La fe en la literatura

Álvaro Matus

Desde mediados de la década del 90, la industria editorial comenzó en todo el mundo un decidido rescate de la literatura centroeuropea de fines del siglo XIX y principios del XX. Se trata de obras que estuvieron marcadas a fuego por el desmembramiento del Imperio Austro Húngaro, la Primera Guerra Mundial y la desorientación que vino después y que terminó, como lo refleja dramáticamente Alfred Döblin en Berlín Alexanderplatz, con el llegada del nazismo. De autores como Joseph Roth, Arthur Schnitzler, Robert Musil, Gregor von Rezzori, Andrezej Kúsniewicz o Hermann Broch se han editado epistolarios, diarios, obras completas, cuentos selectos, libros ilustrados, nouvelles y cuanto formato sea posible imaginar. ¿A qué se debe este interés por obras protagonizadas por soldados orgullosos y galantes, funcionarios obedientes pero cobardes, amantes que se reúnen en balnearios donde nunca hace demasiado calor, artistas que pasan día y noche en los bares porque no tienen dinero para cancelar la pensión? ¿Qué relación hay entre ese gigantesco ropero apolillado que era el imperio de los Habsburgo, con sus mitos y jerarquías y burocracia, y el mundo de hoy, cada vez más veloz, pragmático e informal? ¿Por qué la obra de estos escritores conecta todavía con la sensibilidad de los lectores italianos, ingleses, latinoamericanos o alemanes del siglo XXI?

Con su estilo parsimonioso y distante, quizá el mejor ejemplo de que cuando hay ideas no se requieren golpes de efecto ni frases rimbombantes, J.M. Coetzee alumbra estas interrogantes en su último libro de ensayos, Mecanismos internos, que reúne gran parte de la crítica que el autor sudafricano y Premio Nobel publicó entre los años 2000 y 2005. De los 21 textos, los primeros siete refieren a escritores centroeuropeos que desarrollaron su obra durante el derrumbe del viejo orden. En la reseña de los cuentos de Joseph Roth, Coetzee apela a un pasaje de El busto del emperador. La cita pone de relieve la angustia y frustración que provocó la caída del emperador Francisco José: “Mi antiguo hogar, la monarquía”, dice el protagonista ya en Francia, adonde se ha retirado a escribir sus memorias, “era una casa grande con muchas puertas y muchas habitaciones para muchas clases de personas. Esta casa está dividida, destrozada, arruinada. Yo ya no tengo ninguna relación con lo que allí sucede ahora. Estoy acostumbrado a vivir en una casa, no en cabaña”.

Las palabras de Roth, quien terminó sus días en París delirando por el alcohol, evidencian que con el fin de los Habsburgo cayó algo más que un sistema de gobierno; aguijoneada por toda suerte de nacionalismos, se desplomó una forma de vida, una cultura en la que convivía bajo el signo del águila bicéfala una población que hablaba cerca de 15 idiomas y que permitió la integración de católicos, musulmanes, protestantes y judíos. El problema fue que tras esa idea del gobierno que coordina armoniosamente a un conjunto de naciones, “la elite europea no se percató de que las doctrinas sociales y políticas heredadas de la Ilustración no eran adecuadas para la nueva civilización de masas que estaba creciendo en las ciudades”, señala Coetzee en su ensayo sobre Musil.

Escritores austriacos, polacos, húngaros y alemanes narraron la descomposición de ese sistema y la precariedad del mundo que se estaba conformando, en el que se sentían incómodos y desajustados (muchos emigraron, cambiaron de lengua, se suicidaron). La intensidad con que se les movió el piso es en muchos sentidos equiparable a la que vivimos tras el fin de la Guerra Fría, cuando el mapa se volvió a ordenar (o a desordenar) y empezó el sálvese quien pueda, echando mano al nacionalismo exacerbado (los Balcanes), a las guerras por el petróleo (EEUU en Irak), al terrorismo religioso (Obama y Cía.) y a la especulación financiera (la última y latente crisis económica).

