Algo hay de abstracto –si vale un adjetivo así aplicado a algo tan banal como un comercial de televisión– en un jingle sin palabras. O sea una canción publicitaria en la que se desdeña la herramienta más fácil para vender algo: la letra. Que Rococó era el jabón de los elegantes, y el más puro y fragante, es algo que saben todos los que estén en edad de recordar esa «propaganda» de la radio de los años cuarenta o cincuenta, tal como el mundo de fantasía de Bilz y Pap pasó derecho al habla cotidiana chilena décadas después, o como quedó en la memoria el mensaje sobre esas pequeñas grandes cosas que nos llevan a triunfar, con la posibilidad incluso de no recordar de qué marca de yogur o algo parecido fuera ese comercial.

Esa posibilidad de olvido es mayor con un jingle sin letra, como el de cierto spot de Milo, si la memoria no me falla, que rotaba en los televisores Motorola, Antu, National Panasonic o Sony Trinitron de los setenta y ochenta. Cierto que el eslógan era que Milo te hace grande, pero nadie lo decía ni lo cantaba en ese aviso. En lugar de ningún discurso explícito lo que escuchábamos era un tema instrumental. Un preámbulo rítmico y monocorde de varios segundos con coros encima de una percusión constante, una melodía que avanzaba in crescendo como para acumular la tensión previa al desenlace, y una frase musical multiplicada por tres, o a lo más por cuatro: seguidilla de notas sobre un tono determinado, digamos Sol; luego la misma melodía iniciada en la tercera mayor de esa nota inicial, es decir, Si; y luego la misma a partir de la quinta, o sea Re, para encumbrarse al final sobre la séptima menor, es decir Fa, y cerrar todo en el clímax de los pocos segundos necesarios para cantar ¡papárapara parap-pá! / bum bum, donde bum bum son dos golpes finales percutidos sobre el timbal de la batería, lo más probable.

En paralelo desfilaba la vida de un niño en patines o en bicicleta, o no, en realidad era un niño que se convertía en corredor sobre una pista de atletismo o en goleador en una cancha de fútbol, con el correlato de unos segundos de jazz fusión a modo de banda sonora. Y el jazz fusión era coherente con el perfil de los responsables de esa banda sonora.

La música de ese comercial fue grabada en Filmocentro, productora audiovisual iniciada por Juan Francisco Vargas y los hermanos Carlos y Eduardo Tironi apenas meses después del golpe de Estado de 1973. Filmocentro fue activo en el rubro de los comerciales para TV y cine, pero también como centro de producción y edición de material documental contrario a la dictadura, y como estudio de grabación de decenas de discos de músicos y grupos chilenos para sellos como Alerce, desde el primer elepé de Eduardo Peralta en 1983 hasta el catálogo de jazz editado en los noventa por la etiqueta MDA, que era la abreviatura del productor Marcos de Aguirre. Un apellido de la casa. Ya en los años setenta trabajaba ahí Jaime de Aguirre, quien además de operar en la consola de sonido tocaba jazz junto a músicos del mismo entorno. Como los que firman, por ejemplo, el elepé Grupo Kámara con Osvaldo Díaz (1978).

Era el segundo disco de Osvaldo Díaz, cantante chileno popularizado por canciones impacto de la época como «Los carasucias» (de Luis «Poncho» Venegas) y «Reflexiones» (de María Angélica Ramírez), y sí, popularizado también casi como mito urbano por haber olvidado la letra de una canción en alguna actuación de esos años. Y a sus espaldas está en ese long play el Grupo Kámara, conjunto de jazz fusión integrado por César Gutiérrez en piano, Edgardo Riquelme en guitarra, Patricio Ramírez en flauta y saxo, Jaime de Aguirre en bajo y contrabajo y Jaime O’Ryan en batería, según los créditos. Así figuran todos retratados en el diseño de esa carátula firmada por Luis Albornoz, quien venía de sumar la mejor experiencia junto a los hermanos Vicente y Antonio Larrea en el memorable catálogo gráfico de discos publicados por sellos como Dicap antes del golpe.

Jaime de Aguirre está en el tope de la ilustración junto al mástil del contrabajo. Que años más tarde fuera a componer la música de la canción del No para el plebiscito de 1988, y que luego avanzara a cargos gerenciales en Televisión Nacional y en Chilevisión son otras historias, o tal vez capítulos de una misma historia, por qué no. Lo cierto es que de trabajos así vivía también Filmocentro en esos días tempranos. Eran músicos, les gustaba el jazz, lo que estaba en boga era el jazz rock, y si había que hacer un jingle iba a sonar así, entre rock y jazz, entre funky y latino. Y sin palabras.

Si no fuera por la capacidad de YouTube para despejar cualquier misterio nostálgico, sería bien posible haber olvidado si la marca era Milo o no, a fin de cuentas. Cómo saberlo, si no hay un estribillo para cantar. Y poco importa en realidad. Eso podría ser lo más lindo de la publicidad, si vale un adjetivo así aplicado a algo tan banal como un comercial de televisión: que la imagen del spot sea tan inolvidable, que la anécdota del argumento sea tan divertida o que la música de fondo sea tan recordable que la marca termine por pasar sin pena ni gloria al olvido.