Jane Lazarre, reescribiendo la historia: el nudo es el comienzo
Carolina Melys

 

«A la niña-mujer que en el pasado había conformado toda mi identidad, contra la que había luchado para entenderla, amarla, liberarla; ahora la miré de cerca y la desterré. Protegida en su caparazón y amarrada a su nudo, se retiraba cuatro, cinco, seis veces al día, cada vez que Benjamin —el hijo— quería mamar».

Esta es la primera escena en que Jane Lazarre habla del nudo materno en su icónico libro acerca de la maternidad, publicado hace 46 años y que no ha perdido actualidad. La contradicción es el eje de la reflexión en que se hace cargo de registrar los detalles y generalidades de una experiencia única: parir un ser humano. Una experiencia relegada al estante de la medicina, abordada lateralmente en la literatura.

La imagen del nudo adoptada por Lazarre en su libro es elocuente y precisa. El nudo como una constante tensión. Un nudo como resistencia, que sostiene a la vez que limita. Es seguridad a costa de libertad. Los antiguos pueblos polinésicos, grandes navegantes, representaban constelaciones y las corrientes del mar con palos y cuerdas. En esos mapas, los nudos representaban las estrellas del firmamento. La imagen de los nudos como carta de navegación es lo que se me viene a la cabeza cuando leo El nudo materno. Lazarre crea una carta de navegación a través de su experiencia de este nudo que, a fuerza de tirones, resignaciones e indecible amor, configura la ruta al descubrimiento de su propia voz. Una voz consciente, situada y que se constituye literariamente cuestionando la idea no solo de la maternidad, sino de la literatura misma.

El nudo es el comienzo, el principio de una travesía. Y en términos literarios implica el desmantelamiento de la estructura clásica de contar una historia. El nudo —el conflicto de la historia— es el punto de partida.

Otro tema relevante que nos plantea Lazarre es el problema de la voz. Porque un texto necesita de una voz. «¿Quién debe contar la historia?» es una pregunta central para quienes escribimos. El poeta Charles Simic lo expresa bellamente en estos versos: «¿Tienes autoridad para hablar/ Por estos árboles deshojados? ». Plantea no sólo la cuestión de la autoridad, sino que desestima de entrada al vate de antaño que pretendía hablar por «vuestra boca muerta».

Jane Lazarre es consciente de la importancia que tiene la voz. Ella misma sitúa prontamente su lugar de enunciación: mujer, blanca, judía, hija de revolucionario comunista y madre de hijos negros. Una constelación de filiaciones que determinan un lugar y un habla. Esta plena consciencia de reconocer su propia voz es el sello de su literatura, entendiendo que la literatura a veces debe despojarse de todo artificio para desarmar la estructura misma del discurso que soporta. «Las herramientas del amo nunca desarmarán la casa del amo», observó con agudeza Audre Lorde, y el discurso de la maternidad no se queda fuera de esa casa. Lazarre advierte ―en su búsqueda por leer experiencias acerca de la maternidad que dialoguen con sus emociones e inquietudes— que la literatura ha construido una imagen de ésta a partir de los relatos de los hijos, pero las madres habían permanecido en silencio.

Tillie Olsen aborda las experiencias de mujeres que han intentado escribir, pero cuyas condiciones materiales o sociales no se lo han permitido. Silencios que son silenciamientos. ¿Cuántas historias se perdieron entre los cuidados de los hijos, el resguardo de la casa, la vida doméstica y/o laboral?, se pregunta Olsen. Sin embargo, y a pesar de que ella misma vivió estas limitaciones, logró publicar uno de los cuentos más representativos del sentir de una madre de clase obrera: «Aquí me tienes, planchando» (1956), en donde una mujer habla de sus propias contradicciones respecto de ser madre, la culpa y la resignación, mientras plancha la ropa. Y no deja de planchar hasta el final del relato. Lo sublime y lo doméstico en una narración excepcional. Para Lazarre, el diálogo con Olsen ha sido fundamental para desarrollar su propia obra.

Voz y silencio no son nunca individuales, tienen una historia colectiva y por eso es un imperativo buscar las formas de nombrar. Sara Ruddick en su clásico The Maternal thinking (1989) cita un estudio en que las entrevistadas —todas mujeres que escriben sobre su vida— suelen hablar de la voz y el silencio: «hablar alto», «denunciar», «ser silenciadas», «ser desoídas», «escuchar de verdad», «hablar de verdad», «palabras como armas», «no tener palabras», «expresar tu intención», «escuchar para ser oída».

Imposible no volver a esa primera representación que nos da la literatura occidental sobre el silenciamiento público de la voz de la mujer. Mary Beard, en su libro Mujeres y poder, describe una escena de la Odisea de Homero, en que Penélope se encuentra ante la multitud de pretendientes que la esperan mientras escuchan las gestas de los héroes cantadas por el aedo de turno. Penélope le pide, ante los presentes, que elija un repertorio más alegre. En ese instante interviene su hijo Telémaco y la hace callar. «Madre mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar, la rueca… El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío». Desde los inicios de la literatura hay una apropiación del relato y se acreditan las voces autorizadas para contarlo. Y la mujer enviada al telar, al tejido, a ese texto mudo lleno de nudos es la que una y otra vez clama por una voz.

