Fui educada en un colegio inglés: ciencias naturales en inglés, historia en inglés, los profesores saludaban en inglés, incluso los que no conocían esa lengua –mi padre, por ejemplo, que era el profesor de matemáticas, siempre fue el sir Marchant, aunque un lejano 1998, en pleno Miami, le preguntara al chico del hotel «¿dónde estaciono el car?», mientras aleteaba desesperado sin poder comunicarse y mi hermana y yo nos reíamos en el asiento trasero de un Ford Falcon rentado–. Se trataba, además, de una educación en inglés inglés: lejos de la moda del acento gringo, la profesora lucía un acento británico y con él nos contaba cómo su familia escapó de la guerra civil española y que ella, siendo niña, quedó calva –de angustia o estrés– por el resto de su vida. Todos sabíamos que era calva: no había forma de eludir su peluca azabache, una extravagancia colonial atiborrada de vueltas complicadas, que le daba un aire dramático. Años después, una semicalva nos educaría en esa lengua: también con acento británico, aunque menos pudorosa, ostentaba el brillo del casco entre unos rulos finos y cortos.

Hasta ese momento yo había camuflado, no sé con qué facultades creativas, mi relación imposible con el inglés: copiando, anotándome los verbos en las piernas, siendo un lastre en los trabajos grupales. Pero a una cierta edad las cosas se destapan y estaban destapándose: esta profesora nos hacía pruebas individuales y orales de libros en inglés: Orwell, R.L. Stevenson, H.G. Wells. Y yo los leía, pero en castellano. Sabía los nombres de cada personaje, los hechos más nimios y el detalle más irrelevante, pero en castellano. Tenía, entonces, que responder sus preguntas en inglés, traducirlas en mi mente al español, recordar el libro en español y traducir la respuesta al inglés. En un colapso nervioso en medio de esa traducción cuádruple, me puse a llorar: «Leo todo, miss, pero en mi lengua». Conocida por implacable, contra todo pronóstico sacó un paquete de chicles y otro de pañuelitos y me los ofreció intentando calmarme. «Respóndame en español», me dijo. Ese año su hijo cayó de una escalera y no volvió del golpe. Me acerqué en un recreo –ya no era ni un décimo de la mujer que solía ser: se había vuelto un fantasma– y le pasé un poema que escribí en memoria de su duelo. Estaba en castellano. De qué manera una analfabeta como yo se vuelve una editora que trabaja con traducciones.

Nietzsche: «Aprender muchas lenguas es perjudicial (…). Es el hachazo asestado a las raíces del sentimiento un poco delicado de la lengua materna: este sentimiento es herido mortalmente y aniquilado. Los pueblos que han producido los artistas más grandes del estilo, los griegos y los franceses, no aprendían las lenguas extranjeras». Barbara Cassin: «No hay cultura sin los textos en lengua original. Obviamente, no estamos obligados a conocer todas las lenguas, pero al menos tenemos que poder “olfatear” o “intuir” más de una (…). Las operaciones de cultura y pensamiento son operaciones de lenguas, generalmente convertidas en textos. Privarnos de la posibilidad de comprender y sentir desde dentro es privarnos de toda la sucesión, de todas las derivaciones, de todas las bifurcaciones y conexiones, privarnos de todo». Defender el apego por la lengua materna y, en el mismo acto, amputar. Me abrazo a las raíces mientras el resto del bosque es talado por mi propia impotencia. ¿Estamos los monolingües fuera de lo que hoy se entiende por cultura?

Llevo días averiguando si Bolaño era monolingüe y, en nuestro mercado insoportable, monolingüe equivale a no saber inglés: «La invitación me llegó escrita en inglés y yo no sé hablar inglés. No sé leer inglés», dice en «Literatura y exilio». Pienso en los fríos inviernos en Blanes y en que Bolaño no calefaccionaba su casa: la adversidad lo mantenía atento, incómodo, lo que le parecía indispensable para pensar y escribir.