En sus novelas, este escritor del desconcierto y el desarraigo que también es Coetzee, se ha hecho cargo de la pérdida de sentido que afecta al hombre actual. Coetzee sabe de lo que está hablando. Posiblemente la más clara de sus obras a este respecto es Diario de un mal año (2007), que combina la trama propiamente tal con ensayos que desarman los argumentos en los que se fundan la democracia liberal y la competencia económica, mostrando, de paso, la pobreza espiritual que afecta a Occidente. Ante los abusos, ante la impunidad y ante el absurdo cotidiano, Coetzee se aferra a la literatura con una fe comparable a la que profesaron Walser, Roth, Schulz y todos esos hombres que dieron cuerpo a una obra artística mientras ante sus ojos no había más que violencia, locura, pobreza, muerte.

Cuando no existen muchas razones para creer en el mundo, la literatura puede ser un buen refugio para mantener la fe. Por lo mismo, no es raro que para Coetzee autores como Musil y Svevo estén al mismo nivel que Freud a la hora de indagar en el inconsciente: para él, la literatura puede ser también una forma superior de exploración intelectual. Más elocuente aun es el ensayo sobre Walter Benjamín, donde recuerda que El libro de los pasajes era lo único que el pensador alemán llevaba, en una pesada maleta, cuando intentó cruzar la frontera española para arrancar a EEUU. “¿Es realmente necesaria?”, le pregunta a Benjamín la mujer que facilitaría la huida. “Contiene un manuscrito –responde él–. No puedo arriesgarme a perderlo. Debe salvarse. Es más importante que yo”.

Es poco frecuente que un escritor de primera línea evalúe la obra de sus pares. Mecanismos internos, sin embargo, incluye reseñas a novelas de García Márquez, Philip Roth, V.S. Naipaul, Nadine Gordimer, Günter Grass y de otros dos escritores fallecidos este siglo: Hugo Claus y W.G. Sebald. Más allá del juicio, con el que por supuesto es posible discrepar, impresiona la dedicación y exhaustividad de Coetzee. Es impresionante también el tono: controlado, analítico, descriptivo, incisivo. En cada uno de los ensayos hay varias páginas dedicadas a los aspectos biográficos del autor tratado, cruces con otros libros, consideraciones sobre la traducción, ciertas coordenadas literarias para comprender la magnitud del proyecto creativo y un contexto histórico bastante amplio. Ciertamente estamos ante un lector fuera de serie, que ayuda a comprender de dónde viene A paso de cangrejo de Grass, qué vivencias moldearon la obra de Faulkner, cuáles son las influencias de García Márquez y cómo fue que afectó al propio desarrollo creativo de Bellow la publicación de La víctima.

Algunos lectores se molestan porque Coetzee se apura en señalar un defecto después de haber exaltado una virtud. Lo encuentran ecléctico y poco jugado. Ambivalente. Pero ahora que en la prensa chilena campea la crítica extrema, aquella que cree que su única función es condenar o glorificar al autor de la semana en vez de detenerse en los pliegues y establecer una suerte de mapa literario, con sus jerarquías, sus centros de radiación y sus excentricidades, textos como los de Coetzee representan algo más que un bálsamo. Nos devuelven la fe en la literatura y enseñan que bajo la trama de una novela siempre hay otra historia. La interrogante que Coetzee plantea es, ¿de qué se trata realmente este libro? Así descubrimos que El libro de los pasajes no es un tratado sobre el París del siglo XIX, La conjura contra América no es la historia de un aviador nazi que llega a gobernar EEUU y Memoria de mis putas tristes no es la novela de un anciano pícaro que se acuesta con una chiquilla. De lo que hablan estos textos es de la esencia del fascismo, del antisemitismo imperante en los años 40 incluso en EEUU y de las posibilidades de redención de un pedófilo. El crítico no es un inquisidor ni un funcionario de aduanas. El crítico es el lector que permite que los verdaderos temas de la ficción salgan a la superficie.