Jane Lazarre entendió tempranamente que contar su experiencia era una forma de activismo y también de liberación, aunque entre las feministas de la época no parecía haber consenso sobre la maternidad. La cita de la teórica feminista Ynestra King, ilustraba en 1983 esa constante tensión entre ser madres y ser feministas:

«El movimiento feminista ha hablado por todas las hijas rebeldes e indignadas. Incluso cuando las madres se unen al movimiento, la hija perjudicada que llevan dentro es la que suele poner la voz. Todas y cada una de nosotras conocemos, como hijas, la labor maternal, pero casi todas, habiéndonos convertido en feministas, hemos rechazado a la madre sacrificada, altruista, infinitamente indulgente, mártir, y a la que ama de manera incondicional —así veía yo a mi madre—, esa madre que llevamos dentro de nosotras como parte de nuestro ser, la madre que nos induce a ser cómplices de nuestra propia opresión».

La respuesta de Jane Lazarre es contundente: abrirse al lenguaje de la madre sin olvidar el lenguaje de la hija. Nuevamente las filiaciones que son móviles, flexibles, dinámicas. Entonces, Lazarre se lanza a la escritura no desde la épica ni queriendo ser la voz de nadie más que de su propia experiencia. Y ese es el principio del cambio, desarmar la torre de los grandes discursos tan propio de la literatura, descreer de las representaciones construidas hasta ahora acerca de la maternidad. Una escritura que necesariamente debe escapar de «la voz del privilegio» que en literatura se traducen en linealidad, elegancia perfecta, distancia con los personajes, pero «esa no es mi voz», dice Lazarre, apelando a la «identificación imaginativa» propuesta por el escritor nigeriano Chinua Achebe, en donde la experiencia personal tiene como destino final el conectar con una consciencia colectiva, situándose al lado opuesto de la indiferencia.

La literatura en Lazarre cobra un sentido genuinamente colectivo. Una historia que convoca a otras historias. Una voz que invita y necesita de otras voces para completar esa historia. Una escritura militante no solo por el tema que aborda, sino porque su propuesta literaria se enfrenta a la casa del amo que es la literatura y las herramientas son las voces de mujeres que se acoplan a este coro polifónico, pero disonante, un coro de bacantes liberado ya del yugo de Dionisio para reescribir la historia y dar voz a la mujer: desde Penélope hasta el día de hoy.

 

 

Una escritora en el tiempo

Jane Lazarre

Las personas están atrapadas en la historia, y la historia está atrapada en ellas.

James Baldwin, Notes of a Native Son[1]

 

1.

Soy una escritora de memorias, ficción, ensayo y poesía, pero no suelo pensar en las distinciones de género cuando intento encontrar la verdad de mi experiencia en las capas dispuestas bajo la conciencia ordinaria. Al principio, escribo en la forma que llegue y, a veces, una forma se funde con otra. Al lugar por donde se mueven las subcapas y subcorrientes lo llamo «cauce», pues siempre percibo su naturaleza como subterránea o fluvial. Hace poco soñé con ese espacio interior no como tierra o agua, sino como el barrio de mi infancia en Greenwich Village, Nueva York, donde, a diferencia de la cuadrícula paralela de casi todas las calles y avenidas de Manhattan, los caminos se entrecruzan formando figuras y trazados irregulares. La esquina de la calle West 4th se adentra en West 10th, la calle Barrow forma un triángulo con las calles Hudson y Christopher de cruces muy estrechos, un lugar hermoso y caótico donde aquellos familiarizados con el barrio podrán aprender a orientarse y encontrar el camino. Es como un cauce cuyas corrientes chocan y se desbordan, pensé al despertar del sueño, como las asociaciones libres, los significados que convergen antes de clarificarse, como el aliento que trato de dar a los estudiantes para que aprendan a tolerar las épocas de confusión, incluso la sensación de caos, mientras aguardan a que emerja de todo ello un amago de coherencia. Cuando tenía doce años, pasé una tarde junto a la que entonces era mi mejor amiga y también vivía en una calle del barrio, una tarde llena de juegos sexuales muy excitantes, en que nos tocamos los cuerpos en ciernes mientras jugábamos y bailábamos por la habitación con una emoción que no comprendíamos, solo sentíamos en lo más profundo. He vivido toda mi vida amando a hombres: a mi marido durante más de cincuenta años, a otros amantes anteriores; pero mi amor por el cuerpo femenino siempre ha estado ahí, y pienso con alegría en Virginia Woolf, en su concepto de la mujer artista en cierto modo andrógina, y me gusta imaginarme en sus palabras, pensar el deseo sexual como otro lugar abierto y sin fronteras aunque solo resida en la imaginación, un lugar de confines fluidos donde los géneros humanos y literarios se mezclan.

