Fotografía: Clea Christakos - Gee2
De pequeña observé lo siguiente. Un día dos hombres se pelearon en la playa de Guaya. Esquivaban machetes afilados y brillantes. Sus rostros cincelados tenían una expresión asesina. No puedo recordar por qué peleaban. En todo caso no podía saberlo. Sus esposas y amigos trataban de separarlos, pero ellos eran implacables. Finalmente se rindieron y dejaron que se mataran entre sí. Enrabiado, uno de los hombres levantó su machete y lo puso en el cuello del otro; este se deslizó rápidamente hacia el lado, rebanando con su arma el músculo del brazo de su adversario. Un río de sangre recorrió un largo colgajo de carne que iba del hombro hasta la muñeca, exponiendo la grasa blanca por un instante. El hombre miró su brazo; el otro huyó tierra adentro. Entonces el que tenía el brazo flácido y ensangrentado huyó hacia el mar, con su machete todavía colgando del otro hombro. El mar se llevó su sangre. El hombre trató de cauterizar su herida con sal marina. El mar se puso rosado. Lo vi parado ahí aun enfurecido, vi su carne abierta y la ola verde con su mancha rosa evaporándose hacia la playa. No había terminado. En un pequeño lugar nunca nada termina. La gente de aquí cree en pasiones incontrolables, en ataques de locura y en la brusca inevitabilidad de la muerte. O del daño. Como si una cara no fuera cara sin una cicatriz, un dedo no fuera dedo si no está quebrado, o un pie no fuera pie si no cojea. O como si una vida no fuera vida sin tragedia.
Yo sabía estas cosas antes de saber que tenían algo que ver con la Puerta de no Retorno y con el mar. Yo sabía que todos aquí eran infelices y que algo los perseguía. La vida hablaba el tajante idioma de la brutalidad, incluso la belleza era brutal.
En esa época no sabía qué nos atormentaba. O por qué era imposible tener una cara sin marcas, o por qué un momento de odio se imponía tan fácilmente como el sol al salir. Pero comprendía de manera visceral una herida más honda que las heridas físicas, una herida que de algún modo estallaba en profundos sentimientos de desengaño y odio a una misma, de desafección. Algún día el hombre con el brazo cortado atraparía al otro hombre y le haría el mismo daño. Esto es lo que vi cuando era pequeña.
Escuché la palabra “sargazo” por primera vez en una clase de historia cuando era niña. Describía el mar infinito que atravesaban los europeos trayendo personas y bienes al Caribe. Se decía que era un mar traicionero y repugnante donde a menudo se perdían los barcos, los marineros y su carga. Yo imaginaba el sargazo como una maraña, una maraña marina, gruesa como el pasto, pero fluida. Imaginaba marinos y barcos muertos. Un poco después imaginé esclavos muertos, asesinados o suicidas, estrangulados otra vez por la yerba de los sargazos. Luego imaginé multitudes, muchedumbres que caminaban en hileras por el fondo del océano, sin ojos y sin manos, encadenados. Me despertaba al borde de la asfixia. Mucho después mi amante soñaba que llevaba cadenas en los tobillos. Yo, viéndola dormir, sin saber de su aflicción, me quedaba recostada mirándola, decidiendo si la despertaba o la dejaba terminar su pesadilla. Pateaba violentamente, tratando de liberarse, arañaba mis tobillos con los dedos de los pies y despertaba conmigo tranquilizándola. Recordé entonces mis sueños con el sargazo, los huesos allí enredados hace tiempo transformados en arena y corales.
Empezó en otra casa en un acantilado que daba a la carretera. Marlene vivía en esa casa. En la parte de atrás había una oficina en la que trabajábamos ella y yo. Desde allí se podía ver el Carenage, el puerto de St. George y el mar Caribe. En esa casa, un martes en la mañana, Marlene, yo y tres personas más escuchamos bombarderos en el cielo. Eran cerca de las cinco de la mañana. Nos despertó el ruido. Prendimos la radio y escuchamos que los gringos habían invadido la isla, Granada. La radio pasaba canciones patrióticas llamando a que la gente se reportara en distintos lugares, St. Patrick, Sauteers… Luego, abruptamente, se perdió la señal. Me bañé rápido, de cierto modo pensaba que si me bañaba y me ponía mis jeans y zapatillas podría estar lista para la invasión. Las demás personas de la casa despertaron e hicieron lo mismo. Al amanecer, desde el balcón, vimos barcos de guerra en el océano. Estuvimos atrapados en esa casa durante varios días. Pensé que moriríamos. Caminábamos, tomábamos ron, hablábamos de la caída de la revolución, temblábamos y nos agachábamos en el pasillo cuando caían las bombas, esperábamos escuchando el estallido de los bombardeos. Sentía mi cuerpo cada vez más delgado de puro nerviosismo.
Marlene y yo estamos sentadas ahora en un café en Danforth. Han pasado quince años. Tengo que hacerle una pregunta. Por fin he podido pensar esta pregunta y ya no me avergüenza formularla. Hace mucho que no la veo. Está enferma, su hombro izquierdo está ligeramente paralizado. Estamos tomando capuchinos cuando le pregunto: «Marlene, tú, nosotras, ¿nos volvimos locas después? ¿Te costó seguir viviendo?».
