Tamara, no tengas miedo

Javiera Tapia

 

“Creo que yo tengo con la escritura la misma relación que tienen con Dios los ateos que se están por morir y empiezan a rezar: sabemos que no sirve para nada pero lo hacemos, por si acaso termina sirviendo para algo”, escribe Tamara Tenenbaum en Todas nuestras maldiciones se cumplieron. Eso dice la protagonista del libro, que se supone es ella, pero que al mismo tiempo, al ser editado como novela, la transforma en una otra.

 

Me interesa conversar. Discutir. Aprender. Saber qué piensan otres. Si yendo a un concierto a los pocos metros dejo de ver el escenario, imagínense la ardua tarea que sería intentar construir un mundo completo solita. Prefiero pensar que los otros me dan alas para mirar a mis anchas. Esos otros también son los libros. A medida que escucho conversaciones de mi época me doy cuenta de lo empecinados, empecinadas, empecinades que algunes están en encontrar en las lecturas a quienes escriben, como si solo quisieran leer biografías, como si solo estos textos valieran en la medida de lo reales que son. Como si la emoción y la conmoción pudiesen activarse solo si nos sentimos identificadas, identificados, identificades, con la vida real de un otro. ¿Será que esta época —y solo hablo de esta época porque es la que me tocó vivir— se siente solitaria? ¿Cómo se vivía el culto a la personalidad hace cien años? A menudo tengo más preguntas que respuestas.

 

Entonces, yo escucho y escucho callada y después respondo cuando me preguntan. ¿Qué es ficción? Para mí, la ficción es todo lo que pasa de la mente al papel, incluso la historia propia. Las entrevistas que escribo todas las semanas también son ficción. No porque me invente las respuestas, sino porque ¿qué tal real puede ser un momento específico en la vida de un otro, de una otra, contado por mí?

 

Leyendo a Tamara en ensayo, ficción y opinión, pienso que ella es una escritora a la que le gusta escribir. Eso no siempre sucede. No importa el formato en el que se mueva, cuando la leo, me da la sensación de que está continuamente dando saltos al vacío y toma todas las herramientas que tiene a su disposición para construir algo. Entonces, a mí me da lo mismo si lo que me cuenta le pasó, en su vida, o se lo está inventando todo. Lo que me conmueve es el salto.

 

No quiero que la literatura me enseñe nada de lo que podría aprender viviendo mi propia vida. La literatura no es una sala de clases. No es trabajar para pagar el alquiler, ni hacer la compra en el supermercado. No es comenzar ni terminar relaciones, ni ser adolescente y pelear con tu madre (bueno, esto quizás se le parezca un poco o al menos, es una experiencia política y estética que recomiendo a todas).

 

Quiero que la literatura sea una ventana, Tamara las construye para nosotras continuamente. Que a través suyo pueda escuchar otras voces cuando no puedo sacarme la propia de la cabeza. No quiero información, no quiero sentirme identificada rigurosamente, no quiero conclusiones morales. Lo que quiero es una experiencia emocional. Quiero entrar y salir de un libro y ser otra, quizás por un momento, quizás para siempre, pero transformarme a través de todo eso que cuesta explicar en una conversación. Esas son las mejores conversaciones: estás sentada en una mesa y llega el momento en el que te pones cómoda, enciendes un cigarro y antes de comenzar, habita un silencio. Y cuando lograste, en el mejor de los casos, darte a entender, ya es de noche. Quiero transformarme con todo aquello para lo que no existe lenguaje y es lo que sucede cuando leo a Tamara, por ejemplo, hablando de su ciudad.

 

Lo que me conmueve son las escritoras que escriben, como Tamara. Las que escriben con todo su amor, con hambre, con todos sus pesos vitales y llega el momento en que sueltan los textos. Ya está. Ese gesto, ese ímpetu, enseña más que alguna moraleja en las últimas páginas de un libro. Me conmueven las que cambian de opinión después de lo escrito. Las que entienden que todas esas páginas son solo un momento, que no las define por completo y que mañana habrá otras. Mejor o peor resueltas, pero otras, porque lo que importa para seguir viviendo es seguir escribiendo.

 

En su última columna, a propósito del décimo aniversario de la serie Girls, escrita por Lena Dunham para HBO, Tamara dice: “Lena Dunham se inmoló para que pudiéramos escribir sobre un mundo de sensaciones sobre el que no se estaba escribiendo antes de ella, las emociones más vergonzosas e innobles del repertorio femenino: el momento en que le decís al espejo “sos más interesante que esta gente, así que no tengas miedo”, el momento en el que te hacés la sexy para conseguir algo y lo conseguís porque el otro está incómodo y no seducido”.

