El oficio de ghost writer –me consta– es mucho menos glamoroso, dramático y rentable de lo que supone El escritor oculto, el último y encantador largometraje de Roman Polanski. Sería una estupidez sin embargo agregar otra acusación –la de andar mistificando– a las numerosas que ya tiene. Si lo hizo, fue solo porque es difícil que la experiencia cotidiana de un escritor negro supere en interés a la crónica de la vida diaria de una cucaracha.

El gran pecado de todo ghost writer es tener una relación del todo funcional, higiénica, distanciada y absolutamente instrumental con las palabras. También es cierto que no es una delincuencia menor su impostura, esto es, el hecho de ser y de andar diciendo que no es. Como en el espionaje, lo propio de este oficio es la invisibilidad y el anonimato y en una época que aprecia tanto el valor de “la autenticidad” esta faceta es por supuesto inaceptable.

No solo eso. El mito de la creación literaria en estado puro, tal como la utopía de la iluminación ensayística fulminante o del testimonio autobiográfico intransferible, son construcciones absolutas que asumen que las palabras son dictadas por una región del cerebro donde la inspiración se cruza con la conciencia, viaja por la memoria, circula por las páginas del código genético y se junta finalmente con el alma. Que venga entonces un cagatintas cualquiera, de prosa impía y tarifada, a representar lo irrepresentable sin duda que para los dioses del arte constituye un escándalo.

Pero, qué diablos, la escritura mercenaria también puede ser una necesidad. Necesidad tanto del que ofrece servicios en este terreno como de quien los contrata. No es este el único plano donde las convenciones políticamente correctas operan sobre supuestos enteramente descabellados. Asumir que todos están habilitados para juntar exitosamente las palabras es una ficción que no resiste análisis. El hecho indesmentible es que hay mucha gente ágrafa: simplemente el lenguaje escrito no se les arma. No es un estigma ni una infamia. Se puede escribir mal y a pesar de eso ser buen ciudadano, un gran empresario, un político destacado o una excelente persona que califica con holgura en distintos planos de actividad.

Dudo que hubiera llegado a escribir por otros si no hubiese trabajado durante más de una década como escribidor en un banco. El título era de relacionador público pero sospecho que con lo único que me relacioné fue con las máquinas de escribir. Estoy hablando de los tiempos anteriores al computador. Le hice a todo: al texto corto y al largo, al folleto y al aviso de prensa, al discurso y la memoria, a la carta de saludo y a la de descargos ante la superintendencia del ramo. Fue una gran escuela. Esa experiencia terminó acercándome a los temas económicos y de políticas públicas, que sería después el ámbito donde intervine en algunos libros.

Pero el encargo más interesante fue el que cumplí con mi amigo Juan Miguel Arraztoa, compañero de los años de colegio, periodista de formación, hombre sabio y gozador nato de la vida, cuando nos hicimos cargo de las memorias del empresario Milan Platovsky (Sobre vivir, Ed. Andrés Bello, 1997). Si me atrevo a citar ese título, es porque nuestra participación está acreditada en el texto y por otra razón que es muy reveladora. Cuando convinimos con Milan las condiciones de nuestro trabajo (al final, estuvimos escribiendo más de dos años, reuniéndonos una vez por semana en torno a un fantástico almuerzo y viajando al final los tres a la República Checa y a los campos de concentración en Polonia) en lo que más le insistimos fue en que éramos personas serias y le íbamos a garantizar absoluta reserva en nuestro trabajo. Milan agradeció la deferencia y dijo que la valoraba. Pero cuando nos levantábamos de la mesa donde habíamos sellado ese solemne pacto de silencio, él se encontró con un amigo y nos presentó:

–Son mis biógrafos –dijo.

Milan –personaje práctico y humanamente excepcional– tenía menos tranca con la figura del ghost writer que nosotros y que nadie.