Tampoco en este ensayo que ahora escribo puede haber una separación neta o clara entre la historia interna y la vida del mundo, eso que algunos llaman «escritura política». La relación se acerca, más bien, a la de las calles de Greenwich Village: cuando bajas por la calle Barrow y, de repente, estás en la calle Christopher. Más al norte, hay otra calle llamada Jane, como yo, y si la sigues hasta el final, hacia el oeste, llegas al río Hudson, con sus famosas corrientes variables. Las geografías de la infancia y los mapas interiores invaden nuestro presente, y quizá aún más ahora, en estos años de pandemia en que las amenazas, cada vez mayores, se ciernen sobre nuestras vidas, sobre nuestra confianza a la hora de discernir la verdad de la mentira; ahora que la amenaza del fascismo se extiende por todo el mundo, y también las amenazas sobre el planeta. Todo ello puede resultar abrumador. Los períodos de tiempo se desploman sobre la vida cotidiana como suelen hacer en las historias complejas, para devolvernos en una espiral hacia los miedos de la infancia y el dolor que creíamos haber enterrado a buen resguardo y superado tras el duelo. De repente, nos encontramos en la agonía de los recuerdos más vívidos, que regresan con todo el brillo de sus colores primarios, cuando pensábamos que se habían difuminado en tonos grisáceos y pastel. Como en la obra de Virginia Woolf, justo cuando acabamos de acomodarnos en un punto de vista, pasamos a otro sin previo aviso. Las voces internas hablan muy alto y entonces tratamos de aferrarnos a una narrativa o, si nos sentimos con fuerzas, dejamos que todas las historias, con sus paradojas y contradicciones, surjan para volver a retirarse.

Mi historia y mi intimidad nunca pueden separarse claramente de mis ideas y convicciones. La voz, esa palabra a veces gastada por el uso con que aludimos a la autenticidad de la escritura, es alta y persistente en la historia de mi vida, y a veces se encarna en la culpa, mientras que otras veces se alza como un muro de sustento donde puedo apoyarme.

Soy una madre blanca y judía de hijos negros. A mi hijo mayor lo insultaron con esa infame palabra que empieza por N[2], como decimos ahora, muchas veces; la primera en Fire Island, Nueva York, cuando tenía tres años[3].

Al pequeño también lo insultaron muchas veces con la palabra que empieza por N, la primera en Massachusetts cuando tenía seis años. A los dieciocho, ya lo había interrogado la policía de Nueva York y de muchos otros lugares por motivos como caminar, correr o montar en bicicleta, y, una vez, lo pararon de viaje por una carretera de Providence, Rhode Island, con su padre, que enseguida le enseñó a poner las manos a la vista en el salpicadero y mucho antes le había enseñado, tanto a él como a su hermano mayor, a no correr por la calle, sobre todo de noche, ni siquiera por nuestra manzana para alcanzar un autobús a punto de irse. Para entonces, varios profesores blancos ya lo habían castigado por señalar aspectos racistas en clásicos de la literatura blanca que, más tarde, acabarían reconociendo muchos académicos literarios. Ahora es director ejecutivo y cofundador de una asociación sin ánimo de lucro dedicada a la juventud negra y latina y, como muchos otros miembros y trabajadores de la organización, muchas veces se ha visto detenido y registrado por la policía, según la tristemente célebre política neoyorquina que, durante tantos años, apuntó a los jóvenes de color para cachearlos simplemente en razón de su color de piel.

A mi hijo mayor, actor de Hollywood, nunca lo llaman para hacer pruebas de los personajes que se asumen como blancos, porque es negro, y su tono exacto de piel morena, igual que el de su hermano y su padre, es totalmente irrelevante.

Con el tiempo, he tenido que hacer mi propio camino a través de una densa niebla de negaciones que acabé llamando «la blanquitud de la blanquitud»; un camino en el que tuve que volver a aprenderlo todo —de mis hijos, de nuestra familia negra, de la música y la pintura y, especialmente, de la literatura— acerca de la historia norteamericana y de la experiencia que yo, como la mayoría de blancos norteamericanos, solo comprendía de un modo somero y general. Ser una madre blanca de dos hijos negros me dio la oportunidad —que yo sentí como exigencia— de enfrentarme a las realidades disonantes que conforman la relación entre madres e hijos con un nuevo significado y una nueva profundidad, pues ellos son tú y tú eres ellos, y ellos no son tú y tú no eres ellos. Los vínculos, tan claros al principio, luego se van diluyendo, y aparecen y desaparecen nuevos tramos de paisaje aún sin nombrar entre los vagos horizontes. Estoy sola en la calle, soy una mujer blanca y mayor, no supongo una amenaza para nadie, o estoy asistiendo a una reunión o un encuentro donde solo hay blancos, y me fundo al instante entre la multitud. Entonces vuelvo a ser la madre de mis hijos, la pareja de mi marido durante medio siglo, y me entran ganas de proclamar a gritos la incomodidad y el desarraigo que siento. Me presentan a desconocidos negros, o me tropiezo sin querer con una persona negra por la calle, y me saludan con abierta o velada suspicacia, y a veces me dirigen palabras o miradas hostiles. Entonces, vuelven las ganas de gritar, de correr a casa para escapar y ocultarme de la cacofonía de visiones simplistas que me rodea. Esta parte de mi identidad es un enclave perfecto para reaprender en todos los ámbitos del conocimiento, incluso cuando estoy sola en mi habitación, escribiendo, estudiando o simplemente contemplando ese espacio donde los sonidos y las imágenes afloran y chocan.

