Fotografía: Catalina Porzio
Es probable que la percepción del mundo a una edad temprana, inmemorial, no sea más que una especie de magma indeterminado, un continuo devorador de luces y sombras que agita las capas de un fondo aún insospechado en cada uno de nosotros. A medida que nos adentramos en el lenguaje y empezamos a nombrar y a distinguir, esas manchas primigenias se van diferenciando, se separan y cobran autonomía. Entonces aparecen los contornos y con ello el mundo se multiplica, imponiendo sus límites: donde termina algo comienza lo otro; o quizá se empobrece, reducido a un conjunto de formas demasiado precisas y ensimismadas. Quién sabe.
Rara vez nos entregamos a la contemplación de las manchas sin interrogarlas. Quizá el mar, cuyas variaciones cromáticas se deben a un profuso repertorio de factores activados por la temperatura, la densidad, los movimientos y una topografía que se halla oculta pero se expresa modificando la superficie, sea un caso de aceptación abstracta del paisaje. Esos antecedentes que rigen la actividad secreta del océano resultan irrelevantes ante el placer de mirarlo, y sustituimos ese archivo de datos por impresiones de carácter pictórico, atribuidas a la incidencia de la luz y a una suerte de temperamento marino. El agua, tal vez, es la única materia que se sustrae de esa carga voraz por reconocer en lo informe figuras conocidas. Hasta el aire nebuloso de los sueños, donde se traza el mapa de un mundo imaginable, se desvanece a la luz del día constreñido por la urgencia de domesticarlo, desviando su flujo hacia una narración que nos aquiete.
Es tan fuerte nuestra inmersión en el reino de las formas que ante la materia difusa, el humo o las nubes nos distraemos concentrados en hallar definiciones, ejercitando el juego de las semejanzas, la pareidolia, donde predominan las siluetas del reino animal y sobre todo los rostros. La infinidad de expresiones humanas que sugieren los objetos es abrumadora y nos arroja inevitablemente a una especie de cultura animista que en otras circunstancias nada tardaríamos en desdeñar por supersticiosa o primitiva. A veces pienso que es deliberado, que todo se organiza en función de una simetría familiar: dos ojos y una boca; una triangulación primordial que se inscribe en casi todas las cosas que nos rodean. En este sentido es sorprendente ver cómo se articulan los nudos en una habitación de madera, conjurando a los fantasmas del bosque donde ese árbol, que ahora es tabla, tuvo una vida: zorros y liebres de mirada fija y penetrante, réplicas munchianas que se alargan en muecas de horror como queriendo escapar del encierro que las fijó para siempre en una casa de veraneo.
“Primero mi contorno, la silueta”, le escuché decir a una modelo que a la vez es profesora de dibujo al natural, mientras posaba para un grupo de aprendices, señalando con esta frase la manera de iniciar el retrato. A diferencia del artista soberano, como lo fue Rodin con su avasalladora destreza –solía observar a los modelos que sin posar circulaban desnudos por su estudio proporcionándole miles de gestos espontáneos que atraparía con un par de trazos rápidos sobre papeles que se amontonaban en el suelo–, las alumnas de la escena que venía mencionando, provistas de un carboncillo y sin moverse del lugar que les fijaba su atril, intercalaban las miradas dirigidas hacia la modelo con otras que se perdían en esa zona de luz ilimitada que parece contener la página en blanco, temiendo lanzar la primera línea, pues basta una marca para rasgar el espacio e inaugurar un límite entre el adentro y el afuera. Cada marca, en adelante, va a modificar el destino de la anterior, hasta que concluya la imagen. Algo parecido sucede cuando se habla popularmente de “cortar” por aquí o por allá a propósito de los caminos: lo que se indica es una suerte de escisión en el aire para llegar más rápido de un punto a otro.
