La escritura que no olvida que es diálogo
Presentación de María José Ferrada

Un escritor de veintidós años decide escribir una novela y una vez que termina la primera versión del manuscrito se lo muestra a su tía que es Licenciada en Letras. La tía lo lee, solo para comprobar
la teoría que tenía antes de comenzar con la lectura: la novela es una porquería. Con esas mismas palabras se lo dice a su sobrino. Como se trata de una tía bastante directa y proactiva a su opinión agrega un consejo: que no escriba más, que siga leyendo, porque eso sí lo hace muy bien.

–¿Imagino que leíste ya el quijote? Pregunta. Lo empecé dos veces, pero la verdad es que no lo terminé, responde el joven escritor. A partir de ese punto tiene dos opciones. Opción uno: decir que la tía sabrá mucho de teoría literaria pero no sabe nada de literatura. Opción dos: intentar leer el quijote por tercera vez y terminarlo. El joven escritor, contra todos los pronósticos, se queda con la última opción. ¿Por qué? Por necesidad, por eso, y porque como él mismo dirá años más tarde: los mejores personajes son los que responden lo que les da las gana y no lo que el escritor ni los lectores estaban esperando.

Aún no sabe que continuará leyendo ese libro durante toda su vida. También escribiéndolo. Porque la literatura que le interesará a este joven –que ahora camina por una calle de Baradero aún un poco enojado con la tía– será la que trabaja con la tradición hasta volverla escritura personal. Una escritura que no olvida que es diálogo.

Años después dirá que el Quijote fue su mejor taller, que Cervantes, novelista, poeta, dramaturgo y soldado español, ya ha hecho hace cuatrocientos años todo lo que se puede hacer escribiendo. El resultado: un personaje que por primera vez es un sujeto al que le pasan cosas. Un personaje que en sus primeras páginas necesita ser acompañado por su narrador –ahora este personaje se duerme, ahora este personaje se despierta– solo para enseñarle a ese mismo narrador que si le da un carácter, ya puede dejar que avance por sus propios medios.

«En cualquier novela mía cuando hay diálogos no sé lo que va a contestar el otro. Soy el primer sorprendido, no corrijo las ocurrencias, los dejo hablar», dirá nuestro joven escritor cuando tenga ya varias novelas con su apellido, un poco difícil de pronunciar, en el lomo. Novelas que, en sus propias palabras, han sido lo que han querido ser y han terminado donde querían terminar.

«Ayúdame, Días mía», dirá Maruja, la mujer transexual que hasta los 18 años se llamó José María y que reconociendo que no se le da bien «el tema de las géneras», decidirá inventar su propia versión del lenguaje inclusivo y de los relatos bíblicos: «Adán no es más Adán luego de que Días le quita el pene y le hace una bonita vagina», le dice la protagonista de La creación de Eva al cura que se encargará de escucharla, dividido entre la indignación y el morbo.

¿Escucharla? No, Jaenmarie, porque ese es el apellido del escritor que decidió leer el quijote por tercera vez, y terminarlo, ha logrado confundirnos y lo que parecía un diálogo es, ha sido todo el tiempo, una suma de monólogos.

Como el de la abuela Lita de la novela Más liviano que el aire frente al joven delincuente que tuvo la mala idea de asaltarla sin imaginarse que ella tendría la buena idea de encerrarlo en un baño. ¿Para qué? Para contarle la historia de su madre. Y para sentirse un poco menos sola. Para eso.

Creo, que escucharme, si es que me escucha con atención, le va a ayudar a comprender su propia historia. Muchas veces pasa así. De verdad creame, que muchas veces pasa así, dice Lita desde uno de los lados de la puerta, sin saber que nos recuerda en qué consiste la esencia de la literatura. Pero no sabemos lo que dice o grita el joven atrapado del otro lado. En esta novela, como suele pasar en la vida, solo accedemos a versiones, trozos de realidad con los que intentamos componer un todo que siempre termina por quedar un poco maltrecho.

Y es que si el gran narrador, después del siglo XX, ha decidido desaparecer de la vida es lógico que lo haga también de la novela. El resultado: novelas que necesitan de un lector que signifique. Novelas que en lugar de dar respuestas, en palabras del autor de estas novelas, instalen preguntas.

Preguntas que de tan simples asustan: ¿quién fue el bueno, quien fue el malo de esta historia? Creíamos saberlo, pero la verdad es que no, la verdad, es que sin que nos diéramos cuenta (tal vez fue en el momento en que Lita le pasó a su rehén la primera milanesa por debajo de la puerta) los que estaban de un lado ahora están del otro y dudamos.

Y por dudar, ya que estamos en eso, lo hacemos hasta de los cuentos que nos contaron de niños. Es raro ser enano. Muy raro. Apenas un poco menos raro, sospecho, que ser gigante, dice Milagritos León, el protagonista de Amores Enanos, al inicio de la novela, cuando aún está tranquilo. Porque a medida que intente contar su historia se pondrá nervioso –lo del circo no resultó, lo de ser strippers parecía que sí, pero tampoco y lo de la comunidad de enanos…esa sí era una buena idea o lo habría sido si no fuera porque a la casa de los enanos tarde o temprano llega Blancanieves con su cara de buena, con sus problemas y con su metro setenta. Pero Federico Jeanmaire ya nos lo advirtió: no podemos confiar ciegamente en el relato. No están los tiempos para esos excesos.

Volvamos entonces al café. Volvamos al manuscrito de la primera novela. A esa tercera lectura del Quijote, que si bien es final nunca será definitiva. Gracias a Dias, diría Maruja.

Una novela que se escribe como se habla.

Una novela que problematiza su esencia.

Una novela sobre la lengua, que desde distintos tiempos y lugares, nunca deja de escribirse.