Cómo una monolingüe se vuelve una editora que trabaja con traducciones: viviendo en un estado constante de incomodidad. Hablar una sola lengua en ningún caso es ser como Bolaño que, aunque no prendía ninguna estufa, caminaba unas cuadras a la casa de su esposa a calentarse las manos. Es no tener estufa y, si me pongo dramática, no tener manos. O tenerlas atadas a la madre o al territorio y hacerse de un trabajo que exige aflojar la soga friccionándose contra las murallas que componen una casa y que constatan el hecho de que hay un solo lugar: este techo, estos muros, este suelo. O quizá se trata de friccionar la atadura con la propia atadura: frotar el español contra el español. Un modo de trabajar traducciones es obsesionarse con la lengua de llegada, en este caso el español, sin salir del español. No hablo de acomodarse sino de hundir el cuerpo en el pantano de la lengua materna. Cavar tal vez donde ningún traductor cavaría.

Pedí que no me la presentaran ni que me invitaran al almuerzo de rigor. A pesar de ser su primera editora en Chile, no tenía intenciones de conocer a Anne Carson. Pero el contacto porfiado, que cree que una dice «no» queriendo decir «sí», me apartó antes de que empezara la lectura de The Albertine Workout. Hi, le dije, y le extendí un ejemplar de El ensayo de cristal, traducido por Soledad Marambio y publicado por Cuadro de Tiza. Había también editado

Variaciones sobre el derecho a guardar silencio, gestionado los derechos para La caída de Roma y esa mañana hablé con la agente (en inglés; gracias, Google Translate) para disputarle a una trasnacional los derechos de traducción de La belleza del marido. Hi, le dije: eso fue todo. Tomó el ejemplar, lo miró y me lo devolvió. It’s for you. Oh, thank you. Y se fue. Bye. Luego, haciendo la fila para que firmara mi ejemplar, intenté sin ningún éxito explicarle que el mercado editorial chileno prácticamente no tenía acceso a sus derechos. La falta de éxito no era solo por mi inglés balbuceante o francamente inexistente, sino porque Anne Carson era analfabeta al menos en una lengua: la mía. La que sí tuvo éxito fue Verónica Zondek, que en el almuerzo le explicó la figura de los derechos exclusivos y cómo eso le daba autonomía al mercado español y una total impotencia al latinoamericano. Ese día Carson habló con su agente y ella, a su vez, me mandó el contrato de La belleza del marido. Hi, thanks, bye.

Shklovski era orgullosamente monolingüe y enseñaba a Cervantes en ruso. En 1919, se sumó al proyecto «Literatura mundial» liderado por Gorki en Petrogrado: un estudio de traducción y teoría literaria, donde se discutían obras y autores, se impartían clases y se planificaba un catálogo editorial que incluía no solo literatura nacional y occidental, sino también de Medio Oriente, Asia y Latinoamérica. El proyecto involucraba traducir o enmendar traducciones de obras fundamentales, acompañarlas de un aparato crítico y publicar ejemplares de bajo costo y accesibles para las capas bajas que no habían tenido acceso a la cultura. En él colaboraban los máximos exponentes de la traducción y de la literatura rusa. Gorki, padre del realismo socialista, y Shklovski, teórico central del formalismo, solo hablaban una lengua.

Por otro lado, está la responsabilidad. Y cada editor es responsable a su manera. Si Shklovski, uno de los más grandes teóricos de la literatura, trabajaba, es decir, analizaba, es decir, fundamentaba sus tesis, en textos traducidos, era porque leía algo más acá o más allá de la traducción: la literariedad (después de décadas estudiando literatura, ¿acaso podría darles una definición no recursiva de esto?) podía transmitirse vía traducciones y no quedaba adosada al texto original, como una gema perdida a la que un monolingüe no tenía acceso. Acostumbrada a adherirme a las palabras, a las sílabas, a la sintaxis, mi responsabilidad ha sido dedicarme a textos literarios en español; no osaría, como Shklovski, a escribir una tesis sobre un autor que no escriba en mi lengua. Pero como editora he construido catálogos que se caracterizan por su énfasis en traducciones.

