Hay dos cosas que siempre estuvieron ahí para Richard Sennett, uno de los sociólogos más prestigiosos de la actualidad. Una es la música clásica, la otra las viviendas sociales. Nacido en Chicago el Año Nuevo de 1943, creció en Cabrini Green, un housing project o complejo de edificios para personas de bajos ingresos, donde su madre llegó a trabajar como asistente social. A los trece años empezó a estudiar violonchelo y musicología en la reputada Juilliard School de Nueva York, y pensó que ese sería su destino, su pasaporte para salir de la pobreza y el gueto. Ahí conoció a Hannah Arendt y empezó a fundir en sus textos la literatura, la filosofía, la sociología y el urbanismo. A los 73 años, este profesor honorario de la London School of Economics y de la Universidad de Nueva York está a punto de publicar The Open City, el volumen que completará su trilogía sobre la sociedad contemporánea que componen además El artesano (2008) y Juntos (2013).

La historia de ese lento y complejo descubrimiento de su vocación está en el centro de El respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad (2003), donde aborda el tema de la desigualdad desde la conciencia de sí mismo y la sensación de poder de los excluidos del sistema. Eso que en otro libro llama los ocultos agravios de clase. El respeto es también una historia de las distintas formas en que la caridad y el trabajo social han tratado de comprender a los pobres, intentando servirles y al mismo tiempo olvidarlos. Sennett, un hombre alto y grande pero extrañamente delicado en sus gestos, y con una piel casi tan desnuda de pelos y marcas como la de un recién nacido, se ha propuesto devolver la voz de los desiguales al centro de la conversación sobre la desigualdad. No solo sus exigencias o necesidades, sino también su subjetividad, sus sueños, sus miedos, sus culpas y sus ganas.

Otro objeto recurrente de su investigación es la ciudad. Ha rastreado la transformación de la idea de ciudad desde el Renacimiento hasta nuestros días. Se ha preocupado también de los distintos sistemas de viviendas sociales, y eso lo llevó a desarrollar una relación con el arquitecto chileno Alejandro Aravena, de quien le atrae la idea de las viviendas incrementales. Para Sennett, estas resuelven la principal deficiencia de todas las políticas sociales, que es la ausencia de voz y voto de sus beneficiarios. Plantea que descartar como centro de esas políticas la experiencia vital de quienes las experimentarán termina por crear en el sujeto la impresión de verse atrapado en un experimento, como el hámster que da vueltas en la misma rueda.

Sennett se reclama heredero del pensamiento pragmático del filósofo norteamericano William James. En abierta rebelión contra las distintas corrientes del idealismo europeo, quiere pensar desde la experiencia concreta del ser humano. No desde el ser, sino desde el hacer. Su carrera frustrada de violonchelista le enseñó que quizás la única salvación a la que podía recurrir era el ejercicio diario de una disciplina, rutinaria, regular, pero también perfectamente creativa y abierta. Seguir la partitura hasta que esta se abre hacia lo desconocido, lo inesperado, lo nuevo.

Obsesivamente, de un libro a otro, Sennett intenta rastrear las huellas en la vida íntima de las grandes políticas sociales. El título de uno de sus clásicos sobre la historia de la ciudad, Carne y piedra (1996), resume el viaje que emprende en la mayor parte de sus escritos: desde los monumentos de piedra inconmovibles hasta la carne misma de las personas más o menos anónimas que viven en urbes cada vez más atomizadas por el «nuevo capitalismo». Con un cuidado obsesivo, defiende la vida de esa persona supuestamente común, que se ha perdido en una sociedad transparente, que fomenta la especulación perpetua y la competencia desalmada, determinando incluso hasta las palabras para contarse a sí misma. Le interesa eso que llama la corrosión del carácter, es decir la pérdida de lo único que queda cuando no queda nada: la conciencia de ser uno mismo.   Sennett rastrea las historias de contables, obreros, enfermeras, constructores, y las pone en el contexto de los clásicos, no solo del pensamiento sino también de la literatura y el arte, tan importantes en sus libros como los datos estadísticos. Defiende así la rutina de las grandes fábricas y al mismo tiempo el trabajo del artesano que no compite con nadie ni con nada, sino que se funde en su trabajo para comprenderse en él a sí mismo.

