Libros vacíos, papeles falsos

Presentación de Alejandro Zambra

1.Quizá exagero la simetría: son dos mujeres, mexicanas ambas, cada una con dos libros. Y acaso los títulos conforman una suma (o una resta): si sumamos (o restamos) El libro vacío y Los años falsos nos da Papeles falsos. Pero qué distintas son, en otro sentido, sus trayectorias. Josefina Vicens publicó muy poco y tardíamente: su primer libro apareció en 1958, cuando ella tenía 47 años, y el segundo en 1982 (a los 71), mientras que Valeria Luiselli ni siquiera ha cumplido treinta y ya publicó Papeles falsos (2010) y Los ingrávidos (2011).

Tampoco quiero exagerar las semejanzas. Yo solo digo que entre estas narradoras hay un aire de familia. Y que no creo que se trate de un hecho aislado, porque Josefina Vicens figura en el árbol genealógico de varios escritores latinoamericanos. Por lo demás, estos nuevos padres o abuelos (orilleros todos, de un modo u otro, del boom: Julio

Ramón Ribeyro, Mario Levrero, Clarice Lispector, Héctor Libertella, Enrique Lihn, por nombrar algunos) no se preocuparon demasiado por la descendencia y quizás por eso nunca fueron lecturas obligatorias. Quienes se acercan a ellos lo hacen –lo hacemos– por pura afinidad.

2. Tal es el caso de Josefina Vicens, una autora todavía semisecreta que prefería la simpleza de las frases naturales, aunque hubiera que buscarlas durante años. En una de las pocas entrevistas que concedió, cuenta que alguna vez Juan Rulfo le preguntó por qué tardaba tanto en publicar otra novela, y la broma tenía sentido, pues finalmente la obra de Vicens fue incluso más breve que la de Rulfo: la edición de sus dos obras que hizo el Fondo de Cultura Económica cabe hasta en el bolsillo de la camisa.

Josefina Vicens tardó ocho años en escribir El libro vacío, que pone en escena, justamente, el proceso de un narrador (un hombre, en sus dos novelas la autora opta por una voz masculina) que lucha contra la página en blanco: «Esto que ves aquí, este cuaderno lleno de palabras y borrones, no es más que el nulo resultado de una desesperante tiranía que viene no sé de dónde», anota el narrador, y remata con estas frases agrias, de obligada e inútil autocompasión: «Todo esto y todo lo que iré escribiendo es solo para decir nada y el resultado será, en último caso, muchas páginas llenas y un libro vacío».1

Parece la pesadilla de un diletante, pero a Vicens no le interesaban las aventuras de taller literario. Al contrario, lo que siente el personaje es el deseo lúcido de construir una obra que merezca existir, a pesar de la palabrería generalizada. «Escritor es el que distribuye silencios y vacíos», dice por su parte Valeria Luiselli en Papeles falsos,2 y en Los ingrávidos la imagen se concreta más, se vuelve infinitiva: «Generar una estructura llena de huecos para que siempre sea posible llegar a la página, habitarla. Nunca meter más de la cuenta, nunca estofar, nunca amueblar ni adornar. Abrir puertas, ventanas. Abrir muros y tirarlos».3

La originalidad de Papeles falsos, por cierto, no está en los temas que aborda, sino en el modo de tratarlos, y aquí también vale otro cliché: como siempre sucede con los sujetos que viven intensamente la literatura, parece que los temas eligieran a Valeria Luiselli, que ella los encontrara de paso, como si de tanto pensar en algunas imágenes accediera, naturalmente, a un desarrollo, a una trama inminente. También es admirable la manera como baraja estos temas: de seguro el libro le debe su –por decirlo de algún modo– integridad a un cuidado proceso de montaje, pero los numerosos títulos y subtítulos nunca llegan a molestar: en lugar de interrumpir la lectura la acompañan, actúan como discretas señales de ruta.

3. Papeles falsos no prefigura una novela como Los ingrávidos, y sin embargo, después de leer ambas obras, persiste una coherencia y hasta parece –exagerando– que la novela fuera la versión ficcional del libro de ensayos. Hay una diferencia importante de grado, en todo caso. La ironía, por ejemplo, en la novela sigue siendo fina, pero de todos modos aumenta. La misma voz que en los ensayos susurra y escribe como para leerse a sí misma, en la novela se abre camino a través de una o de varias máscaras.

