Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal de regreso. 

Julio Cortázar, «La noche boca arriba»

Al final, somos animales. Nos gusta decirlo con un toque de sorna, un comentario de sobremesa que aluda a nuestro amor por un buen plato de carne o una noche de intimidad con nuestra pareja. Sin embargo, nuestra condición de tales domina buena parte de la experiencia humana mucho más allá de lo que se considera cortés discutir. El dramaturgo Heiner Muller decía que la historia de la cultura europea podía resumirse como una serie de intentos fallidos por hacer habitable la sociedad para los miembros más débiles del grupo. También decía que los mitos clásicos se resumían en tres preguntas que eran igualmente urgentes para un hombre como para un león: ¿quién tiene el control?, ¿de qué se alimenta?, ¿estoy yo en el menú?

La primera cacería humana de la que se tenga registro ocurrió hace mucho tiempo en una zona indeterminada al oriente del Edén. La presa era un hombre acusado de matar a su propio hermano y el cazador era nada menos que Dios.

Caín fue capturado muy poco después de convertirse en el primer homicida de la Biblia, al dar muerte al infortunado Abel. La conversación de Caín con su perseguidor es uno de los grandes momentos del Antiguo Testamento, una de las pocas secciones del libro en que un humano desafía verbalmente a Dios. De qué me sirve ser exiliado, le dice Caín a su Creador, si seré errante en tierras extrañas y quien me vea podrá matarme. Dios resuelve la queja imponiendo sobre Caín una marca «para que no lo matase cualquiera que lo hallara».

A lo largo del tiempo la marca de Caín se ha convertido en un símbolo de muchas cosas: nuestra vocación como especie para la violencia, la huella de la tragedia de la sangre en el alma del hechor y la furia divina ante el instinto homicida de sus criaturas. Como dice uno de los epígrafes de Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, algunos hallazgos arqueológicos indican que hace miles de años no solo existía el asesinato, sino también la encantadora costumbre de escalparle el cuero cabelludo a las víctimas.

Y es probable que a ese pobre sujeto cuya calavera hoy decora la vitrina de algún museo lo hayan cazado con la fruición y empeño que Javier Marías describió tan magníficamente en la primera página de su nouvelle Mala índole: «Nadie sabe lo que es ser perseguido si no ha pasado por ello y la persecución no ha sido constante y activa, llevada a cabo con deliberación y determinación y ahínco y sin pausa, con perseverancia o con fanatismo, como si los perseguidores no tuvieran otra cosa que hacer en la vida que darle a uno alcance y antes buscarlo, acosarlo, seguirle la pista, localizarlo y a lo sumo aguardar la ocasión mejor para ajustarle las cuentas».

El humano caza a otras especies por necesidad o por placer. Pero cuando el humano decide cazar a un igual, los motivos suelen ser más complejos. Como relata Cortázar en «La noche boca arriba», los aztecas lanzaban extensas ofensivas conocidas como las guerras floridas, en las que numerosos prisioneros eran capturados en un período que se entendía como ceremonial. Con el tiempo, sin embargo, la idea de cazar en forma sostenida a un semejante que no puede dispararte de vuelta fue evolucionando hacia contextos más específicos.

El juego más peligroso

En 1932, se estrenó en cines El juego más peligroso (The Most Dangerous Game), basado en un cuento de 1924 de Richard Connell. La película, de los mismos realizadores de King Kong, se ambientaba en una isla en las costas de Sudamérica, regida por el cruel conde Zaroff, un cazador que tras matar toda clase de animales había llegado a encontrar satisfacción en el acoso de la bestia más peligrosa de todas: el hombre.

Un campesino que tenía poco más de veinte años en la época del genocidio intentó explicarle que durante las matanzas el humor entre los cazadores en general era bueno y sin rencores. Que volvían de los campos cubiertos de sangre a compartir pinchos de carne y cervezas frías.

La película causó un fuerte impacto no solo por su atmósfera siniestra, sino porque su premisa tenía bases en la realidad. En 1932, la caza mayor era efectivamente una actividad muy en boga entre la clase alta estadounidense y existía el mito urbano de las «partidas de acecho», en las que aristócratas y millonarios de Wall Street marchaban a las montañas a tirotear mendigos que eran soltados en los bosques cual faisanes.

En El juego más peligroso, el conde Zaroff usa sus recursos para atraer víctimas inocentes a su isla/coto de caza, donde puede despacharlas lejos del imperio de la ley. Lo que es irónico, porque un año después del estreno del filme se iniciaba la que tal vez fuera la cacería humana más famosa de la década, y era una cacería impulsada por el Estado.