J.M. Coetzee. Mecanismos internos, Mondadori, 2009, 323 páginas


Ella sabe

Andrea Palet

Qué: las mejores crónicas de la mejor cronista en castellano que conozco. Quizás conozca pocas yo, pero quizás no. El libro se divide en cuatro. La primera parte, “Crónicas y perfiles”, reúne eso, dieciséis crónicas o perfiles sobre gente rara o situaciones raras: un mafioso que escribió un libro sobre la vaca, la Patagonia como parque temático de sí misma, una asesina vieja, un rockero genio con down, Facundo Cabral, un mago amputado, un restaurador de telones de terciopelo, dos hombre cultos como los de antes, desaparecidos sin piernas, desenterradores de huesos. En “Discusiones”, Guerriero discute. Sobre la tiranía de lo saludable, el turismo embotellado o su decisión de no ser madre: “Los hijos, creo, son un tema sobredimensionado. No todo el mundo necesita tenerlos. No creo que haya mucho más que decir al respecto”. En “Sobre el periodismo” cuenta su método, cuenta en lo que cree y algunas mentiras, no suyas. Se puede subrayar desde la primera línea hasta la última: hazte esa gracia. Y hay una “Coda” de la que no diré nada, salvo que es una miniatura de clase magistral sobre el estilo indirecto libre.

Quién: periodista argentina, niña rebelde, adulta lo mismo. Leyó mucho de niña, en la provincia, mucho y antiguo; lo sé porque usa palabras que ya nadie sabe usar, palabras como oblongo, camafeo, frunce, inmarcesible. Le gusta el idioma lujoso y bien lustrado, dice. Le gusta la realidad porque, si una se hace la invisible y la espera lo suficiente, más temprano que tarde o al revés la realidad se ofrece. No cree en el periodismo edificante ni le encuentra sentido a convertir en ficción una historia “que se ha tomado el trabajo de existir así, tan contundente”. Y es muy graciosa, no porque haga chistes, sino porque sabe encontrar gracia donde la hay: “El Colorado es un sitio literal: están la farmacia El Talismán, la pinturería Arco Iris, la distribuidora de productos sueltos Re-Sueltos, la bicicletería El Rodado”. Su método es mirar y casi evaporarse hasta que las cosas sucedan, mirar y preguntar como quien no sabe. Pero ella sabe.

Dónde, cuándo: no importa mucho. Los textos, publicados en medios superdeseados como SoHo, Gatopardo, El Malpensante, El País Semanal, se podrán leer dentro de un siglo y serán tan frescos como el primer día.

Cuánto: eso digo yo, cuánta insistencia, cuánta belleza, cuánto rigor. ¿Es una bestia con oído y capacidad de observación sobrehumanos, o bien trabaja, trabaja, trabaja? Al terminar una crónica, antes de apretar send, Guerriero se pregunta por última vez: “¿Tiene toda la información necesaria, las fechas son correctas, las fuentes están citadas, la cronología tiene saltos inentendibles, hay escenas estáticas intercaladas con otras de acción, fluye, entretiene, es eficaz, no tiene mesetas insufribles, hay descripciones, climas, silencios, tiene todos los datos duros que tiene que tener, hay equilibrio de voces y opiniones, hay palabras innecesarias, tics, autoplagios, comas mal puestas, faltas de ortografía, me esforcé por darle a cada frase la forma más interesante que pude encontrar?”.

