Tanques

Presentación de Rodrigo Rojas

Comenzaré el día de hoy estableciendo las cosas que tengo claras. Son pocas, pero verificables. Nuestro invitado nace en Santiago en el año 1975. Su enseñanza básica sucede en la comuna de Maipú, que es la misma en que se sitúa la villa donde vive con sus padres. Fue seleccionado por el Instituto Nacional, prestigioso colegio de enseñanza media que cuenta entre sus aportes a la nación el haber educado a varios presidentes. Durante su educación en ese lugar sus maestros le repiten la nómina de dignatarios formados en esas aulas, pero suelen omitir el nombre de Salvador Allende. Una vez rendida su PAA es admitido a la carrera de Literatura Hispánica de la Universidad de Chile, de la que se gradúa en 1997. Tengo claro que estos datos serían irrelevantes en una presentación de un escritor que ha logrado alcanzar un reconocimiento crítico que sigue creciendo con cada libro que publica. Pero son estos datos los que constituyen la base donde comienza a tejer su obra. Hasta aquí llegan mis certezas. A partir de este momento cruzo una frontera, más bien una aduana.

Cuando todo viajero entra al país tiene la opción de escoger una fila en la aduana. La de quienes nada tienen que declarar y la de aquellos que sí. Siempre he tenido la tentación de hacer esa fila para declararlo todo. Durante un tiempo era el azar el que determinaba cuál fila uno debía hacer. Entonces ante el azar no sentía nada. La pregunta es la que me produce vértigo, qué hacer cuando el cartel lo invita a uno a declarar y son tantas las cosas que no le ha dicho nunca a nadie.

¿Declara algo, señor? Sí, las ganas de robar las botellitas de Jack Daniel’s en el Duty Free. Ya había escuchado de usted, señor, ¿acaso no declaró hace un mes que le fue infiel a su esposa? No, cómo se le ocurre, yo hablo en serio. Muy bien, ¿qué declara? Que los libros de Alejandro Zambra me confunden, que me los he leído todos más de una vez, pero aun así me confunden; que lo he hecho con dedicación, concentrado, sin haber consumido ninguna sustancia, sin siquiera estar bajo la influencia narcótica de la envidia, eso. Admito que ni la aduana ni esta presentación es el lugar adecuado para sincerarme de esta manera. Pero es verdad. Si hubiese querido hacerme el gracioso habría imitado a Rafael Gumucio cuando presentó a Juan Villoro en esta misma Cátedra. Entonces Rafael dijo algo así como «Conozco a Juan Villoro hace mucho tiempo, al menos hace tres matrimonios atrás». Pero no tengo la estatura moral de un Gumucio, mi tejado se vendría abajo con la primera letra de un chiste como ese. No, yo estoy hablando en serio y el problema es mío y no del autor.

Vamos por partes. En primer lugar la obra de Zambra hasta ahora se compone de dos poemarios: Bahía inútil, del año 1998 y Mudanza del año 2003. Tres novelas: Bonsái, del 2006, La vida privada de los árboles, del 2007 y Formas de volver a casa, del 2011. Hay otras publicaciones también, el libro Mis documentos, que es una compilación de cuentos de 2013, el libro No leer, ensayos y críticas literarias del año 2010, y luego está su última publicación, Facsímil, del año 2014, que algunos ponen en el grupo de los poemarios, y perfectamente podría ser poesía o novela, o la mejor prueba de selección universitaria que cualquiera podría rendir. En segundo lugar, como ya lo dije, esta confusión es mía y no se la endilgo al autor ni a sus libros. Sucede que se trata de una obra conectada entre sí. Personajes de una historia surgen en otra. En una son el elemento central de la narración y en el próximo libro aparecen como parte de un relato que un personaje cuenta a otro. A eso se le llama metaficción, también puesta en abismo. La sensación es la de muñecas rusas, una matrioshka dentro de otra, dentro de un bonsái, que es una planta que no debe morir porque la relación de Emilia y Julio corre peligro de secarse y morir, pero se destapa otra matrioshka y reaparece el bonsái en La Vida privada de los árboles, como un relato para inducir al sueño a una niña.