En una sociedad permeada por un racismo enraizado en la historia no confrontada y las consecuencias de catorce generaciones de esclavitud, más cinco de apartheid y leyes Jim Crow,[4] este compromiso converge con dilemas maternos y familiares, con corrientes enfrentadas de apego y separación. Recuerdo mi cuerpo conteniendo y alimentando las vidas de mis hijos, y recuerdo también sus vidas, que de repente salieron de mí. Quiero que mis hijos me conozcan y me quieran como soy de verdad y, aun así, a veces he querido, por encima de todo, ser negra por mis hijos. Durante los primeros años de crianza, a veces me preguntaba: ¿Cuántos errores habré cometido? ¿Cómo puedo protegerlos? Cuando era una madre joven, mi primera respuesta consciente a todas esas preguntas apuntaba, claro está, a la culpa. Pero la culpa, a veces, es una máscara de la ira, y la ira, una vez asumida y determinada, puede abrir una conciencia dolorosa y redentora a la vez.

Me muevo en un vaivén entre el mundo interior y el mundo en que mis hijos, y ahora mi nieta, así como tantos otros niños, viven, un mundo que contiene placeres y alegría, pero también violencia, racismo e injusticias. Inspirada por las narrativas de los esclavos norteamericanos como Frederick Douglass y Harriet Jacobs, y a través de una larga y rica tradición que llega hasta el gran James Baldwin y muchos otros escritores afroamericanos contemporáneos, imagino las vidas íntimas y los peligros externos que otros vivieron, empezando por mi familia. Mi marido se crio en el sur estadounidense bajo el terrible sistema de apartheid, aquí llamado segregación o Jim Crow. La primera vez que acudió a la escuela con estudiantes blancos fue al empezar Derecho en la Universidad de Yale. Él, y desde hace algunos años, también mis hijos, han sido mis maestros más cercanos y pacientes. En todo este tiempo, también he forjado una larga y estrecha amistad con mi suegra, que tiene noventa y ocho años y está en una residencia. Sufre una severa pérdida de memoria sobre los hechos de su vida y confunde las épocas por completo, pero aún nos conoce, aún me conoce a mí, su nuera blanca, a la que lleva queriendo y ayudando desde que tenía veintidós años, y a menudo me recuerda cómo tuvo que defender su amor por mí ante sus reticentes amigos negros.

«“¿La quieres?”, me preguntaban clavándome una mirada que yo les sostenía con firmeza, y les respondía: “Pues sí”». Muchas veces, cuando nos vemos, me repite esa misma frase. Como ha perdido gran parte de la memoria, cada vez que voy a verla temo ser la primera persona de la familia que olvide. Pero no, hasta ahora, siempre me ha conocido. Ambas nos quedamos sin madre cuando aún éramos niñas. Ella tenía cinco años cuando murió su madre, mientras que la mía se fue cuando yo tenía siete, y esa experiencia, que nos marcó para toda la vida, también fue un camino más donde encontrarnos y comprendernos. Hace poco, me preguntó si conocía a su madre; es como si el pasado y el presente se acercaran en su cabeza hasta fundirse. Y la semana pasada me contó una historia sobre una mujer a la que apreciaba mucho, alguien que no era de la familia pero a quien ella, a los quince años, cuando nació su primer hijo, consideraba una madre. Entonces yo la abracé y me bajé la mascarilla para besar su mejilla de noventa y ocho años increíblemente lisa y le dije: «Igual que tú para mí».

Mi suegra es afroamericana y yo soy blanca. Una frase introductoria que, en Estados Unidos, en pleno siglo xxi, aún resulta necesaria. En realidad, nuestras pieles se distinguen apenas unos tonos, pero la historia de nuestro país, con todas sus instituciones, ha determinado nuestras vidas, marcadas por las diferencias del color de piel en la historia y la tradición de los últimos cuatrocientos años.

Hace poco escribí estas palabras en una memoria en la que trabajo últimamente y que narra parte de los largos años de nuestra estrecha amistad. Con toda mi humildad y gratitud, y con la seguridad que he alcanzado a estas alturas de la vida, trato de extender la compasión y la comprensión que siento por mi familia para incluir a otros: extraños, amigos… un mundo más amplio. Las personas negras no me parecen ni misteriosas, ni incognoscibles, ni amenazadoras, ni «el Otro». Y no siempre encuentro que la ignorancia blanca ante las realidades de la raza y el racismo sea algo despreciable o imposible de cambiar. He visto cómo algunos amigos blancos que no disponían del beneficio de la intimidad que yo sí he disfrutado decidían estudiar nuestra historia colectiva y mirar en su interior con valentía para cambiar radicalmente sus ideas políticas y enfrentarse a la vieja y tan arraigada ignorancia. He enseñado a cientos de jóvenes estudiantes blancos, y los he escuchado cuando se atrevían a contar sus historias familiares, a menudo plagadas de racismo. He leído sus confesiones y sus nuevas revelaciones, las historias y percepciones internas que los han llevado a cambiar sus vidas. Y, aun así, la ignorancia de la historia racial y las instituciones racistas, así como el racismo que cada persona alberga en su interior, siguen claramente instaurados e intrincadamente grabados a lo largo y ancho de la tierra. Todos y cada uno de los profesores blancos tienen la responsabilidad de elegir bien la materia de su temario, revisar y afilar sus propias perspectivas, seguir aprendiendo al respecto y hacer un esfuerzo continuo de comprensión.

