Qué más se puede decir sobre el asunto. Es un día helado en Buenos Aires. La mujer mira por la ventana de su estudio, y teclea y borra, teclea y borra, y se pregunta, una y otra vez, qué más se puede decir sobre el asunto. Durante los últimos tiempos la mujer ha viajado por algunas ciudades y ha dado, aquí y allá, charlas, conferencias, clases acerca de las relaciones entre el periodismo y la literatura, acerca de la escritura creativa aplicada al periodismo, acerca del estado del periodismo en Latinoamérica. La mujer, además, ha escrito columnas acerca de las relaciones entre el periodismo y la música, acerca de la pertinencia de la aplicación de herramientas literarias en el periodismo, acerca de la nobleza de un oficio en el que ella, que no cree en nada, cree. La mujer se pregunta, ahora, mirando por la ventana de su estudio una mañana helada en Buenos Aires, qué más puede decir sobre el asunto. Y no sabe qué responder.

Entonces descubre que, después de todos estos años, después de todas esas charlas, después de todas esas columnas, a ella, últimamente, le ha dado por pensar en el principio.

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Lo ha dicho, ya, muchas veces: que se llama periodismo narrativo a aquel que toma algunos recursos de la ficción –estructuras, climas, tonos, descripciones, diálogos, escenas– para contar una historia real y monta, con esos elementos, una arquitectura tan atractiva como la de una buena novela o un buen cuento.

Pero ahora a la mujer le ha dado por pensar en el principio y sabe que hace años, cuando todo comenzó, ella no quería ser cronista, ni periodista narrativa, ni nuevo periodista, ni periodista literaria. La mujer quería ser periodista. Tenía 21, 22, 23 años, jamás había escuchado los nombres de Ryszard Kapuściński o Jon Lee Anderson, no sabía quiénes eran John Hersey, Joseph Mitchell o Rex Reed, y la palabra crónica era un alien aún no aterrizado en su planeta. Trabajaba en una revista prestigiosa a la que había llegado por azar (al director del periódico le había gustado un texto suyo y le había ofrecido un puesto como redactora) y se había transformado en periodista a pesar de: a pesar de no haber estudiado periodismo; a pesar de no haber hecho jamás una entrevista; a pesar de no tener, siquiera, un grabador.

Ahora, años después, hay quienes le piden respuestas concretas a preguntas tales como quién le enseñó a mirar, cómo fue que aprendió el método que aplica. Y la mujer responde: aprendí a mirar mirando cómo miraban los otros; aprendí el método que aplico intuyendo cuál era el método que aplicaban los demás.

Imaginemos, por un momento, que esas respuestas no sean del todo ciertas. Imaginemos, por un momento, que todo eso –la mirada, el método– no sea otra cosa que el producto de un esfuerzo de sobreadaptación. Imaginemos que si, como dice Nietszche, solo un exceso de fuerza demuestra la fuerza, la mujer aprendió a hacer lo que hace –permanecer; volverse invisible; estar, estar, estar– no como producto de una estrategia sino como la única forma en que pudo compensar el hecho de no ser periodista: haciendo un esfuerzo descomunal. Imaginemos que esa mujer, 21, 22, 23 años, debe escribir, de un día para otro, sobre un director de cine, sobre un músico de rock, sobre el caos de tránsito en la ciudad de Buenos Aires. Imaginemos que esa mujer, 21, 22, 23 años, que no es periodista, que nunca trabajó como periodista, que no conoce las cosas que puede y las que no puede hacer un periodista, debe, de pronto, hacer llamadas telefónicas a personas que suele ver en la televisión o el cine, e ir a sus casas, y encender un grabador, y preguntar. Imaginemos que esa mujer, 21, 22, 23 años, que no es periodista, que nunca trabajó como periodista, que no conoce las cosas que puede y las que no puede hacer un periodista, debe, de pronto, salir a la calle y hablar con taxistas, funcionarios públicos, sociólogos, presidentes de diversos sindicatos. Imaginemos, entonces, que el método de esa mujer no es un método sino algo nacido de la desesperación.

Imaginemos, ahora, que esa respuesta tampoco sea del todo cierta.

