El 8 de enero de 2016 se cumplen ciento veinte años del nacimiento de Manuel Rojas, la gran figura de la narrativa chilena del siglo xx. Dossier se suma a un año de homenajes en torno de su obra con la publicación de páginas inéditas de Imágenes de infancia y adolescencia, escritas por Rojas en los años sesenta, cuando quiso expandir el registro de sus vivencias de niño, vertidas por primera vez en Imágenes de infancia, en 1950.

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Durante los dos años y meses de permanencia en la ciudad y provincia de Mendoza aprendí un oficio, el de pintor, y un medio oficio, el de electricista, y cualquiera de los dos me podía dar de comer, si tenía trabajo. Además, podía ser peón, pues me habitué a la pala, a la picota, al chuzo y al serrucho. Por otro lado, tuve mis primeros compañeros, Pancho Cabrera y Miguel Lauretti, y cada uno de ellos me enseñó algo, a trabajar el primero, a leer poesía el segundo. No hay mejor compañero que aquel que le enseña algo al suyo y cuando ambos se enseñan algo la amistad es perfecta. Por supuesto, no iba a ser como ellos, no era como ellos, no porque no quisiera serlo sino porque no lo era ni podía serlo: tenía otro carácter, otras inhibiciones, obedecía a otra construcción, no mejor ni peor, diferente. Lo que ellos hacían era el resultado de lo que los empujaba; lo que yo haría o hacía era lo que a mí me empujaba.

Pancho era un hombre desordenado, desordenado física y mentalmente, y no era así porque siguiese una norma fija cualquiera sino porque no tenía ninguna, no podía fijarse una, su mentalidad se lo impedía. Tenía ideas absurdas sobre muchas cosas, había aceptado como verdades fundamentales algunas que no tenían fundamento y eso lo llevaría a la desgracia y a la muerte. Me parecía a él en el desinterés por las cosas materiales y el respeto y la admiración a las grandes ideas y a los grandes hombres, pero Pancho llegó hasta ahí, junto con sus erradas ideas, y no siguió adelante, no cambió y no cambiaría así hubiese vivido mil años. Cuando lo conocí había llegado al límite de lo que podía, mentalmente, ser, no sería nada más, por mucho que yo lo estimase. Había leído algo, algunos libros y se había posesionado de lo leído, pero no leyó más y no se desarrolló más, no pudo cambiar, que es peor, ni desarrollarse. Miguel, por su parte, hombre más joven que Pancho, sólo tenía seis años más que yo y más de diez menos que mi maestro, y aunque con más conocimientos literarios que los míos en ese tiempo, estaba destinado a llegar hasta ahí. Es cierto que la mayoría de los hombres está destinada a llegar «hasta ahí», ya que carecen de lo que es necesario para llegar «hasta allá», hasta una perspectiva más amplia, a la que, por numerosos motivos, no llegan o no pueden llegar, no tienen ningún talento o no tienen voluntad o carecen de ganas de avanzar o les interesan otras cosas más cercanas y seguras; pero Miguel tenía algo de talento, escribía, podía escribir: cuando, en 1921, nueve años después, regresé a Mendoza, y Antonio Ferrer, el director de la revista Ideas y Figuras, me propuso dedicar un número a las poesías que había escrito hasta ese momento y yo acepté la proposición, que por lo demás me honraba, fue Miguel quien, anónimamente, hizo mi presentación. De modo que, como he dicho, podía escribir y podía seguir cultivándose y llegar a algo. No le interesó llegar a ese algo. ¿Tal vez porque se dio cuenta, y muy pocos se dan cuenta, de que no tenía bastante capacidad? Puede ser, pero, además, tenía otra contrapartida: había sido dotado por la naturaleza de una gran capacidad sexual. Hablaba mucho de ello, jactándose de su virilidad y contando historias que tenían relación con ello, por ejemplo, que una muchacha, hija de una familia acomodada, se enamoró de él y se fue a vivir con él cuando la familia se opuso a esas relaciones. La aceptó en su casa y la hizo su amante y vivió con ella durante un tiempo, un tiempo que terminó cuando la muchacha, que era celosa, lo sorprendió saliendo de un prostíbulo, a donde había ido con otros amigos. Llegado a su casa, encontró que la muchacha se había ido; no regresó más y él no hizo nada por recuperarla. No supe si esa historia era verídica o falsa, imaginada o inventada por él, pero eso no importa: indica cuál era y cómo era su conducta

