Laurence Debray

Conversación con Juan Cristóbal Peña

Juan Cristóbal Peña (JCP): En esta parte, según el libreto de toda conversación, debiera comenzar pronto con las preguntas a Laurence Debray. Son muchas las que se me ocurren, pero quizás sería útil comenzar de otra manera. Antes de conocerla hoy la conocí como lector, pero como un lector que también ha debido enfrentar el lado humano del sujeto revolucionario. De este modo propongo hacer una aproximación a ella como autora desde una experiencia de lectura. Podríamos titular esta parte así: «cerca de la revolución».

Uno

Lo primero que me gustaría traer acá es una cita. Una cita sobre padres e hijas:

«Han pasado diez años de la muerte de mi padre y su sombra aún deambula por todas partes: al caminar en las calles, al abrir un clóset, al subir la escalera, al mirar hacia el horizonte.

Una vez este padre tan presente me dijo:

–Uno logra ser uno mismo cuando los padres se mueren.

Qué mentira. No ha sido así en mi caso; ahora he tenido que hacerme cargo de su vida mucho más que cuando vivía.

No puedo liberarme de su cadena opresora. ¿Seré yo también un personaje de sus novelas?».

La que habla –la que hablaba– es Pilar, Pilarcita, la hija de José Donoso, en la introducción de su libro autobiográfico llamado Correr el tupido velo. He querido traer esa cita hasta acá porque me ha parecido que entrega una primera pista sobre lo que me gustaría comenzar por plantear en esta difícil situación en que me han puesto –corrijo, esta difícil situación en la que yo mismo me he puesto–, al aceptar venir a presentar aquí el libro de Laurence Debray, que lleva por título Hija de revolucionarios.

Voy a tratar de salir lo más dignamente posible de este embrollo, con ayuda de Pilarcita.

Uno logra ser uno mismo cuando los padres se mueren, le decía el padre de Pilar a Pilar. Pero ya sabemos que eso no ocurrió con ella, porque pasaron cinco, siete, diez años tras la muerte del padre y Pilar seguía sin ser ella misma. Entonces se puso a trabajar en un libro sobre su padre escritor, libro que a fin de cuentas es un libro sobre ella, la hija, hija única como Laurence Debray, nuestra invitada aquí presente. Pilar Donoso comenzó a trabajar en un libro con el que pretendía ahuyentar el fantasma de su padre. Pero una vez escrito y publicado, el fantasma opresor del padre seguía donde mismo, como una sombra imperturbable, como alma en pena, más presente que nunca.

La primera pregunta que me gustaría plantear acá es precisamente esa: ¿Por qué los hijos escriben libros sobre los padres? Preguntar cuál es la motivación y funcionalidad de esos libros que son siempre libros de memoria. Y preguntar también si los libros que los hijos escriben sobre el padre o la madre no son acaso libros sobre los hijos que los escriben. Libros de pretexto. Libros engañosos, dictados por el subconsciente, en alianza con el ego, es decir, libros a cuatro manos; libros para eludir decir que a fin de cuentas los hijos quieren hablar sobre sí mismos, echándole la culpa a los padres de sus defectos y traumas y pesares, los padres, siempre los padres, que en la mayoría de los casos, cuando se escribe y publica sobre ellos, están bajo tierra qué rato y por tanto no pueden escuchar o leer lo que los hijos y las hijas han escrito sobre ellos. Menos pueden defenderse y salir a decir Eso no es cierto, qué va, no le hagan caso, no sabe lo que dice. Si yo les contara…

Claro, siempre es más fácil hablar del padre muerto que del padre vivo, pero este no es precisamente el caso, pues el padre y la madre de Laurence Debray no están muertos, ni siquiera están jubilados. Y no son cualquier padre y madre.

Los padres de Laurence son la antropóloga venezolana Elizabeth Burgos y el filósofo y exrevolucionario francés Regis Debray, asesor de Fidel Castro y creador de la teoría del foquismo que desarrolló el Che Guevara y otros guerrilleros latinoamericanos que vinieron detrás de él, con los resultados ya conocidos. Los padres, decía, son dos celebridades de la izquierda latinoamericana que están buenas y sanas y viven entre libros, literalmente, nos cuenta Laurence. Los padres de Laurence –más él que ella– escriben y respiran libros, y cuando a ella le ha dado por escribir uno sobre ellos y ha dicho lo que ha dicho, no les ha caído nada bien a los padres, en particular a él, y se entiende, porque Laurence no lo deja en buen pie como padre ni como revolucionario, lo que ya es mucho decir.

Ya vamos a llegar a ese punto crucial.

Porque antes de seguir adelante y entrar en ese asunto tan espinudo y complicado, creo conveniente mencionar algunos otros libros sobre padres. Se me vienen a la cabeza otros tres, además del libro de Pilar Donoso.