Una adolescente china, llamada Lin Su Nuam anota en su cuaderno los recuerdos de los años que pasó en una ciudad argentina. Pero ya se lo advirtió su profesora de castellano: ella tiene un problema, ella confunde los tiempos verbales. Y así no podrá escribir ninguna historia. Porque confundirá al lector y peor aun, se confundirá a sí misma.

¿Soy china?

No sé
Ahora no importa.
De cualquier manera, sospecho que hay un momento de la vida en el que cada hombre o cada mujer descubren quienes son
, dice Lin Su Nuam o Sonia Lin, como la llaman en Argentina.

La adquisición, aunque imperfecta de una lengua, ese idioma que a medida que se vuelve propio, genera cambios y desplazamientos interiores será la herramienta con la que contará Lin Su Nuam para recorrer el camino hacia ese lugar tan complejo llamado la propia identidad.

¿Pero es que a la hora de la pregunta por el propio ser contamos los demás con otra herramienta?

Ya nos lo advirtió: la suya no es una literatura de respuestas sino de preguntas.

Y ha pasado el tiempo, como suele pasar en la mayoría de las historias y el escritor que decidió intentar por tercera vez la lectura del Quijote, tal como Lin Su Nuam ha recorrido un camino.

Lo acompañó, lo sigue acompañando, Cervantes. También, Borges y Sarmiento. Porque el camino es largo y la literatura es tal vez uno de los pocos lugares donde el diálogo (el diálogo con el pasado, el futuro, el diálogo con otros y con uno mismo) sigue siendo posible.

Y porque las preguntas, a diferencia de los personajes de las novelas de Federico Jeanmarie, tienen un comportamiento bastante predecible: terminas de hacer una y viene, siempre viene, la pregunta siguiente.[1]

Restos

Federico Jeanmaire

Cuando no se hacía para los vivos más que chozas de tierra o cabañas de paja que la intemperie ha destruido, elevábanse túmulos para los muertos, y antes se empleó la piedra para las sepulturas que no para las habitaciones. Han vencido a los siglos por su fortaleza las casas de los muertos, no la de los vivos; no las moradas de paso, sino las de queda.

Del sentimiento trágico de la vida, Miguel de Unamuno

 

Cualquier muerte es la muerte.

Escribir, Marguerite Duras

Berlín

Cuando nací, ya tenía dispuesto el lugar en donde descansarían mis restos. No lo sabía. Por supuesto que no lo sabía. Me enteré del asunto mucho tiempo después. Medio siglo antes de mi nacimiento, en mil novecientos siete, Emilio, mi bisabuelo paterno, le compró a un tal Fraga la enorme bóveda familiar que está ubicada a la izquierda de la entrada al cementerio de mi pueblo.

Resulta azaroso el hecho de nacer.
Podría no haber ocurrido.
Pero ocurrió.
Y como ocurrió, ahí está esperándome, cerca de la entrada al cementerio de mi pueblo, la sólida y primordial ocurrencia de mi bisabuelo.

Dar a luz. Suele decirse del parto. Es una de las maneras que el castellano ha encontrado para nombrar metafóricamente el momento del nacimiento. De cualquier nacimiento. Una manera que deja al pasado de la vida del lado de la oscuridad. Y también la muerte, el futuro más o menos lejano de ese nacimiento, queda del lado de la oscuridad. Solo la vida es luz, parece dictaminar la metáfora.

Lo demás es ausencia de color.

Lo demás es nada.

Voy a cumplir sesenta y dos años de edad. Y esto que soy, mientras desayuno, es lo que queda de lo que alguna vez fui. Aquello que persiste de un cuerpo bastante más sano y más glorioso que el actual, quiero decir. Un resto. Un resto desayunando. Rodeado de otros restos que ya no desayunan y que tampoco he conocido: estoy sentado a una mesa en el bar Strauss, en Berlín, en medio del cementerio que se encuentra justo enfrente de la librería de Teresa, sobre la Bergmannstrasse.

Un bar entre residuos de vidas.

Residuos de la vida de aquellos que descansan debajo de sus lápidas a unos pocos metros de mi taza de café con un poco de leche. Y, también, residuos de mi propia vida.

El bar Strauss ocupa uno de los lados del edificio que se encuentra a la entrada del cementerio. El lado derecho para los que llegamos caminando por la Bergmannstrasse desde la iglesia en la que nace la calle, el izquierdo para los que yacen dentro. Su interior de paredes blancas y altas guarda detalles bellísimos. Gruesas columnas unidas por arcadas de medio punto sostienen el techo, ventanales enormes, una vieja cajonera que almacena distintos tipos de café, botellones vacíos, la pizarra con el menú del día que cuelga desde una de las columnas y una barra no muy extensa de color negro.

La barra no está preparada para que los clientes puedan quedarse allí de pie.

Adrede, sospecho.

Para tomar lo que sea, en el bar Strauss, hay que sentarse a alguna de sus pequeñas mesas redondas. Detenerse al menos unos minutos. Las dos mujeres que lo atienden, o en su defecto quien haya diseñado el lugar si es que no han sido ellas mismas, parecen haber determinado que a los cementerios no se los puede visitar a las apuradas. Una decisión de algún modo ecuánime: seamos restos todavía vivos o seamos restos ya muertos, el tiempo es una coordenada que no tiene ningún sentido dentro de los límites de un cementerio. Se trata apenas de un espacio.

No estoy seguro de cuándo es que uno comienza a ser un resto. De cualquier modo, intuyo que eso ocurre bastante antes de la muerte. Somos un resto apenas los demás comienzan a vernos como un resto. Cuando nos pasa eso que llamamos vejez. O cuando comienza a molestar nuestra oscura visibilidad, mejor. Cuando, ya casi sin tiempo, nos convertimos en un espacio incómodo para aquellos a los que todavía les sobra.

