Pocos lugares más desgarradores y tristes que los pasillos de un hospital. Por los viejos corredores del Hospital Barros Luco avanzábamos con Raquel Olea, lentamente, preguntando dónde se encontraba Mariano Aguirre. Quisimos visitarlo y saludarlo ese día gris, en esa sala gris y llena de dolor, antes de asistir al inicio del Seminario sobre Nueva Narrativa Chilena, el 30 de julio de 1997, donde se le esperaba como uno de los participantes principales. Mariano estaba en cama, en un reposo que seguía a una de sus varias operaciones. Todos sabíamos de su cáncer, también él lo sabía. Burlón y escéptico, en voz casi inaudible, aunque, ahora, con total e irremediable convicción, seguía repitiendo su muletilla: «¡No somos nada!». Sin embargo, la risa regresaba, como si no estuviéramos donde estábamos, al acordarnos de «la guagua», esa botella de whisky de tres o cinco litros que paseamos por la Universidad de Maryland y llevamos en el avión hasta Miami, vestidita como una recién nacida, y que nos hizo tanto divertir –después de sesiones, ponencias y debates– a los 25 o 30 que asistimos al congreso Cultura, Autoritarismo y Redemocratización en Chile en diciembre de 1991. La crónica de Mariano lo registró y fue una de sus escasas publicaciones en «Literatura y Libros», el suplemento del diario La Época que dirigió.

Con Mariano teníamos largas conversaciones telefónicas cada vez que yo comenzaba a preparar algún curso. Sabiendo de su saber y conociendo que nunca tendría una negativa, me atrevía a llamarlo. Entonces Mariano, lector inagotable, constantemente dispuesto, desprendido, pródigo con su tiempo, acudía a su erudición para sugerirme lecturas y enfoques, me contaba anécdotas e historias sobre autores y obras, transformaba aparentes detalles en puntos cruciales, concedía importancias, me daba atinadas indicaciones. Discutíamos; intercambiábamos opiniones y chismes; me ofrecía sus libros. Incluso, a veces, yo le dejaba la tarea de seguir averiguando. Siempre me maravilló su generosidad y su modestia, insuficientes y escasas entre nosotros, ya lo sabemos. Mi amistad con Mariano se continuó urdiendo y profundizando con estas «visitas telefónicas» que, por lo general, se multiplicaban y se prolongaban por horas y horas, y que tanto me enseñaron.

Antes: antes del retorno, antes del exilio, antes del Golpe Militar, recuerdo haberlo conocido como alumno, en el Pedagógico de la Universidad de Chile. Yo era ayudante de Literatura Hispanoamericana y Chilena, recién pasaba los veinte, y temía a este estudiante algo mayor, que ya escribía crítica literaria en la revista Ercilla, en Chile Hoy, en Ahora, en La Quinta Rueda, en Onda (estas tres, publicaciones de Quimantú) y que, evidentemente, tenía muchas más lecturas que yo, pero con discreción: jamás lo hizo notar en mis clases. Serio y de anteojos, Mariano había completado la carrera de Derecho, mas no llegó a ser abogado pues prefirió los estudios literarios y, sobre todo: la literatura. Todavía lo veo, allí, inseparable de Antonio Skármeta o caminando, lentamente, por Macul hacia Irarrázaval, acompañando a Chabela, de larga trenza, negra. Lo diviso, también, subiendo, apurado, al bus que nos llevaba a los Trabajos Voluntarios, ya en tiempos de la Unidad Popular. Luego, aventados por el temporal de la dictadura, con los amigos dispersos, cada uno por-aquí-por-allá, supe que estaba en Argentina y, después, en Venezuela, en la Biblioteca Nacional, en lo suyo, las letras, las ediciones, la literatura y sus entornos.

Al regresar a Chile, siete años después que él, cuyo exilio exterior había terminado en 1980, teníamos largas conversaciones. Siempre rodeado de amigos, Mariano fumando y bebiendo, conversaba, nombraba a los ausentes, veía y convivía con los cercanos. Como otro modo de practicar la amistad, pienso, hoy, la relación de Mariano con la literatura. Como una  manera más de compartir lo que sabía, lo que tenía, lo que quería. Y esa pasión lo impulsaba, otorgándole tanto empuje y seguridad que, en esos tiempos difíciles, de censuras, de cesantías, de dificultad para encontrar trabajo, sin otorgar concesión alguna ni simulando lo que no era, logró acceder –invariablemente– a quehaceres ligados con sus conocimientos, considerándolos su capital cultural y simbólico, y confiado en que serían su aporte, único y personal. Así fue como enseñó en el Centro Cultural Mapocho (que no es el actual), en el Instituto Arcis, en la Academia de Humanismo Cristiano; escribió en periódicos Y, más tarde: asesor del programa televisivo El show de los libros, con Antonio Skármeta; junto a Bernardo Subercaseaux dirigió Talleres de Crítica, en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile; preparó antologías, y podría seguir. Podría seguir preguntando qué más hizo Mariano y podría continuar la enumeración. Prefiero, en cambio, destacar los que estimo sus aportes fundamentales y las posiciones desde donde más influyó. Me detengo, pues, en su labor en el suplemento literario del diario La Época y en la labor que realizó en la editorial Planeta, reales epicentros entre sus actividades, y tan importantes, a mi modo de ver, que si alguien quiere hacer una historia cultural de ese tiempo no podría obviarlas.