Tres días antes habían dejado en arresto domiciliario al primer ministro, supuestamente había violado el centralismo democrático. En un momento de ingenuidad, de fascinación de manual, yo había apoyado esa decisión. Un momento de ingenuidad similar tuvieron sin duda quienes lo encarcelaron. Felizmente yo no estaba a cargo de todo un país; pero era yo, o personas como yo, que nunca habían tenido poder, que solo habían tenido sueños, quienes al verse frente a un poder real no lo pudieron sostener, personas que, aunque hablaban del poder imperialista de Estados Unidos, en algún punto no creían realmente en ese poder. O quizás eran personas tan consumidas por la naturaleza íntima de sus desacuerdos que no podían imaginar que a nadie más le importaran sus problemas, ni que hubiera fuerzas externas a punto de acabar con su proyecto. Esa parte del relato ya es historia. Ocurrió el golpe, la invasión estadounidense. Ese fue el fin de la vía socialista en Granada y en el Caribe de habla inglesa. Y hasta ahora los relatos terminan así en los libros de historia. Sin embargo, cuales fueran los análisis de los libros de texto, o las representaciones negativas del extranjero, o los análisis de los expertos que a posteriori dijeron saber lo que se avecinaba, esa mañana todo eso era irrelevante. Esa mañana se sintió cercana como una familia, divina como un origen.
Es posible reír en momentos que terminan siendo terroríficos, trágicos. No piensas que va a ser así, vives el presente, cada segundo, por eso había risas entre la multitud. Algo bueno había pasado: habían liberado a Maurice y la tensión de los últimos tres días terminaba en celebración. Bromeábamos y reíamos, pensábamos que todo se había arreglado y que pronto podríamos bajar la colina, tomar un ron con Coca-Cola y volver a dormir. No sabes que una persona vestida de amarillo, que fuma un cigarrillo, y tal vez un hombre risueño vestido de azul, y otro más que está parado en una puerta a menos de dos metros de ti, serán asesinados en menos de una hora. A las tres personas que estás mirando las tienes a tres zancadas de ti, podrías llamarlas. Serán asesinadas en una hora más, sus cuerpos serán arrastrados detrás del fuerte y desaparecerán.
Quizás serán lanzados al océano o enterrados en un cuartel, la camisa amarilla y la camisa azul quedarán bañadas en sangre. La sombra que es Maurice en la puerta llamará a Jackie que está de amarillo para que vaya con él cuando es arrastrado. Un soldado la llamará puta, otro pondrá la culata de su fusil en la cara de Maurice. No puedes saber nada de esto parada en el terreno de grava de la colina, mientras miras al edificio donde todavía están vivos.
La idea de que debí haber muerto en el acantilado me cubría como un manto. En mis sueños estoy tirada ahí, cortada, miembros desordenados, rocas atravesadas, piedras en mi boca. En mis sueños me he quedado cinco minutos más en el fuerte. He convencido a la mujer de Cariacou que espere conmigo. Nos han asesinado. Despertaba de esos sueños sin certeza de cuál era el sueño y cuál el día real. Era un lugar pequeño. Todo el mundo se conocía. Así que todos conocían a algún asesinado. La gente escuchaba la radio con un dolor personal, pensando en vengarse, con una piedra o una herida en el corazón. Los intentos de la radio por sonar distante y mostrar autoridad solo generaban irritación. Los mismos anuncios se convertían en lloriqueos infantiles para justificar los asesinatos. Una vez vi una pelea entre dos hermanos, hombres adultos capaces de matarse entre sí. La pelea era tan física, tan carnal, tan reductiva, como si hubieran renunciado a pensar, arrancándose las pieles. Aquellos días me recordaron eso. Finalmente era algo personal.
El toque de queda duró tres días y después hubo barcos de guerra en el mar. Nadie desde afuera puede decirte cuán estúpida es la guerra, cuán insensible o cruel. Siempre lo es más para ti. Lo sabes muy bien porque no tienes esperanzas. Tu cuerpo se rompe con cada sonido de disparos. Te arrodillas ante cada bombardeo de los f-15. Cuando termina estás quebrada, sientes los dientes como piedras molidas, eres un esqueleto, un cable eléctrico atraviesa tu espalda y no lo puedes controlar. Pero eso es solo lo corporal. Has venido aquí con un propósito. Pequeño, por cierto; ingenuo, por cierto. Sigue siendo difícil hablar de este proyecto sin que lo miren con desdén, como algo imposible e infantil. Yo quería ser libre. Quería sentir como si la historia no fuera un destino. Quería un poco de alivio al encierro de la Puerta de no Retorno. Eso es todo. Pero no, esto me había golpeado en el pecho y se me había salido todo el aire. Todo lo que podía hacer para aferrarme a mi mente era seguir el paso ordenado de los minutos y la idea de que el sol sale y es de día, se esconde y viene la noche. Pero por supuesto nada es lo mismo. Subes a un auto que te lleva a una base estadounidense en la isla. Te miras las manos y los pies y no los reconoces y esperas a ver qué más te van a hacer. Te ves a ti misma en otra base con otra noche que se aproxima, a la espera de que te lleve un avión. Pero tú no estás.
Viajo al Viejo Mundo para ser… bueno… para ser una exótica. De modo que no soy una viajera, soy una exótica en el mejor de los casos; en el peor, una molestia fuera de lugar. La mitología ya es conocida, ya está en su sitio, mis relatos de viaje no serán enviados a casa para elaborar mapas de ciencia y comercio. Yo no puedo reflejar, cuestionar, demonizar o asimilar los monumentos de Europa. No tengo un centro que domestique la periferia. Ni siquiera tengo mi propio equipaje.
Extractos de Un mapa a la Puerta de no Retorno. Notas a la pertenencia. Traducción de Lucía Stecher. Editorial Banda Propia, 2024.
Nació en Trinidad y Tobago y está radicada en Canadá. Su premiada y prolífica obra cruza la poesía, el ensayo, la novela y el cine documental.