Pienso en Karl Ove Kngausgard, que escribió La muerte del padre, un libro sobre un muy mal padre -alcohólico, maltratador, autoritario, violento-, un mal padre incluso después de muerto, porque Knausgard tuvo que escribir sobre él para ahuyentarlo de su cabeza y de su vida, para enterrarlo de una vez por todas, si es que eso posible en casos extremos como el suyo.

Pienso también en Martín Sivak, que escribió El salto de papá para traer de regreso a la vida a un padre excéntrico, el banquero comunista Jorge Sivak; un padre al que el hijo, mediante un libro testimonial, pretende suspenderlo de ese mortal salto al vacío que dio en 1990 desde la ventana de un edificio del centro Buenos Aires, un relato para honrarlo con todos sus defectos y desvaríos, para honrarlo y reivindicarlo y darle un último beso de despedida, para decirle Te perdono y te quiero, viejo, aunque hayas saltado desde ese edificio siendo yo un adolescente, para decirle todo eso y luego dejarlo que siga cayendo en su salto al vacío, como fue su voluntad.

Y pienso, por último, en Philip Roth, que escribió un libro sobre un padre que se apaga y degrada, sobre los últimos días de un padre al que lo alcanza la muerte y obliga al hijo invertir los roles, a transformarse en el padre de su padre, un libro para hacer más real la partida y convencerse y hasta descubrir al padre que tuvo, pero sobre todo, a finde cuentas, para que el hijo escritor supiera lo que significa y pesa un padre. Por eso, me parece, el libro de Philip Roth se llama como se llama: Patrimonio. Tengo y soy lo que me dio y me enseñó mi padre, para bien y para mal.

Abro acá un paréntesis para consignar que mi padre murió hace pocos meses atrás, un padre de derecha, y aún hoy sigo preguntándome qué tipo de padre fue el que tuve, abro este paréntesis para advertir que el tema me toca y me hace preguntarme sobre él y sobre mí, sobre mis hijos, sobre los hijos que escriben libros sobre los padres, sobre los ajustes de cuentas, sobre el tipo de libro que merecería mi padre.

Volviendo a lo anterior, al pensar en libros de padres pienso únicamente en libros que se publicaron cuando los padres estaban muertos qué rato, padres buenos y padres malos, libros escritos por escritores afamados, de o cio, libros que tienen funcionalidades muy disímiles, si no opuestas; libros que, a diferencia de lo que ocurre con Laurence Debray, nos hablan de padres desconocidos y anónimos, padres muy distintos a los que tuvo ella.

Los padres de Laurence Debray fueron dos de las principales figuras de la fiebre revolucionaria que atravesó Latinoamérica por tres décadas, de la década de los sesenta a la de los ochentera; dos figuras que estuvieron cerca del poder, que convivieron y se sirvieron de él; que no sólo pensaron la revolución sino que la protagonizaron en terreno, dando el ejemplo, a riesgo de sus propias vidas, con altos costos para ambos, más para él que para ella, y sobre todo costos para la hija; dos figuras que, como buenos revolucionarios, vivieron una vida de conspiraciones y secretos que alcanzó a su propia intimidad y existencia, a su propia familia; figuras que suscribieron y cumplieron pactos de silencio, porque de eso dependía el éxito de las operaciones y sus propia vidas, pactos llevados con rigor y disciplina de militante comunista, al punto de ocultarle a su propia hija el pasado que antecede a su existencia.

«Nunca entendí nada», escribe Laurence Debray, a modo introductorio. «Nunca entendí nada, ni sobre su compromiso político, ni sobre su vida disoluta. Eran mis padres, mi entorno más íntimo, pero aún así, el más indescifrable. Eran –y siguen siendo– incomprensibles…». «En los medios se hablaba de ellos –agrega poco más adelante–, los veía en la televisión, pero en casa nada revelaban y explicaban aún menos».

Ese enigma, ese desconocimiento de su propia historia es, a fin de cuentas, la motivación esencial que declara Laurence Debray para escribir un libro sobre sus padres. Un libro en el que sus padres colaboraron poco, porque ya sabemos cómo son y cómo piensan, de modo tal que lo que la hija se vio obligada a hacer fue una suerte de biografía no autorizada de sus propios padres, con el agravante de que la hija, hija única, es sumamente crítica con todo lo que políticamente representaron y defendieron y combatieron sus padres, una hija que se reconoce «todo lo opuesto a ellos», que ha cultivado «una familia estable, una existencia prudente, ordenada y organizada, lejos del poder y de la intelligentsia».

Laurence, hija díscola y de gustos burgueses a ojos de sus padres, es una admiradora del Rey Juan Carlos I de España, al que le dedicó una biografía laudatoria; Laurence, una infiltrada en la familia, se sumerge en una investigación histórica y personal en la que se propone revelar los secretos y mitos familiares, partiendo por esa versión que dice que el padre, Regis Debray, habría sido quien delató al Che Guevara en Bolivia.