El 10 de mayo de 1933, tras ocho años y medio en prisión por un asalto menor, John Dillinger salió con libertad bajo palabra. Días después, debutó en las ligas mayores robando un banco en Bluffton, Ohio. Su fructífera y breve carrera criminal le hizo miembro de la primera generación de criminales estadounidenses etiquetados con el apodo de «enemigos públicos». Y sus fechorías –espectaculares y profusamente cubiertas por la prensa– fueron uno de los principales argumentos que usó J. Edgar Hoover para la formación de lo que hoy conocemos como el FBI, es decir, una policía con recursos y jurisdicción sobre todo el país. La organización creada por Hoover puso tras los pasos de Dillinger a más de cien agentes con dedicación exclusiva. Su caso fue el primero en los anales de la policía moderna en que parientes, contactos y asociados fueron seguidos e interrogados de manera sistemática; y fue también la primera operación en que se intervinieron y grabaron conversaciones telefónicas. Fue una cacería a lo largo y ancho del territorio, coordinada por el agente Melvin Purvis, uno de los héroes de la generación que fundó el organismo.

Y fue, también, una cacería inútil. Tras invertir miles de dólares y cientos de horas de trabajo, Purvis y su equipo llegaron a Dillinger a través de la delación. La administradora de un prostíbulo, una inmigrante ilegal rumana llamada Anna Cumpanas, ofreció la cabeza del hombre a cambio de evitar la deportación. El domingo 22 de julio de 1934, avisó al FBI que ella y otra chica acompañarían al fugitivo al cine. A la salida de la función, los agentes rodearon a Dillinger y este intentó escapar disparando, pero recibió tres balas antes de que un cuarto proyectil le perforara el cuello y la mitad del cerebro. Tres agentes fueron celebrados como los «hombres que mataron a Dillinger», pero nunca aclararon quién había sido el autor del disparo mortal.

Dillinger fue abatido en plena calle en el contexto de una campaña política para imponer la presencia del Estado federal en un país que estaba aún arrastrándose fuera del pantano de la Gran Depresión. Sin embargo, el detalle clave, la huella bárbara en medio de la naciente modernidad, es aquella historia relatada por la prensa de la época: testigos y transeúntes remojando sus pañuelos y mangas de camisa en la sangre que rodeaba el cuerpo, a modo de suvenir.

La vida de Dillinger inspira libros y películas. Y la historia del conde Zaroff, por su parte, ha tenido una enorme influencia en el cine y la literatura de ficción. Desde la mediocre Operación cacería (Hard Target, 1993), con Jean-Claude Van Damme huyendo de mercenarios vestidos de negro, hasta la última Mad Max, con Charlize Theron rescatando a las esclavas sexuales de un postapocalíptico señor de la guerra, la estructura del villano todopoderoso que alivia sus deseos persiguiendo a víctimas humanas indefensas encontró un nicho, incluso en universos cerrados como las historias de James Bond. En El hombre con la pistola de oro (1974), el agente 007 enfrenta a Francisco Scaramanga, un millonario asesino a sueldo que persigue a Bond por el solo placer de medir su talento con un rival tan dotado como el espía: «Verá, señor Bond, siempre pensé que amaba a los animales. Luego descubrí que matar gente es algo que disfruto aun más».

Cazadores de hombres

Pero la cacería humana por placer no es la única variedad en la ficción. También están las intrigas laberínticas como la de Animal acorralado (1939), la famosa novela de Geoffrey Household, que llegó al cine dos años después en adaptación de Fritz Lang y cuyo argumento sigue despertando inquietud en estos días. La historia sigue a un cazador deportivo inglés que en el curso de una expedición tiene la oportunidad de apuntarle con su rifle de largo alcance a un temible y ficticio dictador europeo, que en el cine pasa a ser directamente Adolf Hitler. En medio de su ejercicio de egocentrismo, el cazador es sorprendido por los guardias del dictador y se ve en aprietos para explicar por qué estaba apuntando un arma a la cabeza del gobernante. Pero la vuelta de tuerca, y el inicio de la man-hunt, viene después, cuando el cazador se rehúsa a firmar una confesión en la que se declara agente británico comisionado para el asesinato. Sus captores deciden fingir su muerte, el hombre salva con vida y logra volver a Inglaterra, solo para descubrir que nadie cree su historia y que sus enemigos han cruzado el canal de La Mancha para silenciarlo y usar su figura como excusa para declarar la guerra.

Una característica interesante de Animal acorralado es que imagina el acoso en el mismo terruño de la víctima. La ciudad que es el hábitat normal ha sido convertida en un coto de caza donde cualquier peatón puede ser un asesino, y cualquier esquina una trampa mortal.

Otra variante irónica de la cacería humana sucede en el opuesto geográfico de la gran ciudad, los bosques pantanosos de La presa (Southern Comfort, 1981), la olvidada película de Walter Hill que sugirió una idea muy poco común en el cine de Hollywood: que la nación derrotada en la guerra de Vietnam ahora debía lidiar con un país cuya cultura y economía estaban ya irremediablemente basadas en el gasto militar.

