La gloria deportiva es un tipo de emoción que nos está vedado a algunas personas. A los torpes, a los dubitativos, a los pusilánimes, a los incapaces de sobreponerse. Esta última palabrita, sobreponerse, es la clave. Me pongo por encima de mí mismo, significa: aguanto el tirón del desánimo y supero los obstáculos que yo mismo me he puesto en el camino. Es lo que caracteriza a los buenos deportistas: perseverar, superar el escollo, dominar el impulso de abandonar, de dejarse ganar; ver algo que los demás no ven, aun si para ellos mismos no está nada claro cómo es que lo ven. Más todavía si se trata de disciplinas que reciben menos atención, y que parecieran subsistir únicamente gracias al entrenamiento mental de sus practicantes.

Sí, entrenamiento mental. El ejercicio físico sin propósito no es nada, es tonto, es animal, es inútil sin una inteligencia que comande el entrenamiento muscular y lo oriente hacia un fin: superar la marca, persistir, dirigirse decididamente hacia un lugar que todavía no existe, un lugar donde nadie nunca ha estado. Esta idea más o menos tácita es la que preside esas jornadas penosas y plagadas de repetición, aquellas en que se practica un movimiento, una vez, y otra, y otra, una hora más, dos horas, cuatro, diez, todo el tiempo que sea suficiente hasta que los músculos recuerden. Así como se dice de ciertos polímeros que son materiales inteligentes porque “recuerdan” una forma de plegarse o desplegarse, los músculos bien entrenados acometen su tarea contribuyendo a una sucesión de movimientos que el cuerpo recuerda como una orden que debe ser cumplida. Cuando esa orden se ejecuta con un sentido del ritmo tan único, tan fino, tan especial que es capaz de crear una variación fresca, original, la gloria corona al deportista tácito y todo a su alrededor parece por fin cobrar sentido.

Muchos de quienes nos pasamos el día inmóviles vemos a los deportistas como gente de otro planeta: extraterrestres que nos importan poco si salen en el diario o si se nos sientan al lado. Pero todo cambia al verlos en acción. Ir de puro distraído al Estadio Nacional a ver un campeonato de atletismo, o aterrizar en un gimnasio de provincia cuando se juega un partido entre los líderes de la liga de básquetbol, o encontrarse justo en la calle cuando pasa la vuelta ciclística, puede remecernos con pasiones reptilianas, ancestrales. Y cuando toca Juegos Olímpicos y nos trasnochamos tratando de entender

qué diablos es un ippon en el judo, o por qué en el vóleibol celebran cada punto como si fuera el cumpleaños ochenta de alguno de los jugadores, nuestra recompensa es ser testigos de ese momento irrepetible en que una variación surge de la repetición, solo para dejarnos con la boca abierta y una extraña pero agradable sensación de maravilla.

Esa maravilla, que toma la forma de la admiración más pura, sucede porque el deporte es un cuento, un relato épico, un cantar de gesta, una fábula, y no hay nada en el mundo más adictivo que una narración heroica. Si el cuento tiene dibujos o ilustraciones –y las fotografías, las trasmisiones de la tele en directo, son esos dibujos e ilustraciones–, mejor que mejor. Esta historia transcurre en un teatro cuyos contornos y decorados podemos ver. De hecho, somos parte del decorado. Los protagonistas son humanos como nosotros (no semidioses, como los relatores deportivos a veces parecen creer), y emprenden un camino sembrado de obstáculos que también podemos distinguir y aquilatar. Algunos de estos obstáculos, como en tiempos inmemoriales, obedecen a las fuerzas de la naturaleza: el viento, el agua, las piedras del camino. Otros, los rivales, son también fuerzas de la naturaleza, pero transfiguradas por la inteligencia humana, la única que, hasta donde sabemos, tiene una meta y un plan. Hay peligro, escenas de suspenso, dolor y nervios. En cuanto al desenlace, tanto sea un triunfo como una derrota, lo que importa, lo único que importa, es que nos lleve a ese lugar que todavía no existe, ese donde nadie nunca había estado.