 

Hoy presento a Tamara, una escritora a la que le gusta escribir, y le digo, sin ninguna ironía: sos más interesante que esta gente, así que no tengas miedo.

 

Qué es la literatura que me importa

Tamara Tenenbaum

«A veces pienso que me gustaría escribir otras cosas, escribir sobre otras cosas: otras veces pienso que alguien tiene que escribir todo eso, y todo indica que por ahora la única de nosotros que tiene el tiempo, el espacio y la plata para hacerlo soy yo. Cómo voy a escribir sobre otra cosa».

Un objetivo imposible para la próxima media hora: explicar con palabras de este mundo, con las únicas palabras que tenemos del único mundo que tenemos, qué es la literatura que me importa y qué es lo que me importa de la literatura.

 

  1. Empiezo por lo único que importa, que es el lenguaje: hacer con palabras de este mundo otro mundo. Voy a intentar explicarlo de la única forma en que sé hacerlo, que es describiendo el modo en que trabajo y el modo en que leo. No sé si es malo o bueno, pero solo sé contarlo así: cuando escribo, pero también cuando leo, necesito que no haya ni una sola oración como «Se paró y se prendió un cigarrillo». No soporto que haya una sola oración del tipo «Se paró y se prendió un cigarrillo». Con esto quiero decir algo que yo necesito de la literatura y que sé que no todo el mundo necesita: insisto con la primera persona porque de esto quiero hablar, de la literatura que me importa. No quiero hablar de la que les importa a otras personas o de la que debería importarle a alguien más que a mí: solo de la que me importa, solo de la que hace que yo sienta que vale la pena vivir y alfabetizarse en ese mundo. Con esto quiero decir, entonces, algo que yo necesito de la literatura aunque no todo el mundo necesite: necesito que todas las oraciones sean especiales. Especiales no significa estrictamente raras o llamativas: especiales significa, para mí, que cada oración pertenezca a ese libro y solamente a ese libro, que esa oración contribuya de alguna manera a construir un mundo lingüístico que es único. Cómo se hace eso con palabras que se han usado todas infinitas veces, palabras de este mundo, es el secreto de la literatura, es el secreto de la vida, el secreto de que cada vez que una persona se enamora es como si fuera la primera persona que se enamora en el planeta Tierra, de que cada vez que una persona nace ese es el primer nacimiento y la primera familia sobre la faz de la Tierra. Por todo esto, quizá, yo leo más poesía y más cuentos que novelas, hablando de la literatura que me importa. En una novela de 300 páginas es casi inevitable, en algún momento, tener que escribir que alguien «se paró y se prendió un cigarrillo», y es importante —importantísimo, para la literatura que me importa— no evitar escribir que alguien «se paró y se prendió un cigarrillo» cuando eso es lo que hay que escribir. La literatura que me importa no tiene nada que ver con emperifollar, enrarecer o complicar. Tiene que ver con encontrar las palabras más precisas para decir una verdad, y si esa verdad es verdadera va a ser nueva, y esa oración va a tener que ser nueva, aunque la hayamos escrito o leído o pronunciado miles de veces. Porque en realidad es una cuestión de contexto, o sea: no es solamente una cuestión de contexto, hay algunas oraciones que son perfectamente literarias sin contexto (otra vez: sucede, sobre todo, en la poesía), pero en general es una cuestión de contexto. Esto es decir: es bastante probable, por no decir, seguro, que exista un contexto en el cual la oración «se paró y se prendió un cigarrillo» no sea una oración del tipo «se paró y se prendió un cigarrillo». Es bastante probable, por no decir seguro, y al mismo tiempo no es suficientemente probable como para que no valga la pena hacer el esfuerzo de evitar escribir, en efecto, «se paró y se prendió un cigarrillo».

 