Los protagonistas de Southern Comfort son miembros de la Guardia Nacional, una milicia creada a fines del siglo XIX y que es, en esencia, una serie de unidades bélicas para control interno formadas por hombres que las integran durante períodos específicos durante el año. Los miembros de la Guardia Nacional son civiles con entrenamiento militar. Y esto es relevante porque al inicio del filme los vemos siendo desembarcados en el corazón de los pantanos de Louisiana para participar en juegos de guerra. Ellos son la fuerza en el territorio, ellos tienen la ofensiva y controlan el juego. O al menos eso creen, hasta que entran en conflicto con un grupo de cazadores locales y empiezan a ser acosados por enemigos que nunca ven y que parecen conocer la zona como la palma de su mano.

Jugando a la guerra, los protagonistas de Southern Comfort terminan muriendo de verdad. Y quienes sobreviven terminan entendiendo que el ejército cuyos uniformes visten es un fantasma lejano y un eco civilizatorio que apenas se escucha en los pantanos. Sus cazadores no visten como ellos, no pelean igual y ni siquiera hablan inglés. «Este no es su país», les dice un lugareño en la última escena, cuando los guerreros de juguete ya no son más que guiñapos indistinguibles bajo el barro y la sangre. ¿Y si no es Estados Unidos, qué país es? Es un lugar aparte, una zona blanda donde los cuerpos desaparecen bajo el agua o cubiertos por tierra de tumbas sin marcar, un lugar donde el orden no ha llegado y en el que solo existen –como el cráneo escalpado que cita McCarthy– huellas de la enorme capacidad humana para ejercer violencia en el cuerpo del prójimo.

Catorce años después del filme de Walter Hill, en un pequeño país africano llamado Ruanda, la muerte del Presidente Juvénal Habyarimana desata el caos y deja el poder en manos de los hutus. Grupos de guerrilleros hutus recorren el país organizando a los campesinos para que cacen y maten tutsis, la otra etnia mayoritaria en Ruanda. Durante poco más de cien días – como bien lo describiera Susan Sontag–, «más de ochocientas mil personas fueron pasadas a cuchillo por sus propios vecinos». Convertidos en hordas y batallones informales y armados casi siempre con nada más que machetes y palos, estos vecinos recorrieron su país rastreando tutsis en pueblos, chozas y bosques. Los mataron de forma industrial y organizada, como explica Jean Hatzfeld en Una temporada de machetes, donde también recoge los testimonios de verdugos que explican cómo para ellos la idea de segar cuellos tutsis no era más que una variante natural de la labor histórica de segar trigo y verduras en esos mismos campos ahora bañados en sangre.

Uno de estos verdugos, un hombre llamado Jean-Baptiste, explica a Hatzfeld que la idea de estar participando en un genocidio nunca pasó por su cabeza: «Entre nosotros nunca decíamos esa palabra. Muchos ni siquiera sabían qué significaba. Y sin embargo, cuando nos levantábamos cada mañana a cazar, incluso estando cansados o teniendo otros trabajos pendientes, lo hacíamos porque pensábamos que había que matarlos a todos. La gente sabía qué trabajo estaba haciendo sin necesidad de ponerle un nombre».

Otro de los asesinos entrevistados por Hatzfeld, un campesino que tenía poco más de veinte años en la época del genocidio, intentó explicarle que durante las matanzas el humor entre los cazadores en general era bueno y sin rencores. Que volvían de los campos cubiertos de sangre a compartir pinchos de carne y cervezas frías. Que a veces miraban deportes en la televisión esperando que algún rezagado terminara con su «cuota» en las espesuras donde caían los tutsis. Que muchos se apropiaban de la ropa y el dinero de sus víctimas, creando así una economía informal que era otro aliciente más para esforzarse en la cacería al día siguiente. Que las mujeres les preguntaban al volver a sus casas cuántos «cerdos» habían matado, y les recordaban que si seguían descuidando las cosechas iban a tener problemas después. Y, sobre todo, le intentó explicar que sus recuerdos del gran genocidio de Ruanda en 1994 en general eran buenos. Que no tenía malos sueños, que no temía morir e irse al infierno y que no sentía nada parecido al arrepentimiento. Luego le dice, sin ningún asomo de ironía: «Cuando iba en el campo corriendo tras ellos y era el primero de la fila y lograba pegarle a uno con mi machete antes que todos, entonces me sentía bien. Eso era estar vivo».

Como dice Marge (Gwyneth Paltrow) en El talentoso señor Ripley, es un misterio por qué, cuando los hombres juegan, siempre juegan a matarse. Es el mismo misterio que corre bajo la tersa declaración del asesino hutu adolescente que degolló a vecinos que conocía de toda su vida sin perder el pulso, y el mismo misterio que duerme al interior del cráneo desollado que fascinara a McCarthy, ese perdido cuero cabelludo que algún antepasado nuestro rebanó con cuidado a la luz de una fogata, muchos siglos antes que se inventara el concepto de piedad cristiana y amor al prójimo.