Tiro miguitas de pan para que las palabras se queden quietas.
Inger Christensen1

Existe un placer vertiginoso cuando abro un libro y voy deshojando sus capas. La portada, la portadilla, sus datos de edición, impresión, luego puedo encontrarme con una dedicatoria, a veces sentida y familiar, otras veces críptica o con halos de romance. Reconozco que, siempre, voy pasando las páginas con el deseo oculto de encontrarme con esa otra página casi en blanco. En la que se posa, usualmente en la esquina derecha, esa cita breve (o a veces no tanto) que nos da la primera inmersión hacia el texto y que llamamos epígrafe. Confieso que cuando noto su ausencia hay una pequeña decepción en mi «yo lectora». Pierdo la posibilidad de tomar esa llave que nos conduce a una primera habitación, antes de zambullirnos en el texto de la novela, poesía, cuentos, o ensayos que antecede. Ese momento de oráculo, puerta de predicciones ante lo desconocido

Voy a recorrer epígrafes de algunos libros que me han acompañado en la vida. Hago el ejercicio de recorrer el estante de mi casa tomando algunos que me permitan entrar en estos pequeños textos. Me atrevo a hacer una selección deliberada que responda a mis lecturas más formativas y otra que represente lo más contemporáneo en mi recorrido lector. Me encuentro con El río, de Alfredo Gómez Morel, una edición clásica de Editorial Sudamericana. Es una novela autobiográfica en la que Gómez Morel, desde la Cárcel de Valparaíso, relata su vida desde que fue abandonado en un conventillo en San Felipe: sus aventuras como delincuente, su vida a las orillas del río Mapocho y la miseria que sobrellevó durante años intentando adaptarse a esta sociedad. Recuerdo que en un curso de literatura chilena nos hablaron de esta novela y luego la vi en la biblioteca de mi papá y la hice mía. Abro el libro, y tras un prólogo de Neruda, luego una presentación de Alberto Fuguet, encuentro:

Reservada, confidencial. San Felipe, Chile, a 13 de Octubre de 1961.
…“stimada Sor… el caso a que usted se refiere es bastante delicado y peligroso. Conozco a Luis Alfredo desde mi llegada a ésta, y sé de toda su novelesca vida y rara historia, pues la buena señora que lo recogió al nacer, encontrándolo tirado en un conventillo próximo a la muerte, fue doña Catalina de Osorio, persona muy allegada a esta parroquia…etc., etc”. (Fragmento de una carta dirigida por el Reverendo Cura Párroco de San Felipe, Pbro. Don Guillermo Echeverría M., a una religiosa de servicio en un hospital de Santiago de Chile)

El texto indica ser parte de un archivo epistolar, una carta en la que se describen los orígenes y evolución del autor y protagonista. Un fragmento de un mensaje reservado, confidencial entre un párroco y una religiosa, con fecha y lugar. Podría perfectamente ser parte de la novela, o tal vez lo sea. Eso no lo sabemos, es tan solo el preámbulo, solo lo reconozco como tal por su ubicación, su extensión breve y su disposición en esta página vacía.

El teórico francés Gerard Genette propone la categoría de paratexto para entender estas estructuras textuales que acompañan al texto central y lo convierten de alguna u otra manera en el objeto que conocemos tradicionalmente como libro.2 Los analiza desde su emplazamiento o su aparición, modo de existencia, las características de su comunicación y el sentido. En esta línea, define el epígrafe como una cita ubicada generalmente al frente de la obra o de parte de la obra. Esto nos da luces de su definición propiamente física: depende de su lugar en el libro. Pero no me quiero detener ahí, prefiero entenderlo como un umbral, otra mención de Genette, o como un vestíbulo, en palabras de Borges, que nos brinda la posibilidad de entrar o retroceder. En El río, entiendo este umbral desde lo documentado, lo real, la fecha exacta, la carta de puño y letra que me asegura que esta historia fue vivida y no inventada. La historia de este libro en mi estante puedo leerla como una carta: enviada por mi padre y que años después dejé en la casa de un hombre antes de irme de Chile. Volví, nos enamoramos y ahora ese libro vuelve desde ese hombre que ahora es mi pareja y vive en nuestro estante común. Es real, podría ser parte de un archivo, hay una evidencia, así como esa carta reservada entre los dos religiosos. Ese es el vestíbulo que hay que atravesar en esta lectura. ¿Quiero entrar ahí? En este otro epígrafe no hay matices:

Ahora sé caminar; no podré aprender nunca más. (W. Benjamin)

En lugar de gritar, escribo libros. (R. Gary)