  1. Lo del cigarrillo: siento que desde hace años que pienso en este ejemplo del cigarrillo cuando quiero hablar del lenguaje y del trabajo al nivel de la oración y que en sentido estricto no debería tener ninguna importancia, la cuestión del cigarrillo, pero cuando pienso en reemplazar este ejemplo por otro me doy cuenta de que no me sirve, de que necesito el cigarrillo, necesito al tipo que se para y se prende un cigarrillo, porque además es eso, es claramente un tipo, un hombre, quiero decir, un hombre cualquiera. No fumo, nunca fumé: esto tiene que ser parte del asunto, pero no puede ser solo eso. Hay algo de los supuestos sentidos que evoca esa imagen, de lo que se supone que se está diciendo cuando un hombre se para y se prende un cigarrillo, o también, incluso, cuando lo hace una mujer. Pienso en eso de los contextos, que tiene que haber un contexto en el que «se paró y se prendió un cigarrillo» es una gran oración, o al menos una oración que no interrumpe la literatura. Pienso que el contexto en el que eso puede pasar es el de una obra que entiende el absurdo de la pretensión de ese gesto, sus veleidades de elegancia callejera o de aburrimiento francés. Si la obra no entiende ese absurdo —no hace falta que lo parodie: hace falta que lo entienda—, entonces es improbable que en ese contexto la oración «se paró y se prendió un cigarrillo» pueda trascender su esencia anti literaria. No hace falta que yo diga nada sobre el hecho de que la cuestión de la forma y el contenido no tiene sentido, para eso estuvo el formalismo ruso y no hay nada particularmente lúcido que yo tenga para agregar sobre el tema, pero sí quiero decir que esto es una instancia de esa imposibilidad siquiera de pensar en algo así como una forma distinta de un contenido. Si «se paró y se prendió un cigarrillo» me apaga la música es porque de hecho es una frase sin música, pero lo es por lo que dice y por cómo lo dice, la música se trata de las dos cosas. Por eso: los sentidos nunca se agotan en la autora de la obra, pero al mismo una escritora tiene que saber lo que dice cuando lo dice. Una escritora tiene que saber en qué mundo usa una palabra o escribe una oración. Una escritora tiene que saber en qué mundo vivimos. La escritora es lo contrario de la actriz: no puede ser inocente. Los actores aprenden a ser inocentes, no a fingirlo. Aprender a actuar es aprender a ser inocente: por eso es tan difícil hacerlo después de cierta edad. La escritora, en cambio, aprende a ser todo menos inocente. A fingirlo un poco, quizás, a veces, pero ni siquiera: a fingirlo un poco pero nunca demasiado.

 

  1. Acróbatas: Joan Didion podía escribir hasta crónicas periodísticas sin usar jamás una frase como «se paró y se prendió un cigarrillo». Vuelvo a El álbum blanco, el texto que más me gusta de toda su obra. Me sirve para recordar que cuando hablo de la música no hablo (solo) de las palabras ni (solo) de la sintaxis, sino también de la música del sentido. El sentido también tiene ritmos, dinámicas y sobre todo silencios. En El álbum blanco, la crónica que Didion escribe sobre los 70 y el caso Manson y las panteras negras y los Doors y tanto más, lo que hay ante todo en la música del sentido es eso: silencios. Cada imagen que ella usa, imágenes que en general saca directamente de algún rincón de la realidad, tiene un silencio: en cada casa hay un misterio. Describe todo lo que ve: el misterio no es artificial, el misterio nunca está dado, en Didion, por el ocultamiento de la información. Te lo muestra todo, pero de manera tal que aparece el silencio, el silencio que segmenta y enrarece el sentido, que le da un ritmo a la aparición y a la desaparición de lo que se entiende y de lo que se siente. La comparación sonará extraña, pero Emily Dickinson hacía algo parecido: poesía del secreto a partir de lo que se muestra. Pájaros, flores y otros objetos luminosos, dispuestos en una naturaleza viva que sin embargo, en algo del silencio de su disposición, está siempre hablando de la muerte. Igual que Didion, Dickinson usaba remates: finales que parece que dan sentido a todo eso que acabamos de leer y que parecía no tenerlo. Son remates tramposos: dan un sentido pero nunca lo agotan. El silencio prevalece.

 