Aun así este nivel de complejidad, aunque desafiante, no logra confundirme. Ni siquiera cuando se hila fino y se descubre que el lenguaje circular del poema Mudanza es la estructura nuclear que se repite en la prosa de las tres novelas. En tercer lugar declaro que lo que me confunde es que he escuchado mucho al autor durante su proceso de creación. Lo conozco desde el año 97. Pero es en el año 2003 cuando comenzamos a conversar. Hubo un tiempo en que yo escuchaba adelantos mientras manejaba, los escuchaba al teléfono o bajo una espesa nube de humo sentado en el living del autor. Cada versión me parecía una novela totalmente diferente de la anterior. Creo que no le serví mucho de sparring. Rápidamente me convencía de que cada modificación transformaba para mejor el trabajo. Me refiero a versiones de la primera novela, versiones de la segunda, capítulos con los que yo me encariñaba y después no estaban en el libro que llegaba de la editorial, pero que luego vendrían en la próxima novela. Entonces cuando leo que se pierde un gato en una novela no me preocupo, porque sé que tengo algún cuento para encontrarlo. Mucho se ha cuchicheado de la vida de Alejandro Zambra en Nueva York, se habla de su viaje como si él hubiese cruzado el gran muro de hielo en Juego de tronos y llevase una vida construyendo algo allá. Así mismo debo declarar que somos en parte responsables de ello al anunciar su conferencia como el regreso de Zambra a Chile, como si retornara de una larga travesía mientras nosotros lo esperamos aquí en su Ítaca de San Rosendo para que nos cuente cómo sucede la vida allende el muro.

Nos sorprende que en el New Yorker o en el Sunday Review of Books lo presenten a sus lectores habituales junto a Bolaño. Natasha Wimmer, por ejemplo dice que es el que viene después de Bolaño. Algo similar dice James Wood y ambos explican similitudes y diferencias de la obra de Zambra y Bolaño. Es natural que así sea. Por una parte comparten ciertas características, una de ellas es justamente la escritura de un libro total, la obra mayor a la cual parecen pertenecer todos sus libros, un solo árbol por el que circulan personajes de una novela a un cuento, a otra narración. También es comprensible la comparación porque es necesario situar al lector. Bolaño, después de Neruda, es el único referente que tienen. Algunos, los más cultos, conocerán a Parra y los más cultos aún a Gabriela Mistral y los más enterados a Zurita. Pero verán que mezclo peras con manzanas, peras narrativas con manzanas poéticas. La única manzana que tiene lectores pera es Neruda, el resto son manzanas deliciosas, bocados únicamente de poetas. No lo digo con ironía, mi dieta principal es de manzanas.

Retomando el tema de Nueva York, es que claro, se trata también de una ciudad manzana, lo que hace bastante confusa mi analogía anterior, pero ya declaré que no soy yo el indicado para aclarar nada el día de hoy. Solo quiero señalar que las luces de Nueva York son rutilantes y enceguecedoras cuando se les mira desde más abajo del Trópico de Capricornio y por su resplandor perdemos perspectiva de lo que sucede. A mi juicio el hito cultural que merece nuestra atención son las traducciones que ha logrado la obra de nuestro invitado. Yo pienso en lo que me cuesta a mí comprender el complejo tejido político del Instituto Nacional, la transformación de Maipú desde un satélite de la gran urbe a un barrio que representa al nuevo Chile. Pienso en que el Instituto Nacional ha sido mencionado por primera vez en el New York Times gracias a un libro de cuentos y, algo más complejo aún, la PAA ha sido elevada a calidad de novela experimental en el libro Facsímil, leída después en quizás cuantos idiomas una vez que la publique Penguin bajo el título Multiple Choice. Pasó de ser un moledor de carne muy local a una obra de arte comprensible en otras culturas. Ni Marcel Duchamp se hace esa. Y eso que decidí no analizar el hecho de que el nombre de Rafa Araneda sea mencionado en el diario The Guardian a propósito de Mis documentos.