La protagonista de Los ingrávidos es una mujer joven que vive con su marido y sus dos hijos en una casa grande y vieja del DF. A veces se corta la luz o se va el agua o se tapa el baño. A veces un fantasma se pasea por las habitaciones y prende la estufa. A veces la mujer escribe con la mano izquierda porque la guagua necesita su mano derecha para dormir la siesta. Pero escribe más bien de noche, como ella dice hermosamente, «una novela silenciosa, para no despertar a los niños» (13). «Las novelas son de largo aliento», apunta la narradora, y más adelante: «Eso quieren los novelistas. Nadie sabe exactamente lo que significa pero todos dicen: largo aliento. Yo tengo una bebé y un niño mediano. No me dejan respirar. Todo lo que escribo es –tiene que ser– de corto aliento. Poco aire» (14). Lo del niño mediano es un chiste: es el hermano mayor, pero como todavía no es grande prefiere que lo llamen el niño mediano. Y el mediano también interrumpe a su madre, con sus innumerables hallazgos y preguntas, algunas verdaderamente difíciles de responder («¿Por qué los animales no pueden salir del zoológico ni tú de la casa, mamá?», 93).

También la interrumpe el marido, que de vez en cuando lee lo que ella escribe y se siente retratado, o bien rebusca, en la ficción, algún posible desmán en el pasado de su mujer. Porque ella escribe sobre sus días de libertad en Nueva York, cuando usaba minifaldas y pasaba el tiempo leyendo poemas y pernoctando con amigos locos y raros, unos años de paseos, de búsquedas medio ociosas y sin embargo fundamentales.

Pero no se crea que Los ingrávidos es una mera novela de añoranzas o que su objetivo es denunciar el marasmo de la vida adulta o algo parecido. El tono de Valeria Luiselli es difícil de definir: en este libro hay mucho humor y una distancia exquisita que aumenta o decrece sin que sepamos preverlo. La novela avanza alternando el presente de pañales y transformers y el pasado neoyorquino de sexo casual, complicidades e imposturas. Trabajaba, entonces, como ayudante en una editorial que publicaba obras minoritarias de la literatura latinoamericana, aunque el gran sueño de su jefe era encontrar al nuevo Roberto Bolaño, por lo que la joven debía leer con ojo clínico a autores que, en todo caso, nunca se parecían lo suficiente a Bolaño. Es así como surge la figura del poeta Gilberto Owen, que de golpe se le vuelve una obsesión, y trata de venderlo inventando que Louis Zukofksy lo había traducido, y traduce ella misma los poemas de Owen, convirtiéndose, de este modo, en una falsificadora profesional. La novela da un inesperado y brillante giro hacia la voz de Owen, que empieza a invadirlo todo con sus peripecias. De pronto es más bien Owen quien cuenta o imagina la historia de la narradora y de paso acaba convenciéndonos de que somos fantasmas vagando por las estaciones de metro. Fantasmas que no asustan a nadie.

4. Si en El libro vacío el protagonista luchaba contra la palabrería o contra la tradición, Los años falsos escenifica el problema de la herencia. «Todos hemos venido a verme», dice Luis Alfonso al comienzo del relato (227) y hay dolor en esa frase, dolor e ironía: tiene diecinueve años pero la muerte de su padre lo ha convertido en un viejo, o en un tipo lamentable que replica, con fidelidad y cobardía, una vida ajena. Gracias a los amigotes del finado, Luis Alfonso hereda el trabajo de su padre como asesor de un político que a poco andar se convierte en subsecretario, y que llegará tan alto como suelen llegar los que obedecen a los jefes y gritonean a los subordinados.

Luis Alfonso se llama igual que su padre y todo el mundo dice que el parecido físico es asombroso. Lo que no saben es que el hijo ensaya ante el espejo hasta los gestos de su padre, pues la repugnancia y la admiración se confunden al punto que ya no quiere vivir por sí mismo. Quiere ocupar un lugar seguro o bien desaparecer, quedarse él en el cementerio y permitir que el muerto vuelva a pasar los días bebiendo, jugando al dominó y durmiendo con Elena, la amante que, ya entregado por entero a la imitación, Luis Alfonso también hereda.

