Hay tres Abelardos Linares, el poeta, el editor y el librero de viejo. Es un gran poeta, pero yo creo que no lo ha leído nadie, porque le ha editado el Linares editor, que se caracteriza por sacar los libros de la imprenta, meterlos en cajas y llevarlos a la librería de viejo, donde el Linares librero de viejo no piensa venderlos hasta dentro de cincuenta años, con la esperanza de que los libros valgan algo más de lo que valdrían ahora, si los vendiera.

Andrés Trapiello

Los libreros de viejo son criaturas literarias por excelencia, pues, si a la guardia civil el valor se le supone, a los libreros de viejo uno los imagina eruditos, memoriosos, excéntricos y diletantes, aunque también huraños, quisquillosos, cascarrabias y cachivacheros. Cualquiera que haya tratado a libreros de viejo sabe que los adornan más de uno de los epítetos anteriores, más si el librero en cuestión fuera poeta, editor y él mismo personaje literario de una o varias ficciones, entonces solo podemos estar ante el sevillano Abelardo Linares: «Abelardo Linares es –aparte de un nombre que suena a zambra y cartel de toros– un bibliófilo, un poeta, un librero anticuario, un coleccionista de discos de blues, un viajero imparable, un experto en juegos informáticos de guerra, un editor filantrópico, un aficionado a las películas de kárate y un coleccionista de chapas de botellas».1

No es posible saber con certeza cuántos Abelardos Linares existen, pues aparte del poeta, el editor y el librero de viejo –cada uno con media docena de avatares– tenemos los Abelardos Linares que pueblan los diarios, las memorias, los relatos y las novelas de numerosos poetas y narradores de España y América Latina; por no hablar de las dedicatorias que lo celebran, las entrevistas que lo encarnan o los foros que lo denigran en bitácoras poéticas y librescas.

Y sin embargo, Abelardo Linares es alguien que lleva una vida más bien discreta y alejada de los saraos literarios, porque además de tímido –o precisamente por eso– ha renunciado a cualquier tentación de figuración y promoción personal. De hecho, Abelardo es el único poeta que exige que lo retiren de las antologías y que le encanta que lo inviten para poder responder que «no».

Pero una cosa es ser discreto y otra muy distinta pasar desapercibido.

No creo que exista en el mundo de habla hispana otra figura como Abelardo, porque hablamos de alguien que revolucionó el negocio del libro viejo y descatalogado en español, que ha sido decisivo en la formación del canon de la poesía contemporánea en lengua española, que puso en valor a numerosos autores desleídos y olvidados, que ha perdido enormes sumas de dinero en las operaciones editoriales más rocambolescas y cuyo número de enemigos crece tras cada nueva antología de poesía que se le ocurre patrocinar. Juan Bonilla ha resumido así lo que representaba Abelardo Linares para los autores de su generación:

Abelardo Linares empezó como buscador de libros, puso un puesto en el Rastro madrileño con los ejemplares que tenía repetidos, luego volvió a su Sevilla natal, en la tienda de sus padres le cedieron un rincón, luego abrió una librería pequeña, empezó a acumular libros, se instaló por fin en Mateos Gago. Es el culpable de que un ejército de poetas menores subieran de precio: su catálogo número 100 es una obra maestra (de hecho, cuando un periódico me pidió hace años que eligiera mi libro favorito, no dudé en elegir el catálogo número 100 de la librería Renacimiento). También, desde finales de los setenta, es uno de los editores esenciales de la poesía española. Publicó libros indispensables como Juegos para aplazar la muerte de Juan Luis Panero, Paraíso manuscrito de Felipe Benítez, La destrucción o el humor de Javier Salvago, Jarvis de Lorenzo Martín del Burgo, Europa de Julio Martínez Mesanza, El mismo libro de Trapiello o La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca. Quienes empezábamos a escribir poemas a finales de los ochenta soñábamos con publicar un libro en la editorial Renacimiento.2