Dice la hija: «He escarbado para intentar comprender mejor el recorrido de mis padres, esos seres desgarrados y tan previsores como torpes. Para mostrarme más indulgente con ellos. Para asimilar su herencia simbólica».

Eso dice Laurence Debray al poco de comenzar a correr ese tupido velo de su historia familiar, pero tengo la impresión de que ella ha escarbado en el pasado de los padres para desentrañar quién es ella, para reafirmarse, para ahuyentar sus propios fantasmas, tal como hizo Pilar Donoso, aunque para ello haya tenido que sepultar la imagen de sus padres. Tengo la impresión de que, al terminar de leer esta biografía no autorizada de los padres, sabemos mucho de la hija, pero seguimos sabiendo poco de sus padres.

En ese sentido, el triunfo es de estos últimos.

Dos

Importa poco que antes del primer tercio del libro Laurence Debray sentencie, con evidencia en mano, que no fue su padre quien delató al Che Guevara.

Importa poco también que el padre, de acuerdo con la hija, quede como una víctima de sí mismo, después de haber acompañado al Che Guevara a su gesta libertadora en Bolivia, una gesta que terminó con el Che muerto y el padre encerrado por cerca de tres años en una cárcel boliviana, objeto de campañas de apoyo orquestadas por un coro de afamados intelectuales, artistas y políticos de todo el mundo que pedían su liberación, porque Debray, el padre, fue un símbolo antes que un padre.

Incluso importa poco que la hija de Regis Debray considere que su padre y su madre hayan estado profundamente equivocados en su forma de pensar y de actuar, que cuestione que sus padres hayan sido partícipes y cómplices de ese régimen fundado en «la represión, la exclusión y el poder absolutos» que fue y sigue siendo el régimen de los Castro. Consignemos de paso que la hija no sólo piensa eso, lo que a estas alturas no debiera llamar a sorpresa tratándose de Cuba, sino que la hija juzga que el compromiso político y social de sus padres estuvo en parte empujado por una perversa seducción por la pólvora y las armas, como un fetiche irracional y desvariado, «una valorización de la muerte», escribe ella; padres que, como líderes e intelectuales que guiaron a una generación, en palabras de la hija, «predican, dividen, esconden, conspiran, seguros de su superioridad»; padres que fomentaron lo que la hija llama «un mundo binario, en el que lo gris no cabía y los tibios eran denigrados».

Finalmente, importa poco que sea la hija de uno de los principales constructores de la utopía marxista latinoamericana quien asevere que, aún en los años de la renovación y la mesura política, cuando el padre devino en uno de los principales asesores de Francois Mittterand, aún así la hija dice que sus padres siempre «estaban insatisfechos e inquietos», padres que «nunca compartían el júbilo colectivo» y que «después de la guerrilla armada» se lanzaron a «la guerrilla intelectual», que se «resistieron a la época, a las celebraciones nacionales, a la felicidad».

Lo que en definitiva importa en toda esta historia, a mi modesto parecer, es lo que ocurre con la llega al mundo de Laurence Debray, nacida en 1976 en París, tres años después de la muerte de Allende, escribe ella, «como el remanente de una historia épica, saldada por los muertos y los grandes momentos de esperanza, de fraternidad y de desilusión. Yo era como un regalo de despedida a la revolución».

A partir de entonces, el juicio ya no es sólo político, sino íntimo y personal, una revisión a padres que no estaban hechos para ser padres, porque no les interesaba serlo, porque antes había cosas muchísimo más urgente que atender, como salvar al mundo. Con la llegada de Laurence, Elizabeth y Regis siguen juntos, pero viven en casas separadas, ocupados de sus asuntos, que no son precisamente los asuntos familiares.

Sobre su madre, escribe la hija: «Menuda idea tener una hija con un intelectual francés, tan inconstante, frívolo y tacaño, al que ni siquiera la mala experiencia de la cárcel había hecho madurar». Sobre el padre, remata: «Mi padre jamás pondría los pies en un arenero para jugar. No tenía imaginación ni fantasía. Era un negado para la vida, incapaz de recuperar su parte de infancia. ¿Había tenido infancia?».

«Mi padre», dice luego, «arañó los misterios de la paternidad, sin concederle importancia alguna». La importancia, al llegar la hija, dice la hija, siguió estando en los movimientos revolucionarios de Latinoamérica que palpitaban y sangraban en la región, lo importante para el padre estaba en la alta política, en sus libros, en sus escritos, en las tertulias intelectuales y las veladas con las mujeres que le hacían la corte, porque claro, el padre, dice la hija, era y sigue siendo un galán primermundista que le saca partido a su bigote, a su labia y su leyenda de galán revolucionario, siempre dispuesto a tomar un arma.