sexual. A veces iba a verlo en las noches y me pedía que lo acompañara a un prostíbulo: necesitaba mujer, necesitaba desahogarse. Iba con él. En ese tiempo Mendoza, la ciudad, tenía unos prostíbulos fastuosos, no he vuelto a ver semejantes. Había, por cierto, categorías: los de criollas y los de extranjeras, principalmente francesas y de Europa Central, las llamadas «polacas», mujeres blancas y rubias, gordas, rebosantes, que se vestían, cuando el tiempo lo permitía, con lo mínimo que puede cubrir el cuerpo de una mujer, una camisita que les llegaba apenas al nacimiento de los muslos, al revés de las criollas, cubiertas con poca ropa pero sin mostrar más que lo indispensable. Miguel no tenía preferencias, aunque creo recordar que le atraían más las criollas. No buscaba siempre la misma, como hacen algunos hombres, que van siempre con una y logran establecer una relación que no es sólo sexual. Le gustaba variar.

Yo esperaba y miraba. Por alguna razón, o por algunas, entre las cuales no era la mayor la de carecer de dinero que me permitiera darme esos gustos, pues habría podido, a veces, hacerlo, no me atraían las prostitutas, nunca me atrajeron, aunque después tuve contactos con ellas, no como norma sino ocasionalmente. Estaba en mí ser así y así era, sin proponérmelo casi. Normal sexualmente, pues no tenía torcidas inclinaciones ni desviaciones de ninguna especie, no era, sin embargo, el sexo mi mayor preocupación. No fui, en ese sentido, un hombre precoz y ni siquiera la masturbación me atraía, pues me avergonzaba. Miguel salía después de un rato y nos íbamos. La mujer le decía, por lo general: «Volvé», palabra que con seguridad decía a todos sus clientes, pero mi amigo creía que la puta se había quedado prendada de su abundante avío y sonreía de satisfacción. Cuando volví a verlo, nueve años después, todavía estaba bien, pero cuatro años más tarde, cuando de nuevo pasé por Mendoza, era otro hombre. El hermoso varón que era cuando lo conocí, pues era realmente hermoso –tanto como su padre, un veneziano que trabajaba un poco de tierra en los alrededores de la ciudad–, estaba cambiado: parecía más bajo y delgado y su rostro estaba como estragado. Pocos años después murió. No tendría sino poco más de cuarenta años, quizá menos de eso

Supe en Mendoza que podía «bandearme» solo, andar solo por el mundo, y que, aunque era peligroso hacerlo, dados los trabajos que me tocaban, podía salir bien si tenía, en primer lugar, el coraje de hacerlo, y, en segundo, si podía prever lo que acaso ocurriría y hasta dónde era conveniente llegar. ¿Cómo supe eso? No podría decirlo exactamente, pero estimo que los libros de aventura que leí, en especial los de Emilio Salgari, me enseñaron mucho, pues esos libros no sólo entretienen a un niño o a un adolescente sino que le enseñan mucho de lo que ocurre en la vida al aire libre, que era donde, principalmente, trabajaba y vivía. Laguna no había leído un solo libro en su vida y tampoco tenía, según me pareció, capacidad de aprender nada y de ahí que su vida fuera un continuo sucederse de desgracias, aunque hay individuos que son capaces de todo y que, no obstante, caen, aunque no a menudo. Muchas cosas amenazan al hombre en esas condiciones y el hombre debe saber prever la mayoría de ellas.

Supe, además, cosa que todavía me asombra, que podía, de algún modo, proteger o cuidar a una persona, aunque mis cuidados no sirvieron a Laguna más que cuando estuvimos en la cumbre aquella noche. Conocía el lugar, ya que lo había visitado un día domingo mientras trabajaba en el campamento, y sabía qué forma tenía, qué amplitud alcanzaba la meseta en que se alza el Cristo Redentor y su refugio y dónde se hallaba la entrada del camino que bajaba hacia Chile –huella que esa noche estaba tapada por la nieve, por lo cual decidimos pernoctar allí– y Laguna también estuvo allí conmigo, pero por lo que se ve, no se fijaba en nada, no recordaba nada. No era gran hazaña proteger a un hombre así, aunque sí lo era, pero no hablo de hazañas; lo que quiero decir es que ese hecho me demostró que era, en algún sentido, superior a otro ser, a un hombre, siquiera para ver cómo eran las cosas y recordarlas. (Pocos años atrás, viniendo desde Buenos Aires a Santiago, el avión pasó justamente por encima de ese lugar y pude ver perfectamente aquella meseta barrida de modo implacable por el viento que sube desde Chile. Estaba igual que siempre, que cincuenta o mil años atrás, y estará así hasta quién sabe cuándo.) Gracias a eso no he necesitado protectores.