En efecto, Abelardo Linares fue el primer editor de poetas españoles que hoy son imprescindibles, como Amalia Bautista, Luis Alberto de Cuenca, Jon Juaristi, Carlos Marzal, Julio Martínez Mesanza, Felipe Benítez Reyes, Karmelo Iribarren o Javier Salvago. Asimismo, relanzó las obras de otros maravillosos poetas a quienes animó a volver a publicar en Renacimiento, editando así Ocaso en Poley de Vicente Núñez (Premio de la Crítica, 1982), Juegos para aplazar la muerte de Juan Luis Panero (Premio de la Crítica, 1984), El otoño de las rosas de Francisco Brines (Premio Nacional de Literatura, 1986) y Las tardes de Francisco Bejarano (Premio de la Crítica, 1988).3

No creo que exista en el mundo de habla hispana otra figura como Abelardo, porque hablamos de alguien que revolucionó el negocio del libro viejo y descatalogado en español, (…) que ha perdido enormes sumas de dinero en las operaciones editoriales más rocambolescas y cuyo número de enemigos crece tras cada nueva antología de poesía que se le ocurre patrocinar.

Por otro lado,más de una vez Abelardo ha prestado ejemplares de su valiosa biblioteca personal para exposiciones bibliográficas de impresos americanos y españoles.4 Finalmente, tanto desde la editorial Renacimiento como a través de las exquisitas revistas que lo han arruinado (Calle del Aire, Renacimiento y Nadie parecía), Abelardo Linares ha promovido siempre las obras de Luis Cernuda, Manuel Chaves Nogales y Rafael Cansinos-Assens, así como el rescate de innúmeras figuras menores y olvidadas que otros autores contemporáneos como Andrés Trapiello, Javier Cercas, Juan Manuel de Prada o Luis Antonio de Villena han conjurado hasta convertirlas en criaturas novelescas.

Sin embargo, la leyenda de Abelardo Linares se esparció cual eruptiva cuando a comienzos de los noventa trascendió que había comprado en Nueva York la librería del gallego Eliseo Torres: un millón de libros arrumbados en las estanterías de un edificio del Bronx sin calefacción. El primero en contar la historia fue –otra vez– el jerezano Juan Bonilla:

Los dos libreros se conocieron a principios del 92. Abelardo Linares, experto viajero en pos de bibliotecas recónditas y atiborradas de primeras ediciones de olvidados autores españoles de este siglo que luego aparecen en sus catálogos a precios que les restituyen la dignidad, ya había oído hablar de la librería del Bronx, así que, aprovechando una estancia en New York, tomó el metro y, poniendo cuidado en no pasarse una parada (porque en el Bronx pasarse una parada puede ser perjudicial para la salud), se presentó allí, le compró unos mil volúmenes a Eliseo Torres y recibió de este una reprimenda, porque a Eliseo Torres no le gustaba vender libros. Se había convertido en un coleccionista al que la venta de sus tesoros le humillaba. Así que cuando Abelardo Linares desapareció, Eliseo Torres ordenó a sus empleados que si aquel tipo volvía por allí no se le abriera la puerta. Pero aquel tipo volvió. El librero vuelve siempre al lugar del hallazgo. Ya no estaba Eliseo Torres para gruñirle su enojo. Había fallecido hacía poco, y la familia pretendía desentenderse de aquel caserón de ventanas permanentemente cerradas, sin letrero que lo identificara y atmósfera evocadora de las cárceles piranesianas, con extrañas mazmorras repletas de letra impresa, perspectivas de metros y metros de plúteos hasta el techo, olor ubicuo a papel viejo y ese cálculo tan mareante que elevaba al millón la cifra de volúmenes que allí se custodiaban. Abelardo Linares hizo cuentas. Negoció con la viuda de don Eliseo. Y al final acordaron el traspaso. El librero sevillano compraría la librería de Eliseo Torres. Permanecería un año en New York gestionando el traslado y tratando de vender lo que pudiera para acortar la cifra de volúmenes que tendría que llevarse.5

La vida de Abelardo Linares en Nueva York alimentó rumores divertidos y estrafalarios, porque adquirir un millón de libros se antojaba una compra solo accesible a tarumbas o millonarios (o ambas cosas a la vez), aunque los amigos de Abelardo intuíamos que sus días no serían muy distintos de los de su espartana rutina sevillana:

La vida de A.L. en Nueva York fue también austera. Estuvo todo el tiempo solo, con la excepción de las tres o cuatro semanas en que fue a visitarle Marie Christine, su mujer, que le encontró como si no se hubiese movido del barrio de Santa Cruz.

