Doce años, la misma rutina. Llego temprano: 40, 45 minutos antes. Saludo cordialmente a la secretaria, le doy mi credencial de la obra social, firmo una planilla y ocupo alguno de los asientos libres.

La sala de espera del doctor Manavella es el living de un semipiso de Barrio Norte ultrajado con mobiliario de oficina: sillas seriadas de escritorio alrededor de una mesa ratona de melamina tapizada con revistas viejas y folletería de medicamentos. De fondo, la música funcional alterna canciones de los 80 a un volumen moderado. Con el resultado de una nueva resonancia magnética colgando en la mano hojeo revistas sin interés.

Manavella es endocrinólogo y lo conocí a mis veinticuatro años porque menstruaba cada diecinueve días. Mi ginecóloga había descubierto una superproducción de prolactina, una de las hormonas responsables de regular la ovulación, y cuando agotó sus posibilidades de revertir el diagnóstico me derivó con él. Es prolijo, usa anteojos rectangulares sin montura, el cabello negro peinado hacia el costado y guardapolvo blanco, inmaculado. No importa cuánto tiempo pase: Manavella siempre parece de 43. Habla despacio, con calidez, y por la tonada deduzco que nació en el interior, pero aún no descubro dónde.

Fue él, después de una resonancia magnética del cerebro, quien halló que mi hipófisis era cinco veces más grande que el tamaño considerado «normal»; «una glándula gordita», repite él desde hace doce años, cada vez que revisa los estudios que al principio me hacía cada seis meses, después una vez al año y ahora cada dos para chequear que no crezca ni cambie de forma.

En este tiempo aprendí que la hipófisis está en la cabeza, debajo del cerebro, detrás de los ojos. Que si algo, generalmente un tumor, la hiciese crecer, presionaría el nervio óptico y eso sería un problema. Que la hipófisis aumenta de tamaño únicamente durante el embarazo, y que Manavella se ríe cada vez que le pregunto si voy a quedar ciega el día que decida tener un hijo.

Excepto que esta vez no se rio. Ni nos tentamos haciendo chistes inapropiados sobre embarazadas con bastones blancos, ni me despidió hasta la próxima. Esta vez miró mi historia clínica con preocupación y dijo: «Ya estás casi en los 37». Que era como decir que mi fantasía de ser madre cuando me sintiera bien profesional, emocional y económicamente, y hubiese hecho los viajes necesarios para no dejar cosas pendientes, era sencillamente inviable.

Fue así, con la contundencia de un golpe seco, que aquella eterna pregunta sin respuesta, que había postergado sin otro plan que postergar, adquirió un protagonismo incómodo: ¿quiero un hijo? Y si quiero, ¿qué será de esta vida que llevo, placentera, a medida, de a dos? ¿Qué pasará con la escritura, los domingos perezosos, los proyectos de largo plazo?

Inmóvil, lo escuché explicarme sobre el envejecimiento de los ovarios, las curvas de fertilidad descendentes, los riesgos en los embarazos añosos, y me despedí hasta la próxima consulta, esta vez con una incertidumbre honda, ligeramente triste, y una sonrisa forzada.