Es difícil anticipar lo que le puede interesar de las prácticas locales a otra cultura, más raro aún es atisbar cómo es que dichas prácticas se entienden en esa otra cultura cuando son narradas en una novela. Me pregunto si Formas de volver a casa en Lituania equipara el telón de fondo de la dictadura de Pinochet a los días previos a la caída de la Unión Soviética. Y si es así, entonces me pregunto cómo se entiende el personaje Dante de esa novela. Quienes la leyeron recordarán al muchacho autista del barrio que a todos les anunciaba su peso hasta que ocurrió el atentado contra Pinochet. Entonces comenzó a preguntar si eran de derecha o de izquierda. Eso le permite al niño, en cuya voz se narra esta parte de la novela, explicar que su familia es lo que James Wood explica en el New Yorker como un quietist, una familia que calla, y esto se asume como una vergüenza de una derecha tímida y de clase media que protege lo poco que ha alcanzado y lo poco que logrará. Me pregunto si esa vergüenza de derecha es traducida por el lector lituano como ser de izquierda militante de partido único, o bien si le bastará con entender que se trata de una posición que no cuestiona el status quo. Dante pregunta si es de derecha o izquierda, pero sucede que derecha o izquierda no es tan universal. A un lituano le podrían sonar similares las historias de identidades ocultas, vidas dobles y de vigilancia que descubren o llevan a cabo los niños en esta novela. Me pregunto si bastará con invertir las polaridades ideológicas del relato, todo lo que diga derecha es izquierda, como quien le saca las pilas a un juguete y las reinserta en la dirección opuesta.

Alejandro me comentó hace poco que esa misma novela fue traducida y publicada en Irán, pero en forma pirata. Para las editoriales se trata de un territorio fuera de control legal. Nadie sabe qué traducen y por qué. Menos aún cómo es que se leen estas novelas. En el caso de Formas de volver a casa su razón de existir en persa es bastante más enigmática. No hay cómo saber si es un libro oficial o de la resistencia. No sabemos si es pirata porque el Estado decidió su traducción y publicación, o bien si se trata de un valiente traductor, un lector voraz que ha querido compartir su lectura con amigos y otros lectores escondidos. La única pista es la portada. Alejandro me cuenta que tiene un tanque en la portada. No sabemos si ese tanque es el tanque de la dictadura, el de la represión militar en Chile que fue traducida como el tanque del Estado teocrático y autoritario de Irán. Quizás solo representa la idea de Latinoamérica, así como vemos en Medio Oriente un terreno en constante guerra, ellos nos ven a nosotros como un continente en constantes golpes de Estado. Me pregunto qué pensará un lector iraní cuando el narrador de Formas de volver a casa explica que la democracia y la adolescencia llegaron al mismo tiempo, pero que de las dos solo la adolescencia era real. Quizás también toda democracia le parezca ilusoria y en su cabeza el tono político más bien distanciado de este libro se torne vociferante y taxativo en su traducción, quien sabe. En fin, comencé hablando de aduanas y de mi confusión declarada, pero al llamar la atención sobre este detalle de la falta de control sobre la vida de una novela una vez que es traducida, creo que he contribuido satisfactoriamente a confundir más el asunto. Lo siento, no puedo evitar pensar en el tanque, porque no es llegar y traducir no más, qué se hace con el tanque en el proceso, qué hacer con los tanques, sobre todo cuando aparecen en la portada de una novela que ni siquiera los menciona.

 

 

Tema Libre

Alejandro Zambra

 

 

 

Agradezco esta invitación, que acepté encantado pero también sorprendido, porque es raro que a uno lo inviten a su propia casa. Esto suena a frase de buena crianza, pero es estrictamente cierto, y lo voy a demostrar:

Hace casi exactos ochos años estaba yo en el quinto piso de esta facultad, sentado en un banco, junto a mi maleta, fumando –no había nada anómalo en la escena, porque en ese tiempo se permitía, o al menos no estaba totalmente prohibido, fumar en el interior del edificio, y tampoco era raro que yo anduviera con esa maleta, porque solía acarrear libros para mis clases, aunque quizás la maleta misma era una exageración, porque con un bolso o una maleta pequeña hubiera sido suficiente, pero yo estaba y todavía estoy enamorado de esa maleta negra de ruedas giratorias, cuya existencia me parecía entonces un milagro. No soy un experto en estos asuntos, pero igual me parece inexplicable que se hayan demorado tanto en inventar la maleta de ruedas giratorias. Primero inventaron la rueda, y supongo que en algún momento temprano de la historia o de la prehistoria inventaron la maleta, pero es inexplicable que ambos inventos coexistieran tanto tiempo sin cruzarse y que faltaran todavía algunas décadas para llegar a esa indiscutible obra maestra que es la maleta de ruedas giratorias.