Pero no solo se ha interesado en los grupos más anónimos de la sociedad. A pesar de su infancia y juventud en los barrios más pobres de la peligrosa Chicago, debutó en la sociología estudiando a la muy tradicional clase alta bostoniana. Para su sorpresa, encontró en ella códigos comunitarios sólidos e interesantes. El dinero y el poder podían desaparecer, pero se mantenía una solidaridad de clase compleja y multifacética.

Entrevistando a hijos y nietos de la elite aprendió a escuchar al otro. Su método para abordar las entrevistas se parece mucho al de los periodistas de su generación, como Gay Talese o Janet Malcolm. Como una mosca en la pared que está y no está, aprendió a escuchar hablando, a usar su propia experiencia para permitirle al otro decir la suya. Siguió así a obreros y funcionarios medios para rastrear las transformaciones de lo que llama «el nuevo capitalismo» en la vida íntima de sus entrevistados. Y en otra obra clásica suya, El declive del hombre público (2011), aborda el final de la comunidad como lugar de expresión de las individualidades y la privatización de la acción política.

La artesanía, objeto de uno de sus títulos más inesperados, y que promueve como una respuesta a la desposesión de sentido a la que terminan llegando todas las grandes utopías contemporáneas, es algo que aplica a su propio trabajo. Apabullantemente completos, resumiendo siglos de pensamiento en pocas páginas, en sus textos nunca deja la modestia de quien pareciera descubrir en el acto su propio arte. Es imposible apartar de la cabeza esta última palabra, arte, cuando se leen sus libros, que no tienen nada de la vaguedad, la impresión o el voluntarismo con que se suele identificar ese concepto. Se leen como novelas donde las voces de los entrevistados y de los autores, las intuiciones del propio Sennett y los estudios de sus equipos se responden unos a otros, en una estructura siempre sorprendente en la que el rigor no es enemigo de la belleza.

«Es lo que mis lectores sociólogos más odian», sonríe con timidez en su oficina de la London School of Economics, uno de esos espacios falsamente gentiles, de vidrio y colores modulares, de los que habla en sus escritos.

«Trato de convertir la sociología en una rama de la literatura», sigue explicando, agazapado detrás de unos grandes anteojos de marcos muy negros, sin los cuales sería imposible discernir sus rasgos. «Me influyen mucho más en mi trabajo escritores, novelistas incluso, que especialistas en estadísticas. Mi modelo sería en eso Roland Barthes».

–Pero Barthes hizo el camino contrario al suyo. Partió de la literatura para moverse cada vez más hacia el lenguaje de las ciencias sociales.

–Esa separación es algo nuevo ahora, pero en el siglo xix teóricos esenciales como Stuart Mill o Tocqueville eran ante todo grandes escritores. Algo pasó entre medio que yo creo que tiene que ver con las universidades. Algo que llamaría el cautiverio académico. Mucha de la sociología actual le interesa a un número muy pequeño de personas, aunque hable de temas importantes y serios. Es muy triste para mí. Imagínese, Marx era un periodista, nunca tuvo una plaza en ninguna universidad.

–Me interesa en sus libros la polifonía de voces: cada capítulo va respondiendo al otro hasta formar un todo. Tengo la impresión de que eso debe provenir de su pasado como músico. ¿Cuánto influye en su escritura la práctica del violonchelo?

–Trato de entender demasiado sobre lo que hago. Eso me pasa cuando escribo novelas.1 Uno no puede explicarlas demasiado. Trato de no pensar a propósito. Creo que la autoconciencia es un peligro en cualquier trabajo literario.

–Tal como en sus libros, hoy en Chile el tema de la desigualdad es una obsesión del debate público. Se hizo patente con las marchas estudiantiles del 2011. A mí siempre me llamó la atención que no fuese la salud, o la ciudad, o las condiciones laborales, sino el tema de la educación lo que encendió la alerta sobre el tema de la desigualdad.

–No creo que la educación sea la respuesta a la desigualdad, porque está capturada por la idea neoliberal. Tengo la impresión de que la obsesión por la educación es también una obsesión neoliberal. La educación busca talentos excepcionales, despreciando los talentos ordinarios. La base misma del neoliberalismo es que el talento es escaso. La elite entonces tiene sentido porque el talento es escaso. Esa es la clave de la ideología neoliberal. Lo veo aquí, en la London School of Economics. Esta es una escuela muy internacional, pero veo permanentemente a los alumnos compitiendo para ser el que lo logró. Veo el desprecio por los otros. Buscan ser el uno, el que lo logró entre los cien, dejando atrás a otros noventa y nueve.