  1. Lo local: todo esto parece muy abstracto. Pero el lenguaje natural, las lenguas que hablamos las personas, no son una cosa abstracta. No se hablan solamente en un mundo, el mundo de los hombres que se paran y fuman cigarrillos (aunque parte de la gracia del ejemplo es ese: del siglo XX para acá, la frase del cigarrillo puede decirse prácticamente en cualquier momento y en cualquier parte), sino que se hablan en algún mundo dentro de ese mundo, mundos dentro de mundos con idiomas, vocabularios y sintaxis más o menos específicas. Qué hacer, como diría Lenin: qué hacer con todo eso. Que no sea cementerio, que no sea homenaje, que no sea museo, que no sea parodia: que tenga la sacralidad de lo que se usa. Pienso en las cosas que yo uso. Antes que nada, una advertencia sobre la que seguramente tendré que volver: me da un poco de vergüenza escribir sobre mi propio trabajo en este formato, en este contexto, me da vergüenza que quede por escrito. Espero sinceramente que me dé vergüenza toda la vida: sería lo mejor para todos. En particular, en este momento, me da vergüenza porque considero que, al menos en los estándares generosos de la literatura, soy una persona joven: me parece prepotente hablar de mi trabajo, presumir que lo he hecho hasta ahora es representativo siquiera de mí misma y que pueda servirle siquiera a mí misma. En diez o veinte años me voy a reír de lo que sea que diga hoy, como hoy me río de la ropa que usaba en la adolescencia y de las cosas que escribía en la universidad. Sin embargo, no quiero llenarlo de dudas: dejo todas mis dudas en esta advertencia para poder seguir hablando con soberbia juvenil en lo que resta del texto. Dicho lo cual, vuelvo al asunto en el que estaba: pienso en las cosas que yo uso. Algunos materiales que uso son tan actuales y tan corrientes que nadie o casi nadie se da cuenta de que los elijo a propósito. No debería importarme esto, que a algunas personas les parezca que es fácil hacer algo que suene fácil (si no lo sabe cualquiera que escribe, lo sabe cualquiera que ha intentado tocar un instrumento o aprender a bailar: lo más difícil es hacer que parezca fácil), pero les recuerdo la advertencia sobre la juventud. Las formas de hablar de mi ciudad, de mis barrios, de mis taxistas, de mis mozos, de mis muchachos, de mis amigas, de mi familia: hago un esfuerzo por capturar la música precisa, las palabras que precisamente omiten y las que precisamente invierten, las formas en que en sus conversaciones los sentidos se pierden y se abren, las formas en que la información circula y se bloquea, las formas en que se entienden y las formas en las que no se entienden. Hago un esfuerzo por documentar todas estas cosas. No es tan fácil poner ejemplos, por eso que decía antes del contexto: fuera del contexto de una obra literaria un yeite ni siquiera parece un yeite. ¿No se usa, no, la palabra «yeite» fuera del Río de la Plata? Un yeite es un dibujito musical, una forma de resolver una frase que se repite: podría ser un motivo, un leitmotiv, pero lo que yo entiendo es que tiene dos matices más. Primero, el matiz del truco: es un truquito, un jueguito como los que hacen con la pelota, en el fútbol, un dibujito con el que te lucís. Segundo, ya lo dije, el matiz de la resolución: en general es la manera de resolver una frase, de pasar de una cosa a otra, de salir del paso, de solucionar un problema. Tengo un ejemplo favorito en el habla de los hombres rioplatenses que son algo mayores que yo, a ver si lo puedo explicar: cuando estás hablando con uno de estos hombres algo mayores que yo, y no parás de hablar, y ellos quieren interrumpirte, una cosa que hacen es elegir una palabra que acabás de utilizar (puede ser la más particular, o la que más usaste) y usarla como vocativo para cambiarte de tema. Si vos sos ese hombre de cincuenta o sesenta años, por ejemplo, y yo te estoy contando que estoy de pésimo humor porque esta mañana salí con la bicicleta y había un tránsito de locos, el hombre me dirá «escuchame, bicicleta», y utilizará ese enganche para hablar de otra cosa. Es un yeite porque no es una frase popular, es más bien una forma popular; tiene algo de truquito, además, hay algo de habilidad en encontrar la palabra correcta para ese vocativo efímero; y es también una resolución, una forma de cambiar de tema. Atesoro ese tipo de cosas, pero la verdadera literatura, para mí, además de usarlas, implica inventarlas. Usar las que existen, inventar unas nuevas y que se entiendan todas, las reales y las inventadas. Inventar el rioplatense cada vez que se lo usa.

 