Y claro, así que no se puede ser buen padre de ninguna niña.

Tres

Pero convengamos una cosa. Las celebridades suelen ser malos padres. Qué malos padres. A veces, los grandes intelectuales, los grandes escritores, los grandes aristas, los grandes músicos y los grandes politicos son unos hijos de puta como padres y también como seres humanos. A las celebridades el mundo siempre les queda estrecho. Ahí tenemos el ejemplo de Svetlana, la hija de Stalin, hija única, quizás la única persona que le daba órdenes a su padre. Vivió huyendo permanentemente de la sombra de Stalin, en permanente rebelión, en oposición a él, como vivió la primogénita de Steve Jobs, que también publicó un libro en el que dio cuenta de un padre castigador, egoísta y perverso. Ese hombre pudo ser un ejemplo para el mundo, pero no para su hija.

Algunas veces, la vida de los hijos de las celebridades o los genios suelen estar marcadas por la tragedia, por la opacidad o por el remedo triste y limitado, muchas veces condenados a una existencia postergada y en segundo plano, si no extras.

No es fácil ser hija o hijo de una celebridad pública, nos recuerda Laurence Debray, que para graficarlo cita al discípulo de Rodin, que al dejar el taller de este para tomar vuelo propio, dijo:

«Nada crece a la sombra de los grandes árboles».

Cuatro

Que no se me malinterprete. No quiero desmerecer las heridas y los traumas que la autora expone en su libro. Pero creo que, más que invitar a detenernos en la propia infancia de la autora, que por lo demás fue protegida y cuidada por los abuelos paternos y ese círculo de intelectuales y artistas que rodeaba a sus padres, el libro de Laurence Debray nos lleva a pensar en otros hijos, en esos miles o cientos de miles de hijos de padres revolucionarios que se lanzaron a la lucha armada en los años sesenta, setenta y ochenta. De eso conocemos bien en Chile: revolucionarios y luchadores sociales que estuvieron dispuestos a sacrificar a sus hijos para salvar al mundo, si es que no para salvar a Chile de una dictadura.

Hijos como Ricardo Palma Salamanca, el justiciero de nuestra transición a la democracia, hijo de padres y hermanas y primos comunistas, en cuya casas, en sus palabras, se almorzaba materialismo histórico y se cenaba materialismo dialéctico. Hijos que nacieron con un mandato justiciero, que cargaron con una herencia de frustraciones y que fueron llamados a tomarse revancha después del fracaso de sus padres por conquistar el socialismo. Hijos como los que retrata El edificio de los chilenos, el documental de Macarena Aguiló, la hija del jefe militar del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el MIR, que vivió en un edificio cubano en que quedaron los hijos de guerrilleros chilenos, a cargo de un tutor o padre postizo, mientras los padres sanguíneos se iban a liberar a Chile de la dictadura de Pinochet, padres jovencísimos, que aún diez años después del fracaso del Che Guevara en Bolivia estaban convencidos de que era posible sembrar focos guerrilleros en una cordillera del sur chileno, porque así había comenzado la revolución cubana, con un puñado de hombres, porque claro, siempre era un puñado de hombres; padres que siguieron el camino trazado por Regis Debray y que murieron exterminados cruel y fácilmente, porque estaban infiltrados, porque la idea era descabellada, porque en Chile, definitivamente, los campesinos no estaban por apoyar una revolución.

Y están los hijos de esos padres comunistas chilenos, que tras el fracaso de gobierno socialista de Salvador Allende, consintieron que sus hijos ingresaran como aspirantes a oficiales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Cubanas, hijos que recién habían aprendido a afeitarse, que creían que era su deber vengar a sus padres, que una vez egresados de la academia militar se fogueron en Centroamérica antes de pasar clandestinos para enfrentar al tirano en Chile. Hijos como Raúl Pellegrin, como Roberto Nordenycht, como José Valenzuela Levi, tantos hijos sacrificados por una causa digna y valerosa, pero que a fin de cuenta no fue más derrota. La gran victoria de esa generación fue salir vivos, y luego, de construir una vida, de tener el respeto y el cariño de los hijos.

De eso, a fin de cuentas, trata el libro de Laurence Debray. De lo que dejó el sueño de la revolución y, de paso, también, la dictadura; de la herencia, del patrimonio, de lo que sobrevive de ese pasado delirante y a la vez épico.

JCP: ¿cómo se tomaban estos padres este libro? Porque a mí no me gustaría nada que mi hija escribiera un libro y contara todas esas cosas de mí, aunque tuviera razón. Creo que ese es un tema que debe haber sido difícil y que tiene una motivación para hacerlo.