La novela muestra una clase política dispuesta a lo que sea con tal de enriquecerse y el drama del personaje es precisamente ese: que ha sido preparado para el oportunismo y la voracidad, y el deseo de ir contra la corriente no le sirve de nada, pues no tiene fuerzas para ser algo más que esa caricatura que fue su padre.

«Todos hemos venido a verme», piensa entonces, en el cementerio, adonde ha ido con su madre y sus hermanas para conmemorar el cuarto aniversario de esa muerte que él siente como propia: «Yo podría hablarte de lo que es estar allá abajo, contigo, en tu aparente muerte, y de lo que es estar aquí arriba, contigo, en mi aparente vida» (241).

Luis Alfonso no consigue un lugar propio, no trasciende la corrupción que lo inunda todo, mientras que la protagonista de Los ingrávidos es una desarraigada y cosmopolita que quiere multiplicarse, que anhela «el anonimato que conceden las muchas voces de la escritura» (34). Ella es a Pessoa lo que Luis Alfonso a Kafka, por así decirlo.

5. Es posible leer Los años falsos y El libro vacío como relatos íntimos, más bien reacios a dimensiones mayores, pero ese énfasis sería injusto, pues en los libros de Josefina Vicens la intimidad es una condena, el último y obligatorio refugio ante un mundo hecho pedazos. Los personajes quieren integrarse al mundo, pero la única modo que tienen de hacerlo es reconociendo su soledad radical.Los personajes de Valeria Luiselli están menos solos en lo absoluto, porque los acompaña la literatura, que quizás los salva paródicamente, o quizás más bien los salva la certeza de que finalmente sus vidas fragmentarias y fantasmales son narrables, aunque para ello haya que ampliar el edificio literario y traficar con formas nuevas. Los libros de Vicens abordan la parálisis, la tentación del silencio y de la inmovilidad, mientras que en los de Luiselli adulterar los papeles y cambiar de identidad son casi condiciones de existencia.

«Hay personas que saben contar su vida como una secuencia de eventos que conducen a un destino», leemos hacia el final de Los ingrávidos: «Si les das una pluma, te escriben una novela aburridísima donde cada línea está ahí por un motivo: todo engarza, como en la cobija asfixiante que teje una abuela para su nieto» (124). Valeria Luiselli no es, desde luego, una de esas personas: no ha querido normalizar la novela, adecuarla a los modelos rutinarios, no ha querido aburrirnos ni aburrirse, porque adora las lagunas, las fallas, esos múltiples indicios que nos demuestran que hay muchas vidas en una vida, que morimos varias veces antes de verdaderamente morir, que nunca acabaremos de descifrar lo que nos sucede ni lo que somos.


1. México, Sexto Piso, 2011, p. 20.

2. El libro vacío. Los años falsos, México, FCE, 2004, p. 54.

3. México, Sexto Piso, 2010, p. 79.

Una lengua para Pretoria

Valeria Luiselli

Escribía el crítico Jean François Lyotard que la infancia no es un período de nuestra existencia que se acaba y pasa, sino un fantasma que atormenta eternamente nuestros discursos y nuestro lenguaje. Hace más o menos tres años escribí un texto sobre mi infancia en Pretoria para la revista mexicana Letras Libres. El texto, originalmente en español, estaba compuesto por una serie de viñetas no muy bien vinculadas, escritas con la premura de los encargos periodísticos, que servían fundamentalmente para esbozar una imagen de mi infancia en la Sudáfrica de los años noventa, en los primeros años del pos-apartheid. Siempre quise, después de eso, escribir una novela que, más que una tranche de vie propia, o una rebanada autobiográfica, fuera un retrato de una generación: la generación perdida, de los niños que crecieron en la Rainbow Nation de Nelson Mandela y que se hicieron adultos en la Sudáfrica desgajada de los gobiernos de Thabo Mbeki y Jacob Zuma.

