…) 

 

Quizás a qué se deba este rasgo sereno, que por otra parte es probable que esté yo sobredimensionando un poco, porque objeciones o excepciones o matices no sería difícil encontrar. Pero como generalidad o paso de entrada pienso que no está tan perdida. Tal vez el caso de Ida Gramcko (1924-1994) pudiera ser una prueba en contra de esta lectura. Autora de títulos como Umbral, Poemas de una sicótica o Sol y soledades, Gramcko, que también fue una periodista policial pionera, incorpora en su poesía un aire tempestuoso que ha llevado a la crítica a referir su escritura con conceptos como “potencia verbal”, “audacia expresiva”, “intensidad y exceso”, “peligro” y “creación desmesurada”. Pero si bien leyéndola todo esto en buena medida se corrobora, siempre hay algo en su voz de “callado estruendo”, dicho con versos de su largo poema “Cementerio judío (Praga)”, algo que vuela “en ala / aún no rendida a la embriaguez del viento”. Por ello, incluso cuando sondea en las zonas de mayor tiniebla, cuando con más temeridad se adentra “hasta la entraña / del hondo, humano abismo”, no deja de haber en ella cierta templanza, por efecto de la cual, quizás, llegó en otro momento a escribir estos versos:  

Esto soy todavía / un sosiego turbado por las lágrimas”. Un sosiego turbado. 

Si ni siquiera los más excéntricos, como el gran Igor Barreto y sus poemas y caballos, se sustraen de cierta estoica distancia: “Nuestro lugar común: / ver pasar los días y las calamidades / y conservar / una misma temperatura”. Ese conservar una misma temperatura, ese no ofuscarse ni descompensarse del verbo poético, es en verdad algo distintivo y muy notable. Hay un caso contemporáneo que da para redondear estos tanteos por todo lo alto: Yolanda Pantin (1954), cuya obra ha sido reconocida en el último tiempo con premios como el Casa de América y el García Lorca y publicada en su casi totalidad por la editorial Pre-Textos (que dicho sea de paso viene publicando, de la mano del crítico Antonio López Ortega, parte de la mejor poesía venezolana: Cadenas, Montejo, Barreto, Sucre, entre otros).  

Pantin es una escritora fuera de serie, copiosa, por una parte, en la medida en que ha publicado más de mil páginas de poesía (además de libros de literatura infantil), pero al mismo tiempo una maestra de la contención y la pausa, del aire comprimido, lo no dicho y la creación de escenas y momentos donde lo que se impone es lo que se sugiere o incluso lo que derechamente se omite. Puede, con ese método de la elipsis, el corte acerado y el detalle pulido con esmero, dar cuenta de lo ominoso y lo cruel y lo aciago sin perder esa afinación exquisita que caracteriza su estilo. Tiene en muchos poemas algo de los mejores cuentos de Hemingway, pues, a pesar de los crudos hechos expuestos, como la caza de un ciervo, el dominio de sí el texto nunca lo pierde:  

 

El ciervo 

 

Iba yo con mi hermano por el bosque,
cuando lo vi entre las ramas asomarse.  

Pude verlo como era,
y él, mirarme: 

macho, de alta cornamenta. 

Aunque de noche,
los ojos clarearon en su estupor al verme. 

Volvió la grupa,
temeroso. 

 Yo alcé el arma que llevaba
y apunté entre los cuernos.

Disparé. Y con ello la cabeza
se deshizo en el aire  

que había respirado. 

Donde hubo belleza
quedó el cuerpo tendido  

 sobre la hierba. 

Tomé el arma
y se la di a mi hermano. 

“Ten –le dije: el rifle
con el que he matado sin deseo.” 

Volví la espalda
y caminé hacia el auto 

que había dejado
en el umbral del bosque. 

 

Esa parquedad en la descripción de episodios y emociones fuertes marca no sólo la fuerza y la eficacia del decir de Yolanda Pantin, sino que da cuenta de un recurrente modus operandi de la poesía venezolana, que sin florituras es capaz de exponer la belleza y la furia del mundo, del mismo modo en que, sin acentuar de más, sin desafinar la lira, muestra cómo “donde hubo belleza / quedó el cuerpo tendido”.    

Vicente Undurraga

Fotografía: Macarena García Moggia

Viña del Mar, 1981. Estudió Literatura y es crítico y editor. Está a cargo de la colección de poesía de Lumen en Chile y en 2022 publicó el libro de ensayos brevesTodo puede ser.