Acaso se cuenten entre las anomalías, los residuos o anticlásicos de un género que su primer gran estudioso, el porteño Manuel Peña Muñoz, tildase en su versión nacional de poco artístico, “aguaguado”, tan “ñoño” como una profusión de eñes, en resumidas cuentas dulzón y mojigato, presto a confundir infancia con infantilismo y puericultura con puerilidad. He aquí los modelos de comportamiento, las pataletas narrativas, los cólicos e incorrecciones interseccionales de Alamito el Largo (1950), La ecología del pequeño José (1985) y Gente menuda (1942).
Despojado del hype de otras vegetalidades beibibúmers como Juan Esparraguito, de Agustín Edwards, o Perejil Piedra, de María Silva Ossa, el personaje estrella de Maité Allamand encarnaría en 1950 unas disyuntivas que aún en 2024 tienden a malograr por completo el dormir de los adultos, con independencia de si estos se han reproducido o no en fecha reciente.
Oriundo de Chequén —espacio que, visto con los debidos anteojos, podría jactarse de un corpus literario no menor que el de Chiloé, e inclusive que el de Valparaíso—, Alamito el Largo inculca en la nouvelle chilena del medio siglo las cuestiones migratorias y, en especial, el debate acerca del territorio donde nos gustaría o nos correspondería residir. Sin especificación etaria, pero con una conciencia ya desarrollada hasta el nivel del descontento y las ansias, Alamito aparece en escena multiplicando odios contra su propia identidad, contra su propio domicilio cordillerano y contra sus propias raíces, de las cuales se siente prisionero. Su angst habitacional sería resumible en las siguientes cláusulas:
“Estoy harto de tiuques picantes. / Estoy harto de ser árbol. / Estoy harto de mis hojas vulgares. / Weréver, quiero largarme de acá y conocer el mar. / Y codearme cuanto antes con los tifones y los maremotos”.
Es este bovarismo arbóreo lo que explota la novelista para ir desplegando su concepción didáctico-conservadora de la infancia, una concepción que apunta a poner a todos los seres del mundo en su lugar. Moverse hacia un ámbito lejano acarrearía —como aconteciese con El Largo— la amenaza de sufrir un naufragio, o de ser cuando menos bamboleado por las crecidas del río, o de experimentar una mucho más concreta escisión identitaria por medio de una motosierra. Aquel “chiquillo farsante”, según lo califican los álamos más rígidos y caducos del sector, se marcha entre burlas y con ánimo de convertirse prontamente en mástil, aunque en su travesía se encontrará una y otra vez con las crueles reprimendas de la naturaleza y la cultura. Al muy inquieto Alamito lo castigan la lluvia y las rocas, lo castigan los botes y los pescadores, lo castiga el oscurantismo de un entorno incapaz de aceptar que alguien conozca a través del estudio (“qué vas a saber tú si nunca te has movido de acá”, etcétera), y lo castiga por último la rabia implícita de ver que otros tienen vía libre para desplazarse, entre ellos los manzanos británicos y los ciruelos franceses que se injertan en la zona, y cuyo acento desarraigado no trae represalias morales ni mutilaciones de ningún tipo.
Quince años atrás, Maité había procurado desestabilizar ciertas perspectivas esencializantes valiéndose de un grupo de personajes y personajas que sí se lograban escabullir de su rincón campesino (Chequén, obvio) y que, a la usanza de Luigi Pirandello, perseguían a su autora al punto de intimidarla y exigirle una indemnización, tal como puede apreciarse en el conjunto de relatos Cosas de campo, de 1935. Para el tiempo de Alamito, sin embargo, lo que prima es el convencimiento de que los niños deben ser bien niños y los árboles bien árboles, todo bien fijo y bien “ubicado”, mientras que a los libros les cabe el rol compensatorio de llevarnos de viaje por el país y enseñarnos qué tan descuartizados quedaríamos al cambiar de hábitat. No exenta de autobiografía (nótese la sospechosa confluencia fonética entre “Allamand” y “álamo”), la novela de Maité se articularía además con las tesis nacionalistas-regionalistas de la literatura infantil, allí donde brillasen Selma Lagerlöf con su Nils Holgersson y, en Chile, el huemulillo geopoético de Gabriela Mistral y el formidable Perico fueguino de Marcela Paz y Alicia Morel.