Doble cita en Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra. Hay conceptos en los que me quiero detener: el epígrafe, los epigrafiados (autores reales de la cita) el epigrafista (autor putativo, en este caso Zambra) y el epigrafario, siempre el lector o lectora del texto, ahora yo. La cita de Benjamin nos conecta con la memoria. Busco su origen y es de un texto donde recuerda su infancia en Berlín y tiene que ver con el aprendizaje de la lectura y escritura a través de un juego de letras con un atril. Otro texto suyo, «Desenterrar y recordar», me permitió comprender el texto de Zambra desde otra vereda. Benjamin afirma: «la memoria no es un instrumento para la exploración del pasado, sino solamente su medio», y luego, «quien intenta acercarse a su propio pasado sepultado tiene que comportarse como un hombre que excava». Conecto a Zambra con Benjamin. Entiendo que quiero mirar al excavador. Hay una inclinación visceral hacia la escritura en ambas citas, como algo inevitable, espontáneo y necesario. Un aprendizaje imprescindible para vivir, como el juego de letras de Benjamin niño. Se escribe para gritar y para recordar.

La segunda cita es de Romain Gary. Lo conecto con Zambra en Formas de volver a casa y confirmo mi elección: quiero mirar al excavador, a quien elige recordar y volver al origen.

Deben ser breves. No solo por la confusión con otros formatos, sino también para resguardar el texto que antecede de una manera concisa, ceremoniosa, que nos haga parar y detenernos ante ese umbral.

Dice Genette que epigrafiar «siempre es un gesto mudo cuya interpretación estará a cargo del lector», pero también nos propone que pueden tener distintas funciones. Avanzo con estas opciones entre mis manos y tomo el siguiente libro, Letters to Poseidon, de Cees Nooteboom:

The death of one god is the death of all

Este libro me lo envió de regalo Sarah, una amiga, por correo, y días después me enteré de que había fallecido en un accidente. Lo leí intentando hablar con Sarah y permanecer por un tiempo más prolongado en su amistad. Ahora vuelvo a leerlo como un enigma, como lo fue la muerte de Sarah; cayó de la azotea de un edificio, nadie pudo comprobar si lo buscaba o no. Quiero leer esa cita no solo como el texto que pueda explicar estos ensayos, sino como una pieza que pueda dar un sentido a este libro regalado en ese momento crucial. Cuando recibí el paquete Sarah estaba muerta. Comprendo la alegoría, mas no logro descifrar bien qué nos quiso decir Nooteboom, qué me intenta aclarar Sarah. Me quedo pegada en la idea de la muerte como algo inevitable y transversal, independientemente de si fue deseada o no. Me aferro a que eso en realidad no importa, para no sentir dolor. Uso el enigma como una cura y decido ser ese tipo de lectora imaginada por Borges: con plena libertad en el uso de los textos, la disposición a leer según su interés y su necesidad. La autonomía absoluta, la arbitrariedad, leer fuera de lugar y hacer relaciones imposibles.3

Esta libertad frente al «gesto mudo», como lo define el teórico francés, también resulta darse en los epigrafistas en la tradición literaria. A principios del siglo XIX algunos autores no citaban con exactitud y se dio una moda del «epígrafe fantasioso», probablemente para darle una especie de estatus a la obra según la elección del autor y para que el texto se ajustase de alguna manera a la obra epigrafiada. Existe una peculiar confesión de Walter Scott en la que expresa que los fragmentos de poesía dedicados al comienzo de Crónicas de Canongate son pura invención, al costarle mucho «recurrir a la colección de poetas ingleses para descubrir epígrafes convenientes». Por otro lado, en el realismo moderno (Flaubert, Zola, James) se dejó de usar este recurso. Probablemente no tenía nada que ver con los principios de esta tendencia literaria, obsesionada con el objetivismo, incorporar un texto externo que confirmara la posibilidad de leerse bajo otro prisma, que atestiguara vilmente que esto es pura ficción. En cambio, en obras del romanticismo se abusó de este recurso, incluso eliminando sus definiciones más funcionales y disponiéndolo con frecuencia como un texto casi ornamental. En otras, su uso atestigua un intento de insertar la novela en la tradición cultural, haciendo referencia a autores destacados y adorados en la época. Hay algo deliberado en el uso del epígrafe, su uso es maleable y puede esconder las más diversas intenciones. Este es el de Siete casas vacías, de Samanta Schweblin:

