Teonanácatl. Así llamaban los mexicas al hongo que ahora se conoce como pajarito. Mi amigo Emilio me lo recomendó para el  tratamiento  de la migraña en racimos, y él mismo me consiguió una generosa dosis en forma de chocolate; atesoré las tabletas en el refri, a la resignada espera de los primeros síntomas, aunque a veces fantaseaba que la sola presencia de la droga ahuyentaría la enfermedad. Por desgracia el racimo se desató pronto, justo el día en que habíamos organizado un curso de primeros auxilios. Mejor lo explico bien: después de asistir a una tediosa y rústica introducción a los primeros auxilios, Jazmina y yo, que acabamos de ser padres, decidimos hablar con una doctora y terminamos convocando a otros padres debutantes a un exhaustivo programa de cuatro horas que tendría lugar en la casa de al lado. Pero la mañana o más bien la madrugada del día señalado, como digo, desperté con ese dolor intenso en el nervio trigémino que es la señal inequívoca del despunte de la enfermedad. Mi esposa me propuso que me olvidara del curso y me quedara en casa tomando pajarito.

A las cuatro de la tarde Jazmina y el niño se fueron y yo me zampé la primera tableta, dispuesto a un viaje breve, funcional. El chocolate era delicioso y ahora pienso que eso también influyó en mi decisión de comer, después de una impaciente espera de veinte minutos, una segunda tableta. Esta vez el efecto fue casi instantáneo: sentí que unas manos entraban directamente en mi cabeza y, como quien reordena un par de cables o digita con destreza la clave de una caja fuerte, apagaban, extinguían el dolor. Fue una sensación placentera y gloriosa.

No quiero abundar en la clase de pesares que me ha deparado la migraña en racimos a lo largo de más de veinte años. Basta decir que aparece aproximadamente cada dieciocho meses y que su corrosiva compañía dura entre dos y cuatro meses, durante los cuales la idea de cortarme la cabeza llega a parecerme razonable y económica. Ocasionalmente algunos remedios me permitieron controlar o más bien domar el dolor, pero ninguno surtió el efecto milagroso del pajarito. El teonanáctl –debí decir antes que la palabra significa «carne de dios»– me limpió radicalmente. Por supuesto persistía el riesgo de que el dolor reapareciera, pero de algún modo sabía que no, que estaría a salvo por un tiempo largo (once semanas, al día de hoy).

Más o menos a esa altura me entró la convicción de que Emilio era mi hijo. Me costó aceptar la formulación de ese pensamiento, pero vista en retrospectiva la asociación era de lo más natural: mi amigo no padece migraña en racimos, pero creció viendo a su padre, el escritor Francisco Hinojosa, luchar durante décadas contra la en- fermedad. Del mismo modo, si yo no conseguía curarme, mi hijo acabaría familiarizándose con mis temporadas migrañosas. Sentí una tristeza ligera, como de bossa nova. Pensé que Emilio era generoso, como sería Silvestre dentro de unos años. Imaginé a mi hijo a los veinte hablando con algún amigo sobre los racimos de su padre. Visualicé a Emilio, o más bien me enfoqué imaginariamente en la cara de Emilio, específicamente en su frondosa barba, y me propuse afeitarlo: primero lenta, realista, minuciosamente, con una máquina eléctrica, y luego con mucha espuma y una estupenda navaja, lo afeité. Y hasta le puse after shave. Quise escribirle. Le escribí:

Entonces sonó el timbre varias veces. Sé de familias en que tocar el timbre en ráfagas es considerado simpático, pero no es nuestro caso. Al asomarme a la ventana mi molestia se convirtió en desconcierto, porque abajo estaba Yuri. Digo: la cantante Yuri. Quien acababa de tocar el timbre de esa manera idiota era la cantante Yuri,

que al verme asomado a la ventana del segundo piso me gritó: «¡No tengo lana para el taxi y este cabrón está esperando!». Empinada en unos ta- cones que bien podían pasar por zancos, Yuri me pareció enfática, valiente y admirable. Volvió a gritarme o a pedirme dinero, con autoridad. Yo tenía un billete de quinientos, demasiada plata para un taxi, pero se lo lancé por la ventana. Lo recogió con destreza, el conductor le pasó un vuelto que Yuri guardó jovialmente en su bolso y se fue sin despedirse.