Laurence Debray (LD): Sí. Tenemos un modo de comunicación un poco particular en la familia, nos comunicamos a través de libros y eso toma tiempo. Mi padre escribió un libro que se llama La República francesa explicada a mi hija y le contesté escribiendo esa biografía sobre el rey de España. Yo no hice ese libro sin la autorización de ellos. Incluso, no lo quise hacer contra ellos. Me parecía más leal primero escribirlo estando ellos vivos pudiendo leerme. Ellos ya sabían que intentaba romper el silencio. Tú hablaste de romper el silencio del pacto del Partido Comunista, ese silencio que estaba en mi familia, que ellos nunca contestaban a mis preguntas. Sabían que estaba haciendo una investigación y sabían que lo tenía que hacer de un modo un poco raro, porque ellos no contestaban a mis preguntas. Fue difícil para ellos leerme. Les hice leer el manuscrito varios meses antes que se publicara, incluso ellos me pidieron quitar ciertas cosas, lo que hice, porque, una vez más, no era un libro contra ellos, primero era un libro para mí, que me sirvió de terapia, pero también pensaba que con ese libro iba a poder establecer un diálogo con ellos. Dices que es un ajuste de cuentas, yo no lo quise hacer así, claro, hay críticas, pero también hay un cuestionamiento de una época, un análisis de lo que les había pasado primero, para entender mi herencia. Entonces, me imagino, yo sé que es muy difícil, sé que, si a lo mejor mis hijos van a escribir un libro sobre mí, lo voy a pasar mal, pero también es un tema generacional, la generación siguiente creo que tiene derecho a desmitificar ciertas cosas, a intentar entender el pasado de sus padres. Todavía les hablo, todavía me hablan y creo que al final, como el libro tuvo mucho éxito en Francia, eso como que ayudó. Hay una forma en francés que es: «hacer tragar la píldora». Ese éxito les ayudó a tragar esta píldora que es este libro.

JPC: Entre las muchas cosas que cuenta este libro, también habla de la relación particular, excepcional, que tenían tus padres, porque es un amor muy atípico y ambiguo también. Hay algo que mezcla progresismo de izquierda más de los 90, donde hay mayor sinceridad en las relaciones, pero también bastante de esa patriarcalidad y ese conservadurismo de la izquierda tradicional de los años 60, donde hay una figura masculina que tiene derecho, que pareciera ser distintos a los que suele tener la mujer. Tus padres no vivían juntos, pero seguían manteniendo una relación. Ahí hay algo que tu trabajas, pero me parece que, yo no sé si tiene que ver con las cosas que te exigieron sacar o no, o que te pidieron sacar tú padre o tú madre, respecto a la relación que tenían ellos, este trato.

LD: No. Había escrito varios detalles sobre la tortura que sufrió mi padre en la cárcel, por ejemplo, y él me pidió quitar eso porque, primero, era algo muy íntimo, no quiso hablar de eso nunca y porque me dijo que él vivió, como mucha gente murieron, y le parece algo poco interesante saber algo que él había sufrido en la cárcel mientras que sus compañeros habían sufrido mucho más. Es verdad que intenté entender la relación entre mis padres, que es una relación de amor mezclada con política, mezclada con desilusiones. Mi padre entra en ese rollo gracias a mi madre en Venezuela, es un francés de 20 y pico de años, filósofo, que quiere entrevistar a guerrilleros, pero ni habla español, ni sabe con quién hablar. Mi madre le abre las puertas de ese mundo. Pero luego, claro, mientras él pasa cuatro años encerrado en la cárcel, mientras mi madre evoluciona intelectualmente, políticamente, él se queda un poco suspendido. Esa es la impresión que tengo.

Algo que nunca entendí, mi madre se casa con él en la cárcel y en ese momento está condenado a 30 años de cárcel. Yo no sé si me casaría con un hombre condenado a 30 años de cárcel. Me parece algo insólito. A lo mejor eso era lo romántico en aquella época, no lo sé. Yo hablo desde mi generación, desde mi punto de vista, tuve una infancia, como tú lo dijiste, muy protegida. No he sufrido como ellos y, además, conozco el final de la historia, de esa gran epopeya política. Llegué también a una Francia desacomplejada, después del mayo del 68, ya las mujeres se han liberado también, las relaciones sociales han cambiado. Entonces, cuando ya se reintegran a Francia, tienen cada uno esa independencia que viven cada uno en su departamento, siguen casados, pero cada uno con sus vidas. Creo que también la política impactó esa relación de amor, fue el factor que destruyó esa relación y no consiguieron tener una familia a pesar de haberlo intentado. Lo que quisiera subrayar es que mi madre es una de las pocas heroínas «revolucionaria» de esa época. Había muy pocas mujeres en esa época que eran valientes y mi padre tuvo que lidiar con esa mujer fuerte, con carácter fuerte, que incluso discutía con Fidel Castro, que ella nunca estaba de acuerdo con nada y no tenía miedo a nada. Pero también mi abuela, la madre de mi padre, estaba metida en política en una época donde había pocas mujeres en Francia metidas en política, porque la mujer tiene derecho a voto gracias a De Gaulle luego de la Segunda Guerra Mundial. Mi padre, entonces, tenía que lidiar con esas dos figuras femeninas. No sé cómo lo vivió, pero yo sentí que era difícil para él.