Cientos y cientos de páginas llevaba gastadas el doctor Juan Grau en denunciar las rotondas, el parque automotriz, el uranio enriquecido, las vaharadas de Prípiat y a los dirigentes que se ponían a fumar en las reuniones de la Comisión Anti-Esmog. Por entonces, a fines de los ochenta, cae en la cuenta de que necesita una estrategia distinta, no la rigurosidad mastodóntica de su Ecología y ecologismo (1985), y tampoco el tono algo contemporizador de La chinchilla (1974), enciclopédico volumen en el que nunca se lo atisbaba demasiado conflictuado ante la industria peletera o ante las prácticas eugenésicas a que eran sometidos esos “simpáticos animales”. La solución, a juicio de Grau, habría de ser una obra más simple o, en realidad, una serie de libritos que tuvieran a un niño ficticio como héroe y a él mismo —al cirujano Juan Grau Villarrubias, o a un álter ego que se le asemejaba en grado sumo— como maestro ecoinfalible. La serie del “pequeño José” ve la luz en 1991 y su escenario inaugural son los paisajes de San Clemente, los terruños del bovarista Alamito y, de seguro, las ya míticas estribaciones de Chequén.
Santiaguino como Maité Allamand, el pequeño José se apersona en las provincias del Maule con un infame prontuario a cuestas, sin descuento del empleo de armas para asesinar palomas. Esta conducta ecocida viene a ser erradicada gracias al influjo ecodinámico y ecoconsciente de su abuelo, a quien el narrador considera un símbolo de la ciencia multidisciplinaria ejercida anónimamente por miles de profesionales, pero que, como ya está dicho, luce en las ilustraciones de Félix Vega un parecido increíble con el doctor Grau, tanto en lo que atañe a su barba como a sus lentes y su corte de pelo.
Mediante charlas tremendas, José se entera de que hay (o hubo) mariscos en los Andes y guanacos en el Mapocho; se familiariza también con los efectos eméticos o alergénicos del canelo y del litre; escucha lecciones acerca de todas las especies de loros y todas las especies de zorros que pululan de Arica a Magallanes; toma razón del impulso ecovisionario de Simón Bolívar con miras a la protección de las vicuñas y, cuando se empezaría a creer que su novel cerebro no resistirá más carga informativa, entra en un estado onírico que acaba endilgándole el doble o triple de datos y un lastre de ecorresponsabilidades en apariencia irrealizables, aun para el ecoliderazgo de sujetxs como Greta Thunberg.
El pequeño José recibe así, en túnica blanca, la visita de un elenco de ángeles que exponen lo que podría llamarse una concepción sanitario-progresista de la niñez, volcada a la lucha contra el tabaco y las frituras, amén del combate al imperialismo y la música chabacana. Puestos en trance pedagógico, el Ángel del Agua y el Ángel del Suelo y el del Aire y el de Alimentación y el de las Etnias (etcétera) no se ahorran insumos de tramoya y de catering, de manera que desinflan globos, derraman ánforas, ostentan tapones en los oídos y se maquillan con tintes de ictericia, siempre con el sano afán de endosarle más alertas y tareas a su aprendiz.
Uno de los rasgos estilísticos de Grau es la atención inusitada e irrestricta que no sólo el mentado José, sino la totalidad de su familia y de sus compañeres de escuela le brindan al abuelo en sus discursos. Rara vez se oye una interrupción, jamás un bostezo, y la novela refrenda en cada instancia el interés que tales discursos despiertan por doquier (“qué hermoso lo que contó”, “sí, sabe cómo llegar al espíritu”), lo que resulta impactante para nuestra época encharcada en el edadismo y el abuso de dispositivos tecnológicos dentro del aula. Al modo de una IA querendona, el abuelo responde todas las consultas o, con mayor frecuencia, procura anticiparse a ellas, mostrándose inmune a los halagos y ejemplificando con objetos tan corrientes como una tetera o un sofá. El cariño generalizado impide que surjan acusaciones de greenwashing (aun cuando el abuelo trabaje como consejero de una empresa hidroeléctrica), y es este mismo factor el que a la larga le permitiría a Juan Grau continuar operando en un registro catastral de cuño mistraliano-lagerlöfiano, con aventuras sucesivas en Algarrobo, en Isla de Pascua y —casi al cruzar las fronteras decoloniales del nuevo milenio— en la Araucanía.