No recuerdo haber pensado que la presencia de Yuri hubiera sido una alucinación. No recuerdo haber dudado de su identidad. ¿Por qué estaba tan seguro –y lo sigo estando– de que esa chaparrita pedigüeña era la cantante Yuri? Sí pensé, mientras caminaba hacia la pieza (nuestro departamento es muy chico, pero mi sensación del espacio era distinta), que Yuri tenía un esposo chileno y evangélico y que a ojos mexicanos, quizás, nos parecíamos. Sin duda tengo cara de chileno pero quizás también tengo cara de evangélico, de chileno evangélico, pensé. En eso caí en cuenta, pero sin relacionarlo del todo con los eventos anteriores, de que estaba drogado. De un cierto pasmo pasé a unas risotadas medio falsas, diplomáticas, burocráticas: era como si riera porque correspondía reír o para probar que era capaz de articular una risa. Como alguien que sale de una larga reunión en el extranjero y calcula que tiene varias horas por delante para echar un vistazo, por fin, a la ciudad, decidí o quise o experimenté el deseo de aprovechar ese viaje. Pero como mi propósito de consumo había sido tristemente terapéutico, no estaba preparado para disfrutarlo. En un rapto de esnobismo, pensé en escribir algo en ese estado. Luego quise leer, tenía en el velador unos cuantos libros, pero no era fácil con los ojos nublados. Busqué, a esforzados manotazos, sin éxito, los anteojos. Le escribí nuevamente a Emilio, quizás en busca de consejo o de mera atención.

Quería decir que el efecto era parecido al de la marihuana, aunque no estoy seguro de que haya sido así o de que lo sintiera así. Era más una frase para hacer conversación. Emilio me llamó y  al escuchar la versión lisérgica de mi voz se rio pero también se alarmó muchísimo. Me dijo que para apagar el dolor hubiera bastado media tableta. Le dije que lo había afeitado, pero no me entendió o quizás pensó que hablaba en chilenismos. Me preguntó dónde estaban Jazmina y el niño. Le dije que en un curso de primeros auxilios y reaccionó con incredulidad porque pensó o entendió que, al verme en ese estado, mi esposa había decidido participar de un curso de primeros auxilios. Sonaba a una reacción ilógica o extraordinariamente lenta: algo así como enfrentar un terremoto leyendo un estudio sobre terremotos. Le expliqué la situación, se tranquilizó. Le dije que tenía hambre y que pediría algo por Uber Eats. Me dijo que lo llamara por cualquier cosa.

si yo no conseguía curarme, mi hijo acabaría familiarizándose con mis temporadas migrañosas. Sentí una tristeza ligera, como de bossa nova.

De cara al inminente bajón de hambre, pedí comida a destajo. La orden incluía tacos de pastor, de costilla, de chorizo y de chuleta, volcanes de bistec y de cecina enchilada, una tarta de higo y tres vasos extra large de agua de horchata. Me entretuve mirando el mapa de Uber en el teléfono, me pareció que la bicicleta de Rigoberto avanzaba con inusual rapidez. Seguro yo esperaba que avanzara muy lento y el desplazamiento me pareció menos lento y entonces traduje eso como rapidez. Pensé: Rigoberto se va a matar, e imaginé a centenares de ciclistas cruzando estoicamente la Ciudad de México con sus mochilas de Uber Eats o de Rappi o de Cornershop y sentí una especie de brumoso escalofrío.

Sonó el timbre, fue un toquecito breve y prudente, casi coqueto. No me creía capaz de bajar la escalera. Me senté en un peldaño y concebí el plan brillante de bajarla así, de potito. Después de un lapso que me pareció de media hora, llegué al último peldaño, y me aferré a la pared escrupulosamente, como un aprendiz de hombre araña: cuando conseguí llegar a la puerta del edificio, Rigoberto ya se había ido. Luego supe que me había llamado, y yo llevaba el teléfono en el bolsillo pero ni lo escuché ni sentí la vibración. Subí la escalera en el mismo estilo inelegante pero seguro. La niebla avanzaba en mis ojos, me sentía en medio de una nube espesa. Quise buscar de nuevo los lentes, pero simplemente no era capaz. Entonces descubrí que los tenía puestos. Durante todo ese tiempo había llevado puestos los anteojos. Al quitármelos comprobé que veía bien o tan bien como el astigmatismo y la miopía me lo permiten habitualmente. Entendí ese «cambio» como una señal de normalidad, pero estaba equivocado. Me arrastré a la cocina y me comí todo lo que pude: unas tristísimas láminas de queso cheddar, un montón de galletas de arroz, varios puñados de avena cruda, tres plátanos chiapas y dos dominicos, y unas decenas de arduos pistachos.