Había visitado esos prostíbulos, los de las extranjeras, uno de ellos por lo menos, en ocasión de ir a hacer un trabajo cuando era ayudante de electricista. La casa iba a instalar un proyector de películas pornográficas y allá fuimos e hicimos el trabajo necesario.

Mi experiencia amorosa no había aumentado en nada, ni en teoría ni en práctica, a no ser que pueda decirse que las visitas a los prostíbulos como acompañante de Miguel me enseñaron algo; no me enseñaron nada, aunque tampoco pueda decirse eso, pues algo me enseñaron; a ver la peor parte del amor, más bien dicho, del comercio sexual. Por lo demás, había visitado esos prostíbulos, los de las extranjeras, uno de ellos por lo menos, en ocasión de ir a hacer un trabajo cuando era ayudante de electricista. La casa iba a instalar un proyector de películas pornográficas y allá fuimos e hicimos el trabajo necesario. A su término, al atardecer, y para probar si nuestro trabajo había quedado bien hecho, El Nene y el otro oficial y yo pudimos ver una de esas películas, mudas, por supuesto, constituida por una sucesión de cuadros dedicados por completo a la fornicación entre un hombre y una mujer, entre dos hombres y una mujer o entre dos mujeres y un hombre. Eran fornicadores como de campeonato, y más que otra cosa, aquello producía risa, que quizá en el fondo no era más que repulsión, y las que más se reían eran las prostitutas, las francesas y polacas; que se estremecían con todas sus gorduras mientras lanzaban estridentes carcajadas. Era un espectáculo grotesco que no tenía nada que ver con lo que me imaginaba al pensar en el amor o en su realización.

Antes de salir de Mendoza, mientras Pancho estaba aún ahí, pasó lo que pudo ser mi primera experiencia sexual si no hubiese sido tan tímido, inhibido, mejor dicho, desprovisto de práctica además, aunque no estoy seguro de que las cosas habrían sucedido como lo pensaba Pancho, quien, más que nadie, fue quien lo inició: se dio cuenta de que una mujer, que vivía en la misma calle en que vivíamos nosotros, me miraba mucho, y me dijo que esas miradas no eran desinteresadas, que en ellas había un claro interés. Parecía ser casada, y en las tardes, cuando volvíamos a nuestra casa, allí estaba, en la puerta de la suya, mirándome. Era una casa pobre, con un gran patio, y de seguro ocupaba allí un cuarto.

–¿Por qué me mirará?

–Ya te lo he dicho, huevón: quiere algo contigo. Pero, si tenía un marido, ¿que podía querer de mí? Era morena, delgada, de triste expresión, humilde, frente alta, cabello negro.

–Es turca –decía Pancho.

–El marido también debe ser turco.

–¿Qué importa? Anda, háblale.

–¿Qué le digo?

–Cualquier cosa: ¿cómo le va, qué está haciendo por aquí, vive aquí?

–¡Pero si no la conozco!

–¡Eres tan tonto!

Me miraba y yo correspondía su mirada. La hallaba muy joven y eso me intimidaba más. Me habría gustado de más edad, no sé, un poco más gorda y que se pareciera un poco a mi madre. Entonces me habría acercado sin temor, no para preguntarle estupideces sino para hablar de otras cosas, no sabía de qué.

–Si me mirara a mí –comentaba Pancho, irritado– ya me habría acercado y habría sabido de qué conversarle.

Un día, inesperadamente, un día que pasé solo, la saludé. Me contestó, un poco sorprendida, y no me atreví a acercarme, pues me pareció peligroso o inconveniente. Además, la idea de un marido, turco además, me detenía. Durante la travesía de la cordillera la volví a ver: estaba de pie, también junto a una puerta, cerca de la Estación de Puente del Inca. Entonces me acerqué a ella y fue ella la que me habló.

–¿Qué hace por aquí? ¿Para dónde va?

Eran las mismas preguntas o frases que me recomendaba Pancho para entrar en conocimiento, pero ella me habló como una amiga, como si nos conociéramos desde mucho tiempo atrás y en su voz no se notó nada de lo que Pancho había sospechado. Con la maleta colgando de la mano derecha, una maleta sucia de bosta de vacuno, contesté:

–Voy para Chile.

Acababa de saltar del vagón lleno de animales y estaba entumecido y cansado. Sonrió y me miró como siempre. De cerca era más apreciable que de lejos.

–Y usted, ¿qué hace por aquí?

–Mi marido trabaja por acá.

No había nadie cerca. ¿Quién sería su marido? Me hubiera gustado conocerlo. Pero mis amigos me llamaban. Nos sonreímos por última vez y me fui.