Empezaron a correr historias peregrinas.

Cuando un hombre tiene una leyenda, las cosas que se cuentan de él son ya descabelladas.

Durante los primeros tiempos se dijo en España: A.L. ha comprado una biblioteca de un millón de ejemplares, ha pagado por ella un millón de dólares, se ha puesto un abrigo de piel de hiena que le llega hasta los pies, se ha afeitado la cabeza, que se enciende sola, y está viviendo en un barrio de negros rastas. Otros fueron más expeditivos: Abelardo se ha vuelto completamente loco, se pasa el día con una sonrisa en los labios y su mujer lo ha ido a buscar para traérselo a casa e internarlo.

Al pairo de esas leyendas, se formaron otras más. La más singular fue una según la cual A.L. en su juventud había estado en el presidio por intentar asesinar a su primera mujer, mixtificación que definitivamente le pone a la altura de Valle, quien dio muerte, como se sabe, a sir Roberto Young a bordo de La Dalila.

La realidad, sin embargo, me temo, fue diferente. Por la mañana acudía al almacén, daba órdenes a los operarios, recibía a libreros y saldistas de todo el mundo, almorzaba un sándwich de pan integral y pepinillos y acababa yéndose de noche a su apartamento, en el que había únicamente cuatro trastos, una cama, una mesa, una silla, un ordenador y un tocadiscos. Allí se comía otros dos pepinillos y un café con leche y se ponía a leer y a escribir. Tenía un fax y en el fax le esperaba un artículo de Moreno Jurado que le enviaban desde Sevilla. Lo leía, le entraba el sueño y hasta el día siguiente. Volvió a escribir poesía. Fueron poemas vanguardistas, a lo Paul Morand, simultaneístas o como quieran llamárseles. Cuando no leía, jugaba al ordenador.6

El escritor José María Conget, quien por entonces dirigía las actividades culturales del Instituto Cervantes de Nueva York, conoció de primera mano el día a día de Abelardo y así lo apuntó en una de sus crónicas:

Durante los años que llevo en esta ciudad he visitado muchas veces, por motivos profesionales que nunca excluyeron el placer, la librería que Eliseo Torres amontonó en el Bronx. Ese caserón de ventanas cerradas y atmósfera que evoca unas carceri piranesianas con las extrañas mazmorras de letra impresa, sus perspectivas de metros y metros de estanterías hasta el techo, el olor ubicuo a papel viejo y el cálculo, que marea un poco, de que allí se encierran cerca del millón de volúmenes, constituyeron los primeros elementos de fascinación y, disculpadme, sobrecogimiento que aún no han desaparecido del todo. Murió Eliseo Torres y, al desentenderse del negocio sus herederos, compró los fondos el poeta, editor y librero sevillano Abelardo Linares. Sospecho que si no me sorprendía encontrar en las salvajes praderas comanches del Bronx a este hombre que yo había conocido en su otro reino de papel del barrio de Santa Cruz, se debía a que el contexto en que siempre había yo ubicado a Abelardo no se relacionaba con aquellas calles que inunda el azahar, ni ahora con los basurales y desolación del Bronx, sino con el de un ordenado bosque de libros. Así que nada más natural que volver al antiguo mamotreto de Torres y ser atendido por Abelardo, que se movía por sus nuevas posesiones como si llevara cincuenta años clasificando volúmenes por millares en aquel recinto perdido más allá de Manhattan.7

Aunque Abelardo Linares aparece retratado como personaje de ficción en varias narraciones –como ese librero Arruza de Felipe Benítez Reyes en Tratándose de ustedes, como aquel siniestro mafioso que encargaba novelas apócrifas en «El millonario Craven» de Juan Bonilla, o bajo su propio nombre como en Flor de cananas de Vicente Tortajada–,8 nadie como Juan Manuel de Prada sacó más petróleo novelesco de la operación neoyorquina de Abelardo Linares:

Durante los primeros tiempos se dijo en España: A.L. ha comprado una biblioteca de un millón de ejemplares, ha pagado por ella un millón de dólares, se ha puesto un abrigo de piel de hiena que le llega hasta los pies, se ha afeitado la cabeza, que se enciende sola, y está viviendo en un barrio de negros rastas.