  1. Lo local: otros materiales que uso están menos cerca de la cotidianidad de las personas que me leen, así que quizás sí se dan cuenta de que los elijo, de que los colecciono, pero también parece que es fácil porque es evidente que son parte de mi historia. Y no: tampoco es fácil, ni elegir los materiales que están cerca de la propia historia, ni usarlos, ni inventarles nuevos usos. Es como bailar o cantar: no se hace más fácil porque el cuerpo sea de una o porque la voz sea de una, hay que aprender igual, están tan lejos del control como cualquier otra cosa, o cuántas veces una que cree que está cantando lo que le acaban de enseñar y está cantando otra cosa. Uso cosas que aprendí en mi barrio, uso cosas que vienen del cruce de idiomas y de su culturas que se produce en mi barrio, formas de pensar y de calcular que solo se nos pueden ocurrir en el Once porque la vida nos propone problemas que a otras personas no les propone, y nosotras proponemos soluciones porque esa es una característica de los mejores lugares, proponemos soluciones. Leí hace poco a un escritor ruso que me fascina, Maxim Ósipov, que escribió para la traducción de sus cuentos en inglés una especie de prefacio precioso, en el que pone algo así como que no hay pasatiempo mejor que hablar mal de la iglesia, que es como hablar mal de Dostoyevski, y que está bien, todo lo que una diga es cierto y al mismo tiempo es equivocado, porque la iglesia en una cosa maravillosa, Dostoyevski es una cosa maravillosa y que los rusos estemos todavía aquí, eso también es una cosa maravillosa. En ese mismo prefacio, al final, dice que el mundo sigue ahí, no importa lo que le tires: así está hecho. Los dos pensamientos, el seguir estando como maravilla, y el de algo cuya gracia es que podés tirarle con de todo que nunca se termina de romper, son pensamientos preciosos, y que me hacen acordar a los mejores lugares, como mi barrio, los lugares de donde pienso que sale la mejor literatura. A veces creo que sigo escribiendo o tratando de escribir porque creo que de mi barrio tiene que salir literatura. He visto cosas increíbles. He visto judíos ortodoxos de todas las edades, con kippot tejidas y negras satinadas, con sombreros de ala corta y de ala larga, apiñados frente a los televisores prendidos de un local de electrodomésticos el día que se juega un Boca-River y cae sábado, para poder ver el partido sin encender sus propios televisores en shabat. He visto mujeres llorar ante la perspectiva de casar a sus hijas con hombres malos o clínicamente idiotas solo porque vienen de familias de plata, las he visto decidir hacerlo igual. He visto prostitutas llevando a sus hijos al colegio, me saludaban cuando yo salía para el colegio. He visto a la policía llevarse a un vecino apacible que nunca entendí a qué se dedicaba en el medio de una redada como si se tratara del más peligroso de los narcos. He visto narcos, he visto vendedores de diamantes. He visto rabinos departiendo con travestis. He visto a mi mamá llevarle comida al tipo que vive abajo, en la vereda de su casa, que cada tanto vende droga para sobrevivir: comida nueva, la comida que mi mamá cocina de más porque no se acostumbra a que ya no vivimos con ella, y que por suerte puede comer el señor que vive abajo y que a cambio, dice mi mamá, nos cuida a todas de todos los peligros del barrio. He visto a mi mamá parada en silencio frente a un hombre que golpeaba a su mujer, hace muchos años, mientras me explicaba que no íbamos a intervenir pero nos íbamos a quedar ahí, para que el tipo supiera que alguien lo estaba mirando. Yo no elegí nacer en el Once, solo tuve el privilegio. A veces pienso que me gustaría escribir otras cosas, escribir sobre otras cosas: otras veces pienso que alguien tiene que escribir todo eso, y todo indica que por ahora la única de nosotros que tiene el tiempo, el espacio y la plata para hacerlo soy yo. Cómo voy a escribir sobre otra cosa.

 

  1. Lo inconcluso: no estoy del todo segura de cómo explicarlo, pero la literatura que me importa suele tener algo inconcluso. Pienso, otra vez, en los cuentos: mi cuentista favorita sobre la faz de la Tierra, Grace Paley, tiene unos cuentos que siempre se terminan con la habilidad de quien pela una fruta con un solo movimiento de cuchillo, cuentos que pueden durar veinte páginas pero la sensación es que se terminan rapidísimo. En el caso de ella es algo de la velocidad a la que avanzan las cosas, o más bien, la velocidad a la que avanzan las voces de sus narradoras (en general son narradoras); hay algo del final que se deshilacha, pero que se deshilacha con precisión, y en realidad lo inconcluso no está tanto hacia el final como hacia los costados. Recuerdo un cuento de los más famosos de ella, «Adiós y buena suerte», sobre una tía que le cuenta toda su vida a su sobrina para rematar en una despedida, adiós y buena suerte, porque finalmente se va de su casa a vivir con un amante de toda la vida y le dice a la sobrina que por favor se lo explique a su madre, es decir a la hermana de la narradora, porque a ella no le cree. El final es bastante redondo, si una lo piensa desde cierta perspectiva: al fin y al cabo, el final es una despedida. La sensación es que lo que está inconcluso es algo más del camino, más hacia los costados: la situación de enunciación no se termina nunca de contar. Creo que en general, cuando hablo de lo inconcluso, no estoy hablando de los finales: estoy hablando de la idea de que un cuento, pero también una novela y también un poema, e incluso diría que un ensayo o una crónica, cualquier texto, tiene que terminar con la sensación de que uno no lo sabe todo pero que la música de las palabras y las texturas y los acontecimientos hizo irremediable que el texto terminara allí donde terminó.