Muy temprano en la vida, antes de aprender a leer o a escribir, en ese empeño incesante por hacernos herederos de un principio de identidad, se nos enseña a dibujar nuestro nombre. Así de pronto nos vemos garabateando en un pedazo de papel los primeros titubeos por imitar las letras que lo componen, desconociendo aún el sonido de esos signos que se precipitan entre verticales y circunferencias que no podemos dominar. Mientras nos desgastamos arañando superficies, nos enseñan otro modo de inscribirnos en el mundo a través de un juego que resulta más sencillo y fascinante por su efectividad: duplicar la forma de la mano. Apoyada con los dedos separados sobre una página cualquiera, seguimos su contorno con un lápiz, intentando no fallarle a la continuidad: lo deslizamos cuesta arriba hasta alcanzar la punta de esa pequeña cima para luego descender hacia la curvatura cerrada de la ve corta que se arma en la base de dos dedos, un breve descanso antes de volver a subir. Al levantar la mano vemos algo parecido a una estrella de mar, una forma que no nos pertenece y sin embargo viene de nuestro cuerpo. Ante el milagro de la copia comenzamos a repetir la operación tantas veces y en tantos lugares como nos sea posible. Es nuestro arte rupestre.
Aprender a dibujar el propio nombre, a diferencia de la equis con la que suelen identificarse los analfabetos, es contar con un puñado de caracteres únicos hechos de contornos que señalan una disposición en el blanco de la página, o lo más parecido a tener un lugar en el espacio, por pequeño y modesto que sea. Además de los infinitos atributos psicológicos que pueden extraerse de una caligrafía, existen casos, como pasa con la asimilación entre las mascotas y sus dueños, en que la forma de la letra acusa una relación directa con la apariencia de quien escribe. No es mi caso. Yo tiendo a estirar las letras hacia el horizonte en vez de contraerlas y enfatizar la vertical en honor a mi estatura. Es curioso que habiendo dominado esos trazos no nos conformemos y sigamos alterando esa figura de maneras sofisticadas, hasta dar con una firma que nos enorgullece. El esfuerzo por distinguirnos de esos otros que comparten nuestros nombres es también la manera que tenemos de proyectar el vallado de nuestra jaula. La firma y las huellas digitales son marcas que se pesquisan con facilidad, asuntos policiales. La primera es nuestra concesión al sistema.
Entre los músicos barrocos se popularizó un sistema criptográfico heredado del Renacimiento que consistía en ocultar ciertos textos reemplazando sus letras por notas musicales, en muchos casos para idear firmas. Bach, el máximo exponente de ese período, sin romperse demasiado la cabeza, pues las letras de su nombre coincidían con la notación clásica alemana, armó su célebre autógrafo basado en la siguiente nomenclatura: B (si bemol) A (la), C (do), H (si natural). Una figura que llegó a consagrarse como el “motivo Bach”, usada a lo largo de la historia por diversos músicos para citar al maestro a modo de homenaje. Todavía muy lejos de ser reconocido como el genio que fue, Bach componía para satisfacer una comunión directa con dios a través de la música que él mismo interpretaba en el órgano de la iglesia, imbuido de cierto anonimato de clérigo de barrio. Esta actitud resbaladiza sobre la fama se comprueba en el hallazgo casual de sus partituras, descubiertas casi un siglo después de su muerte por Felix Mendelssohn entre los papeles que un carnicero usaba para envolverle las chuletas. Velar la identidad tras una secuencia de notas puede ser un juego caprichoso iluminado por el ingenio o bien, me atrevo a suponer, un llamado a la humildad ante la condición fugaz de la vida al que, por la misma época, se inclinaron las vanitas con sus mesas atiborradas de objetos mundanos, y sus cráneos ligados al memento mori: recuerda que morirás. Un paso más allá en este tipo de fantasmagorías, la firma de un fotógrafo es aun más escurridiza por tratarse de un hecho implícito en el trazado de su composición: jamás aparece estampada en el papel.
