Siempre he pensado que el título de una obra de artes visuales es una especie de concesión a la hegemonía de la palabra. El lenguaje visual se escapa del filo y la disección que significa denominar, y se dedica más bien a hacer visible algo y no necesariamente inteligible.

En la historia de esta concesión encontramos situaciones curiosas con respecto al acto de darle nombre a una obra. Ejemplo de ello son los paisajes que llevan por título paisaje o las naturalezas muertas que se llaman pera con manzana y pescado y nos muestran esos elementos dispuestos en un cuadro. Habría en este gesto una intención de anular el título como clave explicativa y utilizarlo solamente como un homólogo –si es que esto es posible– entre la imagen y la palabra de la cosa representada.

Una situación de título más curiosa es cuando los espectadores terminan poniéndole nombre a una pintura. Es el caso de Las Meninas de Velázquez, donde la complejidad del cuadro se materializa en esta dificultad de darle justamente un título: no se sabe exactamente lo que vemos y por tanto es muy difícil nombrarlo. Es sabido que el título original del cuadro era La Familia de Felipe IV; no está claro que haya sido Velázquez el que le puso este nombre, pero así aparece llamado en los primeros inventarios que lo contabilizan. Como la escena del cuadro es extremadamente ambigua en su jerarquía narrativa y no corresponde al primer título –ya que el personaje del pintor y los sirvientes que comparten la escena no forman parte de la familia del rey–, el cuadro se fue acomodando hasta terminar en el absurdo título de Las Meninas (sirvientas que asisten a la Infanta), título que tampoco da cuenta de la escena pictórica pero que es menos incómodo que el primero. Tal vez, simplemente, el flemático Velázquez consideró innecesario titular la obra; debido a su ambigüedad, a su naturaleza de imagen pura, Las Meninas aparece como una pintura sin título que los conservadores de la colección del rey tuvieron que ingeniárselas para catalogar.

Otro artista que problematiza el título como elemento de la obra de artes visuales es Marcel Duchamp, quien crea una historia de fina ironía en la correspondencia entre la obra y su elemento narrativo. Tiene títulos memorables como La novia puesta al desnudo por sus solteros, mismamente para dar nombre a una obra que parece más bien una maquinaria semi-orgánica. O las pinturas anteriores que se llaman El paso de la virgen a mujer o Desnudo bajando la escalera, obra censurada debido a su título, a pesar de que es imposible ver, en la imagen, las sensuales figuras del título. En busca de establecer una distancia irónica entre obra y título, Duchamp, en su última obra, realiza una operación más aguda con respecto a la posibilidad de titular y la supuesta función de clave aclaratoria que cumpliría el título: Dados: 1º La cascada de agua / 2º El gas de alumbrado. El título es transformado en un enunciado de teorema, es decir, en la clave de lectura de una instalación cuya imagen es la de una sensual mujer desnuda, entre otros elementos.

En la línea de incorporar el título como elemento de tensión con respecto al trabajo, tal vez el gesto mas radical sea el de Cindy Sherman quien, en su larga producción, clasifica sus trabajos bajo el título de Sin Título y un número que lo identifica: S/T# 1, S/T # 2, S/T # 436, etc. Decir esta imagen no tiene nombre, o ninguna de las imágenes que produzco lo tiene, es restarles identidad individual a los trabajos, haciendo difícil que sean identificados o retenidos, transformando el trabajo artístico en una constante pérdida.