Decía que muchas veces estuve en el quinto piso esperando a mis alumnos junto a esa maleta para mí tan querida y probablemente todas esas veces alguno de ellos me lanzó la clásica broma de si me habían echado de la casa. Esa tarde de hace exactos ochos años no fueron uno ni dos sino tres los alumnos que, en un lapso de quizás cinco minutos, siempre en el tono ligero de una broma al paso, ensayaron variaciones de la misma fórmula: «oiga, profe, se fue de la casa», «oiga, profe, lo echaron de la casa», «oiga, profe, está viviendo en la oficina…» Respondí con naturalidad, negando con la cabeza y sonriendo, y por supuesto no les dije que sí, que justamente esa tarde yo acababa de irme de la casa.

Espero que se entienda, entonces, hasta qué punto es cierto que en esta facultad me siento como en mi propia casa. Una casa de la que nunca me echaron, de la que nunca me fui. Ahora me parece que yo mismo me hubiera invitado a tomar once y una parte de mí esperara pacientemente, con la mesa puesta, mientras la otra compra el pan y tantea las paltas –siento que además de estar hablando estoy en el público, y por tanto desconfío de lo que dice el conferenciante, lo que en todo caso es bueno, porque escribo esto movido por el mismo criterio que sigo en la escritura de un cuento, de una novela, de lo que sea: no aburrirme yo mismo, evitar el piloto automático de la escritura prestada y también las mañas rutinarias que asoman, de un modo casi imperceptible, en la escritura propia. Quiero escribir una conferencia capaz de mantener despierta incluso a una persona como yo, es decir a alguien con un diagnóstico al parecer irreversible de déficit atencional.

En una nota menos solitaria, la invitación a la propia casa entraña un reproche, una no muy sutil ironía, un «tenemos que hablar», por eso pregunté al tiro, alarmado, tras aceptar la invitación, de qué tenemos que hablar, de qué tengo que hablar, cuál es el tema de esta conferencia, pero era una pregunta falsa, porque ya sabía la respuesta –ya les digo que llevo mucho tiempo aquí, más de doce años, y claro que recuerdo la mañana que estuve sentado, o más bien de pie, escuchando la primera de estas cátedras, la de Ricardo Piglia, a comienzos del año 2007, y en adelante estuve casi siempre en el público, y también fui muchas veces el encargado de presentar a escritores cuyas obras admiro. Era una pregunta falsa, por supuesto yo sabía que a los invitados a esta cátedra se les pide una conferencia de tema libre: tenemos que hablar, pero tenemos que hablar de un tema libre. Ahora que lo pienso, es más bien raro que a un conferenciante le dejen el tema libre. A los escritores por lo general se nos invita a hablar sobre el boom, o sobre Roberto Bolaño, o sobre el estado actual o el futuro o las últimas tendencias o el renacimiento o la muerte de la literatura latinoamericana o chilena o santiaguina, o sobre la crisis o la existencia de la crítica literaria, y aunque el riesgo de repetirnos se vuelve cada vez mayor y más evidente, casi siempre aceptamos, porque somos una comunidad, y porque de un modo u otro lo pasamos bien, o al menos nos acompañamos, lo que es otra manera de decir que somos unos nerds, porque de verdad nos interesa, por ejemplo, el futuro de la literatura, aunque quizás también aceptamos dar o asistir a estas conferencias por motivos menos espléndidos: al fin y al cabo, después de la segunda copa, hasta el peor de los tintos en caja parece digno de ser considerado un vino de honor.