Fracasé durante los siguientes dos años, tratando de encontrar el tono justo de una voz, el punto de vista que me permitiera la distancia exacta, las palabras precisas que articularan ese mundo que en mi infancia me había parecido un paraíso congelado en el tiempo y que más tarde se me había revelado simplemente como una historia normal, con final triste o incluso muy triste, como casi todas las historias que vale la pena contar.

Nunca se me ocurrió, sino hasta principios de este año, tratar de escribir esa novela en su lengua «natural». Había pasado cinco años escribiéndola en este español un poco raro –tal vez extraterritorial– que hablo desde que mi familia salió por primera vez de México en el 84, cuando yo tenía un año y medio. Pero nada funcionaba, nada enganchaba; había algo fundamentalmente absurdo en tratar de pensar en una generación de niños y adolescentes sudafricanos con esta voz de mexicana de clase media, ni fresa ni populachera, más chancera que chilanga, que creció hablando inglés en escuelas militares de Corea del Sur o de las excolonias africanas. Era imposible. Era como escribir un libro doblado.

En realidad no llegué yo sola a la conclusión tan evidente de que debía escribir esa novela, Pretoria, en inglés. O en inglés sudafricano, para ser más precisa. O, en mi recuerdo remoto y atravesado de nostalgias del inglés sudafricano, para ser –incluso– honesta. Fue gracias a mi traductora al inglés, una irlandesa brillante con quien intercambio correspondencia casi cotidianamente desde hace ya varios años, que decidí que valía la pena intentarlo.

A finales del 2012 mi traductora tradujo el texto que publiqué en Letras Libres, para mandarlo a una revista canadiense. Cuando leí su traducción me pareció que esa era la versión original, o más cercana a algún original, y que la mía, aunque cronológicamente anterior, era una reescritura del texto a un habla demasiado ajena al mundo que retrataba. Yo tenía que escribir Pretoria en inglés. Una vez escrita, por mí, en inglés, podría más adelante reescribirla en español o pedirle a alguien que la tradujera. Lo importante es que había dado con el motivo por el cual no había funcionado nunca la novela, y era sencillo: no había encontrado un habla.

Digo un habla y no un lenguaje. No creo en la correspondencia cratilista entre el mundo y el lenguaje, en donde las palabras y las cosas tienen una relación unívoca y necesaria; y que me perdonen los filósofos alemanes y los alemanes filosóficos, pero tampoco creo que haya lenguas más adecuadas que otras para abordar temas específicos. Los idiomas no son círculos cerrados que expresan una visión del mundo única y fundamentalmente intraducible.

Sin embargo, cuando se trata del proceso tan difícil de recordar un mundo y tratar de volver a juntar sus pedazos para tejer un tapiz comprensible y sobre todo legible, hace falta ir más allá de las imágenes que conservamos de él. Hay que volver a las palabras exactas y al habla de las personas. Todo eso es traducible, a posteriori; pero no se puede recordar el pasado en traducción.

Nabokov, que era un maestro a la hora de evitar respuestas convencionales a preguntas convencionales, decía que no pensaba ni en ruso ni en inglés cuando escribía, sino en imágenes. Yo no creo que eso sea del todo posible, y mucho menos cuando se trata de escribir a partir de material de la memoria, pues aunque tal vez el oído absoluto para las voces humanas no exista –ya que el oído absoluto está relacionado con tonos y no con timbres– hay un componente lingüístico innegable tanto en nuestra autorrepresentación del mundo como en nuestro recuerdo de esa representación. Creo que era Santayana, ese brillante filósofo medio gringo medio español, quien decía que la lengua de una obra no es solo un instrumento sino una fuente. Yo estoy de acuerdo: y creo además que todas las novelas cuentan siempre la historia de su propio uso de un lenguaje, de cómo abrevan de esa fuente.