Desayuno café con leche y una porción de tarta de manzanas. El Strauss está repleto de gente. No solo hoy, en realidad todas las mañanas que he venido lo está. Y aunque hace frío y sopla algo de viento, tuve que sentarme a una de las mesas que se ubican en la zona de la terraza que queda a cielo abierto. No había ninguna libre en la región más protegida, debajo de una suerte de galería que se ubica junto a la puerta del bar.

Es raro, tanta gente a mi alrededor.

Los cementerios son sitios en los cuales suelo sentirme solo. Muy solo. Eso es lo que me pasa, por ejemplo, cada vez que voy a visitar los restos de mi padre a la bóveda familiar del pueblo.

Acá no.
Acá me siento acompañado.
Este bar convierte al cementerio en otro lugar. En un sitio no tan oscuro, un sitio que de algún modo celebra la vida. La de mis vecinos de mesa. La mía. Incluso, me da la impresión, la que ya fue: la vida de aquellos que yacen debajo de sus lápidas en los alrededores de mi desayuno.

También el luto es oscuro. Negro. Al menos en esta zona del mundo. Ropas claras y colores para vivir, oscuridad o ausencia de color para poner de manifiesto la muerte cercana. Un juego de matices. Otra metáfora. Esta vez, una metáfora de silenciosos gestos sociales.

Además de la planta principal, adonde se ingresa apenas trepar un par de escalones en mármol y abrir la única puerta de hierro de doble hoja, la bóveda familiar de mi pueblo tiene dos subsuelos y, bien al fondo, un osario. El ambiente superior posee un altar y un techo que culmina abovedado en las alturas. Las paredes están pintadas de blanco, las baldosas del piso alternan blancos con negros y tiene solo un par de mínimas ventanas con vitrales de colores. Debajo del altar descansan los restos de Lidya y de Emilio, mis bisabuelos. A la derecha, mi abuelo Esteban. A la izquierda, mi abuela Ángela y, debajo de ella, mi padre. Encima del altar hay tres candelabros, un crucifijo y dos estatuillas enfrentadas de la misma virgen. Detrás, colgada de la pared, una imagen enmarcada de una virgen exactamente igual a la de las estatuillas, creo que se trata de la virgen de Luján por el manto celeste que la cubre, y, sobre una placa, la inscripción en mayúsculas del nombre de aquel francés al que se le ocurrió, un buen día del siglo XIX, emigrar junto a su hijo mayor a la Argentina: IGNACE CLAUDE JEANMAIRE 1812-1874.

Morir. Morir tiene sus costos. Eternos costos. Sobre todo si al bisabuelo de uno se le ocurre comprar una bóveda enorme en mil novecientos siete. Las tasas municipales y el mantenimiento, entre otros asuntos. Y aunque el único familiar directo de mi madre que descansa allí dentro sea mi padre, la que se encarga de pagar todo aquello que haya que pagar al respecto es ella.

Me refiero a Inés, mi madre.
Antes fue mi padre, ahora es ella.
Mi madre le ha hecho lavar las paredes exteriores, la ha hecho pintar de blanco por dentro, ha hecho arreglar los vitrales que estaban rotos conservando las formas y los colores originales, la hace limpiar de vez en cuando y, todos los meses, paga rigurosamente las tasas municipales.

Paredes blancas y baldosas que alternan blancos con negros. La poca luz que ingresa a través de los vitrales de colores y al abrir la puerta de doble hoja. Algo de la vida. O algo del tiempo de los vivos en el encierro de los muertos dentro de la bóveda familiar de mi pueblo.

Inés, mi madre, tiene ochenta y siete años de edad. Y, por supuesto, desea que, el día del futuro que le toque, sus restos descansen ahí, bien cerca de los de mi padre. ¿Deberé ser yo o será mi hermano mayor el que se encargue del pago de las tasas municipales y del mantenimiento del edificio cuando llegue ese día?

Aunque todavía queda algo más, claro.
Algo impredecible y previo.
¿Efectivamente Inés morirá antes que mi hermano mayor o antes que yo como aseguran las estadísticas de las defunciones humanas en la Argentina?

No lo sé. Y como no lo sé, decido lo más fácil: masticar desde algún entusiasmo otro bocado de la tarta de manzana.

Es cierto que hay un cerco de alambre entramado y algunas plantas alrededor de las mesas en el bar Strauss. Casi no se distinguen, desde su terraza, las lápidas del cementerio. Sin embargo, no creo que la intención de los diseñadores del sitio haya sido la de esconder la muerte. Después de desayunar, suelo caminar por sus senderos o sentarme a leer en alguno de sus bancos.

El cementerio es un bosque.

Tan bonito que muchos berlineses lo utilizan como paseo.

También yo.

El cerco y las plantas constituyen una normalidad dentro del contexto, una parte cualquiera más del bosque, nunca una trinchera que intente separar la vida de la muerte.

Separar la vida de la muerte. Una quimera. Un imposible que en mi pueblo, a diferencia del bosque berlinés, ha intentado materializarse.

Lejos del centro, el cementerio.

Bien lejos de la vida del pueblo, la muerte.

Los imposibles. Los imposibles suelen darse con cierta facilidad en la Argentina. Es una de nuestras marcas identitarias. A unos cientos de metros del departamento en el que vive mi hijo, en Buenos Aires, se extiende el colosal cementerio de la Chacarita.

A veces vamos a caminar juntos por ahí.

No sé cómo es que hemos inventado esa costumbre. No lo sé o no lo recuerdo. Simplemente lo hacemos. Nos gusta. Uno de esos sábados, por lo general vamos los sábados desde hace un par de años, conversando, sin querer, descubrimos que a uno de sus lados, sobre la avenida Elcano, separado por paredones del cementerio central y del cementerio británico, se encuentra el cementerio alemán de Buenos Aires.

