A principios del 2004 tenía veinticinco años, vivía con una mujer de veintidós y faltaba un mes para que lo que sostenía esa relación, la más importante de ambos hasta el momento, nos diera la impresión de ser insuficiente o para que el deseo de no vernos superara al de estar juntos. Ese quiebre ocurrió después de tres años y, cuando ocurrió, no estaba preparado. Algo que se hizo evidente unos meses más tarde, cuando me vi empujado a la zona fantasma habitada por aquellos menos esperanzados entre nosotros, los moradores del hotel que Elvis Presley hiciera famoso.

En esa época yo escribía poemas casi todos los días según una serie de reglas que al principio se sentían como parte de un ejercicio libertario, pero con el tiempo devinieron en un dogma que no me permitía dar forma a lo que experimentaba. Sentía que vivía en dos carriles, por un lado estaba la vida y sus palabras y por otro estaba esa forma de cifrar el mundo, de darle un orden a algo informe que empezó a parecerme infinitamente más valioso que esas neuróticas notaciones. Podría decir que empecé a preferir la escritura de un sismógrafo o de un detector de mentiras a las formas que venía ejercitando.

El caso alcanzó un estado crítico cuando me desintoxiqué de la euforia que se experimenta justo después de un rompimiento. No podía escribir sin sentir que lo que estaba haciendo era ridículo, acudí a mis divinidades tutelares en materia literaria y me sentí lejos de la literatura. Fueron mis cuarenta días en el desierto, tentado por las formas menores que antes había despreciado. Aunque en realidad fue más de un año en que toda la escritura posible se redujo a notas a las que no asignaba otro valor que el de haber sido escritas bajo el imperio de la necesidad. Textos inseparables de la presencia (la ausencia) de la mujer que mencionaba más arriba. Esto significa que ella aparecía profusamente, inevitablemente, toda ella, su nombre, sus hábitos, sus fobias, su familia y todo lo que nos había pasado.

Parte de esas notas fueron publicadas el año 2010 bajo el nombre de Alameda tras las rejas, pero antes, a mediados del 2005, participaron en un concurso de poesía organizado por una fundación cuya existencia seguro se reduce a la vigencia de ese concurso. Las bases eran claras, cada participante podía participar con solo un poemario, pero yo envié tres, una selección de poemas con mi nombre y las otras con los nombres de dos amigos. Una de estas selecciones de poemas fue extraída de entre las notas que había estado tomando desde mediados del 2004.

Aquí es donde interviene el azar, que según los surrealistas tiene un funcionamiento objetivo. Uno de los miembros del jurado del concurso resultó ser un amigo en común que teníamos mi ex y yo. El sujeto dio con un manuscrito titulado Alameda tras las rejas, leyó los poemas, reconoció a los personajes involucrados y al autor. Entonces, quizás por qué razón, decidió llamar a la mujer que era objeto de esos poemas y le leyó algunos fragmentos. Quizás pensaba que estaba haciendo algo necesario al avisarle de mi repentina necesidad de dar cuenta de nuestra vida juntos, tal vez fue una forma de castigo por pasarme al bando de una poesía más comprometida con la vida que con las palabras o quizás solo quería gozar de los efectos de un descubrimiento que lo hacía sentir muy perceptivo. Me sentí traicionado por ese amigo. Según yo lo entendía y según lo sigo entendiendo, se trataba de un caso en que vale la pena aplicar el adagio que reza: «Vos muere piola».

El caso es que un día, a medianoche, después de pasar más de un año sin hablar, recibí una llamada de la susodicha, indignada, o mejor dicho, sorprendida y asustada después de oír fragmentos de los poemas por teléfono. Intenté tranquilizarla, sin resultados. Entonces le pregunté si quería ver lo que había escrito y dijo que sí. Le dije que si quería podía ir de inmediato a su casa a dejarle el manuscrito para que lo leyera y viera por sí misma si había algo que objetar. Dijo que sí, que quería leerlo y además aceptó mi idea de ir a dejárselo. Me abrigué, metí el manuscrito en una mochila y partí en bicicleta bajo la llovizna de agosto rumbo a la casa de la mujer con la cual me había estado comunicando a través de ese dispositivo que ahora cargaba en la espalda y que había empezado a escribir después que cesamos todo tipo de diálogo.

Me recibió en un último piso de un edificio sobre la calle Huérfanos, nos sentamos en un sofá y bebimos té. Nos pusimos al día en un tono que se nos dio con naturalidad, quizás por una familiaridad histórica. Entonces puse en sus manos el manuscrito completo, unas ciento treinta páginas que pensaba dejar en su casa para que leyera con calma, ella lo hojeó un poco y dijo: Quiero que me lo leas.

Le leí en voz alta esos textos que eran casi cartas, junto con otros donde hablaba de cualquier otra cosa que no fuera ella, y mientras leía me pareció que su temor iba desapareciendo. A veces se reía y otras escuchaba silenciosa y atenta. Cuando terminé de leer me dijo que era un libro hermoso, que tenía que publicarlo, pero que por ningún motivo publicara los fragmentos donde hablaba de su familia y de cosas que le pertenecían solo a ella. Publica solo lo que es tuyo, me dijo. Y me pareció sensato y generoso de su parte. Nos abrazamos. Afuera el sol ya quería asomarse. Me subí a la bicicleta y respiré. Sentí que había renovado mis votos con la vida y la escritura.