El día en que decidí llamarme a mí misma «comediante» fue un día muy especial. Fue la primera vez que hice stand up por más de quince minutos y ante casi mil personas. Iba a ser telonera de una conocida comediante argentina que, aunque menor que yo, ya acumulaba fama y créditos suficientes para llenar el Teatro Oriente con una multitud ansiosa de verla.

Yo temblaba en mi camarín. Pensaba «esta gente no me vino a ver a mí, a quién le importa esto que quiero contar» y otras frases autoflagelantes que solo se evaporaban cuando recordaba que me había preparado tanto pero tanto para ese momento. Había probado mi material en bares, eventos, cumpleaños y bautizos. Había ensayado hablando sola por mi casa como una loca, contándole chistes a mi gata. Ahí aprendí que los gatos son el peor público del mundo. Los perros al menos ya parece que se están riendo.

Hablo de una época en que el stand up aún había que explicarlo. ¿Un monólogo? ¿Un sketch? ¿Una obra de teatro? ¿Me voy a reír? ¿Quién es esta persona?

Yo ya tenía una incipiente carrera como actriz, por qué cresta se me ocurría ir a contar chistes a desconocidos, qué ventaja podría haber en un camino tan solitario, tan expuesto, en el que da lo mismo cuán bien te haya ido antes, en el que cada noche es un fracaso esperando sucederte. Porque siempre es posible que no haya risas sino silencio.

El silencio en la comedia aterra. La risa es la respuesta, el aplauso el agradecimiento. Si ninguno de los dos ocurre el silencio te atenaza y solo estás tú ahí para llenarlo. Oigan, escúchenme, sigan mi pensamiento, vean las cosas como yo, fíjense en esto que nadie ha visto, oigan mi cerebro rodar, ¡escuchen, mierda!

Pero, desde esa noche en el Teatro Oriente, en cada show que pasa el silencio me da menos miedo. Y me gusta hacer algo que no mucha gente hace. Me gusta sentir que con los años mi cerebro ha entrado en ese modo semiautomático en el que todo lo que me pasa o le pasa a otros puede ser dado vuelta, abierto en canal, descuartizado y procesado como chiste. Es como andar viendo capas en las cosas.

Narcisos, egocéntricos, inseguros, necesitados de amor y de atención. Todo eso dicen que somos los comediantes. Y puede que tengan razón. Pero antes que nada somos gente que quiere ver las cosas al revés. Que no se conforma con la primera explicación. Que vive esperando que le pase algo gracioso para poder contarlo. Porque un chiste bueno vale demasiado más que casi todas las cosas. Porque todo es material.

En estos años he hecho chistes con la muerte, con mi corazón roto, con mi edad, con mis pelos, mi gordura, mi incapacidad para crear o cuidar vida alguna. Pero también he hablado de lo que sueño, de lo que creo, de lo que defiendo. Y lo que he aprendido es que el fracaso es mucho más frecuente y verdadero que el éxito. El aplauso no asegura nada más que el hecho de que tu pega ha terminado, por hoy, porque mañana volvemos a subirnos y todo puede derrumbarse de nuevo. Como tu vida. Como todas las vidas.

Fracasar no es tan malo si te enseña que todas las veces hay que partir de nuevo. Como con la muerte. Como con un corazón que se parcha y sigue. Así que aquí estoy, parchada y lista. Soy una comediante. Una que escribe sus propias rutinas. Soy una comediante y mi trabajo es ver lo que nadie ve de entrada. Sacarle capas a las cosas. Pensar lo que nadie quiere pensar mucho. Y luego decirlo. Sola. Arriba de un escenario. En un bar. En tu casa. En tu cama. A tu gata, que es el peor público del mundo.