Las costumbres son parte de la vida. Mecánicas repeticiones. Tanto las buenas como las malas. Una de las buenas puede ser compartir los sábados o descubrir el mundo junto a un hijo. Aunque también la muerte es una costumbre. Ni buena ni mala, inexorable. La más ordinaria de las costumbres animales.

El cementerio alemán de la Chacarita es muy alemán. En el estricto sentido en que uno imagina lo alemán desde el sur de América. Impresiona. Aquel primer sábado de hace un par de años, el sábado de su descubrimiento, saludamos al señor encargado de la seguridad y entramos. Apenas ingresar, hacia la derecha, nos encontramos con el monumento a los caídos durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Un monumento con características de diseño absolutamente nazis: un cuadrado en mármol de un metro de altura y varios metros cuadrados de superficie repleto de placas recordatorias, tres escalones y, en granito negro, la base de un obelisco del que se desprende un águila con sus alas desplegadas.

La imagen es fuerte. Asusta.

Enseguida detrás del monumento a los caídos durante las guerras mundiales del siglo pasado, se extiende un blanco paredón, de más de dos metros de altura, que separa el cementerio alemán del cementerio británico. Y mi hijo descubre, a algunos pasos de allí, una lápida que le llama la atención: corresponde a una pareja compuesta por un señor de apellido Wagner y una señora de apellido Nietzsche.

Nos reímos.

Y Juan le saca una foto con su teléfono mientras jugamos a imaginar en voz alta la difícil convivencia de semejante pareja.

De inmediato, se presenta ante nosotros el guardia al que saludamos apenas entrar y nos advierte que está prohibido tomar fotos, que por favor no lo hagamos, que no lo comprometamos, que si queremos hacerlo le pidamos formalmente permiso, cualquier día hábil de la semana, a alguno de los miembros de la comisión administradora del cementerio.

El paredón que divide la muerte británica de la muerte alemana en Buenos Aires es blanco. Muy blanco. Resulta extraño tanto blanco entre la muerte. Tanta luz. Tanta vida en medio de su ausencia.

La Alemania real da la impresión de no tener nada que ver con la Alemania que imaginamos desde el sur del mundo. Nada. Le pido un segundo café con leche a la camarera. El bar Strauss sigue repleto de gente que conversa, se ríe. No hay monumentos con águilas ni obeliscos en los alrededores y juro que no he visto a ningún guardia de seguridad en las inmediaciones.

No he visto ninguno.
En todos estos días.
Quizá, la Alemania que imaginamos desde el sur del mundo, se me ocurre mientras espero que me traigan el café, se parece bastante más a la oscura Argentina de siempre, que a la amable Alemania en donde ahora mismo estoy desayunando.

Algo de espacio dentro de otro espacio mayor: un cementerio. Eso es la muerte. Cierta organización dentro de la oscuridad final en la que se pierde cualquier cuerpo. Ya no queda tiempo, el tiempo queda afuera de sus límites, el tiempo es sólo un privilegio de la vida. Si bien se nace para morir algún día del porvenir, ocultamos la muerte en algún rincón alejado de lo cotidiano. Bien alejado. Somos humanos durante buena parte de nuestras vidas, seres que creemos poderlo casi todo. Y eso pasa hasta que se acerca el final. Ahí, recién ahí, nos terminamos convirtiendo en lo que realmente somos: simples animales que vamos a morir.

Miembros de la más presumida especie animal.

O mejor, ahí, recién ahí, nos convertimos en humildes restos de lo que alguna vez fuimos: los animales más presuntuosos del universo.

Detrás de las enormes bóvedas edificadas a la vera de la avenida principal, hacia la izquierda, se alza un paredón altísimo y oscuro, es el cementerio protestante de mi pueblo.

Las bóvedas pertenecen a los católicos.

Ignace, mi chozno francés, fue enterrado allí, en el cementerio protestante, detrás del paredón. Mi bisabuelo todavía no había comprado la bóveda. Cuando la compró, en mil novecientos siete, se tomó el trabajo de llevar los restos de Ignace al panteón familiar. Pero, a pesar de la placa con la inscripción de su nombre en el piso superior, sus restos fueron a parar al osario. Directamente al osario. Mi chozno no fue un animal muy querido por sus descendientes.

Demasiado presuntuoso. Por eso, quizá, las mayúsculas de la inscripción. Y por eso, también, fue que inauguró el osario.

Otro paredón. Otro intento de separar no ya la vida de la muerte, sino de separar a los muertos entre sí. Igual en mi pueblo que en la Chacarita. Exactamente igual.

Aunque el osario familiar guarda también un montón de huesos que no son tan familiares. Huesos de otras familias de animales humanos que no tenían una bóveda enorme ni ningún otro sitio en donde ir a parar, me cuenta alguna mañana del pasado mi tío José mientras sorbe un largo trago del único vaso alto de ginebra que ocupa la mesa del bar que está frente a la plaza principal de mi pueblo.

Mi tío sabe que terminará allí.
Igual que yo.
Los dos sabemos que sabemos. Y también que hay tiempos y tiempos, que hace rato dejamos de ilusionarnos, que solo nos queda ese espacio lejano y escondido. Ese mínimo espacio anónimo y eterno. Lo sabemos hasta que, justo en ese momento, el vaso de ginebra interrumpe nuestro saber estallando en mil pedazos al chocar contra el piso del bar.

Un ruido es tiempo, solo tiempo.
El grito póstumo de un vaso.
Y los pedazos de vidrio, esparcidos junto a la mesa, sólo ocupan un espacio que después, dentro de unos minutos, alguien tendrá que limpiar.

Los huesos, la familia y los pedazos de vidrio en medio del charco de ginebra. Un muchacho se acerca a limpiar. El vaso ha dejado de ser. Sus restos irán a parar al fondo del tacho de basura que hay junto a la barra. Y de allí, esa misma noche, partirá hacia el basural que está cerca de la ruta. ¿Alguien recordará, algún día del futuro, que en este bar existió un vaso alto que podía llenarse con ginebra?