Imaginemos que la respuesta a esas preguntas –quién le enseñó a mirar, cómo fue que aprendió el método con el que trabaja– consiste, más bien, en una mezcla de todas esas cosas: que la respuesta debería hablar de aprendizaje y de desesperación, y de, también, cierta forma de estar en el mundo: de cierto silencio empecinado.

Pero ella sabe que los que le preguntan no quieren respuestas tan vagas. Que los que le preguntan quieren eso que ella nunca buscó porque sabe que no existe: respuestas concretas, causas y consecuencias narradas por los protagonistas de los hechos. O sea: algo imposible. O sea: una ficción.

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Le preguntan: le preguntan por las relaciones entre periodismo y poder (y ella no sabe qué decir); le preguntan por qué los medios masivos ya no publican crónicas (y ella aventura que porque los dueños de los medios han creado esa especie de contradicción ambulante: el lector que no lee); le preguntan si ella cree que el único periodismo que vale la pena es el periodismo narrativo y ella, entonces, dice no, no, y piensa en todos esos periodistas de periódico que son capaces de hacer, en dos horas, lo que ella no sería capaz de hacer ni en veinticuatro, y después se dice dios mío, cómo hemos llegado a esto: a suponer que este periodismo es el único posible. Y entonces recuerda algo que escribió, en 2008 y a raíz de un encuentro de cronistas en Bogotá, el argentino Martín Caparrós. Un texto llamado “Contra los cronistas” que dice así: “Dicen que son cronistas. Ponen cara de busto de mármol, la barbilla elevada, el ceño levemente fruncido, la mirada perdida en lontananza y dicen sí, porque yo, en la crónica aquella. O incluso dicen no, porque yo, en la crónica ésta. O a veces dicen quién sabe porque yo. Son plaga módica, langostal de maceta, marabunta bonsái. Vaya a saber cómo fue, qué nos pasó, pero ahora parece que el mundo está lleno de unos señores y señoras que se llaman cronistas (…) Frente a la ideología de los medios, que tratan de imponer ese lenguaje neutro y sin sujeto que los disfraza de purísimos portadores de ‘la realidad’, relato irrefutable, la crónica que a mí me interesa dice yo no para hablar de mí sino para decir aquí hay un sujeto que mira y que cuenta, créanle si quieren pero nunca se crean que eso que dice es ‘la realidad’: es una de las muchas miradas posibles –y eso se me hace tan político (…) Frente al anquilosamiento de un lenguaje, que hace que miles escriban igual que tantos miles, la crónica

que a mí me interesa se equivoca buscando formas nuevas de decir, distintas de decir, críticas de decir –y eso se me hace tan político (…) Por eso me interesa la crónica. No para adornar historias anodinas, no para lucir cierta destreza discursiva o sorprender con pavaditas o desenterrar curiosidades calentonas o dibujar cara de busto. Por eso, ahora, hay días en que pienso que estoy contra la crónica o, por lo menos, muchas de estas crónicas. Por eso, ahora, hay días en que pienso que voy a tener que buscarme otra manera o, por lo menos, otro nombre”.

La mujer lee cosas como estas y se dice que, en verdad, no puede decir nada más sobre el asunto. O, al menos, sobre ese asunto.

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Un día, en un país que no es el suyo, un periodista le pregunta si no cree que es porque la Academia lo considera un arte menor que no existe el Premio Nobel al periodismo. La mujer piensa que quizás sea saludable permanecer al margen de ciertas instituciones, pero después dice bueno, dice es probable, dice a lo mejor: no sabe qué decir. Más tarde, en el avión de regreso a casa, recuerda que, entre otras cosas, tampoco hay premio Nobel a las matemáticas y que esa no es, precisamente, una ciencia menor.

Otro día, en su país, un periodista le pregunta: “¿Qué mundos diferentes retrata la crónica que el periodismo tradicional deja de lado?”. Y la mujer responde: “A veces pienso que la respuesta es más sencilla de lo que parece: que el periodismo narrativo consiste en encontrar buenas historias y en contarlas bien, en una unión feliz entre el qué y el cómo. Se podría decir que no se trata de mundos sino de enfoques diferentes. Por dar un ejemplo, allí donde el periodismo que llaman ‘tradicional’ busca fuentes o testimonios, el periodismo narrativo encuentra personas con una vida y una historia. Pero siempre me pasa lo mismo: cuando empiezo a enumerar las diferencias encuentro que solo hay dos tipos de periodismo: el bueno y el malo. El que atraviesa a un lector, y lo conmueve con su esfuerzo honesto por entender el mundo, y el que no le hace ni cosquillas”.

