Frente a los infinitos viajes perdidos, los realizados se vuelven poca cosa. Cada paso que damos en el itinerario planificado es el comienzo de un viaje descartado; por cada bus que tomamos, mil parten sin nosotros. Cada tren que se va es un viaje pendiente, una invitación que rechazamos. Podemos auto-indultarnos: la excusa más frecuente es convencernos de que el verdadero viaje es interior, lo que es cierto, pero esta es una constatación que debemos postergar para el final de nuestra vida, ya que hay cierta inmoralidad en nacer en un mundo grande, dotado de un par de piernas sanas y no salir a darse una vuelta. Podemos decir también que saldremos mañana, y mediante ese truco sucio volvemos los viajes perdidos en inofensivos viajes postergados. Pero sabemos que hay algunos viajes que ya dejamos pasar para siempre, irremisiblemente perdidos.
El primero es aquel cuyo destino no existe más. Hubiese sido excitante visitar Europa del Este en los meses posteriores a la caída del muro, digamos en octubre del 90. O la Albania comunista, en su época de extremo aislamiento, digamos en los 80, que la transformó en una especie de cápsula del tiempo europea. Más cerca, la Isla Mocha es un territorio de extrema condensación y aislamiento que alguna vez pisé por unas horas y al que prometí regresar por un par de meses para recorrerla a pie. Pero ya no está a trasmano, ahora cuenta con un cómodo aeródromo y se hizo demasiado tarde para cumplir mi promesa. Los destinos son más que unas coordenadas, tienen también un momento.
También los viajeros tienen un momento. Ya no tiene atractivo realizar insolentes viajes por la carretera, buscando disolvernos en la música, la especulación frenética y la velocidad. Tampoco podremos volver a realizar un primer viaje, ese ya fue. Ya no podemos volver a salir por primera vez de la casa, ni volver a creer que Europa, África o América esconden el secreto de nuestra biografía; el viaje al paraíso, entonces, también está descartado. Como lo están aquellos que exigen un cuerpo ágil y bien calibrado, como esos viajes de colado en trenes de carga, que exigían un buen conocimiento de los horarios, las vías y los andenes, pero exigían sobre todo saber correr y encaramarse en el momento justo, ni con el tren detenido a merced del inspector, ni tan avanzada la marcha que impidiera saltar dentro.
Ya no estamos para eso, es cierto, pero si bien la edad cgierra ciertos caminos, despliega otros que sólo son posibles con la edad, como es el viaje de regreso a los lugares. Son los viajes terminados en “revisited”. Cualquier destino cobra importancia cuando se sigue de esta evocativa palabra: Brideshead Revisited o Talagante revisitado. Hice un buen viaje de esos hace unos meses, un viaje de ida y vuelta por la calle Manuel Montt, en cuanto averigué la dirección de la casa que dejé a los cuatro años. ¿Existiría aun? Caminé hasta allá –ansioso en las últimas cuadras– para encontrarla convertida en un restorán barato. Entré con el temor de que nada fuera familiar, o peor, descubrir que el negocio había obligado a derribar muros y borrarlo todo. Pero no fue así, todo lo que recordaba estaba allí: las gradas de la entrada donde esperaba con tedio infinito a que terminara la hora de la siesta, el piso de listones de madera encerada y el largo pasillo por donde corría en la mañana a la pieza de mis padres que leían el diario en cama. Pero lo más importante fueron los detalles que no recordaba y que habían dormido intactos en mi memoria por 46 años: un respiradero de bronce para la ventilación del subterráneo, una ventana curva, unas baldosas rojas… Entré. Y sin necesidad de indicaciones me dirigí al que fue mi dormitorio, donde almorcé, solo y estremecido, una lasagna mal cocinada; la mejor de mi vida. Por cada viaje que se pierde hay uno que se gana.