No lo creo.

Las familias de vasos no acostumbran almacenar los restos de sus difuntos en bóvedas enormes ni en ningún otro sitio. Terminan en el basural, esa suerte de cementerio de todo lo anónimo, de todo lo que no es humano.

Me pregunto si acaso somos muy diferentes las familias de humanos a las familias de vasos. ¿Hasta dónde llega el recuerdo de los muertos? ¿Cuánto es lo que sabemos de nuestros bisabuelos o de nuestros tatarabuelos? ¿Cuánto es lo que recordamos de las vidas que ya fueron y que tanto tienen que ver con lo que somos?

Mi madre se olvida con facilidad que hace unos segundos me ha contado exactamente lo mismo que me está contando por enésima vez. Se olvida. Tampoco recuerda los nombres de los protagonistas de aquello que me cuenta. Lo intenta. Vuelve a intentarlo. Pero no puede. Y se pone mal ante su olvido. Muy mal. Se enoja consigo misma, suspira, muerde sus labios.

Sin embargo, no deja de acordarse de mi padre. Con cualquier excusa, lo nombra.
Mi padre murió hace dieciocho años. Y la voz de mi madre, a través del teléfono, siempre encuentra algún buen motivo para traerlo a la charla.

El recuerdo está ligado al amor. Me parece. El recuerdo de una persona, de un lugar, de una mascota, de una tarde, de cualquier cosa. Aunque el recuerdo también puede amontonarse cerca del odio. Recordamos lo que amamos o lo que odiamos, quiero decir. Nunca recordamos aquello que no conocimos o que pasa por nuestras vidas sin dejarnos alguna huella.

Claro que ni el amor ni el odio son contagiosos. Los restos de Ángela, mi abuela, descansan encima de los restos de mi padre, contra la pared izquierda del piso superior de la bóveda familiar. Cuando vivía, le decían Angelita. Yo no. Ninguno de sus nietos la llamaba Angelita. Para nosotros era granmamá, una suerte de pomposo galicismo que sonaba cariñoso y cercano en medio de la chatura pampeana.

Granmamá se reía mucho.
Todo el tiempo.
Cuidaba de sus muchos gatos y nos hacía barriletes con cañas, papel y engrudo. Murió dos meses antes de que naciera Juan. Y aunque yo la amaba desesperadamente, no creo que pueda contagiarle ese amor desesperado a mi hijo. No lo creo. El recuerdo de ella, seguramente morirá conmigo.

La vida es luz, repite la metáfora. Y la luz es tiempo. Solo tiempo. La muerte queda fuera.

Entre las sombras de estos árboles alemanes o allá, entre las bóvedas de mi pueblo. Queda ahí. Definitivamente. Dentro de un mínimo espacio de oscuridad en medio del brillo de la vida. Resulta algo así como la eternidad del olvido, la muerte.

Termino con la tarta de manzana y llamo por teléfono a mi hijo. Necesito preguntarle si recuerda a sus abuelos. Me dice que apenas. Y que de los dos, lo que recuerda no es grato: recuerda enojos, un enojo en particular de cada uno de ellos, que lo demás son anécdotas que otros le han contado.

Sus dos abuelos murieron casi al mismo tiempo.

Cuando él tenía ocho años de edad.

Y solo recuerda el miedo que sintió ante sus respectivos enojos. Ni siquiera recuerda el motivo de esos enojos.

Hace más de veinte años y de manera casual, empecé a pensar en la muerte. Antes no. Antes nunca. Antes era eterno. Mi trabajo de aquella época consistía en microfilmar el diario La Nación. Debía hacer dos rollos de película por día, esa era la tarea que tenía asignada. En cada rollo entraban alrededor de seiscientos fotogramas y, a finales del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX, el diario sólo tenía cuatro páginas de extensión. Tampoco se publicaba los domingos. Cada mañana, entonces, microfilmaba un año entero del diario La Nación.

No la pasaba mal.
Me divertía.
Sobre todo revisando las publicidades de aquella época. Me divertía hasta que llegué a mil ochocientos noventa y cinco. Me divertía hasta que ya no me divertí más.

Mis abuelos paternos, Esteban y Ángela, nacieron el mismo año: mil ochocientos noventa y cinco. Esteban en septiembre y Ángela en noviembre. Esteban nunca me importó demasiado, tenía un carácter complicado y se la pasaba gritando. Pero a granmamá la amé. Y la sigo amando. Todavía. Y para siempre.

La muerte, entonces, surgió durante esos días. Mientras microfilmaba las páginas del diario La Nación. Al llegar al mes de noviembre de mil ochocientos noventa y cinco. Paradójicamente, justo en el momento en que nacía mi abuela.
A la mañana siguiente, granmamá cumplía un año.
Y apenas una semana más tarde, ya estaba microfilmando su primer día de escuela y también el último: solo hizo hasta tercer grado.

La vida de mi abuela pasaba muy rápido. Entre títulos y noticias que informaban de cuestiones sin ninguna importancia. Pasaba demasiado rápido, la vida. Y a mí me resultaba del todo imposible que ese vértigo, que la velocidad con la que transcurría una vida tan querida, no me llevara a pensar en la muerte. En la de ella, claro, pero también en la mía.

Llamo a la muchacha que me atendió y le pago. Enseguida, me levanto y me interno lentamente dentro del cementerio. He buscado sin éxito la tumba de alguno de los Strauss durante todos estos días. Supongo que están enterrados aquí, qué sentido tiene, si no es así, que el bar se llame como se llama.

Pero no.
Tampoco los encuentro esta vez.
Entonces me siento en un banco, abro el libro que estoy leyendo y enciendo un cigarrillo. Aunque no leo. Solo fumo mientras me acuerdo de la risa suave y constante de mi abuela.