La nave de Leonardo Gago era una celebración del caos: cientos o miles de cajas, la mayoría sin desembalar, se amontonaban sobre el suelo, formando torres titubeantes o demolidas, escaleras interrumpidas cuando apenas alcanzaban media docena de peldaños, zigurats concebidos por algún arquitecto borracho; otras se desperdigaban como escombros de una civilización antiquísima, la civilización de la lectura, anterior al descubrimiento de las imágenes animadas y arrumbada para siempre en esos márgenes donde sobreviven las especies en peligro de extinción. Los librosya catalogados (apenas un exiguo afluente, frente al océano todavía ignoto) se apilaban al fondo, en cajas numeradas que me recordaban los sillares de una iglesia románica. En mi primera visita a la nave, me acometió un asombro casi cósmico y la certeza de enfrentarme a una tarea que quizá requiriera el concurso de varias generaciones; luego, ese asombro y esa apabullada certeza irían degenerando hacia una especie de aprensión o zozobra, similar a la que debe de sufrir quien atesora riquezas, a sabiendas de que la tacaña vida no le concederá días suficientes para disfrutarlas. Este malestar se agravaba al considerar que aquella inverosímil biblioteca recolectada por el exiliado Ireneo Cruz era un vasto cementerio en el que cada libro constituía una emanación del espíritu de quien lo hubiese escrito. Una percepción, si se quiere, supersticiosa que ya había experimentado en presencia de otras bibliotecas, sometidas al orden de los anaqueles, pero que, en contacto con aquellos libros que habían cumplido un itinerario de ida y vuelta a través del Atlántico, se hacía más vívida, hasta infundirme un sentimiento próximo al miedo. Las almas migratorias de los libros impregnaban el aire enrarecido de la nave con su aleteo inmaterial (más profundo aunque el aleteo de las golondrinas), tan inmaterial como un remordimiento o una reminiscencia. Mientras desempaquetaba aquellos libros aun marcados por la travesía en barco, me sentía como un profanador de tumbas.9

Quiero dejar constancia de que Prada era uno de los mejores clientes de la librería Renacimiento, ya que para escribir su novela Las máscaras del héroe y las viñetas de bohemios reunidas en Desgarrados y excéntricos10 tuvo que rebuscar por rastros y baratillos las obras preteridas de toda la poetambre española. De ahí que su retrato novelesco de Abelardo sea uno de los más cariñosos y entrañables:

Era Gago un hombre enjuto y fibroso que apenas paraba en la caseta, ocupado acaso en rematar sus transacciones con los saldistas que lo abastecían desde la otra orilla del Atlántico. Sus periplos por países que ni siquiera figuran en el mapa le transmitían un aire de viajero perpetuo, abstraído y como mareado aún por el jaleo de los cambios horarios y el trasbordo en aeropuertos sonámbulos. Tenía los labios afilados y esquivos y la mirada un poco ensimismada y elegíaca, quizá perjudicada por la falta de un ojo (que suplía por una réplica de cristal), pero cuando interrumpía su mutismo y arrancaba a hablar, su ojo viudo se empañaba de vivacidad e inteligencia, como si de repente afluyesen a él los miles o millones de lecturas que tenía archivadas. A su caseta acudían más clientes que a ninguna otra, atraídos por el prestigio de su negocio, y también una turbamulta de poetastros que aspiraban a colocar sus versos en la revista que Gago publicaba más o menos semestralmente. En su amor a las causas perdidas, Gago había destinado una partida nada roñosa de sus ganancias (así contrariaba su leyenda negra) a la edición de libros de poesía y de una revista exquisitamente maquetada, de los que nunca vendía más allá de veinte o treinta ejemplares, a pesar de que los críticos se los reseñaban ditirámbicamente en los suplementos literarios, supongo que con la esperanza de que Leonardo Gago los recompensase con alguna primera edición de Lorca o Cernuda.11

