Hace cinco años, el británico Peter Burke describía a su colega estadounidense Robert Darnton como uno de los principales historiadores culturales activos. Nada ha pasado desde entonces que dé motivos para cambiar esa percepción, que no es solo la de Burke. Más bien al contrario: en el período transcurrido, el director del sistema de bibliotecas de la Universidad de Harvard ha publicado dos volúmenes relativos a la circulación y expresión de las ideas en la Francia del siglo XVIII, y acaba de entregar otro a su editor, esta vez acerca de la censura. Asimismo, lanzó una compilación de ensayos sobre libros, lectura y cultura libresca que fue raudamente traducida al castellano como Las razones del libro (Trama, 2010). Como es costumbre en un autor que ejerció el periodismo en su juventud, ataca con cierta urgencia cuestiones como la estabilidad de los textos, la conservación de sus soportes, el derecho de autor, la idea misma de obsolescencia en relación con los libros, y una a la que ha dedicado cada vez más horas y neuronas: el papel de las bibliotecas en la sociedad actual. También, y aunque bibliotecas, bibliotecarios y bibliotecólogos no sugieran a priori la agitación de ningún bote, no teme apuntar con el dedo. Ni hacerlo reivindicando el «yo acuso» del escritor Nicholson Baker, quien denunció el «asalto al papel», el vaciamiento de los anaqueles con periódicos de las bibliotecas y el reemplazo de ejemplares por el microfilm, soporte que Baker  considera  «incómodo,  incompleto,  deficiente y con frecuencia ilegible».[1]  Como Baker, Darnton afirma que los bibliotecarios tienen un deseo obsesivo de espacio, que el papel se conserva bien, incluso el más barato, y que el microfilm no es un sustituto adecuado, cuestión particularmente triste y tortuosa cuando microfilm es lo único que hay para consultar secciones completas del conocimiento humano en ciertas bibliotecas.

Respecto de la digitalización, ese otro gran fantasma cada vez más sólido, Darnton no se encandila, como lo demostró durante su visita a Chile en septiembre. Aquí sostuvo, en diversos foros, y con la estatura del intelectual público que es, que hay que oponerse a la creciente ubicuidad de Google y otros grandes monopolios de la información, por el interés general de la Humanidad y el libre acceso al conocimiento. En esa cuerda es que Darnton ha impulsado la Biblioteca Pública Digital de Estados Unidos (DPLA), en funcionamiento desde abril y cuyo propósito él mismo ha ubicado a medio camino entre la utopía y el pragmatismo:  «Un  proyecto  para  hacer  que  el material de las bibliotecas de investigación, de los archivos y de los museos de Estados Unidos esté disponible para todos los estadounidenses –y a la larga, para todo el mundo– en línea y sin costo». La iniciativa partió en Harvard y esta vez Darnton, que es de los que pone cara de circunstancias cuando le piden un plan de negocios, se arrimó a una iniciativa privada nacida entre profesores del plantel. Un «proyecto mascota», apoyado por la Fundación Alfred P. Sloan y otra gente que sí sabe de esos planes, que creció hasta alcanzar una dimensión y un perfil impensados. Que no ha pedido un peso al gobierno federal pero que ha involucrado a la Biblioteca del Congreso, al Internet Archive y a la Smithsonian Institution, entre otros grandes. Implícito está acá el principio de que las bibliotecas no pueden andar negociando dineros por acceso a su patrimonio, con Google o con quien sea. Que en las bibliotecas públicas los libros son gratis y que mejor sería que los autores cedan los derechos de sus libros ya descatalogados, de modo que vuelvan a tener lectores. Que es lo que a Darnton le importa, en papel o en digital.

Usted habló en Santiago sobre nuevos usos de las bibliotecas que no parecían evidentes. ¿Hay algo de imprevisible en ellas?