Granmamá nació Ángela Genoud. Conoció a mi abuelo en un baile de la primavera en el Tiro Federal. Pero se negó durante años a convertirse en su novia. El argumento que esgrimía para su negativa refería a que su corazón era muy débil y despedía a su enamorado, siempre, con el consejo de que se buscara una chica más saludable que ella.

Año tras año, en cada baile, mi abuelo volvía a intentarlo sin éxito.

Recién a principios de mil novecientos veintiséis, cuando ambos ya tenían treinta años, la convenció y se casaron.

Los conocí mucho después, por supuesto. Cuando a pesar de las evidencias en contrario, granmamá todavía seguía sosteniendo que su salud era muy precaria. Debido a eso, solo comía un pedazo de carne con papas hervidas. Todos los mediodías. Y una sopa de verduras o de arroz por las noches. Era la forma que había elegido para cuidarse de la supuesta debilidad de su corazón. Se quedó dormida, y ya no despertó, poco antes de cumplir los noventa y ocho años de edad.

No despertar más. Se me ocurre ahora mismo, mientras enciendo otro cigarrillo en Berlín, que no despertar más también puede constituir una definición bastante exacta de la muerte. Pasar en un rato de la luz a la oscuridad. De la luz a la nada final. Y quedarse ahí, involuntariamente.

Hace unos meses, buscando otra cosa, mi madre encontró en un armario, dentro de una caja repleta de papeles, un cuaderno con anotaciones de su padre. Rómulo era escultor, pero no vivía de eso, se ganaba la vida fabricando y vendiendo muñecos: soldados, pesebres, enanos. Las anotaciones tenían que ver con eso, con los precisos ingredientes para la preparación de las argamasas.

Me encantó leer esas páginas.

No lo conocí, Rómulo murió antes de que yo naciera. Y esos escritos, de alguna forma, aunque no contaban graves episodios de su vida, al menos confirmaban que había existido y que había hecho lo que había podido para ganarse la vida bien cerca de su primitivo deseo de ser escultor.

A gran mamá, en cambio, la conocí muy bien. Mis padres viajaban mucho y yo me quedaba en casa de mis abuelos. Aunque ella se cuidaba y no los comía, preparaba las tortillas y los gateaux de duraznos más ricos que haya comido jamás. Cuando murió, los únicos familiares directos que había dentro de la bóveda eran mi abuelo, muerto quince años antes y mi tía Lía, una de las hermanas de mi padre, otro de mis grandes amores, que había muerto muy joven.

Ahora hay más, por supuesto.

Las familias suelen guardar objetos de sus antepasados. Reliquias. Copas de cristal, algún adorno, cubiertos de plata, cuadros, armarios. Yo, por ejemplo, tengo en mi habitación el ropero de tres cuerpos que fue de granmamá. Es enorme. Precioso. Aunque dice nada de ella para los que no la conocieron. Para mí sí que dice. En mis cumpleaños infantiles, ella me llevaba en secreto hasta su habitación, abría un cajón que ocupa la parte baja del cuerpo central, sacaba unas monedas o un billete y me los regalaba al tiempo que se reía y me exigía bajo juramento que no le contara nada a mi abuelo.

Jamás le conté nada a mi abuelo.

Aunque no sé.

Quizás habría preferido que en lugar del ropero me hubiera dejado alguna página escrita. O al menos algún crucigrama, se la pasaba resolviendo los crucigramas que venían en los diarios. Alguna página que yo pudiese pasarle a mi hijo y que él, a su vez, les pasara a los suyos en el futuro. El ropero les va a decir muy poco sobre ella a mis nietos. Puede que incluso no les guste su enormidad y decidan deshacerse de él. El crucigrama, estoy seguro, les diría algo de sus tardes en el campo, algo de su caligrafía, algo de su forma de combatir el aburrimiento pampeano.

Me levanto del banco. Vuelvo a caminar entre las lápidas alemanas. Sigo buscando en vano a alguno de los Strauss. Pero no los encuentro. Lo que encuentro es cierta anomia de la muerte. No conozco a ninguno de los que yacen dentro de este bosque encantador. Y entonces no puedo restituirles sus caras. Es lo contrario de lo que me sucede en el cementerio de mi pueblo. Cada vez que voy a darme una vuelta por allá, encuentro más muertos conocidos, incluso muchos muertos queridos que me empujan a recordar una anécdota o una mañana con ellos que no sabía que recordaba.

Estoy en un cementerio que no me pertenece.

Allá, en el que me pertenece, en mi pueblo y el día del porvenir que sea, ¿mis restos estarán más acompañados que en cualquier otro cementerio?

Los cementerios son espacios sin tiempo. Una suerte de ciudades paralelas. Sin movimiento, sin vida. Un escondite repleto de mujeres y hombres que ya fueron. Sin embargo, intuyo que se inventaron con la ilusión de no dejarlos solos en cualquier lado. De que se acompañen, los unos a los otros. Con la humana esperanza, quizá, de que no mueran tanto, los muertos.

Cruzo la calle, es hora de que abra la librería. Teresa se fue a Barcelona y me encargó que lo hiciera, varios alemanes que estudian castellano vendrán a buscar sus manuales.

Mañana vuelvo a Buenos Aires.
A mediodía, Carmen me llevará al aeropuerto. Por suerte, todavía me queda una última mañana para desayunar en el Strauss. Una última mañana para encontrar una lápida que seguramente esté en otro cementerio.

Cuando era chico y Dios existía, creía que los muertos habitaban el cielo. Los muertos buenos, nunca los malos. Si todavía fuera aquel chico, mañana, ocupando mi sitio dentro del avión que me devolverá a Buenos Aires, pasaría un montón de horas mucho más cerca de los muertos que en los cementerios. Más cerca de los muertos buenos, claro.