En realidad, la viñeta literaria de Prada no difiere demasiado de las semblanzas que le han dedicado a Abelardo en algunos dietarios y artículos, como se puede apreciar en las siguientes líneas que le prodigó Andrés Trapiello:

Las mujeres le encuentran atractivo, mucho más atractivo que a cualquier hombre que esté a su lado. Cuando entran a su librería, aunque no sepan que es el librero, se dirigen directamente a él. Le miran fascinadas a los ojos, hipnotizadas. Hace años Abelardo tuvo la mala suerte de que se le muriese un ojo, que fue apagándose poco a poco. Parte de la tristeza de su mirada viene de esa orfandad que le elegantiza como a Valle la manquera. Las mujeres que entran a las librerías de viejo suelen tender a literaturizarlo todo, así que en la suya quedan, sin embargo prendidas en ese ojo de brillos muertos y oscuros, sin sospechar que Abelardo aprovecha el bueno para observarlas con atención y a sus anchas, como si las estudiase a través del ojo de una cerradura. A continuación le preguntan, por ejemplo, ¿Tiene usted tal libro? Pero el tono que les sale es en realidad bien diferente como si en realidad le dijeran: «¿Me podría usted hacer feliz?». A otro cualquiera el tono y esas mujeres le darían un gran miedo, pero A.L. le responde con suma amabilidad. Tiene una voz bonita con eses envolventes y poéticas, que las persuaden, y aunque les diga que no, el libro ese no lo tiene, las mujeres salen de su librería completamente arrobadas para el resto de sus vidas, convencidas de que por una vez habrían podido ser la Eloísa de ese Abelardo. Con esa vida Abelardo debería llevar un Diario, pero es un hombre perezoso, como todos los verdaderos hombres de acción. Yo les digo que debería escribir al menos unas memorias de librero de viejo, pero tampoco lo hará nunca y es una lástima, pero la vida del librero de viejo esta llena, como he dicho, de locos coleccionistas, decadencia, cleptómanos.

Con todo, los mejores homenajes literarios siempre los ha recibido Abelardo de otros poetas, como Vicente Tortajada, Felipe Benítez Reyes, Luis García Montero, José María Álvarez o Luis Alberto de Cuenca, de quien espigamos un soneto:

SOBRE UN ALEJANDRINO DE ABELARDO LINARES

 Madrid y primavera. Mortalmente aburrido,
dejo que poco a poco se muera la mañana,
mientras el carillón de la iglesia cercana
llama a misa a los fieles y tortura el oído.

Llueve en mi corazón y hace sol en la calle.
el día de mi alma y el día de allá afuera
no coinciden. ¡Maldito tedio de primavera,
qué atrapado me tienes en tu doliente valle!
Por cambiar de verdugo, pienso en aquellos ojos
que vida y muerte daban con su mirada hermosa,
los ojos en que puse tantos nobles empeños.

Y la melancolía se transforma en enojos,
pues no puedo olvidar la esquivez de la rosa
cuyas lentas espinas hieren aún mis sueños.13

Hasta aquí he procurado dejar más o menos claro que Abelardo Linares es un personaje singular, pues su trabajo como poeta, editor y librero de viejo ha provocado filias y fobias, rechazos y admiraciones, rotundos afectos y odios africanos. Sin embargo, ahora me haría ilusión asumir un tono más personal y reconocer cuánto le debo como lector, amigo y escritor.

Desde que nos conocimos a fines de los años ochenta, Abelardo ha sido una suerte de brújula literaria, pues gracias a él no solo he leído las obras de varios autores españoles de comienzos del siglo XX, sino que además he descubierto la existencia de esquivos escritores latinoamericanos en general y peruanos en particular, como Felipe Sassone, Félix del Valle, Rosa Arciniega y Manuel A. Bedoya, entre otros. El magisterio de Abelardo me ha resultado impagable para leer poesía, moverme por el mundo de las ediciones antiguas, descubrir a escritores olvidados en tres lenguas modernas y entablar amistad con algunos de los poetas y narradores que hoy más admiro y aprecio.