Yo me dedico a enseñar y escribir sobre asuntos raciales. A veces sueño que soy una mujer de «raza mixta», y las cicatrices de la cara —como marcas de acné adolescente, como cortes rituales— son señales de batallas a las que he sobrevivido. Dentro de la compleja belleza de nuestras identidades, la historia abrasa como un cuchillo, y los blancos estadounidenses deben enterarse bien de que Black Lives Matter, las vidas negras importan, y es necesario repetir esas palabras como un lamento y un grito de guerra.

 

2.

A los veintitantos años empecé a estudiar la obra de varias teóricas de la literatura feminista que trataban de entender la escritura de mujeres, tanto desde una perspectiva histórica como contemporánea, con herramientas construidas a partir de una conciencia en cambio constante. Entre las obras más influyentes escritas durante ese período, una de las más conmovedoras fue La loca del desván: la escritora y la imaginación literaria del siglo xix, de Sandra M. Gilbert y Susan Gubar[5], un estudio de las escritoras del siglo xix y de la «angustia de la autoría». En el fondo de esta idea se concentra, según mi propia experiencia confirmó del modo más rotundo, el terror a decir la verdad sobre nuestra vida como mujeres, la verdad de nuestras emociones, de nuestro cuerpo, del conocimiento, y las preguntas recogidas de la experiencia real. Las palabras de Emily Dickinson resuenan por las páginas de esta obra crítica y transformadora para advertirnos —«Di toda la verdad, pero sesgada»— y recordarnos el terror a la exposición personal. Sin embargo, el corazón de ese terror, como tantas veces sucede, encierra un deseo secreto: decir la verdad no sesgada sino directa, en relatos, poemas y ensayos elaborados a partir de la experiencia, traducidos con valentía a un lenguaje preciso y revelador.

En esa época de la historia literaria estadounidense, las mujeres habían empezado a escribir sobre sus vidas de forma cada vez más numerosa y abierta, como nunca hasta entonces, lo cual provocó una reacción de algunos críticos, que expresaron suspicacias en torno al valor estético de las memorias. Incluso las novelas fraguadas a partir de la autobiografía —como es el caso de muchas grandes novelas— fueron objeto del desprecio y ocuparon una especie de segundo plano en la jerarquía de la seriedad artística, vigente durante muchos años. Todo eso ha empezado a cambiar de modo significativo, pues muchos escritores abrazan la narrativa memorialística o la combinación de géneros, y a veces interrumpen un relato para insertar sus propias voces en la página sin pasarlas por el tamiz de la ficción, para luego volver a introducirse en el personaje con otro nombre. Algunas obras se sirven de la autobiografía explícita en formas que se han dado en llamar «autoficción», para distinguir los relatos elaborados a partir de la experiencia real de aquellos cuyas situaciones e incluso personajes se asumen como «totalmente inventados». Todo ello me parece bastante curioso, como si, de algún modo, la imaginación habitara un reino neurológico claramente separado de la experiencia real, como si los logros artísticos tuvieran que medirse por su mayor o menor distancia de la verdad vivida.

Esta respuesta crítica no es sino una máscara, creo yo, del miedo y la aversión, por desgracia todavía tan comunes y extendidos, a las mujeres que cuentan historias que suelen entrar en conflicto, a veces de forma drástica, con otras versiones anteriores de la experiencia femenina. Con todo, esas historias proliferaron, y muchos relatos verdaderos que antaño podrían haber compuesto novelas hallaron su forma en las memorias literarias; y así, varios relatos clásicos o bien rescatados de autoras se leyeron y concibieron de manera distinta, muchas veces como versiones veladas de sus propias vidas. Las posibilidades literarias de la autobiografía, tanto en el medio académico como artístico, siguen ganado legitimidad a pesar de que algunos críticos se empeñan en reducirlas a una serie de confesiones o estallidos impetuosos sin ningún logro o intención formal. Es interesante señalar que esas categorías tan rígidas empezaron a derrumbarse y doblegarse, así como a extenderse el interés por las formas mezcladas, cuando muchos escritores masculinos decidieron escribir sin tapujos sobre sus vidas, incluyendo sus relatos y novelas en la categoría de ficción pero añadiendo ensayos, franca autobiografía y poesía.