Lástima que Dios también haya muerto. Ahora solo me quedan los cementerios.

Esos lugares en donde se mezclan, sin ningún pudor, los restos buenos con los restos malos.

Abro Andenbuch, la librería de Teresa, y entrego los manuales de castellano. Los manuales junto con los cuadernillos de ejercicios. Son chicos y chicas muy jóvenes, los que vienen a buscarlos. Algunos se animan a probar su escaso castellano conmigo. Otros no, les da vergüenza y me lo expresan como pueden. Pero en todos ellos se adivina lo mismo: cierta conciencia de que la vida es algo que les queda por delante, algo que todavía está a punto de suceder.

Aprender castellano en Berlín.

Una manera humana, como cualquier otra, de imaginarse vivo hasta la eternidad.

A principios de los años ochenta del siglo pasado, después de pasear por buena parte de Sudamérica, llegué a mi pueblo acompañado de Jolanda. Jolanda era holandesa. Un gran amor. Vivimos juntos varios años. Pero decía que llegamos a mi pueblo y, de inmediato, fuimos a visitar a granmamá. Estaba en cama, algo enferma. Fui entonces hasta la cocina a prepararle un té mientras Jolanda se quedaba con ella en la habitación. Al rato, cuando volví con el té, estaban hablando en alemán. Sorprendido, le dije que no sabía que hablara alemán y mi abuela, sin parar de reírse, creo que hasta sin darse cuenta de lo que había hecho, me contó que sus padres, cuando discutían, lo hacían en alemán para que ellos, sus doce hijos, no entendieran los detalles de esas discusiones. Y que con el tiempo, claro, ella y sus hermanos algo habían llegado a entender de lo que decían.

Discutían mucho, mis padres.

Repitió entonces granmamá entre risas, siempre entre risas, y ya no volvió a hablar en alemán nunca más en su vida.

El resto de la tarde se escurre muy rápido. Los estantes de la librería están repletos de libros y cuando no escribo aprovecho para entrar en unos cuantos mientras espero que pasen a buscarme Carmen y Bertram para ir a cenar.

Resto.

Acabo de releer las últimas líneas y descubro que, en esta oportunidad, escribí la palabra resto de manera involuntaria.

Resto como aquello que queda de la tarde antes de que muera en la noche. Y me gusta. También podría utilizarla luego de cenar las salchichas de despedida que vamos a cenar dentro de un rato. En este otro caso, resto vendría a cuenta de aquello que no alcancé o no pude o no quise comer.

Resto.

Lo que queda de cualquier todo. Una palabra imprecisa. Al mismo tiempo que exacta. Una palabra que me gusta.

Microfilmar el año mil ochocientos noventa y cinco, además de cierta novedosa conciencia sobre la muerte, me trajo también una grata sorpresa. En el mes de marzo, encontré dos largos artículos referidos Lidya, mi bisabuela.

El diario había enviado un corresponsal hasta mi pueblo.

Con el finde que indagara acerca de sus poderes.

La leyenda sobre el asunto me había llegado en cuentagotas durante la infancia. A regañadientes. Entre secretos e historias que los adultos contaban a media voz, lo más lejos posible de los oídos de sus bisnietos. Mi padre, sobre todo, se negaba a hablar del tema. De cualquier modo, algo había escuchado: que Lidya tenía poderes psíquicos sobrenaturales, que podía mover con la mente objetos de un lugar a otro, que hipnotizaba con cierta facilidad y que, un buen día, había decidido que ya estaba bien, que había vivido demasiado, que no quería vivir más y entonces se había quedado en la cama durante un par de días hasta que, finalmente, había muerto.

La palabra bruja, con la que a veces se referían a ella, no me impresionaba.

Hasta me resultaba simpática.

Lo que en verdad le impresionaba a mi infancia de la historia de Lidya, era que, un buen día, hubiese decidido morir.

Desesperar. Antiguamente, los hablantes del castellano supieron utilizar el verbo desesperar para definir a los que decidían terminar con sus vidas. Un desesperado era un suicida. Alguien que ya no esperaba nada de la vida. O alguien que no había querido esperar más tiempo para morir.

Se trataba de un pecado.
Muy grave.
Un pecado que dejaba al suicida fuera del circuito divino de la eternidad. Porque, claro, ese alguien, ese desesperado, se había colocado por encima de los designios de Dios. Dios, aquel único ser que podía determinar el momento exacto para la muerte de cada uno de sus hijos, los animales humanos.

Lydia ocupa el lugar central de la bóveda familiar. Sus restos yacen debajo del altar, detrás de un vidrio, dentro de un cajón algo más grande y más lujoso que los demás. Aunque no está sola. Comparte el sitio preferencial con su marido, mi bisabuelo Emilio, aquel que le comprara el edificio a un tal Fraga justo medio siglo antes de mi nacimiento.

Tu padre y el resto de sus nietos la amaban.

Repite tres o cuatro veces mi madre desde el lado argentino del teléfono.

Y yo me quedo pensando un buen rato en sus dichos luego de cortar con ella. Pienso en la infancia de mi padre y en la de sus hermanos y primos. Debe haber sido maravilloso tener una abuela bruja. Un privilegio que seguramente envidiarían la totalidad de los niños del pueblo. Pero también me quedo pensando en que mi madre acaba de utilizar la palabra resto. Sin tener la menor idea de lo que estoy intentando escribir. Inés eligió esa palabra, entre otras varias posibles, para repetirme el amor de aquellos nietos por su abuela. Y la palabra, en sus labios, daba la impresión de almacenar a casi todos los seres humanos que no fueran mi padre.

Una palabra repleta de cariño.

Dicha del modo en que la dijo y la volvió a decir.

Una suerte de exhibición por defecto de sus sentimientos hacia mi padre. Una palabra tan imprecisa y tan exacta como en cualquiera de los otros múltiples usos que permite.