La respuesta le parece levemente altiva, pero no puede evitar pensar así.

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La pregunta, por algún motivo, vuelve, una y otra vez: ¿no ha pensado, le dicen, en escribir ficción? La mujer responde, una y otra vez, que no, pero, cada vez, se queda pensando: ¿les preguntan acaso a los escritores de ficción si no han pensado en escribir periodismo? En Operación masacre, un libro circa 1957, el argentino Rodolfo Walsh cuenta la historia de cómo, en 1956, militares partidarios de Perón intentaron una insurrección contra el gobierno y, bajo el imperio de la ley marcial, el Estado fusiló a un grupo de civiles, supuestamente implicados en aquella insurrección. Walsh –un hombre que había sido, hasta entonces, traductor del inglés y autor de cuentos policiales– escribió esa historia con ritmo y prosa de novela. Cuando fue entrevistado en 1970 por el escritor argentino Ricardo Piglia, Rodolfo Walsh dijo así: “Un periodista me preguntó por qué no había hecho una novela con eso, que era un tema formidable para una novela; lo que evidentemente escondía la noción de que una novela con ese tema es mejor o es una categoría superior a la de una denuncia con este tema. Yo creo que la denuncia traducida al arte de la novela se vuelve inofensiva, es decir, se sacraliza como arte. Por otro lado, el documento, el testimonio, admite cualquier grado de perfección. En la selección, en el trabajo de investigación, se abren inmensas posibilidades artísticas”. Le pasó a él, les pasa a todos: siempre, ante una buena historia real, alguien señala “Sería una gran novela”. Como si no agregarle un litro y medio de ficción significara desperdiciar alguna cosa.

Salvando las distancias, en 2006 la mujer publicó un libro llamado Los suicidas del fin del mundo que cuenta la historia de un pueblo de la Patagonia argentina donde, a lo largo de un año y medio, doce mujeres y hombres jóvenes decidieron volarse la cabeza de un disparo, o ahorcarse con un cinturón en el cuarto de su casa, o colgarse en la calle a las seis de la mañana del día 31 de diciembre de 1999. Durante un tiempo viajó a ese pueblo, habló con peluqueros y con putas, con madres y con novios, con hermanas y amigos de los muertos, y, cuando creyó que había terminado, empezó a buscar un editor. Muchos retrocedieron espantados ante tanto muerto joven pero uno de ellos, con ojos luminosos de entusiasmo, le preguntó “¿Por qué no lo escribís como si fuera una novela?”. La mujer dijo que no porque cuando doce personas deciden suicidarse en un año y medio en plena calle o en casa de su mejor amigo, en un pueblo petrolero con más putas que automóviles, ella no cree que su imaginación pueda agregar, a eso, mucho. Pero la pregunta, por algún motivo, vuelve: ¿no ha pensado, le preguntan, en escribir ficción?

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El tipo era uno de cuatro sentados a una mesa en un encuentro que versaba sobre el periodismo y la literatura y sus posibles trasvasamientos y roces. Cuando la mujer terminó de exponer su método de trabajo y su defensa del periodismo como forma de arte, el tipo pidió la palabra y dijo que lo alegraba que la colega –dijo eso: la colega– pusiera tanto empeño, pero que estaba siendo un poco exagerada porque, después de todo, la única obligación del periodismo es ser objetivo –dijo eso: ser objetivo– allí donde la ficción exige imaginación fecunda, y que es en la soledad creativa, en la que el autor dialoga con sus fantasmas, donde se ve el verdadero alcance de la palabra arte. El tipo ponía mucho empuje en la palabra “autor” y debía ser, sin duda, un grande en su oficio: alguien que, en su soledad creativa, dialogando con sus fantasmas y en pleno uso de su imaginación fecunda, se había inventado la definición del periodismo: un oficio de grises y notarios. Lo contrario a todo lo que es.