Las bibliotecas nunca fueron meras almacenadoras de libros, y ahora que entramos en la era digital son más importantes que nunca. Por supuesto que aún contienen libros y esto es crucial porque, contra la creencia común, solo una pequeña fracción de los libros está disponible en Internet. Pero las bibliotecas también cuentan con muchos otros recursos: grabaciones, videos,  publicaciones periódicas, acceso a material digitalizado de todo tipo. Y, sobre todo, se están convirtiendo en centros comunitarios. Cuando la gente necesita información de cualquier tipo, va a su biblioteca local. En Nueva York, por ejemplo, donde hay 87 sucursales de la Biblioteca Pública de la ciudad, los desempleados ya no pueden buscar ofertas de trabajo en los diarios, porque ese tipo de avisaje se trasladó a la web, y muchos de ellos no tienen computadores o no saben buscar información en línea. Entonces van a la biblioteca local, donde no solo tienen acceso a un computador, sino que reciben instrucciones para usarlo. En general, las personas necesitan una guía para  encontrar  lo que necesitan cuando buscan información en el ciberespacio, y el ranking de relevancia de Google dista de ser suficiente, excepto para búsquedas  superficiales.  Hoy  los  bibliotecarios  están entrenados para entregar esa guía. Y los usuarios de Internet vía smartphones o computadores pueden entrar en las bibliotecas sin salir de su casa, porque hoy son también presencias virtuales en sus comunidades. Por último, las bibliotecas públicas apoyan todo tipo de actividades culturales. Son centros neurálgicos de la comunidad.

¿Cómo pueden las bibliotecas seguir siendo espacios privilegiados para la lectura y el conocimiento?

Me gustaría discutir un problema que caracterizaría como un estado colectivo de falsa conciencia: la visión general, en todos lados, de que los libros están obsoletos, que las bibliotecas están al borde de la extinción, que el futuro es simplemente digital, que vivimos en una era de la información. Al menos en Estados Unidos la gente dice de un modo más bien cargante «¡vivimos en una era de la información!», como si en otras épocas no hubiese habido información. De hecho, buena parte de mi investigación histórica ha sido un intento de reconstruir sistemas de información. Entender cómo circulan las ideas en las sociedades, especialmente en forma de libros. Así que el punto número uno sería tratar de corregir esa idea errónea. Y el punto número dos sería caracterizar la situación que debemos confrontar hoy, que deriva del primer punto. Creo que es equivocado plantear una oposición entre lo análogo y lo digital. La gente imagina que lo digital, el e-book, existe en un extremo del espectro tecnológico y que en el otro extremo está lo analógico, el libro impreso. Eso es un completo error. Al libro impreso le está yendo muy bien: en Estados Unidos su producción creció el año pasado seis por ciento respecto del anterior. Y el libro electrónico está creciendo a un ritmo aun mayor. Creo que estamos en un período de transición, un período muy estimulante en el que los medios electrónicos e impresos se están complementando. Tal vez no en el ámbito de los periódicos, hay que decirlo, pero sí en el de los libros. Y esto se ha visto confirmado en el campo de la historia del libro. Por ejemplo, solo recientemente hemos sabido que después de que Gutenberg inventó el tipo móvil se incrementó la publicación de manuscritos, y que estos siguieron confeccionándose hasta dos siglos y medio después. Y sabemos que la televisión no mató a la radio, y que las publicaciones electrónicas no han matado a la televisión, etcétera. Lo que me lleva al punto tres: cómo lidiar con las presiones. Simplificando, vemos que hay fuerzas opuestas que podríamos etiquetar como comercialización y democratización. Creo que el intento de crear la Google Book Search representó la amenaza de crear un monopolio del conocimiento en el ámbito digital. Google invirtió mucho dinero para crear una biblioteca digital gigante para después cobrar por el acceso a ella. A mí me pareció que eso era un peligro, y la iniciativa fue declarada ilegal por una corte federal en Nueva York. Por eso hemos tratado de crear una alternativa, que es la DPLA.

No debe haber sido sencillo plantarse frente a Google con la DPLA. ¿Cómo entender hoy la democratización de la información, los derechos de autor, la piratería?