Creo que «Literatura y Libros» marcó época cuando fue dirigido por Mariano, y marcó al diario en el que se insertaba. Como editor, su disposición era evidenciar la realidad del campo literario de ese entonces, sin limitarse a la actualidad y a un presente puntual que se evapora entre el ayer y el mañana; sin restringirse, tampoco, a la exclusiva contingencia de las nuevas publicaciones, y menos a una posible tiranía de «los más vendidos». Siendo así, simultáneamente se preocupó de mostrar el pasado literario y engarzar con la tradición, evocando autores y textos ya conocidos junto con rescatar –y hasta publicar– otros olvidados o ignorados, con el fin de complejizar panoramas literarios y culturales que podían percibirse como demasiado homogéneos o sesgados, entre otras razones, por el intento «adánico» de algunos artistas de pretenderse iniciadores absolutos.

Entre las (constantes) ocho páginas del suplemento podían encontrarse temas diversos, reflexiones y lecturas múltiples, con miradas desde diferentes disciplinas y métodos, sobre autores, obras y épocas varias. Mariano no sólo aceptaba los materiales que él requería de acuerdo a su concepción de cada número, sino que recibía y atendía a sugerencias y escritos no solicitados, y tuvo el mérito de no anular ni rechazar discursos y lenguajes que discreparan de sus propias pautas teóricas o de análisis. Pienso, por ejemplo, que, con posterioridad al Congreso de Literatura Femenina de 1987 la crítica feminista estaba desperdigada y la producción literaria de mujeres casi no tenía acogida ni recepción pública. No obstante, me parece que perdieron su calidad de ocurrencias aisladas al darse a conocer e irse tramando en textos publicados en  «Literatura y Libros», un espacio inclusivo, como Mariano, que podía reunir las amistades más dispares en torno a unas copas y a diálogos de nunca acabar. No en vano con letras de su nombre completo puede silabearse la palabra «amigo».

Mariano se atrevió, además, a otorgar la palabra y la pluma a críticos jóvenes que recién se iniciaban. También convenció a buenos lectores a que expresaran por escrito sus puntos de vista y les dio –y creó– una tribuna. Algunos de ellos continúan esta actividad hasta hoy.

«Pero, quién será el amo? ¿El escritor o el lector?», dudaba Diderot. Quién sabe si Mariano se preguntaría lo mismo pues, curiosamente, tal vez por modestia, quizá para cederle su lugar a otros, acaso porque privilegiaba la lectura frente a la escritura, casi nunca escribió en «su» suplemento.

Con estas particularidades, el suplemento se diferenció y distanció de la sección literaria semanal del diario El Mercurio, que por un tiempo llegó a reproducir el formato de «Literatura y Libros». La divergencia no se limitó al aspecto ni a sus denominaciones, que, por lo demás, representaban bien lo que era cada uno –mientras la «Revista de Libros», en breves reseñas, invitaba a conocer libros –la mercancía-libro– con frecuencia frágiles y demasiado sensibles a los vaivenes del mercado, «Literatura y Libros» se adentraba en los volúmenes con mayor profundidad y cuestionamiento, poniendo un énfasis significativo en asuntos literarios, mirados desde la literatura y la sociedad.

«Pero, quién será el amo? ¿El escritor o el lector?», dudaba Diderot. Quién sabe si Mariano se preguntaría lo mismo pues, curiosamente, tal vez por modestia, quizá para cederle su lugar a otros, acaso porque –borgianamente– privilegiaba la lectura frente a la escritura, casi nunca escribió en este, «su» suplemento.

Mariano era un escéptico, no hay duda: cuando se enteró de que tendría una hija, buscó nombres entre los más brutales de García Lorca, y como nadie le permitió llamarla Yerma o Angustias, optó por Soledad. ¿Sería su escepticismo el que le impidió escribir más?

Otro de sus logros fue dirigir la colección Biblioteca del Sur de la editorial Planeta en Chile en los años noventa. La pensó con ojo selectivo al elegir novelas y cuentos de nóveles prosistas, inéditos o no, que, a su vez, llegaron a ser el sedimento de lo que se llamó la Nueva Narrativa Chilena, uno de los «fenómenos» culturales y literarios de la temprana década de los noventa, cuando recién terminaba la dictadura, y que tuvo, al menos, una virtud patente: permitió a los chilenos leer a sus propios escritores y los convenció de hacerlo, y esta costumbre parece haberse arraigado en nuestros mezquinos hábitos de lectura, según señalan los problemáticos rankings.

Mucho se ha discutido respecto de la Nueva Narrativa Chilena: que si fue grupo o movimiento, que si había nexos y semejanzas entre los autores, que si lo comercial primó sobre la calidad, etc. Mariano fue el primero que cuestionó esa etiqueta y –desmitificando– prefirió referirse a la Narrativa Chilena Actual.

Con posterioridad, él mismo seleccionó otras producciones de estas escritoras y estos escritores, y organizó algunas antologías. Supe del respeto cariñoso y el reconocimiento que le tenían jóvenes literatos. Lo vi en las miradas atentas y admiradas de Alejandra Costamagna y Verónica San Juan, una noche que llegamos al Café del Biógrafo, en Lastarria. Juntamos las mesas y conversamos extensamente, acompañados de un «vinito», de la infaltable cerveza de Alejandra, de sonrisas y carcajadas.

El 7 de enero de 1998, después de pasar la tarde en la Feria del Libro, deseé despedirme de Mariano, y fui a su departamento de la calle Los Jardines, muy cerca de avenida Grecia. Sus amigos, los «históricos» y los más recientes, lo llenaban, como durante toda su enfermedad. «¡No somos nada!», me dije cuando entré a su dormitorio y lo vi. Al día siguiente supe que esa madrugada Mariano se había silenciado para siempre / para nunca. No me animé a ir a su entierro. Todavía me cuesta aceptar que nuestras conversaciones se terminaron definitivamente el 8 de enero de 1998.