Empecé a leer crónicas a los trece años, específicamente las Confesiones imperdonables, de Daniel de la Vega. Mi padre no tardó en desestimar esa lectura y en nuestra casa de Punta de Tralca empezó a prestarme uno a uno los libros de Joaquín Edwards Bello. Anteriormente, frente a una librería del centro, me había hablado de Edwards Bello sentía un gran resentimiento frente a su clase social a la vista de un tomo de sus Obras escogidas expuesto en la vitrina. Mucho después, a los dieciocho años, fui deslumbrado por Roberto Arlt. Y más tarde me dejé llevar por Montaigne y por biógrafos y ensayistas ingleses que bordean la crónica: Johnson, Lamb, De Quincey, Hazlitt, Chesterton.

Algo significativo en relación a Edwards Bello es que había mantenido una discreta amistad con mi abuelo paterno. Ahora que lo pienso, muchas de las lecturas de la adolescencia estuvieron para mí marcadas por la cercanía de los autores con mi familia. Era el caso del doctor Juan Marín, cuyo libro de viajes La India eterna es muy apreciado por los libreros de viejos y aún tiene, me imagino, sus secretos lectores. Se trataba, de cualquier forma, de relaciones que se habían dado en un tiempo remoto, de las cuales sólo quedaba testimonio en los relatos familiares y en algunos libros de la biblioteca de mi abuelo.

Nunca imaginé que terminaría ejercitando el género. Mis intentos literarios estuvieron dirigidos en un largo período inicial más que nada a la poesía, a los textos teóricos y con una intensidad muy menor a la narrativa, donde espero alguna vez poder hilar una cosa con otra. Para mí, la crónica presenta varias facilidades que logran conjurar una inclinación a la molicie que me incomoda bastante: la obligatoriedad de los plazos, la restricción del formato, la necesidad de mantener una claridad mínima. Me he comprometido a escribir crónicas semanales porque de otro modo no lo haría jamás. No me levantaría jamás en medio de la noche para anotar una frase o un párrafo de una crónica, como sí me sucedía hasta hace poco con la poesía.

En general, lo que más me gusta es pensar libremente, es decir, sumergirme sin instrucciones en un amnios en donde se proyectan las reflexiones, los recuerdos, el fantaseo y también la ausencia de contenidos. Me parece que las crónicas son un cauce en que este estado fluye parcialmente.

Nunca diseño una crónica y por lo tanto no sé, al momento de sentarme a escribir, cuál va a ser el tema y menos el resultado. Lo único que sé es que, cualquiera sea la extensión de la espera o el tipo de humor que me afecte en el momento, al final surgirá una especie de segunda voz levemente desfasada de mi conciencia.

Más que una ética, un apego a la técnica me impide inventar cuando escribo este tipo de textos. Es posible que me equivoque en datos, que cite de una manera descuidada o que algunos recuerdos sean simples espejismos, pero no le encuentro demasiado atractivo a la ficción en este caso. Me interesa más fijar como se pueda la realidad, desvanecida o presente, en su espesor de belleza, de absurdo y aún de ininteligibilidad.

Alguna vez me han señalado que los libros con recopilaciones de crónicas tienen menos valor que aquellos en que el autor se involucró en un proyecto privado y difícil. Sigo alimentando la utopía de embarcarme en una tarea semejante. Sin embargo, en estas compilaciones, con el paso del tiempo, se van borrando las huellas del trabajo rutinario y asalariado, para quedar simplemente lo que las sostiene: la escritura más o menos feliz.

Roberto Merino, columnista de Las Últimas Noticias, ha publicado los libros de poesía Transmigración (1987) y Melancolía artificial (1997), y los volúmenes de crónicas Santiago de memoria (1997), Horas perdidas en las calles de Santiago (2000) y En busca del loro atrofiado (2005).