Durante esa misma época, también empecé a enseñar. En los primeros años que pasé consagrada a la docencia, estuve alternando entre la elitista Universidad de Yale, donde todos mis alumnos, por entonces, eran blancos, y el City College de Nueva York, donde enseñaba, básicamente, a estudiantes latinos y afroamericanos.

Una vez, en una clase del City College, estábamos leyendo y disertando sobre las destructivas teorías de la maternidad más virulenta en los niños, que aún prevalecían entre escritores y psicólogos, y tratando de hallar aspectos de esos enfoques en la ficción y las memorias de varios escritores y escritoras. En las discusiones que tuvimos sobre las cargas y luchas de las madres solteras, trabajadoras y pobres, eran las mujeres negras quienes alzaban la voz en defensa de sus madres, pese a ciertos recuerdos de dureza o rechazo, y me impresionó la profunda empatía que mostraban esas hijas, pese a que la mayoría no eran madres, pero sí eran capaces de adoptar y expresar el punto de vista materno. También recuerdo las palabras de una abuela negra de solo treinta y ocho años, que acababa de volver a la universidad después de criar a sus hijos y trabajar de enfermera, y ahora se había convertido en cuidadora primaria de su nieto. «Lo que a mí me gustaría saber es cuándo llegará mi momento», decía cuando hablábamos de lo que Adrienne Rich llamaba «la maternidad como experiencia e institución».[6] Y volvíamos a una de las mejores novelas de Toni Morrison, Sula[7], y al tema de la abnegación, e incluso la automutilación, en aras de la supervivencia propia y de nuestros hijos; a la crítica de Alice Walker ante la dominación masculina cuando imaginaba, en El color púrpura, la forma y naturaleza de la igualdad en el amor heterosexual[8].

Otra voz de aquella época regresa a mí: la de una estadounidense de origen jamaicano hablando del silencio en su vida y de la historia de silencio que todos habíamos estudiado, para revelar, a continuación, su propio relato, tanto tiempo mantenido en secreto: «Ahora digo lo que tengo que decir, porque la vida me ha enseñado que el silencio conduce a la ira, la histeria y la enfermedad»[9].

Más tarde, ya en los años ochenta, con más de cuarenta años, se me abrió una nueva puerta: me ofrecieron la oportunidad de enseñar en el Eugene Lang College, una universidad de la New School de Nueva York, para dirigir un grupo de escritores y profesores en la creación de un programa de escritura que incluía clases introductorias centradas, al principio, en la forma ensayística, para luego introducir paulatinamente todos los géneros de la escritura creativa a medida que los estudiantes avanzaban. Todos los profesores serían autores con obra publicada, pero no necesariamente con un título universitario en su haber. Desde la primera vez que nos reunimos, en ese pequeño grupo de escritores quedó muy clara la pasión que todos nosotros compartíamos: inculcar de algún modo a nuestros estudiantes nuestro amor por la escritura; enseñarles destrezas, oficio, las creativas superposiciones y las borrosas distinciones entre géneros; con el fin de canalizar, a través de la escritura, sus pasiones intelectuales hacia los estudios en que cada uno de ellos se había embarcado y cuyo temario iría recorriendo en esos años universitarios; alentarlos a que contaran sus propios relatos, ya fuera de forma sesgada o directa, a través de la ficción, las memorias, la poesía, los ensayos críticos o personales… pero, cualquiera que fuera la forma o la combinación de formas elegidas, era esencial que aprendieran a emplear sus voces más íntimas, conformadas en la página a partir de su creciente capacidad lingüística en todas sus capas de posibilidades.

Contar y volver a contar nuestro relato es un deseo humano fundamental que, ya de modo consciente o inconsciente, encuentra su vía de expresión en muchas formas. Tanto para los jóvenes escritores que acababan de abandonar el nido familiar, y quizás eran plenamente conscientes de esa historia por primera vez, como para los más mayores, ese deseo surge mezclado con el miedo y la resistencia. ¿Qué pasa si nuestro relato es una tontería? ¿O si no se entiende? ¿Y si resulta feo o desagradable? (En este miedo, quizá, resuenan los ecos de mi despertar sexual junto a aquella amiga de la calle Barrow, un despertar que solemos guardarnos para nuestros adentros, a menudo con nombres y apellidos, pero que, a veces, solo se queda en un sentimiento incipiente sobre nuestros cuerpos, sobre todo en el caso de las mujeres: sus formas y colores aceptables o inaceptables, la necesidad de amor y el miedo al rechazo). Y así, seguimos preguntándonos: ¿Acaso mi relato no interesa a nadie más que a mí? Estas cuestiones asolan al escritor en cuanto se sienta a escribir. Por todo ello, nosotros, los profesores y escritores responsables de los primeros años del programa, nos reuníamos cada semana y hablábamos de las posibles vías para alentar a los estudiantes a arriesgarse a hablar de ellos mismos, ya fuera contando sus historias más íntimas o explicando y analizando textos como una afirmación de la propia autoridad expresada mediante su voz personal, lo cual resultaba aún más difícil para muchos estudiantes. Pese a todos esos miedos —que se hicieron aún más conscientes en cada uno de nosotros a través del consolador espejo o reflejo de la experiencia de los demás, tanto estudiantes como profesores—, estábamos seguros —y yo aún lo estoy— de que, al alentar la pasión de un alumno por un tema —que puede ser su propio yo, la física del universo o cualquier otro—, un profesor puede empezar a desarrollar y expandir las dotes de escritura de ese alumno, su capacidad para escribir bien. Solo estoy diciendo lo que ya han dicho muchos educadores, psicoanalistas, terapeutas y poetas antes que yo: a saber, que la capacidad de aprendizaje está relacionada con el lenguaje y con la pasión —sea cual sea el discurso en que se centre—, y constituye una necesidad, a veces compulsiva, de poner orden en la maraña de la experiencia a través de las palabras. De algún modo, la fascinación abre nuevos caminos cerebrales. La concentración aumenta con el interés genuino. La capacidad se expande mediante el deseo, y así, podemos orientarnos entre todas esas calles intrincadas y enmarañadas que componen el barrio del Village.