Gracias a Abelardo he podido escribir al menos dos capítulos de El descubrimiento de España (1996) y el ensayo final de mi rePUBLICANOS (2008), así como dos libros que jamás habría concebido sin sus consejos y recomendaciones – Sevilla, sin mapa (2010) y Nabokovia peruviana (2011)–; por no hablar de los títulos que el propio Abelardo me ha publicado como editor –El sentimiento trágico de la Liga (1995), Inquisiciones peruanas (1997) y Arte de introducir (2011)– y de la dirección de la revista Renacimiento, que me encomendó en 1996 hasta que le pusimos el cerrojo en 2010. No soy, por lo tanto, un cronista imparcial, aunque por eso mismo he querido hacer acopio de citas, referencias y testimonios.

Abelardo es el librero Linares de mi novela Neguijón (2005), un capricho barroco y cervantino ambientado en el Siglo de Oro, y aparece también en mi cuento «Los naipes del tahúr», en su doble faceta de cazador de tesoros bibliográficos y defensor del planeta Tierra en los juegos de marcianitos que lo enfrentan una noche sí y otra también contra esos adversarios coreanos, canadienses y polacos que lo desafían por Internet. Sin embargo, la mejor definición de Abelardo es la que estampó Felipe Benítez Reyes como dedicatoria de su poemario Vidas improbables: «A Abelardo Linares, poeta surrealista y editor suicida. O viceversa».14 Nadie podría decirlo mejor.


 

1 Felipe Benítez Reyes, «Abelardo Linares, por el mundo», en Gente del siglo, Oviedo, Nobel, 1996, p. 25.

2 Juan Bonilla, «Libros de viejo, Sevilla, principios de los noventa», en Un mundo de libros, edición de Yolanda Morató, prólogo de Juan Manuel Bonet, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2010, p. 47.

3 El crítico y poeta José Luis García Martín escribió al respecto lo siguiente: «[Abelardo Linares es] uno de esos pocos nombres sin los cuales no podría escribirse la poesía española de estos últimos años». Ver José Luis García Martín: «Mitos, sombras, espejos» en Cómo tratar y maltratar a los poetas, Gijón, Llibros del Pexe, 1996.

4 Para muestra sugiero buscar el catálogo de la exposición Americanos en España / Españoles en América (Sevilla, Asociación de Editores de Andalucía, 1992), ilustrado con centenares de cubiertas originales y acompañado de estudios de Juan Manuel Bonet, Andrés Trapiello y el propio Abelardo Linares.

5 Juan Bonilla, «El hombre del millón de libros», en Ajoblanco 87 (julio-agosto de 1996). Ojo: existen otros reportajes sobre Abelardo Linares que repiten el título de Juan Bonilla, como el de Juan Verdú: «El hombre del millón de libros», en El País del 12 de agosto de 2010.

6 Andrés Trapiello, «Abelardo Linares, librero de viejo», en Clarín 17 (septiembre-octubre de 1998), pp. 18-19.

7 José María Conget, «Segundo el liberto», en Una cita con Borges, Sevilla, Renacimiento, 2000, pp. 93-94.

8 Felipe Benítez Reyes, Tratándose de ustedes, Barcelona, Seix Barral, 1992. Juan Bonilla, «El millonario Craven», en La compañía de los solitarios, Valencia, Pre-Textos, 1999. Vicente Tortajada, Flor de cananas, Sevilla, Renacimiento, 1999.

9 Juan Manuel de Prada, Las esquinas del aire, Barcelona, Planeta, 2000, pp. 216-217.

10 Las máscaras del héroe, Madrid, Valdemar, 1996. Desgarrados y excéntricos, Barcelona, Seix Barral, 2001.

11 Las esquinas del aire, p. 170.

12 Andrés Trapiello, «Abelardo Linares, librero de viejo», p. 16.

13 Luis Alberto de Cuenca, El hacha y la rosa, Sevilla, Renacimiento, 1993, p. 49. El alejandrino en cursiva es una línea del poema «Silenciosa memoria» de Abelardo Linares (Sombras, Sevilla, Renacimiento, 1986, p. 23).

14 Vidas improbables, Madrid, Visor, 1995.