Antes que su hija de 5 años / se extraviara en el comedor y la cocina / él le había advertido:
-Esta casa no es grande ni pequeña, / pero al menor descuido se borrarán las señales de ruta / y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza.
( Juan Luis Martínez, «La desaparición de una familia»)

Me gusta este departamento.
Es lindo, sí, pero apenas lo suficientemente grande para una persona, o bueno, dos personas que sean realmente cercanas.
¿Conocer a dos personas realmente cercanas?
(Andy Warhol, La filosofía de Andy Warhol)4

Siete casas vacías es un libro de cuentos que llegan a ser espeluznantes y cómicos sin tener ningún elemento paranormal o explícitamente humorístico, por el contrario, se interpela la normalidad de habitar este planeta. Ambas citas nos remiten a casas, primero Schweblin invoca al poeta chileno Juan Luis Martínez y su libro objeto La nueva novela. En «La desaparición de una familia» vemos algo insólito: desaparecer en nuestra propia casa. Luego, la autora nos presenta una cita de Warhol que linda entre lo salvajemente real y lo risible, como todo lo que sale de él. ¿Qué tan cercanos podemos ser con una persona? ¿Puedo desaparecer en mi propia casa? Preguntas que en primera instancia pueden parecer absurdas hoy, en pleno confinamiento, se encienden como un mantra. Lo repito una y otra vez mientras avanzo en la lectura de los cuentos de Schweblin, y más tarde cuando me desplazo desde la cocina a la pieza con un cucharón de palo en la mano.

Nunca he visto un epígrafe muy largo. Imagino que si se pasa de la media página podría considerarse un prólogo o un prefacio. Deben ser breves. No solo por la confusión con otros formatos, sino también para resguardar el texto que antecede de una manera concisa, ceremoniosa, que nos haga parar y detenernos ante ese umbral. Un texto largo primero te toma de la mano, te lleva, da unas vueltas y finalmente te trae hasta el final, concluye. Una estrofa pequeña evoca algo más místico, una breve frase puede ser un haikú, un grito, un canto, ruido, algo que suena y resuena en tu cabeza, como el péndulo de una campana que te hace despertar.

Todo lo sabemos entre todos

Este es el epígrafe en Umami, novela de la autora mexicana Laia Jufresa, un relato coral que se construye con las voces de los habitantes de una misma comunidad habitacional en el DF. Este «todos» se configura con voces infantes y viejas, femeninas y masculinas, que logran reconstruir una vida en común desde la ternura y el humor. No son solo las historias de cada uno las que conviven en Umami, sino su existencia presente en el mundo. No hay testimonio como quien configura un archivo; hay sonidos, hay lágrimas y olores. Como el umami, ese quinto sabor indefinible, ese algo que guardamos y que insólitamente a veces nos permite conectar (sin entender mucho por qué) con esa humanidad universal. Si bien algunos callan la vida, otros no cesan de narrarla y algunas solemos aparecer con breves interferencias como estos epígrafes. Leo este aforismo del poeta mexicano Alfonso Reyes como un pacto silencioso e indisoluble entre los habitantes de esa vecindad mexicana pero también de la del mundo.

Decido que no me importa qué signifiquen los epígrafes en cada obra. A veces rastreo la intención inicial de manera científica, imagino lo peor de las personas, que los epígrafes son inventados o solo están ahí para presumir. Algunos los veo como trampas, te atrapan y suspenden por un rato, impidiéndote entrar en el resto del libro, una suerte de elitismo. Otros se transforman en himnos que tarareo a medida que voy leyendo. Una vocecita al oído susurrando, al margen de donde se decida avanzar. Son pistas, oraciones o mantras, textos pequeños y absolutos, siempre en el mismo lugar y nunca de la misma manera.

Y así los tomamos por lo que son, desde esas islas desiertas que menciona Piglia en El último lector, en las que habitamos los antojadizos lectores, entrando y saliendo por umbrales hacia libros, recogiendo citas como migas en el bosque:

«Siempre hay una isla donde sobrevive algún lector, como si la sociedad no existiera, un territorio devastado en el que alguien reconstruye el mundo perdido a través de la lectura de un libro. Mejor sería decir: la creencia en lo que está escrito en un libro permite sostener y reconstruir lo real que se ha perdido».5


1 El valle de las mariposas. Madrid, Sexto Piso, 2020, 93

2 Umbrales. Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2001.

3 Ricardo Piglia. El último lector. Buenos Aires, Debolsillo, 2014, 25.

4 Siete casas vacías. Madrid, Páginas de Espuma, 2016

5 Ricardo Piglia, 137. El último lector. Buenos Aires, Debolsillo, 2014.