Cómo: su estilo, oh. Escribe como los dioses, pero no esa prosa deslizante, encerada, acuática, que galopa, que nada en la página. No, aquí hay una opción estilística que es por supuesto una opción moral. Si a veces avanza a tropezones Guerriero, si lento, si repite, se detiene (“sobre los diarios hay un suéter a rayas –roto–, un zapato retorcido como una lengua negra –rígida–, algunas medias”), es porque no quiere que pasemos por alto la rotura, la rigidez. Sus ritmos te dicen oye, fíjate bien: “Andrés, el único –el único– hijo de Homero”, “En breve editarán una caja óctuple (óctuple) con temas inéditos”, “Porque él es Freddie Mercury. Porque Jorge Busetto es Freddie Mercury”. Y son tan calculados, tan perfectos que te roban una lágrima (“un Audi nuevo impecable, árboles, árboles, los árboles, un hombre sentado…”). Y a veces la risa: “El segundo piso no tiene nombre. El primer piso sí, y se llama Laboratorio”. Recursos tiene del año que le pidan (“Un chico frágil que casi no habla español, con el aspecto de un pájaro lastimado y el pelo como una lluvia de pesadumbre”), pero renuncia a las piruetas verbales cuando quiere, cuando necesita mostrar al otro: “Así como los cocineros tienen sus juegos de cuchillas, los cirujanos su instrumental quirúrgico y las modistas sus canastas con hilos, los periodistas tenemos nuestra caja de herramientas. En la mía, hasta hace poco, había demasiadas cosas: metáforas adjetivadísimas, sustantivos arrancados a las entrañas mohosas de los diccionarios, efectos especiales, luces de colores, guirnaldas, frunces, encajes, moños. Hoy, esa caja tiene la parquedad del maletín de un forense: llevo los huesos del idioma, cuatro adjetivos, todos los signos de puntuación, y pocos credos: que menos es más, y que las cosas se dicen mejor cuando se dicen poco”.

Por qué: Guerriero se toma la molestia de no decir nada que no sea verdad, de afinar cada texto en un tono (el chirrido del viento en Los suicidas del fin del mundo, por ejemplo), de disponer cada palabra con un propósito y no un automatismo. ¿Por qué? Quizás es capaz de trabajar tres meses en un perfil, solo para escribir una línea como ésta: “Hay sitios así. Sitios donde todas las cosechas son tardías”. O simplemente no está dispuesta a darles a sus escritos ni la mera posibilidad del olvido. No lo sé: ella sabe. Guerriero dice que trabajar con la realidad “es como torear, pero sin final trágico: tentar al toro y, cuando sale, hacerle honor a ese coraje”; por eso creo que ella, una escritora que se mueve por principio y no por capricho, escribe como escribe: para hacerle honor a ese coraje.

Leila Guerrero. Frutos extraños. Crónicas reunidas 2001-2008, Aguilar, 2009

Ni conchas ni cochayuyos

Alejandra Costamagna

“Hasta donde sé, Bertoni es una especie de hippie que vive a orillas del mar recolectando conchas y cochayuyos”, escribió Roberto Bolaño en el cuento Encuentro con Enrique Lihn. Y aunque Claudio Bertoni (1946) nunca ha recogido un cochayuyo en su vida, la imagen del hombre capturando lo que el tiempo se apura en borrar no es accidental. Bertoni efectivamente vive solo en Concón, un balneario algo desdibujado de la costa chilena; no tiene licencia de conducir ni facebook ni seguro de vida ni, por si acaso, libreta de familia. Paga en efectivo, no usa microondas, compra cigarrillos sueltos. Y le sobra el tiempo para vagar con el movimiento del sol. Pero lo que recolecta en sus horas vivas no son cochayuyos ni conchitas del mar. Desde hace más de treinta años el poeta, fotógrafo y artista visual viene registrando con su cámara Nikon, casi automáticamente, aquello en lo que sus ojos suelen detenerse sin vacilar: las mujeres.

Las mujeres chilenas, habría que precisar, que caminan por la vereda, suben a la micro, salen del almacén del barrio con la bolsita del pan y se cruzan en su ruta doméstica. Chicas o grandes, provincianas o capitalinas, curvilíneas o huesudas, de la década del setenta o del siglo veintiuno, abrigadas o desnudas; siempre anónimas, eso sí. Chilenas que andan sueltas, que van y vienen. Que trabajan, que estudian, que cuidan a sus criaturas, que parrandean, que se esmeran, que todavía incluso son criaturas de jumper y calcetines a la rodilla. Aunque el repertorio es generoso y casi infinito, en el dominio mental del poeta existen las mejores: “cara de santa/ culo de puta: / the best”.