Esas manos tiesas y abiertas que nos enseñan y enseñamos a estampar, cuyas combinaciones dieron lugar a innumerables logos para organizaciones con fines humanitarios, y de paso a manifestaciones políticas, son un dibujo irreductible: es de uno y de todos a la vez, un hecho universal. Un ejemplo de esto lo vi hace poco en Cómo diseñar una revolución: la vía chilena al socialismo, la muestra en el Centro Cultural La Moneda que restituía el papel preponderante que tuvo el diseño en Chile al servicio de un proyecto colectivo ideado por la Unidad Popular. Un hecho raro, considerando que con el tiempo la práctica del diseño se ha visto más bien impasible ante su potencial subversivo, adormilada por el desarrollo de estéticas complacientes; estrellas fugaces que han olvidado un cielo en común. Una parte considerable del proyecto que allí se expuso estaba dedicada a la niñez, y me fijé particularmente en la propuesta de juguetes: una colección de animales calados en bloques de madera, formas elementales que imitaban con una fidelidad asombrosa el objeto que buscaban representar. El elefante, colosal, inscrito en un cuadrado de un área mayor al resto de los animales, se asentaba en el peso de sus piernas separadas por un arco de aire, y una delicada protuberancia insinuaba el lugar de la trompa; el cocodrilo, por su parte, era una pieza horizontal, pegada al suelo pues repta, con dos cortes diagonales en las extremidades que lo hacían ver aun más alargado, imposible de confundir, por ejemplo, con la jirafa, cuya esencia es la prolongación de una vertical hacia el cielo. El único rasgo en común era una pequeña perforación del diámetro de una aguja para indicar el lugar del ojo, como si desde allí, sin importar las diferencias, se organizara un cuerpo; o mejor dicho, una existencia.
Pienso también en los vendedores de frutillas que ocupan parte de la ruta entre Santo Domingo y Rapel. Los vi muchas veces desde el auto exhibiendo sus productos en precarios carteles hechos a mano. Las frutillas pintadas eran todas distintas: algunas redondas, otras acorazonadas; unas llevando el penacho de hojas verdes, otras manchadas de puntitos negros o blancos sobre rojo, un dato irrefutable, solo el color es constante entre las múltiples variaciones de la representación. Y es que basta con un par de coordenadas para comunicarnos.
En oposición a este principio natural y alentador que aligera el trabajo de entendernos, la repentina desaparición de toda señal que nos ancle al sentido del objeto que observamos me lleva a pensar en uno de los tantos relatos seleccionados por el doctor Oliver Sacks en su gabinete de rarezas clínicas, espeluznante por su especificidad o extravagancia: alguien despierta una mañana y al igual que cada día se instala en el sofá dispuesto a leer el diario, pero, al abrir esas páginas tan familiares, en lugar de letras se propagan signos extraños, un ejército de bichos completamente desconocidos cuyo contorno parece el de un alfabeto lejano e indescifrable. Entonces se desata el horror: lo que en primera instancia atribuye a una tomadura de pelo o a un improbable error de imprenta, que altera el engranaje de una rutina donde todo lo demás permanece en orden, es el súbito efecto de una lesión cerebral que actúa modificando la percepción de las letras, desfigurándolas.
Y es que los límites consignados a las figuras a veces se rebelan de maneras inesperadas, y una forma conocida, por la que hemos dejado de preguntarnos, puede perder su nitidez exhibiéndose ante nuestros ojos con perturbadora extrañeza. Unos labios, el realce carnoso y lubricado que oculta o disimula la caverna amenazante de una boca, de pronto se fugan impactados por un manojo de surcos. Maquillarlos o probar a cubrir esa desaparición del contorno es la invariable posibilidad de un descalce: la boca ideal que se quiere pintar no encuentra en la carne la superficie ni el perfil esperados, y el resultado es de una tristeza cómica, payasesca, hecha de trazos desorientados que buscan ajustarse sin suerte a ese pasado inexistente.
Pero una boca puede saltarse las convenciones figurativas y prolongarse de un lado a otro hacia los extremos de la cabeza, o abrirse hasta formar un círculo negro y dentado cargado de angustia, como hizo Bacon en su estudio de Inocencio X a partir del retrato de Velázquez, inscrito en la tradición de una pintura fundada bajo las reglas del contorno y la perspectiva. Bacon vuelve a la fuerza asociando la figura al concepto de clinamen, acuñado por Lucrecio para definir un conjunto de átomos que colisionan entre sí y se disparan en direcciones imprevisibles. Desobedeciendo el contorno, Bacon hace que la carne tense su propia gravedad y se derrame sostenida por los huesos, un armazón por el que la figura pueda deslizarse.