En el siglo XIX teóricos esenciales como Stuart Mill o Tocqueville eran ante todo grandes escritores. Algo pasó entre medio que yo creo que tiene que ver con las universidades. Algo que llamaría el cautiverio académico. Mucha de la sociología actual le interesa a un número muy pequeño de personas, aunque hable de temas importantes y serios. Es muy triste para mí.

–¿Tendría que haber una democratización del talento?

–Le puedo contar lo que ha pasado aquí, en Gran Bretaña. Solía haber una muy buena educación politécnica. Escuelas donde la gente salía con el título de policía, de enfermera, de obrero calificado. Esto cambió bruscamente con la idea de que la educación universitaria era la única que proporcionaba validez social. El resultado no es que se hayan creado puestos de trabajo para todos esos nuevos universitarios que de pronto llenaron el sistema. Los puestos de trabajo siguieron siendo los mismos. Pero los estudiantes empezaron a prepararse para fallar, porque por más esfuerzos que hicieran sabían que no iban a encontrar trabajo. Yo tengo muchos amigos en el mundo de la arquitectura. Muchos me dicen: el número de arquitectos que se necesita es cada vez menor, pero las escuelas de arquitectura se han multiplicado por diez.

–Hay algo además con esa búsqueda del talento que intenta la sociedad neoliberal. El talento nace muchas veces de la diferencia, de lo inesperado. Es muy difícil planificar lo impensado, construir una rutina que quiebre la rutina.

–Al final de mi libro El artesano me pregunto justamente eso. ¿Cómo tantas personas viven la obligación de ser muy buenos artesanos? No genios, pero estar en un nivel muy alto. Y buscando con más atención nos dimos cuenta de que muchos de los trabajos mejor remunerados y más comunes, como las finanzas o los de los medios, no requieren de ningún talento especial. Esto es particularmente visible en finanzas. Te pagan mucho ahí por cosas que la mayor parte de la gente puede hacer, como la capacidad de ser deshonesto, o corrupto.

–Muchos amigos de mi mujer en Nueva York trabajan in money, en dinero. No trabajan solo para ganar dinero, o para gastar, sino que además trabajan en el sector del dinero. Producen y reproducen dinero a partir de dinero.

–Es lo que digo en ese libro, hay una desconexión total entre lo que llamamos meritocracia y la política y la economía. No hay relación alguna entre nuestro discurso meritocrático y la verdadera jerarquía del mundo actual. En tiempos de Diderot, en el siglo xviii, existía la idea de que se debía recompensar según el talento de cada cual. Ya no es así. El nuevo capitalismo ha roto con esa fantasía.

–¿La obsesión por la educación parece, quizás, una forma de retornar a esa fantasía rota?–Es lo que me pregunto en el caso de Chile. ¿No cree que esa obsesión por la educación es una respuesta a los rigores de la primera edad del neoliberalismo? Hablo de los años ochenta y noventa. Puede ser que esa fe en la educación sea una manera de encontrar una especie de validación personal contra el sistema. Frente a ese sistema totalmente excluyente y exclusivo, quizás la educación es una forma de defenderse. Yo no sé. Una de las cosas que nos llamó la atención de Chile es justamente la aprobación del neoliberalismo. A todos los extranjeros nos chocó la fe en el neoliberalismo de los chilenos. Para mí eso es inexplicable.

–Bueno, se explica en parte por la violencia con que se implementó en los años ochenta, en plena dictadura. Pero también por una sensación de libertad, de fluidez, de ligereza que el nuevo capitalismo imprime en sus víctimas. Lo digo en primera persona, porque fue algo que sentí muy fuerte en los años noventa: la idea de ser un felino y no un funcionario, la de trabajar en cinco cosas al mismo tiempo.

–¿Y ahora qué le pasa a usted eso?

–Es que ahora no es una liberación, porque es una obligación. No lo hago porque quiero, sino porque tengo que hacerlo para pagar las cuentas. Se me pide un esfuerzo extraordinario para conseguir metas que son ordinarias.