El método Bertoni es el antimétodo. En su procedimiento artístico, por así decirlo, no hay cálculo ni calendario. El hombre va por la calle y dispara con la cámara encubierta, a la altura de la cintura, y el cuadernito a mano para retenerlo todo. Por timidez, dice él, como un cowboy. “A veces le achunto. A veces no le achunto. A veces casi le achunto. Quería un rostro y sale una oreja, una frente, un mechón de pelos”, detalla. Como sea, de a pedazos o enteritas, las escogidas entran en el lente y en las hojas del cuaderno, y ahí se quedan para convertirse más tarde en los rastros de una recolección infinita.

Un fragmento de aquellos instantes –de los visuales y los escritos– es lo que contiene el volumen Chilenas, que acaba de publicar Ocho Libros Editores. Cien fotografías en blanco y negro como cien trocitos de mujeres en los bordes de la urgencia, acompañadas por poemas de similar temperatura, recogidos de los libros En qué quedamos (2007), Jóvenes buenas mozas (2002), Harakiri (2004), De vez en cuando (1998), No faltaba más (2005) y Ni yo (1999), además de un par de inéditos.

Las mujeres que Bertoni observa y hace virtualmente suyas lo conmueven, pero también parecen desquiciarlo. El poeta se sabe un adicto a la belleza de estos seres impenetrables. Un adicto que maldice el vicio tanto como lo ensalza: “estoy/ harto de/ todas esas/ negras de todas/ esas rubias de todas/ esas mulatas enfermas de/ voluptuosas de los videoclips. / ¡Moviéndose/ como si murieran!”, alega. Pero el empacho dura lo que dura un respiro, y el deseo vuelve a la piel ya no como una jactancia sino como una emergencia. “Lo que me siento es cansado”, admite Bertoni en la contratapa del libro: “Cansado de no cansarme nunca. Del cuerpo envuelto en ropa de las damas”. Y a poco andar atracará la imagen de una hembra grandota, apenas cubierta por la minifalda. Y otra vez la perplejidad: “lo encuentran normal/ mostrar el vientre mostrar/ el ombligo/ así son las mujeres/ mostrar las caderas/ también lo encuentran normal/ mostrar su pelo/ la boca/ los ojos/ las piernas/ los pies/ ¡todo lo encuentran normal!”.

Chilenas es un libro de fotografías. Pero entre muslos, espaldas, rodillas y rostros desenfocados, se asoma la pulpa del fruto; la visión íntegra del autor. Porque Claudio Bertoni, acaso el poeta más fresco y encendido de su promoción, es un convencido de que “lo redondito enloquece”. Y bajo esa premisa invita a los lectores/espectadores a contemplar el vértigo de quien tiene nociones de la belleza y el erotismo soberanamente claras y hoy, a los sesenta y tres años de corrido, viene a redondear el círculo y poner las cosas en su lugar. Ni conchas ni cochayuyos: mujeres. Para Bertoni “vivir es ver mujeres”.

Claudio Bertoni. Chilenas, Ocho Libros Editores, 2009


Contar el cuento

Pablo Marín

Obviedades aparte, lo que se ve son las películas, no los guiones. Y entre las derivaciones de ello está el hecho de que el oficio de guionista, bien pagado o no, tiene una vistosa y persistente arista de frustración. A menos que uno sea también el director de la película –o bien el productor–, otros son los que le comunican al resto lo que uno dijo. Y lo ponen en un soporte radicalmente distinto al que uno usó. Y normalmente no se habla mucho del guionista si la película resulta ser buena y/o tiene cierta convocatoria. Ahora, si resultó ser un fiasco, se habla un poco más del guionista, pero no en los mejores términos.