Cuando logré regresar a la pieza, ya medio desesperado, pensé en Octodad, ese angustioso y kafkiano videojuego en que un pulpo intenta coordinar sus tentáculos para realizar actividades humanas. Lo jugué solamente una vez, pero no he olvidado lo difícil que era para Octodad, por ejemplo, servirse el café o cortar el pasto o hacer la compra del supermercado. Me eché en el suelo como una bola de lana pensando en Silvestre y deseé que alguien me agarrara de las manos y me caminara hasta él. Pensé en mi hijo aprendiendo a gatear. «Hay niños que no gatean»: surgió esa frase en mi cabeza, en la voz de algún amigo.

«Hay niños que pasan a caminar directamente.» Los especialistas insisten en las ventajas del gateo para el desarrollo neurológico, pero también hay gente que dice que exageran. Recordé la historia de una profesora universitaria de impecable trayectoria que recibió a una estudiante gateando. Quiero decir: gateando abrió la puerta, gateando acompañó al living a su invitada, gateando fue a buscarle el vaso de agua que le ofreció, y sólo después de unas cuantas frases rutinarias –proferidas a gatas– la profesora le explicó a su atónita estudiante, con total seriedad, que había decidido gatear durante tres días, porque de niña no lo había hecho y quería remediar de una vez por todas esa desventaja. Nos habíamos partido de la risa con esa historia, que ahora me parecía tristísima o seria o enigmática.

Decidí, sin más, intentar el gateo. Conseguí afirmar los codos pero no las rodillas y luego las rodillas pero no los codos. Eso sucedió varias veces. Luego di unas vueltas en el suelo, como evocando unas dunas. Me puse de espaldas y conseguí arrastrarme con los talones, en una especie de gateo inverso. Volví a ponerme de guata, intenté el punta y codo, pero no avanzaba: una babosa me hubiera vencido en los cien centímetros planos. Entonces supe o descubrí que nunca había gateado. Hacía poco se lo había preguntado a mi mamá, por teléfono. «Seguramente sí, todos los niños gatean», me dijo. Me molestó que no lo recordara. Recordaba que aprendí a hablar muy pronto (lo dijo como refiriéndose a una enfermedad incurable) y que caminé antes del año, pero no se acordaba del gateo. «Seguramente sí, todos los niños gatean», me dijo, pero no, mamá: no todos los niños gatean. Pensé: el gateo es, en sí mismo, elegante, pero no gatear también lo es; levantarse de repente, a lo Lázaro, y simplemente caminar, con espontánea fluidez, sin la mediación de un aprendizaje visible. Caminar sin haber gateado es un triunfo admirable de la teoría. Luego seguí alguna deriva y me vi analizando, con algún rigor, la canción «La cucaracha», y ahora creo que entonces creí entender algo sobre mí mismo o sobre Silvestre o sobre la vida en general; algo imposible de relatar pero cierto, definido y hasta mensurable. Pensé en Silvestre a los ochenta años. Pensé, con incontestable tristeza: «No estaré presente en el cumpleaños ochenta de mi propio hijo, porque entonces tendré…», pero no fui capaz de sumar ochenta más cuarenta y tres. Pensé en el final de The Catcher in the Rye. Pensé en un relato de Juan Emar. Pensé en estos versos hermosos de Gabriela Mistral: «La bailarina ahora está danzando/ la danza del perder cuanto tenía».

Pasaba de una imagen a otra con la velocidad de quien lee sólo las primeras frases de los párrafos. Quería quedarme dormido, invocaba el sueño pero con ambos pies en la vigilia. Luego vino un momento atroz en que oí que me llamaban, que debía salir corriendo a la casa del lado, que me necesitaban, y me sentía completamente inútil, era completamente inútil. Me vi como un edificio con los vidrios apedreados. Me vi como una desinflada pelota de yoga. Me vi como un caracol gigante salivando el piso donde todos resbalarían. Sentí las voces de mi esposa, de mi hijo, llamándome, y con un resto suplementario, casi heroico, de energía, conseguí ponerme de pie y alcancé a dar dos pasos antes de sacarme la chucha.