El periodismo narrativo tiene sus reglas y la principal, perogrullo dixit, es que se trata de periodismo. Una andanada de sinécdoques, metonimias y metáforas no logrará disimular el hecho de que un periodista no sabe de qué habla, no ha investigado lo suficiente o no encontró un buen punto de vista. En el buen periodismo narrativo la prosa y la voz del autor no son una bandera inflamada por suaves vientos masturbatorios sino una herramienta al servicio de una historia. Cada pausa, cada silencio, cada imagen, cada descripción, tienen un sentido que es, con mucho, opuesto al de un adorno.

Leamos, por ejemplo, a Rex Reed describiendo así su encuentro con Ava Gardner en su perfil “¿Duerme usted desnuda?”: “Ella está ahí, de pie, sin ayuda de filtros contra una habitación que se derrite bajo el calor de sofás anaranjados, paredes color lavanda y sillas de estrella de cine a rayas crema y menta, perdida en medio de este hotel de cupidos y cúpulas, con tantos dorados como un pastel de cumpleaños, que se llama Regency. (…) Ava Gardner anda majestuosamente en su rosada jaula leche malta cual elegante leopardo. Lleva un suéter de cachemir de cuello alto, arremangado hasta sus codos de Ava, y una minifalda de tartán y enormes gafas de montura negra y está gloriosa, divinamente descalza”.

Una andanada de sinécdoques, metonimias y metáforas no logrará disimular el hecho de que un periodista no sabe de qué habla, no ha investigado lo suficiente o no encontró un buen punto de vista. En el buen periodismo narrativo la prosa y la voz del autor no son una bandera inflamada por suaves vientos masturbatorios sino una herramienta al servicio de una historia. Cada pausa, cada silencio, cada imagen, cada descripción, tienen un sentido que es, con mucho, opuesto al de un adorno.

Leamos, por ejemplo, al periodista colombiano José Alejandro Castaño describiendo así la muerte de un hombre a manos de un sicario en la crónica “Cuánto cuesta matar a un hombre en Medellín”: “El hombre se derrumbó sobre la acera, con los brazos abiertos y la boca inundada de sangre. Narices, jefe de la banda Los pinochos, se acercó y disparó dos veces más. Las balas golpearon la nuca y la oreja izquierda. Por esa puntería cobró un millón de pesos, unos trecientos cincuenta dólares. El encargo lo había recibido días antes de un vecino acorralado por una deuda que no pensaba pagar. Fue un asesinato fácil. La víctima andaba sola, desarmada (…) Eran las diez de la noche y no había gente en la calle, solo un perro sin cola que no atinó a ladrar”.

Ellos pudieron haber escrito otra cosa. Rex Reed pudo haber escrito: “En la habitación del Regency en la que se hospeda Ava Gardner hay sillones anaranjados y ella usa una minifalda de tartán”. José Alejandro Castaño pudo haber escrito: “Un sicario mató a un hombre en Medellín, por encargo de un vecino, a cambio de trecientos cincuenta dólares”. La información sería la misma, pero esos pasajes no están allí solo para brindar información ni con un fin puramente estético. ¿No construyen esas descripciones un sentido que las trasciende? ¿No ayudan las imágenes elegidas para describir esa habitación del Regency a anticipar la crispación intimidante de una diva de otro mundo, no es ese pasaje escrito en prosa deliberadamente indiferente un reflejo de la indiferencia con que un tipo le pega un tiro a otro tipo en Medellín? Si Reed y Castaño no se hubieran tomado el trabajo, la información sería la misma, pero, ¿sería la misma? Un periodista narrativo es un gran arquitecto de la prosa pero es, sobre todo, alguien que tiene algo para decir.

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Esto sucede un día de verano.