Al amparo de un envase modesto y de palabras tímidas, paradojalmente, comienza a expresarse en 1942 la visión deconstructivo-terrorífica con que Antonio Zamorano Baier contempla la minoría de edad. Gente menuda consta de diez relatos impresos en un taller de Padre Las Casas, sello editorial que reafirma el esfuerzo de autogestión y la aversión al copyleft con una faja mecanografiada de sobrecubierta: “Este libro ha sido financiado por el cuentista: no lo perjudique prestándolo”. Los folios iniciales, por su lado, acogen la reconocida insidia de Eduardo Barrios, otrora fabulador de niños locos y ahora paladín del elogio capcioso, en particular cuando evalúa a Zamorano como “una ternura de talento”.
Por fortuna, la consabida timidez libresca no alcanza para bloquear los brotes de crítica social o, mejor dicho, sociolingüística, en un arco que tendrá al fonema consonántico “che” como su principal hito. Herramientas a las cuales un diario capitalino repudiase por “populacheras” y “chechereches”, las ches adquieren en Zamorano el papel de motor narrativo y reivindicativo, ya sea por la presencia de actores afines (Menche, Licha, Cachipuchi, Camacho o Carecacho), ya sea por la asiduidad de términos ad hoc (parche, gangocho, chacolí, suche, chupe, afrecho, cochinada o chicha con harina), e incluso por la recurrencia de onomatopeyas para convocar animales domésticos (como cuchito-cuchito o cochi-cochi-cochi). Varios pasajes de Gente menuda darían señas de expandir este catálogo con la reaparición inminente de Chequén.
Respecto del fondo, las azotainas críticas del autor pareciesen menos orientadas a “chiquilines” y “chiquillas” que a la sociedad adultocéntrica, absorta a la sazón en la guerra y, más tarde, en el aumento ecoculpable de la natalidad o baby boom (con una significación un tanto diferente, desde luego, a la aquí sugerida como etiqueta). El contexto bélico se manifiesta en imágenes de sufrimiento animal nunca vistas: alas de mascota crujiendo dentro de una trompa porcina, por ejemplo, junto con tiernas cabecitas y garritas colgando de una jaula o aferrándose sin éxito a la vida. Aquello que en los primeros cuatro cuentos supera a los documentales más sanguinarios de NatGeo deviene en los seis últimos una suerte de carnicería límbica, cuya figura emblemática es sin duda el gato Carilún, desdeñado, pateado, castrado, apaleado, baleado y, pese a todo, resistente al extremo de despedirse del cosmos con una frase sobrecogedora: “Gracias, amito, ya no estorbaré”.
Los expertos destacarían a su respectivo turno el proceso de infantilización universal que se vislumbra en Gente menuda: humano y bestia, juventud y vejez, tiempo y espacio no serían ahí sino metáforas del niño o la niña primordiales. No por nada Zamorano compara en un artículo coetáneo a los países de Latinoamérica con criaturas indefensas o, en su defecto, con pavipollos y cervatillos que se prenden a los pantalones del Tío Sam o se entregan como “bocados apetecibles” a las potencias del Eje. Una interpretación alternativa accedería no obstante a lo que constituye el núcleo secreto de Antonio Zamorano Baier y quizás de toda la literatura beibibúmer. El rebelde Carilún, releído bajo este prisma, se las está arreglando para escapar de la educación hombruna; los huevos atesorados por Licha rechazan cualquier intento de generización; las rabadillas que examina Menche pueden volverse blancas o negras dependiendo del ángulo; el candor de los jardines se materializa hasta en un gusano asqueroso; y Dios y el sentido de la existencia se alejan mancomunadamente entre pucheros, como el buen patrón que abandona a Cachipuchi o como ese globo azul que se pierde en el cielo plúmbeo de la página 88, tras ser comprado —en pleno arrebato chechereche— acudiendo a la única chaucha desprendida de un chaleco con hilachas.
Talca, 1975. Es poeta, doctor en literatura y periodista. Algunos de sus libros son La novela terrígena (2011), robert smithson & robert smith (2017), Glacis (2022), Arresten al santiaguino! (2018) y Curepto es mi concepto (2022). Es uno de los fundadores del colectivo de escritores Pueblos Abandonados, y en 2023 obtuvo el Premio Manuel Montt y el Premio a las Mejores Obras Literarias del Ministerio de las Culturas, en la categoría ensayo.