Las novelas autobiográficas de Coetzee, para no ir muy lejos, son un ejemplo perfecto de cómo la historia propia es inevitablemente la historia de una lengua, o en su caso de dos. Coetzee creció hablando inglés y afrikaans, como es el caso de muchos bóeres en Sudáfrica. Su familia, de clase media blanca educada, optó por usar en casa el inglés, una lengua más global y culta que el provinciano afrikaans, como suelen decir los propios bóeres sobre su idioma. Coeztee escribe en una especie de primera-segunda lengua (tal vez como fue para Kafka el alemán). Aunque él mismo ha dicho alguna vez que su inglés no está circunscrito a ningún paisaje sociolingüístico en particular, es también profundamente alusivo: alude, como es el caso del español de Bolaño, a múltiples comunidades de habla inglesa, incluyendo por supuesto a la comunidad afrikaaner y su uso particular del inglés.

Escribir en inglés para un sudafricano bóer es un gesto político complejo, que no me voy a detener aquí a discutir demasiado. Sin embargo, para un hablante del español, me aventuro a proponer, escribir en inglés es un gesto que de inmediato parece arribista, inexplicable. Incomoda. Yo crecí hablando inglés, he escrito y publicado muchos textos cortos en inglés, ficción y no ficción, y mi escritura y vida académica ocurren fundamentalmente en inglés. Y sin embargo, hasta hace unos meses me parecía impensable escribir una novela en ese idioma. Tal vez se deba a que tengo tatuada en la conciencia el juicio de Turguéniev que leí una vez en un libro del crítico Gustavo Pérez-Firmat. Dice Turguéniev en una carta: «El escritor que no escribe en su lengua materna es un cerdo y un ladrón».(Turguéniev lo escribió en alemán y no en ruso, pero supongo que las cartas no contaban.)Tal vez por una especie de guadalupanismo muy arraigado, escribir en la lengua del imperio–aunque fuera en un inglés marginal, de las colonias africanas– me parecía o parece una traición: no sé si a la patria, a mi editorial, a mis lectores, o al mexicano que todos llevamos dentro. Será que así somos. Tal vez solo le vendemos el alma a las cosas que nos traicionan, sistemática o potencialmente, o para las cuales nuestra existencia resulta bastante ignorable: los países, las revistas, las editoriales, los idiomas. Pensándolo detenidamente, la lealtad a una lengua es un absurdo indefendible. La lealtad a una lengua es nacionalismo del peor tipo aplicado al lenguaje. Mejor ser leales a las personas, a la escritura, a uno mismo.

Joseph Brodsky, que decía que escribía sobre sus padres en inglés y no en ruso porque en ruso perpetuaría su condición de rehenes en un Estado que nunca los dejó salir de Rusia, describe el bilingüismo con una metáfora curiosa. El escritor bilingüe, dice, «está sentado en la cima de una montaña, mirando ambas pendientes». Esa metáfora, me parece, no es necesariamente muy cercana a la realidad, a menos que se ponga énfasis en la inclinación de las pendientes y en el hecho de que, por lo menos si eres escritor, las cimas de las montañas no son espacios amigables. Si el escritor bilingüe es comparable con un observador en la cima de una montaña, lo es en virtud del vértigo y la consiguiente inmovilidad que le generaría verse en una situación así.

Pero, más allá de mi tal vez injusta y demasiado literal interpretación de la imagen de Brodsky, la metáfora no sirve porque en realidad no hay dos sino múltiples posibilidades para el escritor bilingüe; los dos lados de la montaña son en realidad muchísimos posibles caminos descendientes: el vértigo se multiplica. El escritor bilingüe puede vivir en dos realidades lingüísticas: escribiendo en ambos idiomas sin mezclarlos; puede, como los escritores latinos en Estados Unidos, tratar de habitar dos idiomas a la vez, en una especie de diglosia, mezclando sus aguas; puede, como tal vez haya sido el caso de Kafka, traer al segundo idioma ese no sé qué que quedan balbuciendo; es decir, puede dejar que estructuras de una lengua contaminen y enriquezcan a la otra, sin mezclar sus vocablos; y puede, también, como es el caso de Brodsky, reescribirse y traducirse a sí mismo.