JCP: Hay una de las cosas maravillosas, sabrosas, que aparecen en este libro, esa relación con el modo en que la autora desarrolla una personalidad, una manera de ser, una manera de pensar, en el contexto de padres y un entorno muy politizado y muy vinculado a la izquierda renovada o no. Pero resulta que Laurence, por una suerte de posición, extraña posición biológica, toma un camino que es distinto y que llega a los 10 años a poner en tu pieza una foto del rey de España en este contexto. Cosa que es muy provocativa, que debe haber sido muy difícil para ti, para tus padres, ese choque de fuerzas. Me hizo recordar una película de Woody Allen que aquí es conocida por Todos dicen te quiero. Es un musical, donde trata de una familia que son todos demócratas, excepto uno, el hijo, que es republicano, y que para ellos es fatal, y que es motivo de discusiones familiares de los almuerzos de los días domingos, siempre es el que lleva la contra. Un día descubren que este hijo republicano tiene un tumor y hay que operarlo de urgencia, lo operan y cuando despierta queda bien y queda demócrata, se le quita lo republicano. Esa perturbación es atribuida a un tumor. No quiero proyectar nada… (risas), pero imagino que debe haber sido difícil para ti como para tus padres: ¿cómo te explicas eso?

LD: Es un fallo genético, es la única manera en la que me explico eso. Lo que trato de explicar es que viví un mundo de maniqueísmo. Cuento en mi libro que a los 10 años mis padres que me veían un poco tibia en la política, me mandaron un mes a un campamento de pioneros en Cuba y al otro mes a un campamento de hijas de/ hijos de estrellas de cine en California y luego regresando tenía que escoger bando, si era Cuba o Estados Unidos. Yo regresé y les dije: «ninguno de los dos, yo quiero quedarme en Europa y que me dejen en paz con esa cosa política». Yo no soy de derecha, pero yo vi el lado trágico de la política, lo vi a través de ellos. ¿Por qué pongo la foto del rey de España? Porque es una historia que acaba bien, no hay sangre, no hay muerte.

JCP: Excepto lo de los elefantes.

LD: Pero eso no se sabía, eso no lo sabía yo. Igual eso me hubiera traumatizado, pero en esa época era el que evitó una segunda guerra civil a España, que impidió un golpe de Estado de España, que se llevaba muy bien con los socialistas españoles, que había democratizado el país y era guapo y simpático, para mí lo tenía todo, no había tragedia. Mi padre quita el cuadro del rey de España y pone una foto de Mitterrand. Para mí fue muy violento porque no respetaba a mis héroes. Lo que quiero decir es que me alejé de las ideologías políticas, no es que tuve un rechazo a la política, que sea de izquierda o de derecha, yo no quiero meter mi felicidad, mi destino y mi familia en manos de la política.

JCP: Rodrigo, ¿no sé si será oportuno dar la palabra al público?

Rodrigo Rojas (RR): No sólo es oportuno, es necesario. Quiero que sepan que aquí hay un micrófono abierto para que puedan participar. Mientras se animan me gustaría hacer a mí la primera pregunta. Ya que Juan Cristóbal tocó el tema de la diferencia política, muy gracioso que se manifestara de esa manera a los 10 años y lo señalaron como un factor genético, biológico, me imagino que en chiste. Me gustaría a mí volver al cuerpo, porque en el libro, justamente, en un capítulo que se inicia en el año 73, 76, que habla de cómo van huyendo los revolucionarios, tanto de la dictadura en Chile, o en el 76 la dictadura en Argentina. Tú dices haber heredado un miedo a los militares, que todo uniforme te hacía sentir insegura y tú te preguntabas si es que acaso eran personas que te iban a dañar a ti, te iban a apresar, incluso a torturarte. A mí me volvió justamente la pregunta sobre las herencias, cómo uno puede heredar temores y, a su vez, tener independencia en las ideas. Supuestamente los temores son mucho más profundos, quizás más determinantes: ¿cómo se garantizó esta libertad de pensamiento en tu caso? ¿Fue la presencia de esta figura Jeanine, esta abuela?