Quiero hablar de esa mañana cualquiera en que el profesor, cansado de ser creativo y probablemente de ser profesor, vacila unos segundos antes de asignar la tarea, porque ya les pidió a sus alumnos que escribieran sobre las vacaciones de verano y las de invierno y hasta sobre el fin de semana largo, sobre las Fiestas Patrias y sobre la Navidad, sobre el Combate Naval de Iquique y el desastre de Rancagua, así que no tiene más remedio que encomendarles que escriban de lo que quieran, y entonces la noción resbalosa de «tema libre» inunda la sala y es como una inesperada sobredosis de autonomía; es un premio y también un problema, porque de todos modos es obligatorio escribir, es un tema libre obligatorio – el profesor recorre parsimoniosamente la sala, en teoría concentrado en imponer silencio, aunque quizás está pensando en cómo llegar a fin de mes, o en la inaccesible profesora de matemáticas, y durante esos cuarenta y cinco minutos los estudiantes escriben algo, cualquier cosa, tema libre. Obligados al tema libre descubrimos, primero, quizás con una cuota de angustia, que no teníamos tema, pero quizás también, enseguida, vimos que una frase llamaba a la otra y que la historia, misteriosamente, despegaba. Descubrimos que no necesitábamos un tema, que escribir podía ser una forma bella y ruidosa de quedarnos callados; que escribir era también dilatar la obligación inmediata de aportar al diálogo, de decir algo oportuno o inteligente; que escribir era suspender el presente en un momento de suma intensidad, con la promesa de un diálogo futuro picándonos los ojos; descubrimos que, por escrito, podíamos ser básicos, caprichosos, tontos, aburridos, injustos, confesionales; descubrimos, como decía Violeta Parra, «que la escritura da calma/ a los tormentos del alma».

Después, mucho después, cuando emerge el deseo casi siempre ambiguo, temerario y ansioso de mostrar lo que escribimos a un amigo o a alguien de quien se dice que sabe de literatura, cuando nos gobierna la urgencia de publicar lo que escribimos en el diario mural o en un libro, de postearlo en algún muro o de –en ese acto francamente desesperado que es la variación posmoderna de la botella al mar– enviarlo por mail a absolutamente todos nuestros contactos, sólo entonces, cuando por primera vez nos comportamos como lectores de lo que hemos escrito, aparecen los temas, y acaso al hablar retrospectivamente de los textos, los manoseamos, condescendemos a un diálogo distinto del que pretendíamos: traducimos, traicionamos nuestra escritura. La creación misma, en cambio, se nutre de esa ausencia de tema. Podemos pasar meses y años enteros abriendo el archivo sin nunca tener del todo claro lo que estamos diciendo, asolados por la incertidumbre del tema pero bendecidos por la certeza de que, aunque no sepamos el tema, al escribir estamos haciendo algo, que definitivamente hay algo ahí, algo presuntamente valioso o bien algo de cuyo verdadero valor dudamos una y otra vez, pero a lo que ya no podemos, no sabemos renunciar. Nada garantiza que el texto en que trabajamos durante días, durante meses, durante años, nos parezca luego publicable. No se escribe para publicar, incluso si ya publicamos alguna vez y sabemos que a alguien podría interesarle nuestro soliloquio. La parte de mí que está sentada en el público desconfía de este tipo de afirmaciones, porque alguien que publica libros obtiene alguna clase de legitimidad y quizás pierde la vocación de derrota que supone pasarse las horas hablándole a nadie. No veo otra manera de enfrentar esa desconfianza que leer ahora un texto en el que trabajé durante meses y que decidí no publicar, pero cuya existencia me resulta, de algún modo, tan innegable como problemática. Del mismo modo que, cuando nos preguntan de qué se trata tu novela lo único razonable sería responder «léela», la única manera de hablar de esos textos fracasados es mostrarlos y explicitar ese fracaso.

Y por qué no leer un texto fracasado, un texto que no quise publicar, si me siento como en mi casa, y más encima me dieron tema libre. Quizás sólo aquí, en el marco de esta conferencia, un texto que no me gusta pero quiero (y quiero querer), puede y merece existir. Quizás ahora puedo leerlo como si me gustara, y así el texto y yo quedamos en paz. Se llama «El amor después del amor»; el título me carga pero seguirá llamándose así, porque ahora, al leerlo, por fin lo mato y a lo mejor lo olvido:

“El primer ser humano argentino que tuvo influencia en mi vida fue jugador de volley-playa de al parecer veinte años, era un rubio de metro noventa que en el verano de 1991 se comió a mi polola…”

[para escuchar el texto acudir a los 25′:22″ en https://www. youtube.com/watch?v=3CjLG9n6an8]

Bueno, lo dejo hasta ahí, es mucho más largo, les leí la mitad.