 

  1. Lo que concluye: cuando hablo de lo inconcluso no estoy hablando solo de los finales, pero en la literatura que me importa los buenos finales son importantes. No es una cuestión de efecto. Tengo dos explicaciones, y ambas tienen que ver con la vida. La primera es que el final de un texto es el lugar en que ese texto se funde con la vida. Hay una especie de responsabilidad acérrima en ese momento, el momento mágico, el momento en que la fantasía ingresa a la materialidad de la existencia. Recuerdo muy bien el momento en que leí el final de Orgullo y prejuicio, el final de Ana Karenina, el final de Ocio, el final de La campana de cristal o el de Apegos feroces. Los recuerdos de leer finales siempre son mixtos, como un sueño: están los personajes y estoy yo en la cama, todo mezclado, todo al mismo tiempo, todo en el mismo espacio. La responsabilidad acérrima es la de garantizar que ese momento sea todo lo intenso que pueda ser. Eso no significa que todos los finales tengan que ser en crescendo o en fortissimo, para hablar en el idioma de la música que es el idioma en el que a mí me gusta hablar de literatura. La dinámica, el volumen o el color puede ser cualquiera: tiene que ser el preciso, pero el preciso para cada obra puede ser cualquiera. La intensidad va a estar dada por esa precisión, por cómo el texto nos llevó hasta allí. La otra explicación también es sobre la vida pero es un poco distinta: los finales son distintos porque en la vida todo tiene principio pero nada tiene final. Mientras estamos vivos, la vida sigue. Las cesuras son artificiales. La gente se va, se desenamora, se muere. El colegio se termina. Después de todas esas cosas, la vida sigue. Recuerdo que cuando terminé el secundario hice toda una tramoya para quedarme en el aula hasta que se fueran todos, hasta el final, y ser la que apagara la luz por última vez. Tengo esa pasión por los finales porque son la ficción por excelencia: en la vida, todo sigue hasta el final que no vemos. Por eso es tan especial decidir dónde cortar. Tengo muchos finales favoritos pero hay dos que tengo muy presentes, uno porque es el de algo sobre lo que estoy trabajando ahora (y todo texto debe contener al menos una referencia así, completamente circunstancial, a un presente que se evapora) y otro porque es de los primeros finales que me impresionaron siendo muy chica. El primero que digo, el del presente, es el final de la obra El dibuk, de S. Ansky. El dibuk es la obra más importante del teatro ídish, una tradición pequeña que fue importante en un puñado de ciudades del planeta, entre ellas la mía. El dibuk es un mito judío de posesión: el espíritu de alguien que cuando se murió todavía tenía cuentas pendientes en la Tierra y entonces en lugar de irse se queda con un cuerpo, que rara vez es cualquier cuerpo. Por lo que pude investigar, en general se trataba de cuerpos de mujeres. Algunas teóricas feministas hoy tienen una explicación posible para el lugar de este mito en la vida judía: muchas chicas se hacían las locas (las poseídas) para evitar o escaparse de matrimonios arreglados. La posesión aparece, en esas lecturas, como lo contrario de la sumisión: la posesión como la huida y la libertad. Ansky retoma algo de eso en su obra, una obra que sin embargo es muy masculina: todo el principio y todo el final están tomados por discusiones talmúdicas. Hasta aquí, todo común: lo que suma Ansky, lo que hace de esta obra una obra plenamente ídish, es el motivo del amor. La hace plenamente ídish porque lo que define al ídish es la fuga de la religión, la huida siempre incompleta del pasado bíblico a la promesa liberadora de la ilustración europea: la tragedia judía, la que está pintada en el arte de todos los que aunque odiemos la religión sabemos que somos judíos, es la imposibilidad neurótica de completar esa huida, la tensión entre lo fácil de asimilarse y lo imposible de asimilarse, el conflicto identitario que le tocó contar a Ansky pero también a Roth y a Gornick y a Woody Allen y a Barbra Streisand, y a mí, que no me merezco ningún lugar en esa genealogía pero así están las cosas. El protagonista de El dibuk es un chico que está un poco trastornado, fascinado con la cábala y los estudios oscuros, ayunando y diciendo cosas raras. Por eso nadie repara demasiado en él cuando se cae muerto: un chico pobre, estudioso, y delirante, cualquiera se muere por loco y por no comer. Pero el lector atento recuerda la breve escena en la que el muchachito conversa nervioso con la hija del rabino del pueblo, que también está nerviosa, y entonces se sorprende pero no del todo cuando se entera de que el espíritu que está poseyendo a esa chica e impidiendo su casamiento con un rico que le consiguieron es el del chico loco. Los sabios del pueblo proceden como se debe: le piden al dibuk que se vaya, y cuando no se va le preguntan cuál es su reclamo sobre ese cuerpo, cuál es su derecho legítimo. Su argumento no es el amor: eso sería demasiado occidental. Los chicos estaban enamorados, pero ese no es el argumento: el argumento es que los padres de ambos los habían prometido cuando eran muy pequeños, pero resulta que el padre de ella se olvidó (es profundamente literaria esa intrusión de algo tan nimio como el olvido en un momento como este) y por eso la casó con otro. Los rabinos deciden que el reclamo es válido y que lo que corresponde es hacer un juicio. Lo van a hacer, dicen, pero al día siguiente; es muy difícil, afirma uno de los rabinos, hacer un juicio entre vivos y muertos, pero se puede hacer mañana. Ese es un ejemplo de los finales que me gustan. Todo es hermoso: las capas de registros, las capas de humor, la esperanza del mañana, la liviandad que no termina de ser ironía. El juicio no se puede mostrar. Ansky tiene la conciencia literaria y escénica para saber qué escenas es más potente no escribir. Mañana. La potencia está en esa postergación, en la postergación de lo supuestamente importante porque lo importante nunca es lo importante, lo importante siempre es otra cosa.