En el segundo de los artículos de marzo de mil ochocientos noventa y cinco del diario La Nación, el más largo de los dos, aparece también un daguerrotipo con la cara de mi bisabuela.

La bella joven Lidya Vizca de Jeanmaire, escribe el corresponsal, tiene los ojos de un color azul profundo.

Y agrega que está embarazada.

Lo que no dice, porque no es posible saberlo en ese momento, es que dentro de su vientre lleva a mi abuelo Esteban.

Sospecho que los seres humanos somos más parecidos que distintos. Y que lo que le pasa a uno, les pasa a casi todos los demás. A mí me ocurre que extraño a mis muertos queridos. Aquellos que conocí, cada tanto, se me aparecen en imágenes que evocan algunos momentos que viví con ellos. Me pasa, también, que fui coleccionando fotografías de mis antepasados. Esas fotografías, enmarcadas, hoy ocupan buena parte de una de las paredes de mi casa, en Buenos Aires. Justo la pared contra la que escribo habitualmente.

Lidya ocupa dos lugares dentro de la multitud familiar.

Una es la reproducción del daguerrotipo que encontré en el diario La Nación. La otra es una foto pequeña, de cuando tendría unos sesenta años de edad, aproximadamente. En esta última no se parece en nada a la primera. Supongo que Lidya fue las dos, que nunca somos iguales a los que fuimos antes. Aunque lo importante no es eso, lo importante es que extraño a mi bisabuela a pesar de no haberla conocido, y que, cuando la extraño, se me viene una u otra de las imágenes que cuelgan de la pared, depende, claro, del instante de mi vida en que la echo de menos.

Aunque no sé si eso le ocurre a todo el mundo.

Eso de extrañar a alguien a quien uno no ha conocido, quiero decir.

Una pared con fotografías enmarcadas también puede ser un resto. Imágenes fijas que quedan en el pasado. Un montón de desconocidos muertos junto a otro montón de muertos conocidos.

La pared, allá en Buenos Aires.

Casi un cementerio de mi entera propiedad. O una suerte de bóveda familiar que no tuve que comprarle a ningún señor de apellido Fraga. A nadie. Y por la que tampoco tengo que pagar tasa municipal alguna.

Una foto enmarcada al lado de otra foto y de otra y otra más. Evidencias de que hubo un pasado de otras vidas. Un pasado azaroso que llega hasta mí. Y, sobre todo, fotos como elocuente muestra de que hacia finales de la década del noventa del siglo pasado, cuando empecé a coleccionarlas, varios hechos se amontonaron para dar cuenta de la muerte. Para alertarme y para recordarme que el tiempo de la vida era escaso.

La pared contra la que escribo cuando estoy en Buenos Aires.

Un cementerio personal siempre presente. Un aviso.

Incluso acá en Berlín, tan lejos, podría recordar la posición de cada una de las fotografías familiares. Sin embargo, no voy a hacerlo. Me niego. Pre ero salir a fumar al jardín interno que hay en medio del edificio en donde está la librería de Teresa. Carmen y Bertram pronto me pasarán a buscar.

Es tarde. Y además de comer salchichas, también hemos dado cuenta del vino blanco alemán. No hemos dejado ningún resto. Sin embargo, no puedo dormir. Una imagen se me ha caído encima en algún momento de la noche y, hasta que no la escriba, lo sé, no podré dormir.

La imagen viene de Yela.

Un pueblo mínimo en Guadalajara, España, que durante los días de semana tiene solo cuatro habitantes.

Había ido a pasar un finde semana allí junto a Lola y Fermín, una pareja de amigos. Hace de esto ya unos cuantos años. Nevaba y salimos a pasear por sus calles. Terminamos en el cementerio. Allí donde están los padres de Lola y donde quedará ella cuando tenga que ser. Nació en Yela y sabe que su lugar final será ese, al igual que yo sé que el mío será la bóveda familiar de mi pueblo.

El cementerio de Yela es tan pequeño como el pueblo.

Pero podría ser más grande, Yela tuvo su época de gloria. Hace cincuenta años, sin ir más lejos, sus habitantes eran cuatrocientos. Si el cementerio no es más grande se debe a la manera en la que han decidido enterrar a los muertos. Desde siempre, hay una determinada cantidad de lugares. Entonces, ante cada nueva muerte, y en orden respecto de la anterior, se hace un pozo y se coloca el cajón donde antes hubo otro y otro y otro más. Debido a la cantidad de muertos que se acumulan en cada poza, el terreno ya no es plano. Tiene ondulaciones como, por ejemplo, tiene el cementerio judío de Praga.

Es extraño cómo funciona la mente. ¿Por qué, en medio de una agradable cena de despedida junto a Carmen, Bertram y una sobrina de Carmen recién llegada del Perú, se me instaló, inamovible, la imagen de las ondulaciones muertas del cementerio de Yela?

No lo sé.
El motivo puede ser cualquiera.
El casi obvio de mis obsesiones actuales, el hecho de que nunca pueda salirme del todo del libro que estoy escribiendo o, quizá, simplemente que tanto Carmen y Bertram, como Lola y Fermín, son parejas que llevan buena parte de sus vidas juntos en una época en que eso ya no es tan común.

Es extraño cómo funciona la mente. No sólo la de Lidya.

Dormí. De un tirón. No recuerdo haber soñado. Me desperté y salí de la cama de un salto. No quería perderme un solo minuto de esta última mañana alemana. De este último desayuno en el Strauss.

 

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[1] Federico Jeanmaire, nacido en Baradero, Argentina, en 1957, es escritor y especialista en el Siglo de Oro, profesor de la Cátedra Beatriz Sarlo en la Universidad de Buenos Aires. Sus últimas novelas han sido publicadas por editorial Anagrama, Tacos Altos y Amores Enanos, ambas en el 2016.