LD: Totalmente. Mira, hay una herencia de lo que tus padres tratan de transmitirte y de lo que no te transmiten y a la vez te construyes con eso. Ellos me transmitieron a través de los cuentos de todos los exiliados que pasaban por la casa, y quiero subrayar que en esa época la izquierda francesa, el partido socialista francés, gracias en parte a mis padres, ayudaron muchísimo y acogieron varios exiliados latinoamericanos, vivían

la causa como si fuera de ellos en una manera muy personal, eso cambió. Ese miedo de las fuerzas armadas y de un uniforme se quedó en mi muy profundamente, a pesar que las fuerzas armadas francesas son democráticas, pero incluso cuando había un policía que ayudaba a los niños a cruzar la calle me daba mucho miedo pasar por ahí delante de ese señor. Me sirvió, porque cuando conocí a Chávez, un poco por casualidad en Venezuela lo entrevisté cuando hacía su campaña electoral, en seguida dije: «pero es un militar, ha hecho además un golpe de Estado, ahí hay que tener cuidado». Pero claro, como dijiste de manera muy justa, yo tuve el ejemplo de mis abuelos paternos que me dieron esa estructura familiar y ellos habían salido de la Segunda Guerra Mundial, después de una resistencia difícil y querían aprovecharse de la vida, querían gozar de la vida. Mis padres no gozaban de la vida, mis padres estaban con esa misión que les impedía gozar de la vida porque estaban con esa obsesión de tener un impacto sobre la historia. Pero me transmitieron una libertad, la libertad de poder pensar como yo quería pensar, de poder escribir ese libro, me dieron ese valor, incluso me dieron ese adoptar otros padres, que ellos, que fueron figuras importantes en mi vida, me dieron al final la libertad de construirme como yo quise, incluso contra ellos. Es por ello que también en ese libro les rindo homenaje de haberme construido así. No creo que piensen que me quejo de primera página al final, también les rindo un homenaje a ese un compromiso, a esa manera de no ser padres normales, porque gracias a ellos es que salió ese libro.

JCP: Entre los muchos chilenos que aparecen y desfilan en este libro está el nombre de Max Marambio, que tú cuentas acá que siendo más o menos adolescente, te mandan a Cuba y le confían a Max Marambio una cantidad importante…

LD: Tenía 10 años.

JCP: 10 años, preadolescente. Le confían a Max Marambio una cantidad importante de dólares, tú hablas de cientos de dólares, hablas de Max Marambio como un chileno reclutado por el régimen cubano, para ejecutar todo tipo de trapicheos, un poco más adelante dices que: «espero que algún día sienta remordimiento y me devuelva el dinero con los intereses acumulados durante 30 años». Yo no sé si está presente en este momento Max Marambio, ¿no ha venido acá a escuchar? Me gustaría escuchar más de eso.

LD: Mis padres me llevan al aeropuerto prometiéndome que iba a pasar unas vacaciones maravillosas en Cuba, en la playa. Entonces yo llego con mis faldas de parisina y no sabía en realidad lo que me esperaba, que era un campamento de pioneros con entrenamiento militar. Se cruzan con Max Marambio en el aeropuerto de Paris, me acuerdo que llevaba una maleta Louis Vuitton, eso me marcó mucho, y se abrazan y amigos: «mira mi hija se va sola a Cuba, te dejo un par de dólares para que ella pueda sobrevivir». Me iba dos meses y en esa época casi todo estaba dolarizado. Max Marambio, saliendo del aeropuerto, pues se va y no me da los dólares, me quedo sin un duro en Cuba a los 10 años. Hace parte de la desenvoltura del personaje, que por cierto era muy simpático, a lo mejor lo es todavía, pero era una pequeña broma sobre el hecho de que hay gente que se aprovecharon de la revolución y otros no.

(Pregunta del público): Tu mamá es venezolana, y entrevistaste a Chávez en una oportunidad, en el 98. ¿Cómo vez justo hoy día, un día clave por lo demás, la situación de Venezuela?

LD: Venezuela para mí es un dolor inmenso. Yo tengo mi corazón en Venezuela, tengo mi familia en Venezuela, supe gracias a mi madre, que vio venir a los castristas, inmediatamente supe que eso no iba a ser un plan muy positivo para Venezuela. Hay que reconocer que Venezuela estaba en una crisis, eso puede chocar un poco, pero Chávez no llegó por nada, llegó porque el país tenía problemas graves. Hoy en día es el Titanic Venezuela. Estuve hace dos meses, después de 10 años de ausencia, porque es muy difícil para mí ir, no tengo el pasaporte venezolano, el mío está vencido y no me dieron uno nuevo, etc. No sé qué va a pasar hoy, pero es un día importante para Venezuela, espero que no haya muchos muertos, ya hubo bastante. Lo que quiero decir es que el cotidiano ahí es muy humillante, todo es humillante en Venezuela hoy en día y nunca pensé ver a mi país derrumbarse, pensé que claro, había problemas, pero era una estructura, había un Estado, había carreteras, no sé. Me traumatizó bastante, no soy la única, de ver a un país donde no hay Estado, donde ni siquiera hay Estado de derecho, donde ya la sola cosa de abrir el grifo no hay agua, de no haber internet o electricidad y de correr un peligro muy grande de no poder hablar de política en realidad. La gente en Venezuela tiene miedo y sólo quiere comer. Es un inmenso dolor, pero espero ver hoy la luz al final del túnel, pero está todavía muy confuso, incluso, no sé si los venezolanos aprendieron de todo el dolor que han pasado. A veces hay una gran inmaduridad política y es un reproche que les hago muchas veces de haber sido tan ingenuos. En fin, espero que esta noche sea más positiva para mí y para Venezuela.