Conclusión y advertencia: los egos muy desarrollados pueden no ser compatibles con el guionismo. Pero la incompatibilidad realmente compleja, grave y decisiva es la que con frecuencia se da entre los mencionados formatos. Un “me voy” escrito en el software de rigor, en el momento preciso de la página indicada, puede sonar eficaz y sensible. Puesto en boca de un actor mal escogido o mal dirigido, el mismo “me voy” no dice nada, fuera de entregar la información de rigor (que, por otra parte, ya está siendo dada por la maleta en la mano u otra seña visible o audible). Y peor todavía si nuestro guionista está persuadido de que un parlamento con frases alegóricas, ilustrativas o ingeniosas, es por sí mismo un golazo, haciendo de paso innecesario el desarrollo de ítemes como la presencia física del intérprete o cualquier recurso complementario de la puesta en escena.

Orlando Lübbert, que es director y guionista (además de arquitecto), que hizo en su exilio alemán un telefilme sobre la Colonia Dignidad y que de vuelta en Chile se despachó una de las películas locales más vistas de la historia –Taxi para 3–, le ha dado vueltas y más vueltas al asunto. “El cine se hace de subtextos, de capas”, declaró hace poco. “Y uno de los grandes errores de los guiones está en trabajar solamente la superficie, lo aparente. El lenguaje más importante que tenemos no es el diálogo, sino el que desarrollamos a partir de la observación y la mirada. Muchas veces lo más efectivo en una escena es una cercanía, una pausa, una mirada para el otro lado, un gesto”.

La observación de Lübbert, que corre para cualquier cinematografía, está enfocada sin embargo en la producción local. La construcción guionística “es un déficit que tenemos”, piensa el también director de la Escuela de Cine de la Universidad de Chile. Y lo dice justamente acompañando la publicación de un volumen de título llamativo: Guión para un cine posible.

¿Es este un manual? No, en rigor (y quien quiera que le digan en qué minuto de la película se introduce un dato clave, mejor que se compre un cortapalos del tipo Cómo convertir un buen guión en un guión excelente). De hecho, es mejor que eso: da cuenta, parsimoniosa e ilustrativamente, de los distintos pasos y aspectos envueltos en la compleja construcción de un producto de esta naturaleza, y al mismo tiempo desmonta, reflexiona, cuestiona y problematiza acerca de las variadas implicancias de armar un relato en un formato provisional por definición. Cómo se ha hecho en diversas latitudes, cómo puede hacerse en escenarios como el chileno, qué implica para quien ejerza el oficio en términos de compromiso personal con la realidad que lo circunda, desde dónde se cuentan las historias y con qué lenguajes. Y un largo etcétera.

Por estas y varias razones más, Guión para un cine posible es un libro importante, que debería ser material de lectura obligada para todos los que pululan en este ámbito, pero que no debería ser una lectura latosa o de las que se aprenden para las pruebas y hasta ahí nomás llegamos. Por el contrario, el libro está poblado de hallazgos y observaciones valiosas. Y por esa vía es que la creación guionística se nos hace vital y de múltiples dimensiones, estando en la articulación de estas últimas la posibilidad de hacer mundos nuevos con lo que vemos todos los días. De ahí que el autor recomiende salir a la calle, oír cómo habla la gente en el metro, tomarle el pulso a la vida. Vivir un poco más.

Un botón en torno a los elusivos personajes, a cómo se van haciendo: “Los personajes, que de alguna manera somos nosotros mismos en distintas formas, comienzan un camino en solitario, sin nosotros. Este aliento de humanidad que recibe el relato al fluir de esta manera es reconocido por el espectador, que es capaz de sentir, bajo la racionalidad de la trama, el latido de lo verdadero. Tanto la trama como los personajes se desarrollan desde adentro hacia fuera porque toda película es la parte visible de procesos subterráneos”.

Más allá de las disquisiciones sobre gramáticas posibles y dominantes, sobre defectos estructurales y precariedades endémicas, contar una historia es un tema que nos asedia desde siempre y frente al cual Orlando Lübbert plantea acercamientos para el día de hoy con una mirada lúcida, que se pregunta de qué están hechos los lugares, las cosas y las personas, y que hace además rimar democracia con eficacia. No es poco.

Orlando Lübbert. Guión para un cine posible, Uqbar, 2009, 177 páginas