No pretendo ver tan claramente a través de todos estos temas, ni tampoco ser un profeta. Pero puedo tratar de explicar cómo han operado en Estados Unidos, aquí y ahora. Si usted se detiene a mirar el proyecto de Google, es muy atractivo. Google tiene el dinero, tiene la pericia técnica, tiene la ambición y la energía para llevar a cabo este proyecto fabuloso de digitalizar, como ellos han señalado, todos los libros del mundo y hacerlos disponibles en Internet. Algo muy atractivo. Y, de hecho, originalmente Google propuso un servicio de búsqueda, no una biblioteca. Solo después de ser demandado por autores y editores transformó su servicio de búsqueda en una biblioteca comercial que cobra dinero y comparte los beneficios con los titulares de los derechos de autor. Se transformó así en un proyecto que reparte la torta, en el cual el público no es consultado y en el que se da una especulación comercial de gran escala. Pero la iniciativa se enfrentó a las leyes antimonopolio, tuvo que ir a los tribunales y los tribunales no aceptaron su legalidad. Así que Google se quedó con su base de datos, que puede usar de muchas formas, pero no creando una biblioteca. Y creo que la DPLA, que ya estábamos creando antes de que la Corte desestimara el proyecto de Google, se basa en una idea semejante a la de este proyecto, pero que se orienta en otra dirección.

Puede sonar un poco tendencioso decirlo así, pero esto es democratización y se opone a la comercialización. No quiero sonar muy polémico, pero si se examina el asunto, me parece que se trata de eso. También podemos hablar de comercialización en otras  áreas, como  la  publicación de revistas académicas, que es hoy una industria gigante dominada por tres o cuatro casas editoriales que han monopolizado el acceso a las revistas y que cobran precios excesivos. Ese también es un peligro real y hay que combatirlo, porque el altísimo costo de las suscripciones a revistas académicas les está haciendo imposible a las bibliotecas comprar libros. La manera de combatir esto es desarrollar el libre acceso. Ese es otro movimiento que está en alza. Es posible combatir la tendencia a la comercialización abriendo el acceso al conocimiento. No es fácil, pero tenemos los medios para hacerlo. Una biblioteca como Harvard tiene importantes colecciones y, creo yo, una responsabilidad con el mundo para hacer que esas colecciones estén disponibles. Podemos discutir cómo hacerlo, cuáles son los obstáculos. Pero es algo que se puede hacer con una mezcla de pragmatismo e idealismo, algo que por estos lados es una tradición.

Al menos en Estados Unidos la gente dice de un modo más bien cargante «¡vivimos en una era de la información!», como si en otras épocas no hubiese habido información.

¿Está con Eric Hobsbawm cuando decía que el historiador tiene una ventaja respecto del futurólogo: la historia lo ayuda, si no a predecir el futuro, al menos a reconocer lo históricamente nuevo en el presente?

Tengo un gran respeto por Hobsbawm y cuando dice algo tiendo a estar automáticamente de acuerdo con él. Una ventaja de los historiadores respecto de las preguntas de hoy es que pueden aportar una idea de trayectoria, de dirección de las cosas. Pero los historiadores somos malos profetas: yo siempre digo que soy pésimo incluso para profetizar el pasado, porque el pasado sigue cambiando, así que no me atrevo a hacer profecías acerca del futuro. De todos modos sí creo que, por ejemplo, podemos aprender de la historia del copyright.

En el principio de la historia del copyright, en Inglaterra, en 1710, con el Estatuto de la reina Ana –y antes de eso, en las batallas contra la censura en el siglo XVI–, algo que la gente tenía en mente eran los peligros de la comercialización. Estaban peleando contra el monopolio de los gremios de impresores y libreros. Intelectuales de la época, como John Locke y Daniel Defoe, estaban a favor de una ley de copyright que limitara los derechos de autor a catorce años. Y esa ley se aprobaría en Estados Unidos en 1790: catorce años renovables una vez por otros catorce si el autor estaba vivo al fin del primer período. Históricamente, lo que se ve es un intento de equilibrar distintas consideraciones: por un lado, el derecho de los autores a obtener una retribución por sus creaciones, y por el otro el bien público, el acceso a las ideas. Creo que hoy tenemos un desequilibrio. Y no es fácil cambiar las leyes del copyright, hay lobbies poderosos que se interponen. Pero es posible trabajar con autores y editoriales, no para destruir los derechos de autor, sino para modificar las cosas.