Sé muy bien por qué el texto fracasó: porque nunca, durante todo el proceso de escritura, dejé de pensar. Me dejé llevar por el relato, por el placer de narrar, por supuesto que sí, pero en ningún momento logré esa calidez o esa locura que nos hace ir más allá de las intenciones y de las presuntas habilidades. Uno puede reírse de sus propios chistes, pero a veces pasa, como esta vez, que el texto, en el fondo, no dice nada, no añade nada, no sirve. Podría abundar en la explicación de por qué descarté el texto, pero tampoco quiero intelectualizar tanto un sentimiento muy sencillo: nunca me convenció. Supongo que a todos los escritores les pasa lo mismo, lo confiesen o no. O quizás no, quizás estoy puro proyectando, para sentirme incluido, mis patinadas. Me impresionan esos escritores cuyos libros parecen ser el resultado de un método fijo e infalible. Me inquieta el aire de suficiencia que comunica el discurso del escritor profesional a lo Vargas Llosa. Lo digo sin ironía, probablemente con envidia, ya me gustaría a mí ser más disciplinado y menos obsesivo, de verdad me encantaría dormirme cada noche arrullado por la sensación de que el día tuvo sentido, de que avanzo, de que es cosa de instalarse frente al computador todas las mañanas, con un litro de café y unos cigarros y unos parches león, para terminar, en unas cuantas jornadas, la novela.

A propósito de Vargas Llosa, hace tres años leí una reseña suya de Plano americano, el monumental y brillante libro de Leila Guerriero que publicó por entonces la editorial de esta universidad, y que Vargas Llosa elogió generosamente y sin reservas en el diario El País. Que Vargas Llosa celebrara Plano americano no me sorprendió, del mismo modo que no me sorprendería que, por ejemplo –para citar a otro premio Nobel–, Barack Obama elogiara ese libro. Pero sí había algo sorprendente en la reseña, específicamente en el primer párrafo, que empieza así: «Cada vez que regreso a Madrid o a Lima luego de varios meses me recibe en casa un espectáculo deprimente: una pirámide de libros, paquetes, cartas, e-mails, telegramas y recados que nunca alcanzaré a leer del todo y menos a contestar…» Por supuesto, el sentido de esa introducción es prepararnos para el hallazgo deslumbrado, entre esa pirámide de envíos no solicitados, del libro de Leila. Me encanta esa imagen, y me parece admirable/ envidiable también, que Vargas Llosa, probablemente para concentrarse en la escritura, consiga mantenerse alejado del correo electrónico, pero lo que realmente me desconcierta es que tanto en su casa de Madrid como en la de Lima, Vargas Llosa siga recibiendo tal cantidad de telegramas, cuando yo pensaba que los telegramas habían dejado de existir largo tiempo atrás. Me hubiera encantado haber estado en el público hace unas semanas –cuando Vargas Llosa dio como veintitrés conferencias en esta universidad– para preguntarle qué decían esos telegramas, quién se los enviaba y desde dónde. Imagino cosas como:

FELICIDADES stop NOBEL stop LEITODOSLIBROS stop BUENOS stop VENGA stop CONFERENCIACHILE stop BRAZOSABIERTOS stop PREFIEROMANUELPUIG stop CONVERSACIONCATEDRAL stop CIUDADPERROS stop MAGNIFICAS stop ULTIMASNOVELASNO stop

Este último mensaje es más improbable, porque saldría muy caro.

Perdón, quizás muchos de los presentes no tienen idea de qué es un telegrama. Tampoco soy un experto en la historia de los telegramas, solamente recibí dos en mi vida –los dos enviados por mi abuelita materna, con motivo de mi cumpleaños, curiosamente el mismo día–, yo pertenezco más bien a la generación del fax, pero sí recuerdo haber pensado alguna vez en la especificidad de esos mensajes: en la abrumadora secuencia de transmisiones, en el imbailable pero en cierto modo contagioso ritmo de la clave morse, y sobre todo en el efecto medio cómico de esa economía lingüística que obligaba a acortar algunas palabras y a eliminar los artículos y preposiciones, jugando en el límite de lo inteligible, por el tan razonable propósito de ahorrarse unos pesos. Los telegramas eran, por así decirlo, como el haikú de la correspondencia aunque, más bien lejos de todo lirismo, la llegada de un telegrama se asociaba, en la realidad, a las malas noticias, y en las películas de cowboys, a la contratación de un pistolero.