–Yo soy de otra generación que usted. Para mi generación era evidente que el capitalismo estaba sufriendo una crisis final. Eso lo compartíamos los marxistas y los progresistas no marxistas. En los años setenta era evidente para todo el mundo. El neoliberalismo era algo que no esperábamos. Recuerdo cuando empecé a hacer estudios sobre los primeros científicos que trabajaron en Silicon Valley, y quedé completamente sorprendido al ver que ellos hacían cosas nuevas, inestables y al mismo tiempo económicamente provechosas. Eso para mí era una contradicción en los términos. Era algo que en mi esquema no podía funcionar, aunque es evidente que funciona a la perfección.

–¿Funciona o funcionaba?

–Yo creo que sigue funcionando. Funciona para cada vez menos personas, pero funciona. El motor de esta combinación sigue funcionando. Hace un año visité las oficinas de Google y es lo mismo que Silicon Valley en los ochenta. Un monopolio hacia afuera, pero puertas adentro un mundo completamente abierto. El capitalismo monopólico feroz del siglo xix, pero por dentro de la institución un mundo en el que nada es rígido, todo es dinámico.

–Es raro, porque muchas de estas empresas fueron creadas por jóvenes que jubilan a los treinta años. Es raro ese sueño de ganar dinero para no hacer nada después.

–Es la idea de ser el único, el elegido. Muy pocos realmente lo hacen. Es una fantasía de los jóvenes, pero la gente de cuarenta años ya no la tiene.

–En su libro El respeto, usted habla de las distintas formas en que se hace la ayuda social. Y contrasta la forma estatal, anónima o burocrática, que intenta no sentimentalizar la ayuda, con la caridad religiosa, que tiene rostro, nombre y apellido. ¿Cómo ve en ese contexto la emergencia del islam radical en algunos barrios marginales de ciudades en todo el mundo, como una manera de buscar respeto?

–Una de las cosas que me llaman la atención es esta idea de la religión no como fe sino como identidad. Muchos de estos fundamentalistas islámicos conocen muy poco del islam y se basan en ciertas reglas y ciertos supuestos culturales que son efectivamente islámicos, pero no nacen de un profundo estudio del Corán.

¿Quizás este tipo excluyente de religión logra adeptos porque hace caridad con rostro humano? Dice a los marginados que son alguien y no algo, como lo hacen los sistemas estatales de solidaridad.

–Pero esto es tan antiguo como los griegos, lo que es nuevo es esa división entre nosotros y el resto del mundo. Una división que no se basa en lo económico sino en otras ideas. Después del 11 de septiembre del 2001, se pensó que los atentados en Estados Unidos los hacían los excluidos del sistema. Pero los que los cometieron eran burgueses muy bien educados. Yo creo que la idea de que esto es resultado de la exclusión social no sirve como explicación. Puede ser una respuesta a la globalización, aunque me parece que eso también puede ser un cliché. Yo creo que lo central del fenómeno es la idea de que si estás incluido todo está permitido, y si estás excluido del círculo de fieles nada está permitido. La conexión entre la economía y esa forma de terrorismo no me convence en este caso. Creo que es mucho más complicado.

–¿Qué lleva entonces al terrorismo?

–El término «terrorista» me parece una trampa. Yo no creo que el terrorismo islámico no tenga nada que ver con el terrorismo, por ejemplo, en América Latina. Creo que plantear ese término es una forma de esconder el problema.

–¿Cuál sería el problema?

–Todas las investigaciones dicen que los jóvenes islámicos más religiosos son los que menos pertenecen a estos grupos. Esto me hace pensar en algo que era cierto en el cristianismo y que sigue siendo cierto en el judaísmo, sobre todo en Israel, y es que cuando se habla de religión se habla más de fronteras que de fe. Se trata de saber quién está incluido y quién está excluido.

–¿O sea, es un sistema de exclusión social alternativo al del dinero, que es el sistema de exclusión social del nuevo capitalismo?

–Pero eso no es esencial a la religión. Yo, porque tengo fe, me resisto a creer que es la religión en sí la que produce esto. El problema, para los que creemos, es cómo se puede vivir la fe en un escenario de profunda desigualdad, donde existen ellos y nosotros. Me resisto a creer que sea la religión la que provoca esa desigualdad. Hice contacto hace poco con sirios refugiados, y me dijeron que quienes han sido más castigados en los últimos tiempos no son ni los creyentes ni los no creyentes, sino quienes eran más inclusivos, es decir, los que no practicaban la lógica de fronteras.


1 Sennett ha publicado tres novelas: The Frog Who Dared to Croak (1982), An Evening of Brahms (1984) y Palais-Royal (1987).