 

  1. El otro final del que hablo, el que aprendí en la escuela primaria, es el final de la Torá o el Antiguo Testamento. No sé mucho de cronologías así que no me atrevo a afirmar que es el primer gran final de la historia de la literatura, pero que debe ser de los primeros y sigue siendo uno de los mejores estoy más o menos segura. Finalmente terminó la travesía por el desierto y los judíos van a entrar a la tierra prometida. Pero quien sea que escribió este texto sabe que cuando un final está así de anunciado, cuando un final es literalmente el cumplimiento de una promesa, el desafío de la autora es cumplir la promesa al mismo tiempo que se la traiciona. Los judíos van a entrar: el que no va a entrar es Moisés, el protagonista total y absoluto de la Torá, el que conocemos desde el nacimiento, el que sacó a los judíos de Egipto, les entregó las tablas de la ley y se aguantó con ellos todas las noches frías. Moisés no va a entrar a la tierra prometida, le dice Dios, porque tuvo un momento de duda, y no solo dudó de Dios sino que lo hizo delante de su pueblo, así que no va a entrar, pero sí la va a ver. Moisés mira la tierra prometida desde lo alto de una montaña: la mira entera, y se muere, y lo entierran en una tumba que nadie encontró nunca, y la Torá rompe su pacto ficcional casi por única vez, rompe el punto de vista y el pacto ficcional de que Dios se la dictó a Moisés para que Dios diga, con Moisés ya muerto, que Moisés tenía 120 años, que todos lo lloraron, que su sucesor Josué estaba lleno del espíritu de la sabiduría porque Moisés había posado las manos sobre él, y que nunca hubo otro profeta como él. Me niego a explicar por qué este final es perfecto. No creo que haga falta.

 

  1. Lo importante: esto lo aprendí escribiendo teatro. Cuando la obra termina, la gente tiene que aplaudir. Si la gente no aplaude hay algo que no funciona.

 

  1. La cuestión de la verdad: una última cosa, la relación de la literatura con la cuestión de la mentira y la verdad. Es lo que menos claro tengo de todo lo que quiero conversar hoy. Empiezo por algo que una vez me dijo una amiga, Tamara Kamenszain, y es que el yo poético no es un personaje de ficción, como siempre lo es el narrador (sin importar lo autobiográfica que sea la obra), sino que es un yo de verdad. Es el tipo de cosa que Tamara me decía y yo hacía como que entendía pero no como cuando finjo conocer algo que tengo clarísimo que no sé, sino como cuando creo que entiendo algo porque me gusta cómo suena la frase. Todavía pienso que con esa idea me pasa lo mismo: me gusta, la comparto, pero no podría explicarla. Lo voy a intentar, igual: la poesía es decir la verdad. Hay una propuesta de un mundo, hay una propuesta de un lenguaje, pero ese mundo y ese lenguaje se insertan en nuestro mundo y en nuestro lenguaje en cuanto verdaderos, no son una ficción que empieza y termina, son cosas que están ahí. Por eso un poema tiene remate pero no tiene final: no tiene el momento en que la ficción y la vida se cruzan. Un poema siempre es la vida de alguien. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con la biografía o lo biográfico. La campana de cristal habla de la vida de Sylvia Plath. Ariel es la vida de Sylvia Plath.