 Por ejemplo, ahora estamos lanzando la Authors Alliance: queremos persuadir a los autores de renunciar voluntariamente a sus derechos de autor y hacer sus obras accesibles a través de la DPLA. Esto puede parecer extravagante, pero la mayoría de los libros tiene una vida comercial que no va más allá de los dos meses, y una vez que los autores han agotado su deseo de hacer dinero con ellos, lo que quieren es tener lectores. Yo publiqué un libro en 1968 que aún está en circulación y que me da suficiente dinero para invitar a mi esposa a cenar una vez cada dos años. Es absurdo. El punto es que muchos como yo estarían felices de ceder sus derechos de autor después de unos pocos años y beneficiarse de una lectoría más amplia.

Mucho se vocifera sobre la revolución digital, o sobre la próxima revolución digital, así como de otras cuestiones cuya condición de «revolucionarias» las haría buenas o deseables. ¿Le parece que hay uso y abuso del término?

Me resulta molesto que «revolución» y «revolucionario» se usen para todo. Es parte de una exageración del lenguaje propia de hoy: leo acerca de revoluciones en la ropa de hombre, en la pasta de dientes. Es la trivialización de un término cuyo uso yo restringiría a cambios fundamentales en el orden social y político. Ahí surge una pregunta: ¿deberíamos calificar el desarrollo de las tecnologías electrónicas como revolucionario? Y, pese a todas mis aprensiones, mi respuesta es que sí. Estos cambios tecnológicos han afectado las vidas, si no de todo el mundo, de una amplísima proporción de la población mundial. Cuando tienes ese tipo de transformación en la vida cotidiana de gente común, estás enfrentando algo que es potencialmente revolucionario. No creo que baste para derrocar regímenes, pero ha sido un ingrediente central en levantamientos como los de la Primavera Árabe. Es muy importante en China. Es un ingrediente de la vida moderna que será absolutamente crucial para el futuro. De modo que hay un componente revolucionario en estas tecnologías, que sin embargo pueden ser usadas de muy distintas maneras, del mismo modo en que el capitalismo se pone en práctica de distintas formas en diferentes lugares.

Libros y lectores

Doctorado en Oxford y profesor por largos años en Princeton, Darnton eligió la Francia del siglo XVIII como su campo de estudio. Pero la estudió a su manera. Había –y los sigue habiendo– colegas y maestros interesados en las instituciones y en las clases sociales, por un lado, mientras los historiadores de las ideas seguían la pista de lo que pensaron y escribieron, por ejemplo, los grandes nombres de la Ilustración. Darnton se las arregló para fusionar estos intereses y llevarlos a otra parte. Instauró algo que llamaría la «historia social de las ideas», emparentada con el estudio francés de las «mentalidades» y que se interesa por las formas prevalentes de pensar y sentir en sociedades y épocas determinadas. Una vez que pisó firme en la antropología, explicitó su interés por entrar en el «mundo mental» del pasado, por indagar cómo las personas han dado sentido a sus experiencias. Para entonces ya se forjaba una carrera en la «historia del libro» y había indagado en el sinuoso camino editorial seguido por la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert en El negocio de la ilustración (1979), obra que se lee como un entretenidísimo relato de un proyecto editorial a la vez que intelectual (y comercial). También se ocuparía del papel del lector y su relación con los textos, entre varios otros temas, en uno de sus libros más notables, La gran matanza de gatos y otros episodios de la cultura francesa (1984): un caleidoscopio cultural que, aparte de describir con pelos y señales una masacre gatuna en el siglo XVIII, se mete en la relación de Jean-Jacques Rousseau con sus lectores  (primer  caso  documentado  de  fan mailing) y nos explica cómo eran los cuentos para niños según los escuchaban los campesinos del período. Dos años más tarde, escribió un señero artículo para una revista australiana cuyo epígrafe –«La lectura tiene una historia»– se convirtió en mantra para los cultores de la historia de la lectura. No por alguna carga mística, sino porque, en su brevedad y justeza, la frase legitimó un área de investigación hasta ese minuto dispersa y ninguneada, al tiempo que validó esas preguntas canallas que esta parcela académica debe responder, o al menos intentar responder: cómo ha leído la gente y por qué.

A propósito de las revoluciones lectoras, Roger Chartier plantea que, por primera vez en la historia, se ha producido una separación entre el texto y su soporte. ¿Cómo ve este aspecto?