Me parece que un punto de partida es en sí mismo un hecho discutible. Situar el nacimiento de la perspectiva entre unos cuantos maestros renacentistas es descontarle una infancia prolongada por milenios en las manos de artistas que a su modo buscaron representar lo que veían. Es así como reluce un momento embrionario del arte en las paredes cavernarias de Chauvet, una cueva descubierta hace tres décadas por exploradores que, siguiendo las aguas del río Ardèche, en el sur de Francia, sintieron de pronto emanaciones de aire, una especie de aliento geológico que susurraba la proximidad de un hallazgo asombroso: en la oscura humedad de un interior se conservaban intactos cientos de figuras zoomórficas trazadas con materiales endebles, hechos con óxido rojo y carbón, por artistas que habitaron el hielo donde los animales eran mayoría. De la roca, entreverados con arañazos de osos salvajes, surgían bisontes, leones y caballos en movimiento, cuyos contornos, tan modernos como pueden ser unos bocetos de Picasso, revelaban un juego de distancias propio de la perspectiva. Ante esta maravilla primitiva, me inclino hacia las palabras de John Berger, quien tuvo la suerte de pocos de penetrar en estas cámaras: la perspectiva, más que una ciencia, es una esperanza.
En una escena secundaria de una película que recuerdo vagamente, la cámara se detiene en un conjunto de herramientas agrupadas de manera minuciosa, como en un delicado ejercicio museográfico, dispuestas por familias de afinidades sobre la superficie de una pared: atornilladores, alicates, combos, llaves de punta y corona, martillos de peña, entre otros objetos que solo se reúnen en el taller de un mecánico. Un orden pensado para el golpe de vista; es decir, un modo de ver la totalidad que ayuda a encontrarlas y acusa una falta. A su vez, el contorno de cada herramienta se había replicado sobre el muro con un trazo de pintura blanca: si la pieza no está en su lugar, queda su fantasma. Un amigo me cuenta que este sistema nemotécnico se asemeja al que usan los pastores mientras vigilan sus piños de ovejas. Las ovejas son gregarias, tienden a andar en grupos de poco movimiento, y el pastor –paciente, no idiota–, en lugar de contarlas memoriza esos conjuntos lanudos identificando en las alteraciones de esas formas más gruesas la ausencia de un animal.
Del mismo modo se dibuja una silueta con tiza alrededor de un cadáver que yace en el suelo para levantar posibles indicios antes de ser retirado de la escena del crimen. No sé si es cierto o se inventó para el cine, pero lo que queda en lugar de una vida no es más que un pobre pictograma, el resumen tosco de un gesto involuntario. Aunque un cadáver no es igual a un desaparecido (desconsuela pensar que puede ser incluso su opuesto), esta técnica de remarcar la presencia de una ausencia a través del dibujo de contornos se usó en Argentina como base de una importante manifestación conocida como el Siluetazo. Un grupo de artistas tuvo la ocurrencia de trazar la forma vacía de un cuerpo sobre trozos de papel y multiplicarlos por el enorme número de desaparecidos, buscando, además de los cuerpos, remecer la atención de un pueblo abatido por el ominoso silencio reinante. El acto se hizo improvisando una especie de taller al aire libre, en Plaza de Mayo, donde los convocados, provistos de materiales básicos –pinturas, aerosoles, rodillos y algunas plantillas prefabricadas–, comenzaron a bosquejar sus propias siluetas sobre papel kraft, incluyendo a niños y embarazadas, cuya figura resolvían acomodando un cuerpo de perfil con un bulto en el abdomen. De esta manera, usando el cuerpo como molde, lograron miles de siluetas anónimas que fueron pegadas de pie –nunca en el suelo, evitando aludir a los muertos– sobre árboles, monumentos y edificios hasta empapelar un área importante de la ciudad. Dicen que al día siguiente el efecto de esta masa hecha de “huellas que respiran”, como las definió una de las Madres de la Plaza de Mayo, fue estremecedor: parecían haberse levantado de la tierra y de las aguas ignotas para reclamar su identidad; un grito de justicia.