Entonces, otra puerta se abre cuando empezamos a pensar en la pedagogía. Expresar las propias ideas o la experiencia en palabras puede ser mucho menos amenazador cuando contamos con las herramientas del lenguaje y la forma estructural. Aun así, el proceso de elaboración puede alcanzar las más altas cotas de intimidad, y por consiguiente, de originalidad y formación educativa, cuando el escritor/estudiante recibe el valor y el aliento necesarios para plasmar los pensamientos y las emociones sin forma alguna en la página: un esbozo, lo que se ha dado en llamar «notas para…», donde los puntos suspensivos son fundamentales, pues dan cuenta de la forma aún sin elaborar. En primer lugar, surge un flujo intuitivo de pensamientos, ideas y emociones. Quizá también hay una lista de fragmentos de algún texto muy querido que parece transmitir una verdad útil (aunque, llegados a este punto, ¿quién puede decir por qué ese fragmento, por qué precisamente esa imagen?). Sin embargo, al volver sobre estas respuestas y notas iniciales, podemos acceder a una percepción real, casi siempre limitada, a veces profunda, pero surgida, en todo caso, en torno a un centro. En ese momento empieza la escritura fuera del cuaderno de notas, la recopilación de ideas desorganizadas pero conectadas en una página. Una vez realizada esta angustiosa tarea, puede suceder que demos un paso atrás, para reconsiderar una y otra vez las posibilidades formales, replantear y revisitar los diseños de la estructura. Quizá de un modo inconsciente, mucho antes de tener aquel sueño, al recordar cómo empecé a navegar por las calles del Greenwich Village, decidí que esta etapa de la escritura consistía en «trazar mapas», con la esperanza de que ahondar en las percepciones y afilar las ideas podría hacer emerger una posible, si bien temporal, estructura. Todas esas etapas del proceso se dan, fundamentalmente, en torno al lenguaje, a sus prometedores misterios y sus pistas confusas, y luego, a su potencial para la expresión precisa, y a veces hermosa, de cuanto percibe la mente.

Durante los años que pasé enseñando escritura de ficción y lo que empezaba a llamarse «no ficción creativa», seguí estudiando y leyendo esos libros —que empezaban a llamarse «textos»—, los cuales cambiaron mi vida de forma radical. Algunos eran biografías de escritoras estadounidenses y británicas que empezaban a leerse y conocerse de maneras novedosas gracias a críticos como Gilbert y Gubar, por citar solo dos. Otros eran biografías de unos pocos «Principales Escritores Británicos», muchos de las cuales habían sido malinterpretados por críticos y profesores en los cursos universitarios que seguí en los años sesenta, y ahora incluían a algunas mujeres en el canon, antaño exclusivamente masculino: Charlotte Brontë, George Eliot, Mary Shelley o Virginia Woolf, todas ellas, por azar o no, hijas huérfanas de madre desde niñas, como yo. Por entonces, la obra de los historiadores, filósofos, poetas y novelistas negros iba siendo más accesible, y conformaba una pedagogía radical que muchos profesores blancos, incluidos los autores de nuestro programa, empezábamos a discutir e incluir en el currículum. Finalmente, y como resultado de mi vida personal en el seno de una familia negra muy unida, primero, y de la oportunidad de impartir un curso de autobiografía afroamericana en la universidad cuyo programa de escritura estaba dirigiendo, después, fui estudiando, tanto personalmente como en el grupo de la facultad a través de las diversas disciplinas, los relatos, las formas y la filosofía subyacente y la política de la literatura afroamericana, una filosofía y una política que darían sustento y contenido a muchos de los cambios emocionales y psicológicos que sufrí como escritora, pero también como esposa, nuera, cuñada y, el más fundamental, como madre.