Me quiero detener un rato en esto último, en el caso de las autotraducciones. A pesar de la largga y rica historia de la autotraducción (Chaucer, John Donne, sor Juana, Francis Bacon, Tomás Moro, Beckett, Nabokov, Pirandello, Calvino), hay a veces un aura de sospecha en torno de ella. Es conocida la sentencia de George Steiner en Después de Babel: los escritores son casi siempre malos traductores, sobre todo de sí mismos. Brodsky tenía pésima fama como traductor de sí mismo. Un crítico de la New York Review of Books se refirió a él alguna vez como a un gran poeta ruso, y un poeta menor de la lengua inglesa. Puede ser. A Brodsky, como a varios de sus contemporáneos (el caso más conocido es Nabokov), le obsesionaba la difi d de la traducción del ruso al inglés y generalmente detestaba las versiones de su obra. Se autotradujo, aunque no lo decía tan abiertamente, porque le parecía que sus traductores gringos eran una bola de incompetentes.

Brodsky, en ruso, es un poeta conservador, apegado a la métrica regular y a la rima. El argumento que esgrimía contra sus traducciones del ruso al inglés era, precisamente, la intraducibilidad esencial del verso rimado y la métrica regular. La poesía rusa, dice, no solo echa mano de la rima regular sino que está firmemente arraigada en ella; no es un recurso formal sino una especie de «vehículo» del espíritu eslavo. Dada la complejidad estructural del idioma, según Brodsky, la traducción de la poesía rusa al inglés siempre implica una simplificación y un empobrecimiento del texto. Lo irónico es que la obra poética de Brodsky no solo se tradujo prácticamente entera al inglés, sino que, como Nabokov, se encargó él mismo de traducirla. Y la solución de Brodsky al problema de la supuesta intraducibilidad del verso ruso fue, quizá predeciblemente, nabokoviana: ante la disyuntiva clásica entre la semántica y la fonética, prefirió favorecer la segunda. El resultado de esas traducciones en particular fue, en efecto, en muchos casos desastroso. Pero, para ser justos, contraejemplos de poemas geniales traducidos por él mismo abundan.

Se dirá que la poesía es un caso aparte y que en la prosa no existen tantas restricciones para la traducción o la autotraducción. Pero los ejemplos de supuestos fracasos de autotraducción en prosa también son muchos. Un caso icónico y contemporáneo es el de Cabrera Infante, que ha sido acusado de escribir en un inglés desarraigado de toda comunidad humana, un inglés que abusa de los juegos de palabras y se regodea en ambivalencias semánticas y trucos formales. John Updike, en su famosa reseña sobre la versión en inglés de Tres tristes tigres, dice de Cabrera Infante que tiene «poco tacto», donde el tacto es «la tensión y la economía que se imponen cuando el método y el material están estrechamente vinculados».

Tal vez el hecho de que la historia de las autotraducciones, sobre todo la más contemporánea, se cuente a veces (equivocadamente) como una historia de fracasos sucesivos se deba simplemente a que la crítica literaria ve con sospecha la existencia de dos «originales», donde uno es un poco más «original» que el otro. ¿Hay una diferencia esencial entre la autotraducción y la re-escritura de una lengua a otra? Parecería que sí. ¿O por qué, entonces, no se juzgan con la misma lupa los ensayos de Brodsky, escritos directamente en inglés? No se cuestionan en esos mismos términos las reescrituras de Beckett, las novelas de Conrad y Nabokov, los poemas de Gherasim Luca, para no ir más allá del siglo XX. Es como si el hecho de que existieran dos versiones de lo mismo implicara una dicotomía, una necesidad de votar A o B. Parecería que la admiración que se le concede al escritor que escribe en una segunda o tercera lengua es proporcional a la sospecha que engendra el que decide moverse por sus propios medios entre dos lenguas.

No son siempre transparentes los motivos por los que un autor elige escribir en una segunda o tercera lengua, como sí lo son en el caso de Brodsky. Lo que es cierto es que a veces parece un poco inflada, incluso cursi, la retórica de los escritores bilingües sobre su condición. Acerca de sus distintas «versiones» de Speak Memory, primero en inglés y luego en ruso y de vuelta al inglés, Nabokov decía: «… me consolaba pensar que tales metamorfosis múltiples, comunes entre las mariposas, no habían sido probadas jamás por ningún ser humano». Samuel Beckett, a su vez, decía que su propia lengua, el inglés, le parecía«un velo que uno tiene que rasgar para poder alcanzar ciertas cosas, la nada que se encuentra detrás de ellas». Son extrañas estas declaraciones tan floridas, tal vez no tanto en Nabokov, pero sí en Beckett, maestro de la elegancia lacónica.