Soy amigo de Roger, con quien he estado colaborando y debatiendo por casi cuarenta años. Y creo que hay muchos elementos para sostener ese argumento, pero no estoy totalmente convencido. Después de todo, un texto electrónico también tiene un soporte físico. Son objetos reales en la pantalla: no están impresos en papel, pero existen. La gente habla del ciberespacio como si fuera algo vacío, pero está lleno de conexiones. Pienso que los cambios tecnológicos son también cambios físicos y la experiencia de leer en un iPad o en un Kindle es distinta de leer un libro impreso. Pero de todos modos se tiene un objeto físico en las manos y los símbolos, las letras que parecen bailar ante los ojos, tienen también un soporte físico. Es distinto, no es papel, pero creo que no deberíamos ignorar la materialidad de la revolución electrónica. Para mí, el aspecto más importante es lo ubicuo y poderoso de un medio que conecta a la gente en todo el mundo. Hay un salto cuántico en la circulación de la información y su velocidad. Ahí está lo que distingue la situación actual de la que había hace cincuenta años. Para mí, tiene características que recuerdan la aparición de la imprenta de Gutenberg, que cambió la ecología de la comunicación en Europa.

Eso fue revolucionario, si bien Chartier y otros nos recuerdan que los primeros libros impresos emularon a los manuscritos.

Y que el códice siguió siendo el códice… Chartier y yo hemos subrayado que la invención del códice, que se lee dando vuelta las páginas, no como en los rollos, es mucho más importante que la creación de los tipos móviles. Ahora, ¿cómo mides esa importancia? Una forma es ver que el códice todavía está en circulación: es una maravillosa invención que aún funciona muy efectivamente, dos mil años después de su aparición.

Hay quien dice, como Nicholas Carr en su libro Superficiales, que Internet nos está haciendo pensar de otro modo. Y que nos está «embruteciendo». ¿Lo leyó?

Leí ese libro y lo encontré bien escrito, pero no me parece convincente.  Soy  un  poco  escéptico al respecto: es posible que todos los estudios científicos que Carr cita lleven a las conclusio nes  que  él  anuncia,  pero  también  es  posible que no. No sabemos tanto acerca del cerebro todavía  como  para  llegar  a  esas  conclusiones.

La lectura tiene una historia, escribió usted en 1986. Y también es un misterio…

Hoy tenemos muchos estudios sobre la lectura, entre ellos algunos conectados con la psicología cognitiva y la fisiología del cerebro. Y en Harvard tenemos científicos notables que piensan que pueden resolver el misterio de cómo los lectores leen. Pero aún no he visto la solución, por lo que me mantengo escéptico, aun si espero que lleguen a descubrir cómo es que los lectores leen. Hoy se lee de muchas maneras y, como historiadores, Roger [Chartier] y yo pensamos que ha habido muchas formas de hacerlo en el pasado. Y que no hay una sola historia de la lectura: debería haber múltples historias de distintos tipos de lectura. Y es posible que esta diversidad se esté ampliando hoy, gracias a la tecnología, por lo que la experiencia misma de la lectura debe hoy ser distinta de como era cuando escribí «Primeros pasos hacia una historia de la lectura». Todo esto aún me sorprende y me entusiasma.

¿Tanto como la República de las Letras?

La República de las Letras es un ideal que me inspira y me moviliza. Es una esfera de la experiencia que no tiene policía ni fronteras, que es abierta e igualitaria, allí el talento avanza libremente. Es un concepto desarrollado, según dicen algunos, en la Alemania del siglo XVI y ampliada en el siglo XVIII con la Ilustración. Las gentes de las letras se sentían solidarias entre sí y comprometidas en el esfuerzo por crear una comunicación libre y cambiar el mundo, impulsando la libertad, sobre todo la libertad de expresión, y con ello una cierta democracia. ¿Son hoy válidos estos ideales? Me parece que sí. Usted y yo compartimos los mismos intereses, los mismos valores, las mismas preguntas. Ese sentimiento de contacto con gente de otras culturas existe: hay ciudadanos de la República de las Letras que son ciudadanos con los que podemos intercambiar ideas en plena libertad.

1  Nicholson Baker, Double Fold: Libraries and the Assault on Paper, Nueva York, Vintage, 2001.