Me quedé en el piso, adolorido. Cerré los ojos varios minutos. No tenía sueño pero sabía que conservaba la capacidad de dormir. Lo conseguí. Lo siguiente que recuerdo es que me sentía mejor. Más bien: creía sentirme mejor, pero también desconfiaba de mis sensaciones, por lo que fui tentativamente inventariando o despertando mis sentidos. Me atreví a un prudente gateo timidón. Me dolían mucho las rodillas, lo que, quizás por mi formación católica, interpreté como una señal positiva. Llegué al living, me quedé en cuatro patas mirando las plantas. Unas hormigas preciosas, las más negras y brillantes y bailadoras en la historia de la humanidad, iban y venían por un caminito que empezaba en un surco de la ventana y terminaba en la cima de una maceta. Las miré intensamente: las absorbí, las disfruté. Algo les dije, más de algo, no lo recuerdo. Me concentré luego en las plantas. Las llamé por sus nombres, aprendidos hacía poco: Suculenta, Bromelia, Rosa-Laurel.

Le escribí a Jazmina ese mensaje, me sentía mejor:

En algún momento descubrí que había oscurecido y que podía desplazarme con cierta normalidad. El curso debía estar por terminar o quizás ya había terminado. Consideré la posibilidad de no hacer nada. Casi nunca considero esa posibilidad. Opté por emprender varios viajecitos de la cama al living (no pensé, entonces, en la canción de Charly García), ensayando mi periplo a la casa de al lado. Fueron muchos viajes; a juzgar por la hora del siguiente mensaje, que le envié a Jazmina inmediatamente antes de salir a la calle, el ensayo duró más de una hora:

Por fin estaba ya seguro de que no me desplomaría. Recibí el aire fresco de la noche como una bendición. Idealizaba la escena inminente: anticipaba o mejor dicho previsualizaba con ansiedad a Jazmina y a Silvestre; imaginaba que coincidían, que volvían a ser una misma persona. Pero lo primero que vi al abrir la puerta fue desconcertante: un grupo de adultos gateando. Por el segundo de un segundo pensé que estaba todavía en medio del viaje o que también ellos habían tomado pajarito o que el curso no era de primeros auxilios sino de gateo. Una de las gateadoras, quizás la más empeñosa, era Jazmina. Al verme se levantó, me dio un abrazo y me explicó que el curso había terminado pero llevaban como una hora buscando el celular de la doctora. Recuperé el aliento o el humor (es más o menos lo mismo). Silvestre dormía en brazos de su abuela. Le di un beso y quise tomarlo en brazos, pero me contuve, por las dudas, y me sumé con arrojo y ambición al grupo de los gateadores («esto sí puedo hacerlo bien», pensé), movido por el deseo, medio competitivo o reivindicativo, de ser yo quien encontrara el celular de la doctora. Debajo de la mesa estaba mi amigo Frank, que lucía aburrido o compungido. Me dijo, en inglés, para que nadie entendiera –aunque creo que todos los presentes entendían inglés– que la doctora estaba exagerando.

La doctora parecía, en efecto, demasiado abatida: gateaba como una guagua buscando su más preciada sonaja. Se puso de pie, se apoyó en un ventanal en pose melancólica. Miraba al techo y movía la cabeza como quien intenta, por enésima vez, recordar un nombre o una dirección o un rezo. La escena se me hizo larguísima, insoportable, quince o veinte minutos de la doctora viviendo el duelo del celular perdido.

Me habían recomendado tomar leche helada para cortar el viaje, pero en ese momento creía que la doctora lo necesitaba más que yo. Me aceptó el vaso con perplejidad. Sobrevino el desenlace obvio, tajante, chapucero: Frank había guardado sin querer, en el fondo de una pañalera, el famoso celular. Mi amigo le sonrió a la doctora con culposa picardía, pero ella no correspondió: bebió solemne, profesionalmente su vaso de leche, y se fue. Todos nos fuimos.

Tomé al niño en brazos y lo arrullé tarareando una versión muy rápida de «La maldita primavera». Jazmina reía y bostezaba. Caminamos a paso firme, con la avidez y la alegría de quienes vuelven a casa después de un largo periodo en otro país. El niño dormía plácidamente cuando le dije, con los ojos, que no gateara nunca, que no caminara nunca, que no era necesario: que yo podía llevarlo en brazos para siempre.