Supongo que lo de Vargas Llosa fue un lapsus, algo así como un estallido de nostalgia por el mundo en que sí existían los telegramas, una nostalgia que rima con la muerte de la cultura occidental, decretada en su libro La civilización del espectáculo. No quiero ni imaginar lo deprimido que debe haber estado el autor cuando escribió ese ensayo en que las emprende –aunque sin interrogarlas demasiado– contra prácticamente todas las manifestaciones actuales de la cultura, y también contra la prensa, en especial contra la prensa del corazón, gracias a la cual ahora sabemos, irónicamente, que al parecer Vargas Llosa ya no está tan deprimido.

Yo no extraño los telegramas, pero por supuesto que sí extraño al joven que era hace veinte años y quizás también hace veinte kilos, cuando leí, por ejemplo, deslumbrado, las novelas de Vargas Llosa, aunque a decir verdad tampoco extraño tanto ese tiempo, en que quizás inconscientemente la retórica del telegrama nos entrecortaba las frases y nos hacía creer que cada palabra salía muy cara. Estábamos completamente seducidos por el lenguaje, estábamos tan ansiosos por decir algo, cualquier cosa, pero también sentíamos el peso inhibitorio de la alta cultura, y no nos decidíamos a desplegar el rollo, alargar la cinta. Publicar un poema en una revista fotocopiada, juntar plata entre varios para imprimir un libro: sería tan fácil construir, con esos datos, un presunto heroísmo, una mínima pero consistente odisea, y por supuesto una mística, un espíritu colectivo que nunca hemos perdido; pero qué lata esa clase de nostalgia. Veníamos un poco maleados o mareados por el escepticismo, pero queríamos pertenecer a algo, a cualquier cosa, quizás por eso al final del guitarreo terminábamos gritando, aunque ni siquiera entendíamos bien la letra, una canción que decía «I don’t belong here». Sentíamos la necesidad de tener un tema y éramos reacios, a la vez, a aceptar los temas que supuestamente nos correspondían generacionalmente. Y eso no para nunca, me temo, esa presión normalizadora, la improvisada asignación de etiquetas y categorías, el timón del tema que fija y sepulta y que casi nunca va más allá de una lectura más o menos pobre y literal, contenidista. Escribimos para multiplicarnos, escribimos para no ser escritos, pero igual nos escriben. Más o menos sobre eso es este otro texto fracasado que escribí hace como un año y que nunca he publicado ni publicaré:

“En el asiento de al frente viaja mi amigo Calámido Carstens. Lo considero ya mi amigo, aunque nos conocimos ayer…”

[para escuchar el texto titulado “La novela autobigráfica” acudir a los 46′:27″ en https://www.youtube.com/watch?v=3CjLG9n6an8]

Lo único que me gusta de este relato es el final, que se me escapó de las manos. Si el texto fracasó fue porque nunca conseguí desprenderme del tema. Creía saber demasiado bien de lo que hablaba, pero no estaba mirando; hablaba como si estuviera fuera y no dentro de lo que critico. Y escribir es, como más de alguien dijo, verse a uno mismo en la multitud. Y una de las pocas cosas que de verdad tengo claras es que no quiero estar afuera. Que pertenezco y que quiero pertenecer.

En fin, ahora termino, llorando en el escenario: Dicen que los temas en la literatura son solamente tres o cuatro, pero quizás es sólo uno: pertenecer. Al menos, todos los libros pueden leerse en función del deseo de pertenencia, o de la negación de ese deseo. Ser parte o dejar de ser parte de una familia, de una comunidad, de un país, de la literatura chilena, de un equipo de fútbol, de un partido político, de una banda de rock, del grupo de fans de una banda de rock, de un grupo de scouts (por último). De eso escribimos cuando nos dan tema libre, y también cuando creemos estar escribiendo sobre el amor, la muerte, los viajes, las moscas, los telegramas o las maletas con ruedas giratorias. De eso hablamos siempre, en serio y en broma, en verso y en prosa, de pertenecer. Y ese es, ese fue, claro, el tema de esta conferencia. Stop