La mujer está rodeada de revistas, de diarios, de libros. Lee, arranca páginas, anota. Lleva los recortes hasta un mueble donde hay, acumulados, otros recortes: una pila de más de medio metro de planes futuros, de posibles notas. Por esos días la llaman periodistas para conversar sobre el oficio y todos, antes o después, se quejan del estado de las cosas: que no tienen espacio, que no tienen tiempo, que no pueden producir como quisieran. Ella escucha, interesada. Dice que sí, que claro, que el espacio y el tiempo se defienden a codazos, que hay que negociar con los editores. A uno de todos esos periodistas le habla de su pila de recortes: de su pila de más de medio metro: “Yo no soy como otros periodistas, a los que nunca se les ocurre nada. Yo tengo muchas ideas, todo el tiempo”. La mujer se retuerce. No reconoce, en la soberbia repulsiva de esa frase, nada que ella pudiera haber dicho, y se pregunta por qué los mismos que se quejan del estado de las cosas contribuyen al estado, digamos, alterado de las cosas.

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Y también piensa en cierta paradoja: en lo mucho que se habla de la crónica latinoamericana en contraste con los pocos sitios donde se la publica: un puñado de revistas, algún diario, algunos libros. Conversa, acerca de eso, con mucha gente, pero no hay una respuesta única, absoluta. Un día Patricio Pron, escritor, periodista, argentino, residente en Madrid, le escribe un e-mail donde dice esto: “La crónica latinoamericana debería encargarse de averiguar, quizás, por qué tantos hablan sobre la crónica latinoamericana y, sin embargo, la crónica latinoamericana apenas encuentra sitio en dos o tres revistas y en tres o cuatro libros al año. En esa paradójica omnipresencia invisible del género hay un misterio que daría para escribir otra muy buena crónica latinoamericana que no veremos publicada en ninguna parte”.

En junio de 2010, la mujer empieza a dar talleres de periodismo en su casa. Alguien le pregunta por qué. Ella responde que porque le conviene: “Porque quiero que seamos muchos, responde, porque quiero que el entusiasmo crezca, y desborde, y que ese desborde sea irreversible”.

Y, apenas lo dice, sabe que nadie le va a creer.

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Pero quizás, después de todo, pueda decirse algo sobre el asunto. Quizás pueda decirse esto: que si todos los escritores latinoamericanos fueron, en algún momento, periodistas –Cortázar, Onetti, García Márquez, Vargas Llosa– y se dedicaron, después, enteramente o casi, a la ficción, ahora, por primera vez, hay una generación de periodistas que ve, en el periodismo narrativo, un fin en sí mismo y no una forma de pagar el alquiler, ni el mal trago necesario para perpetrar después una novela. Y que esos periodistas publican sus historias en un puñado de revistas que no son tantas ni son tan prósperas, pero que generaron o contribuyen al clima de entusiasmo y de fervor. Y quizás, después de todo, pueda decirse también, sobre el asunto, que, probablemente, como toda conquista, la conquista de la no ficción latinoamericana se esté haciendo por prepotencia y por asalto, aunque todo indique que no se puede hacer.

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En julio, en una ciudad que no es la suya, la mujer escucha la conferencia del director de un canal cultural de televisión. El hombre dice que intenta que los contenidos del canal sean, en este orden, entretenidos, serios, hospitalarios y, finalmente, gozosos. La mujer piensa que es una gran definición, que ella también intenta que sus textos sean, en ese orden, entretenidos, serios, hospitalarios, gozosos. Pero después recuerda que ella escribe sobre madres que asesinaron a sus bebés recién paridos, mujeres que mataron a sus maridos a puñaladas, de envenenadoras que envenenaron a sus amigas con cianuro, jugadores de básquet fracasados, antropólogos forenses que buscan los restos de desaparecidos durante la dictadura militar, y sospecha que la palabra “entretenidos” será malentendida en todas partes. Toma nota mental: “No mencionar, jamás, la palabra ‘entretenidos’ para referirme a mis textos en público”.

Pero sabe que es muy probable que incumpla esa advertencia.

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Últimamente, todo parece suceder en aviones, en aeropuertos, en ciudades que no son su ciudad. Hay, por ejemplo, un encuentro fortuito en un free shop con un periodista de un periódico de un país equis. El periodista le dice a la mujer que el periódico está haciendo un gran esfuerzo por capacitar a los redactores en su versión on line. La mujer se interesa, pregunta en qué consiste la capacitación porque, supone, escribir es escribir: en un teléfono, en una computadora, en un pedazo de papel. El periodista le dice que consiste en muchas cosas y, entre otras, en entender que hay que repetir muchas veces una palabra –la palabra vino en una nota sobre la ruta del vino; la palabra adolescentes en una nota sobre adolescentes– para que esa nota rankee bien alto en los buscadores de tal modo que los anunciantes se sientan atraídos. Y en llevar cámaras de video y de fotos, y en hacer todo al mismo tiempo.