En términos domésticos, en el tiempo laboral, edito como una multilingüe: comento, intervengo, reescribo, comparo con el original (al menos en las lenguas que se me hacen más familiares: inglés, italiano, francés), me rodeo de amigos plurilingües, le paso cada plaquette que edito a un editor externo que es próximo al original, uso todas las ortopedias posibles. Y después de utilizar esos bastones, que a estas alturas me son propios, aparece un repliegue: la infranqueable resistencia de mi lengua materna que determina mi limitación. Y esa limitación puede darse vuelta como un calcetín: en una segunda lectura, leo el texto como si hubiera sido escrito en castellano. La primera lectura está orientada a atajar los descuidos del traductor –por motivos misteriosos que yo misma desconozco, los traductores tienden a pasarme traducciones en bruto o primeras versiones, para ser conversadas–, esos descuidos a veces implican que se saltaron un verso, se comieron una palabra, el autocorrector les cambió un término, el corte versal es distinto al original, leyeron mal una palabra, medio a la rápida, y la tradujeron según esa primera lectura equivocada, no saben cómo pasar las reglas de puntuación de la lengua de origen a las reglas del español, etc.

Enmendados esos descuidos, que suelen remitirse al paso de una lengua a otra, leo como si Anne Carson fuera nativa de mi lengua. Como si Mary Ruefle escribiera en castellano. Como si Oppen viviera acá a la vuelta. Leo con la responsabilidad del irresponsable: empiezo a saltarme el hecho irrefutable de que no escriben en español y a apegarme al hecho irrefutable de que quienes los leerán lo harán en español. ¿Estos textos conmueven en mi lengua? ¿El ritmo, la relación silábica, la composición de campos semánticos, la sintaxis –o su alteración, que en poesía es prácticamente lo mismo– responden al español? Y el asunto empieza a tratarse de que no suenen a traducciones, que abandonen la lengua que los hizo posibles.

Patricia Willson: «Roland Barthes defendió su conocimiento del haikú japonés a través de versiones francesas que no podía verificar». ¿Alguno de ustedes ha defendido fervientemente una obra sin haber leído el original y sin tener ninguna pista sobre la lengua en que fue escrita?

Agota Kristof, que ha sido traducida a más de cuarenta idiomas, también se sintió analfabeta. Refugiada húngara, que huyó clandestinamente con su hija y su marido una noche de 1956 guiados por un pasador de fronteras, consigue trabajo en una fábrica suiza. «Cinco años después de haber llegado a Suiza, hablo francés, pero no lo leo. Me he convertido en una analfabeta. Yo, la que sabía leer cuando tenía cuatro años. Conozco las palabras. Cuando las leo, no las reconozco. Las letras no corresponden a nada. (…) No sé cómo he podido vivir sin leer durante cinco años». A los seis años su primogénita empieza a ir a la escuela y Kristof toma clases de francés. Luego de un examen de admisión, queda con estudiantes principiantes que apenas balbucean esa lengua. Al terminar sus estudios se le abre el mundo: puede leerlo todo, puede escribir en esa lengua que le cayó a la fuerza. «Sé leer, de nuevo sé leer».

La historia de Kristof me recuerda a Joseph Jacotot, el pedagogo que retoma Rancière en El maestro ignorante. Jacotot debe enseñar francés a un grupo de alumnos holandeses. Un pequeño problema: el maestro no sabe holandés y los estudiantes no hablan francés. Estamos en 1818 y Jacotot encuentra una manera de saltar el escollo: les pasa a sus alumnos una edición bilingüe de Telémaco y, en vez de explicarles el funcionamiento del francés, apuesta por otro método. El maestro parte de la base de que no es necesario enseñarles, sino que pueden aprender por sí mismos. O, en realidad, no parte de esa base, porque el origen del método es improvisado, pero con esta prueba involuntaria Jacotot descubre eso: es posible aprender solo –¿no aprendemos acaso solos, vía imitación, lo que más usamos en la vida: la lengua materna?–. Ese hallazgo hace que el maestro lleve el laboratorio al extremo y se ofrece como profesor de materias que no conoce. Dicta clases de piano y no sabe piano. Enseña pintura y no pinta. El trabajo consiste en suponer que la inteligencia es igual para todos, en emancipar esas inteligencias más que guiarlas y en que cada cual haga uso de esa inteligencia para conducir su propio proceso de aprendizaje. En este punto, Rancière lanza una hipótesis: se aprende por la tensión del propio deseo o por la exigencia de una situación particular. La inteligencia está en reposo, en estado de pereza, si ningún estímulo la despierta y, si algo lo hace, podemos aprender mediante voluntad.