Cecilia García-Huidobro (CGH): No he terminado de leer Hija de Revolucionarios, pero quisiera decir, de todas maneras, que ha sido un libro que realmente me ha impactado muchísimo, el tono que tiene, la distancia en que te mueves en relación a la forma de dar el testimonio, en fin, realmente me parece para mí una de mis lecturas importantes. Quería preguntarte, con esta vida compleja que te tocó, sobre todo esta infancia, ¿qué papel ha tenido para ti el sentido del humor? Tengo esa impresión, pero quería que tú lo comentaras, me da la impresión de que es parte muy constitutiva tuya.

LD: Si, tiene razón. A lo mejor heredé eso de mis abuelos. Los comunistas y los revolucionarios no tenían el sentido del humor para nada. Entonces, yo casi por oposición, o para salvarme, empecé a tener ese sentido del humor, esa distancia con el drama, porque es muy difícil sobrevivir a estos dramas, ustedes lo vivieron aquí, yo lo viví porque me lo han transmitido, no lo viví yo personalmente, pero el sentido del humor yo creo que me salvó y lo heredé de mis abuelos paternos y yo creo que siempre hay que guardarlo porque eso te da una distancia con los acontecimientos, te salva. Pero los dictadores no tienen sentido del humor, lo comunizan los revolucionarios. Yo creo que hoy en día Maduro no tiene ningún sentido del humor y Guaidó sí lo tiene mucho. Gracias, me emociona mucho lo que dijo sobre mi libro.

RR: Tú hablaste de forma muy tierna cuando dijiste «mi país» refiriéndote a Venezuela, y me pregunto, no solamente con ese afecto, sino también en tú castellano, podemos escuchar claramente esos rastros de Venezuela. La traducción de tu libro al español: ¿tuviste oportunidad de revisarla y preocuparte de que ese eco venezolano esté en esa lengua?

LD: No. Es una pena. Anagrama lo compró muy rápido mi libro y lo tradujeron en seguida y no tuve oportunidad de trabajar con el traductor y me quejé mucho porque me hubiera encantado hacerlo. Pero los españoles, además, catalanes, son muy cerrados, no pude negociar.

RR: Este libro recibió el año 2018 un premio al mejor libro político del país y ese apellido es importante, porque es una autobiografía, es la memoria de una hija, pero se instala dentro de un lenguaje político. ¿Cómo funciona este libro, por ejemplo, actualmente, con las tensiones que hay ahora en Francia, con los reclamos que existen ahora?

LD: Sí, tuve 3 premios y me ilusionó muchísimo. Mi libro llegó con la llegada al poder de Macron. Macron echó un poco la generación de mis padres del poder. Es una nueva generación que llegó al poder. Es una pequeña revolución porque estaban muy amarrados al poder y o pensaban en irse, no querían retirarse. Entonces, hubo un cambio de generación. Mi libro llegó en ese momento y creo que acompañó ese cambio, pero mi generación, la generación de Macron, podemos hacer política de manera diferente. No es un partido político, porque los partidos políticos franceses se derrumbaron frente a ese movimiento de Macron. Yo creo que ya hubo ese cambio generacional y esa nueva visión de hacer política. Cuando mi libro salió tuvo ecos en lo que estaba pasando también en Francia. Tuve enfrentamientos con la izquierda más radical, que no tienen sentido del humor y que no les gusta mucho que uno pueda desmitificar a los mitos, o que pueden tener una visión un poco más crítica de esos combates. El tema fue Venezuela, porque le intento decir en el libro que esa incierta izquierda francesa puede apoyar a Chávez, puede apoyar a Fidel Castro, pero no viven ahí las consecuencias de esas revoluciones. Ellos son diputados o senadores, viven muy bien y claro, desde Paris es muy fácil hacer la moral y decirles, tienes que ser y aplicar ese socialismo del siglo XXI, pero no pasan por el hambre, no tienen la libreta, etc. Eso para mí es muy doloroso, porque yo tengo mi familia ahí, sé lo que pasa ahí, voy ahí, y tener a gente que cuando van están en viajes oficiales y no ven la realidad y además tienen esa arrogancia de hablar para el pueblo, al nombre del pueblo, me parecía algo que había que denunciar.