Una historia que me gusta, por su sencillez y ausencia de pretensiones, es la de la llegada de Joseph Conrad al inglés. Conrad llegó a esa lengua tarde y por azar. Sabía algo de griego, latín y alemán; hablaba un perfecto francés, y por supuesto polaco. A los veintiún años, todavía un poco sin rumbo, desempleado y sin un centavo, recibe una carta de su tío Tadeo Bobrowski –que fue su guardián y a veces su «nana» desde que Conrad se quedó huérfano–, quien le dice:

¿Con que querías ser marinero? Pues ahora sé
responsable de las consecuencias. Ya traicionaste
mi confianza. Ahora ponte a trabajar en recuperarla;
la vas a recuperar si te aplicas consistentemente
en recomponerte.

Tres días después, acusando recibo del regaño, Conrad consiguió trabajo como marinero en el barco de sonoro nombre The Skimmer of the Seas; un skimmer es un pájaro acuático, pero el verbo skim, curiosamente, también quiere decir hojear. Ahí tuvo por primera vez contacto con el inglés. Escribe en sus diarios:

En mayo de ese mismo año hice tierra en
no conocía a nadie en Inglaterra.
Mis primeras lecturas en inglés fueron del periódico
Standard, y mi primera cercanía de oído con
la lengua fue a través del habla de los pescadores,
de constructores de barcos y de marineros de la costa este…

Conrad describe así a esos hablantes de inglés con los que tuvo ese primer contacto:

Mis maestros fueron hombres de las costas,
de miradas firmes, brazos y piernas poderosos,
y voces gentiles; hombres de muy pocas palabras,
que por lo menos no estaban nunca vacías de
significado.

El inglés de Conrad es un inglés efectivamente gentil, templado, económico. Solía explicar, además, que «si no hubiera escrito en inglés no habría escrito en absoluto». Cito:

Lo único que puedo exigir, después de todos
esos años dedicados a practicar, con la angustia
acumulada de las dudas, las imperfecciones, las
vacilaciones de mi corazón, es el derecho a que
me crean cuando digo que si no hubiera escrito
en inglés no habría escrito en absoluto.

Creo que Coetzee tampoco habría escrito si no fuera porque encontró en el inglés una manera de distanciarse y a la vez acercarse a la realidad sudafricana. Suele expresarse muy críticamente, incluso a veces con extremo desdén, de Sudáfrica. Pero no así sobre el habla sudafricana; yo supongo que un buen escritor puede odiar absolutamente todo, excepto la o las lenguas que ha elegido para expresarse. Coetzee escribió, tras un período en Estados Unidos, sobre su relación con el habla de su infancia:

Lo que extrañaba era cierto vacío,
tierra vacía, cielo vacío, al cual Sudáfrica me había acostumbrado.
Lo que también extrañaba era el sonido
de un lenguaje cuyos matices entendía. El habla
en Tejas me parecía carente de matices; o, si los
había, yo nos los estaba logrando oír.

Coetzee era, de algún modo, un extranjero en el inglés al que migró cuando fue estudiante en Estados Unidos. No creo que sea casual que haya sido ahí, poco después de graduarse como lingüista en Tejas, que empezara a escribir su primera novela, Dusklands.

Voy a citar a otro crítico francés solo para llevarme la contraria. Decía Deleuze que un buen escritor es siempre un extranjero en el idioma en el que escribe. No sé si es solo retórica típica de esos filósofos del lenguaje tan ambiguos. Pero tal vez sea verdad que ciertas novelas son solo la historia de nuestro regreso, en calidad de extranjeros perpetuos, al habla fantasmagórica de la infancia.

*

A medida que empecé a escribir Pretoria en inglés entendí que la novela ni se trataba de mi infancia ni se trataba de una generación sudafricana. Se trataba, en todo caso, de mi experiencia de un habla. Yo creo que todo se puede escribir y todo se puede traducir. Lo que no se puede hacer es traducir a una lengua nuestra relación con la otra.