Lo asumimos aunque poco lo teorizamos; lo asumimos cuando le aconsejamos a alguien que no aprenda alemán en un instituto en Chile, sino que postule a una beca para irse a Alemania, donde aprenderá alemán mucho más rápido y mejor. Esto es: aprendizaje por exigencia del contexto. A pesar de todas las resistencias de la analfabeta Kristof, la húngara era escritora, y lectora voraz, era cosa de tiempo para que escribiera sus libros en francés. Quizá también por eso puede existir una editora monolingüe que trabaje con traducciones: la ortopedia que ha construido –socios multilingües, diccionarios digitales, una comunidad que salva y cuida– mantiene un lado de su inteligencia dormida. No se trata, entonces, de pura atención, sino de una enrevesada y limitante forma de descanso. Es quizá la astucia de una trabajadora que puede decidir dónde reposar.

Y, sin embargo, tal vez haya algo de maestro ignorante en el caso de una editora monolingüe que le muestra a un traductor dónde afinar su labor. A veces no se trata de reescribir a ciegas, sino de preguntar o indicar (por qué este verbo, por qué en pasado si el poema venía en presente, por qué esta rima interna si en el original no hay rima, por qué puntos y no guiones, por qué cortar en esa palabra el verso). No es que esté editando en cada caso, en el sentido de corregir; gran parte de las veces funciono como espejo de la inteligencia del traductor que ha reposado y que está exigiendo gozosamente que alguien llame.

Leminski: «Nadie nos preguntó antes qué lengua nos gustaría hablar. Cuando te das cuenta, eres pasivo con relación a aquella lengua sobre la cual, como todas las formas sociales, no tienes poder (…). ¿Ustedes ya se imaginaron la desgracia que es escribir en portugués? Sometimes, I wonder. ¿Quién sabe portugués en este planeta, además de Brasil, Angola, Mozambique, Cabo Verde, Macau? Ya naces inclusive con un destino histórico. Nadie puede crear una obra tan fuerte que, realmente, coloque su idioma, por así decirlo, en el foco de la atención de las naciones. Eso es imposible. Entonces, de repente, alguien dice: el mayor poema del siglo XX es un poema épico increíble escrito por un vasco. ¿En qué lengua? ¡Escrito en vasco! Nadie va a enterarse del poema, ese tipo se amoló. Debería haber escrito ese poema en inglés, en ruso, en chino (…). Uno ya nace en una lengua periférica. Escribir algo en portugués o quedarse callado mundialmente es más o menos lo mismo».

Leyendo a Leminski sentí un íntimo chispazo de identificación, lo que es absurdo: el español es la cuarta lengua con más hablantes del mundo y la segunda con mayor población nativa. ¿Será legítimo sentirse en la periferia de la lengua? ¿Existe acaso algún motivo razonable para no experimentar a diario la periferia de la lengua siendo poeta y editora de poesía? ¿No es la poesía el mismísimo arrabal? ¿No es el límite de lo intraducible según los teóricos sobre la traducción?

En Contra la originalidad, Lethem, que objeta el concepto de originalidad en un ensayo hecho con fragmentos y apropiaciones de textos de otros, volviendo su escritura un ejercicio de composición y plagio respetuoso (al final del libro indica todas sus fuentes), habla de una economía del arte que se resiste a la economía de la moneda: compramos un libro, pero la condición del arte es que excede el monto. La obra que conmueve y nos hace temblar es recibida como un regalo. Economía de la mercancía y del regalo conviven, cohabitan en un objeto tan sencillo como puede ser un libro y tan complejo como puede ser un texto. «Donde no hay regalo no hay arte», escribe Lethem: aunque el libro fue pagado, la experiencia de lectura es impagable. He aquí la resistencia que todo arte aloja en sus palpitaciones singulares ante el mercado.

El precio de una obra es intraducible, la poesía tensiona la posibilidad de la traducción, ¿de dónde viene esa conspiración de intraducibilidades? (parafraseo acá a Pizarnik, pues me estoy dando cuenta de que la mayoría de mis referencias no son de autores hispanohablantes). En el corazón de ese don, de ese regalo incalculable –me río acá de Simónides, el primer autor que calculó un precio por palabra de sus poemas–, ocurre toda escena de lectura –a pesar de tu ingenio, Simónides–. Si una editora monolingüe se permite trabajar con traducciones es porque está convocada no por el tramo que implica el paso de una lengua a otra, sino por el tramo entre la traducción y quien lee. Por el tramo del regalo. Y ahí ocurre una manera de hospitalidad.