El Siluetazo inauguró una serie de manifestaciones que fueron variando el mismo principio gráfico. En una fotografía posterior a la Dictadura se ve a un grupo de Madres de Plaza de Mayo sosteniendo cada una una silueta dibujada sobre tela blanca a modo de estandarte. A diferencia de los rostros precisos que reproducían en blanco y negro, estos dibujos funcionaban como un retrato solidario que bien podía ser de un hijo propio o de la hija o la nieta de otra mujer que compartía la misma búsqueda incansable. La silueta tiene esa facultad.
Otra manera de acordonar un cuerpo, no para fijar una huella o invocar una ausencia, sino para construir un límite que salvaguarde la vida, la practican gauchos y vaqueros en itinerancia cuando, lanzados a las vertiginosas extensiones de la pampa o la llanura, pasan sus noches a la intemperie; alrededor del fuego, la prevalencia del hogar, cada uno improvisa su lecho con los pocos aperos que lleva consigo y rodea ese discreto interior con una soga que lo aísla y ahuyenta a las serpientes –en clave ritual, diría, un falso reptil que vela por ellos. Aunque ignoro la razón de por qué esta costumbre es efectiva, se me ocurre que la morfología de una cuerda tiene una relación intrínseca con la serpiente, la evoca emulando su torsión. Quizá este parecido despierte en ellas una secreta hermandad que las mantiene a distancia.
Pero un cuerpo, como el agua que gotea hasta socavar la materia que recibe la constancia de ese roce, también es capaz de estampar su huella por insistencia. No es inusual descifrar las condiciones de una vida en la superficie de un colchón por la constelación de manchas y las modificaciones topográficas que se acumulan en el tiempo. En este sentido la huella de grasa impregnada en las sábanas que encontró Sebastián Preece, entre otros aparejos untuosos y ahumados y un puñado de documentos, abandonados pero intactos, en un refugio cordillerano del siglo diecinueve, es un ejemplo genuino de esa resistencia orgánica. Incluso después de desarmar esta chabola y volver a montarla con suma delicadeza y precisión en el Museo de Bellas Artes de Santiago, todo allí, puesto en otro contexto, seguía hablando de una vida en estado de inminencia. Al parecer la grasa del cuerpo, entre todas las materias que lo componen, es muy perdurable.
Poco importa que nos devanemos los sesos por controlar su existencia, ya sea improvisando estrafalarios modos de expulsarla, o al revés, luciendo su reproducción con orgullo de consignas: hoy del cuerpo no hay que hablar. Sin embargo es todo lo que tenemos cuando lo hemos perdido todo. Aunque la frase suene absurda, así lo canta en su himno Nina Simone, diseccionando prolijamente, verso a verso, su cuerpo en las partes que lo componen: Tengo mi cabello, mis orejas, mi corazón, mis tetas, mi sexo, mi sonrisa… Tengo mi vida, concluye. Es posible que aquí me pegue un salto algo atrevido, pero pienso en la destrucción de Hamburgo tras el bombardeo que redujo la ciudad a cenizas. Bastaron unas horas para que el fuego, desencadenado por las bombas, metiera en un mismo hervidero edificios y seres humanos, deformando su apariencia. Tras una noche arreciada por las llamas que alcanzaron miles de metros de altura –una escena imposible de recrear con los recursos de la imaginación–, los cadáveres que yacían retorcidos en el suelo, irreconocibles, estaban rodeados de un charco líquido: su propia grasa enfriada. El último residuo de esas vidas arrebatadas por la más impiadosa de las violencias marcaba el contorno del horror.
Hace unos días vi que el mar, con los restos de sal que acarrea su oleaje, dibujaba en la arena su contorno forense. El mar, a su manera, también expone su ausencia y susurra el devenir de su historia, como la borra del café en las paredes de una taza vacía.
Es diseñadora gráfica de la Universidad Católica de Valparaíso y magíster en edición de la Universidad Diego Portales. Ha publicado Viñamarinos. Aburridos, excéntricos y decadentes (Laurel, 2015), La tercera mano (con Macarena García Moggia, Alquimia, 2015) y Alfabetos desesperados (Laurel, 2020).