 

  1. Pero la poesía se dice al menos en dos sentidos, en el sentido restringido, en el sentido del género (en el sentido en que hay literatura que es poesía y hay literatura que no es poesía) y en el sentido de la esencia, de la poesía como lo destilado, de la poesía como la verdad; y en ese sentido, toda la literatura tiene algo poético. La literatura que vale la pena pone un mundo en el mundo, además de contarlo e inventarlo. Pienso en esto porque ya me extendí demasiado sobre la literatura que me importa y tengo que llegar, aunque sea con lo mínimo, aunque sea con lo puesto, a lo que me importa de la literatura. Hasta la más realista de las literaturas, si es literatura, pone un mundo en el mundo. Pienso en Jane Austen, una de mis primeras autoras favoritas: pienso en sus novelas de matrimonio, en el modo preciosista y fotográfico en el que describen la forma de una época y sobre todo la forma de conversar en una época, cómo se organizan los intercambios lingüísticos para enamorarse y desenamorarse, comprometerse y odiarse. En las novelas de Jane Austen, todo son actos de habla, todo es performativo en el sentido de Austen: no hay besos, no hay sexo, no hay grandes tragedias, ni tampoco grandes aventuras. En las novelas de Jane Austen se hace solo lo que se puede hacer con palabras. Ese es el mundo que ella construye, un mundito que recoge muchos aspectos del mundo pero que mirado desde esta perspectiva puede ser tan extraño como la más estrambótica de las novelas de ciencia ficción. Pienso en ella y pienso en una frase que escribió sobre Austen Vladimir Nabokov en uno de los primeros libros de teoría literaria que leí, su Curso de literatura europea, un libro de teoría literaria que leí antes de saber lo que era la teoría literaria. La frase es esta: «Mansfield Park es la obra de una dama y el juego de una niña. La obra de una dama y el juego de una niña». Lo dice de Mansfield Park, la novela que menos les gusta a la mayoría de las lectoras actuales de Austen (quién quiere leer la historia de una heroína insípida que se casa con su primo), pero que, por supuesto, Nabokov tiene razón, es la mejor escrita de todas. En el mismo capítulo, Nabokov también la llama filistea, a Austen; dice que hay algo evidentemente filisteo en su preocupación por el dinero y la forma racional y práctica en la que habla del amor. Y me llama un poco la atención, la verdad, porque al decir que Mansfield Park es la obra de una niña y el juego de una dama siento que Nabokov se hizo una imagen parecida a la que yo me hago de poner un mundo adentro de otro mundo, no pintar sino poner, y en el caso de Jane Austen y su realismo irónico la imagen es la de una nena armando con cuidado una casa de muñecas que parece idéntica a la casa en la que ella misma vive pero en la que todo está un poquito corrido de lugar, todo está ligeramente extrañado. Alrededor de una mesa en el salón principal comen todos los muñecos, toda la familia, pero si una se acerca se da cuenta de que la mayoría de los muñecos no se están mirando entre ellos, las miradas se cruzan en diagonales que los dejan a todos solos aunque parezca que están comiendo juntos, y hay un muñeco, una muñeca, que mira a la cámara, nos mira a nosotros. Porque es evidente, no estoy siendo lúcida, solo tengo la ventaja de ser mujer y de vivir unos años después, es evidente que lo que arma Austen con esas alusiones al dinero y a la practicidad del amor como forma de circulación del dinero es una especie de chiste de esos que son graciosos porque dicen la verdad, y dicen la verdad porque son graciosos, porque la dicen no a modo de denuncia sino de desnudar lo que hay, pero no desnudando, no revelando, sino poniendo algo nuevo en el mundo. El realismo, la practicidad y los cálculos pueden no ser prosaicos: cuando son un chiste que no se puede explicar son poéticos.

 

  1. La poesía es un chiste que no se puede explicar. Esa es la literatura que me importa, y eso es también lo que me importa de la literatura. Hacer un chiste que no se puede explicar, proponer con palabras de este mundo algo que hasta hace nada parecía imposible decir con palabras de este mundo, porque no podía decirse con chistes ni con explicaciones. Lo que me importa de la literatura es esa revolución que produce cuando pone un mundo nuevo en el mundo. No es importante el tema, no es importante de qué se hable. La literatura cambia al mundo así, poniendo cosas nuevas en el camino, como se cambia al mundo plantando jardines o teniendo hijos, haciendo aparecer cosas que parecían imposibles pero que están hechas con cosas que ya teníamos.