Robo el término de la teoría sobre la traducción de Paul Ricoeur: hospitalidad. El mito de la torre de Babel nos hace fantasear con la existencia de una única lengua en la que todos comunicamos, alejados de la confusión que provoca la existencia de cinco o seis mil lenguas –cifra que apunta Ricoeur en 1998–. Allí Kristof nunca fue analfabeta en Suiza, Carson entendió que el ejemplar que le extendí era suyo –en realidad, no existiría ese ejemplar, no habría necesidad de traducirla–, Jacotot no exhortaría a las jóvenes mentes a emanciparse para aprender francés por sí mismas, Leminski no pensaría que escribir en portugués o quedarse callado da más o menos igual, Barthes leería haikús en su lengua original y no nos sorprendería que intelectuales rusos fueran monolingües (y sí, Bolaño leería tranquilamente invitaciones de cualquier parte del mundo). Suena al paraíso, aunque Ricoeur tiene objeciones.

Mirado desde otro ángulo: lo que nos dona la pluralidad de lenguas es el contacto con lo otro. La felicidad del traductor es experienciar la hospitalidad lingüística, «donde el placer de habitar la lengua del otro es compensado por el placer de recibir en la propia la palabra del extranjero». Una lengua única nos ahorraría muchos problemas –aunque ¿estamos seguros de que nos entendemos entre nosotros al interior de una sola lengua?–, nos ahorraría problemas, digo, pero nos privaría de la diferencia. Si algo ocurre en la caída de la torre de Babel es la emergencia de la singularidad, la exposición a lo foráneo.

En este punto, Ricoeur invita a olvidar la idea de una traducción perfecta –no sé dónde escuché que un teórico sugería retraducir los libros cada setenta años: lo fundamental no es solo la lengua de salida, sino también la de llegada, que habría que ir reactualizando–, la existencia de una lengua pura que prescinda de las diferencias entre original y traducción o la existencia de un tercer texto, donde se alojaría el sentido del original (primer texto) y la traducción (segundo texto).

Hay una idea de Ricoeur que me convoca más que cualquiera de estas que reproduzco –¿que traduzco?– torpemente: la traducción interna. Y es lo que hacemos a diario al interior de una comunidad lingüística: explicarle al otro lo mismo con otras palabras para hacernos comprender. Es lo que históricamente hacen los diccionarios. Es, en el fondo, el ejercicio cotidiano de explicar, de enseñarle algo al otro con nuestras palabras. E involucra una propiedad de la lengua: su reflexividad, el trabajo sobre sí misma. Para que tengamos que traducir, en realidad, no necesitamos dos hablantes de lenguas distintas: hacen faltan simplemente dos hablantes de la misma. Ese mero trabajo nos hace comprender que existe el secreto, lo innombrable y lo indecible al interior de nuestra lengua. La reflexión de la lengua sobre sí misma –¿qué más característico de esto que la poesía?– nos pone de cara al abismo de lo incomprensible. Lo que hace una editora monolingüe es una traducción interna, luego de que la traducción externa fue hecha por un traductor. Como hablante de cualquier lengua o de decenas de ellas, un monolingüe intuye al menos una cosa: hay un secreto en su propia lengua, lo indecible roza las palabras que se le hacen familiares. Casa, pelota, río, árbol, madre, poema, amor: tantas maneras de decir lo mismo y tantas maneras de no poder decirlo.

Cito a otro Paul: Paul Celan. Poeta aquejado por lo indecible, la opacidad de la lengua, el secreto y la contraseña. En El meridiano, uno de los ensayos sobre poesía más releídos por la filosofía –justamente debido a su complejidad–, una exclamación: «¡Pero el poema habla!». Parece insólito y escandaloso: a pesar de su opacidad, a pesar de su desajuste con el lenguaje de la comprensión, a pesar de su rechazo a lo discursivo, a pesar de su contacto con lo innombrable, a pesar de que el poema es poema, ¡el poema habla! O sea, dice, enuncia, comunica. Pues bien, el poema no solo habla, sino, como si fuera poco, ¡el poema es traducido!