En un curso que impartí sobre escritura autobiográfica afroamericana donde, de los veinte estudiantes, más o menos la mitad eran afroamericanos o latinos, había una joven negra muy franca y participativa en las lecturas, una persona muy informada que destacaba en los debates de clase. También tenía una belleza apabullante, con uno de esos rostros que a todos nos cuesta no mirar fascinados, y un tono de piel marrón caoba oscuro. Un día —casi a mediados del semestre—, estábamos hablando de los cánones de belleza física mientras leíamos varios pasajes de filósofos clásicos europeos y blancos, y también de teóricos estadounidenses racializados, sobre el ideal de la belleza femenina de piel blanca y ojos azules contrapuesto a la fealdad de los rasgos africanos, a menudo representados en caricaturas y dibujos tan despiadados como populares. «Mucha gente de mi familia siempre me ha dicho que soy fea por la piel tan oscura que tengo, y el mundo entero les ha dado la razón», dijo con lágrimas en los ojos. Aún puedo oírla allí quieta, mirándome en un fugaz silencio, mientras todos contemplábamos aquel rostro hermosísimo, y entonces las voces se alzaron al unísono, y cayeron muchas lágrimas en un momento en que todos nosotros nos confrontábamos al impacto personal de la cultura racista en alguien a quien admirábamos por tantas cosas, a las ideas circunscritas durante siglos en la cultura occidental y, por tanto, en nuestras mentes. En ese momento, surgieron otras historias, entre ellas la de un chico muy joven, que aún no había cumplido los veinte años. Nos contó los ataques que había recibido en el barrio blanco donde vivía, por parte de la policía o los dueños de las tiendas, y habló del miedo que siempre lo acompañaba. Rodeados de aquellos fragmentos testimoniales de novelas de Toni Morrison y ensayos de Audre Lorde, James Baldwin o Zora Neale Hurston, entre otros, todos nosotros fuimos testigos, en ese instante, de la historia y las consecuencias de la raza y el racismo en la vida estadounidense. Recuerdo el silencio en el aula, y luego aventuré unas palabras dirigidas a esa chica a la que tanto apreciaba —«Y sin embargo, eres guapísima»—, con la esperanza de que la ayudaran a recobrar la compostura y entender la importancia del regalo que nos había hecho.

Puedo distinguir tres momentos de mi vida en que las fuerzas históricas, la experiencia personal y el conocimiento intelectual han confluido para instaurar un desafío radical en mi conciencia e identidad:

  • Cuando, a través de un largo proceso de psicoanálisis, disipé la ilusión de que somos totalmente conscientes de lo que sentimos y de cuanto motiva nuestras acciones y elecciones;
  • Cuando me di cuenta de las peligrosas distorsiones históricas y personales que encerraban las definiciones culturales de masculinidad y feminidad;
  • Cuando empecé a comprender la cruel y dañina ceguera, que llamé «blanquitud de la blanquitud», en la memoria que escribí acerca de mi experiencia como madre blanca de dos hijos negros[10].

En esas tres (re)visiones de la conciencia, a medida que iba asumiendo las nuevas y liberadoras perspectivas, también fui ganando en respeto y compasión por la capacidad humana de negación y autoengaño, y empecé a comprender cómo funciona el asombroso proceso de aprendizaje: su lentitud gradual, sus cambios repentinos y drásticos, sus secretos más íntimos y sus aspectos compartidos. Al enseñar, recibo el don de aprender, que altera y profundiza mi escritura. Y luego, como en una espiral, siento que se reaviva en mí el deseo de indagar y engendrar ese proceso como docente.

En cada nueva etapa de mi vida, me siento agradecida por mi experiencia como judía blanca en una familia afroamericana, por cómo esa experiencia vital que empezó como la mayoría de amores de juventud, con la atracción física, unos cuantos intereses comunes y una profunda necesidad, no siempre consciente, me ha transformado una y otra vez, y en cada una de esas etapas vuelvo a encontrar mi camino por las calles tortuosas y caóticas de mi infancia.

 

Traducción: Blanca Gago

Agradecimientos: Editorial Las Afueras

 

[1] James Baldwin, «Stranger in the Village», en Notes of a Native Son, Boston, Beacon Press, 1955.

[2] Se refiere a «Negro», un término muy peyorativo en inglés (N. de la T.).

[3] Este fragmento del texto se publicó por primera vez en «White Mother, Black Sons», en ROOM, A Sketchbook for Analytic Action, nº 6/21.

[4] Las leyes Jim Crow, promulgadas por las legislaturas estatales estadounidenses entre 1876 y 1965, propugnaban la segregación racial en todas las instalaciones públicas y se aplicaban a los afroamericanos y a otros grupos racializados (N. de la T.).

[5] Sandra M. Gilbert y Susan Gubar, La loca del desván: la escritora y la imaginación literaria del siglo xix, traducción de Carmen Martínez Gimeno, Madrid, Cátedra, 1998.

[6] Adrienne Rich, Nacemos de mujer, traducción de Ana Becciu, Madrid, Traficantes de sueños, 2019.

[7] Toni Morrison, Sula, traducción de Mireia Bofill, Barcelona, Debolsillo, 2004.

[8] Alice Walker, El color púrpura, traducción de Ana María de la Fuente, Barcelona, Debolsillo, 2021.

[9] Cita del artículo «Restoring Lives at City College», en Village Voice, 18 de mayo de 1982.

[10] Jane Lazarre, Beyond the Whiteness of Whiteness, Durham, Duke University Press, 1996.