La mujer se pregunta si alguno de todos sus entrevistados –la mujer que mató a su hija de veinte puñaladas; la que envenenó a tres de sus amigas; los hombres que trabajan desenterrando huesos de desaparecidos– contaría su historia ante una cámara de video, en media hora y mostrando su mejor perfil. La mujer se pregunta cuál sería la palabra a repetir en cada caso: ¿“puñalada”, en el caso de la madre asesina, para atraer a los fabricantes de cuchillos; “cianuro”, en el caso de la envenenadora, para atraer a los que producen agroquímicos; “huesos”, en el caso de los desaparecidos, para atraer a las carnicerías, o mejor, incluso, “desaparecidos”, para atraer a las agencias de detectives? La mujer se pregunta si hay alguien, en esos cursos de capacitación, que se esté preguntando qué se cuenta y por qué. Si hay alguien, en esos cursos de capacitación, que se esté preguntando para qué existe un periódico.

Hay una película mala, llamada “Meteoro”. Allí, en mitad de una carrera, el auto de Meteoro, el Mark 5, se avería a metros de la meta. Entonces, en un flash back atribulado, Meteoro recuerda la frase que alguien le ha dicho alguna vez: “Meteoro, no importa si las carreras de autos cambian. Lo que importa es si vamos a permitir que nos cambien a nosotros”. Desde que vio esa película la mujer no puede dejar de pensar eso: que no importa si el periodismo cambia. Que lo que importa –lo que verdaderamente importa– es si vamos a permitir que nos cambie a nosotros.

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Es noche bien entrada en una ciudad pequeña, española, mes de abril. En la mesa del restaurante hay cinco personas. Una de ellas, por algún motivo, siente un repentino interés por entender, cabalmente, de qué se trata lo que la mujer hace: el periodismo narrativo. La mujer intenta explicar y el hombre, entonces, lanza un discurso acerca de la ficción y de la no ficción, y dice que todo es ficción porque, cuando uno pone un adjetivo, ya está haciendo ficción. La mujer se indigna un poco, discute otro tanto, y todo termina con ese tono entre amigable y qué me importa con que terminan las conversaciones con desconocidos. Como sea, meses más tarde, a pedido de un editor, la mujer escribe una columna sobre el escándalo que suscitó una biografía del periodista polaco Ryszard Kapuściński en la que su autor parece poner en evidencia que Kapuściński no fue del todo fiel a la realidad. La columna decía así:

“Si la pregunta es cuál es el límite entre el periodismo y la ficción, la respuesta es simple: no inventar.

La potencia de las historias reales reside en el hecho de que son, precisamente, reales: suceden, sucedieron. No es lo mismo leer acerca de un dictador imaginario que mata a mil fulanos en la novela equis, que acerca de un dictador de carne y hueso que corta las orejas del enemigo en un país que alguna vez consideramos para nuestras futuras, y muy reales, vacaciones. El contrato -tácito- es que las historias de no ficción no contienen deslizamientos fantasiosos, y es un contrato que debería respetarse porque, si un texto de ficción de mala calidad introduce al lector en el terreno anodino del aburrimiento, un texto de no ficción con situaciones inventadas introduce al lector en el terreno peligroso del engaño”.

Hay, de todos modos, aquella mentira de la objetividad. El periodismo –literario o no– es lo opuesto a la objetividad. Es una mirada, una visión del mundo, una subjetividad honesta: “Fui, vi, y voy a contar lo que honestamente creo que vi”. Dirán que en ese “creo” está la trampa. Y no. Porque un periodista evaluará los decibeles de dolor, riqueza y maldad del prójimo según su filosofa y su gastritis, y hasta es posible que un periodista de Londres y otro de la provincia argentina de Formosa tengan nociones opuestas acerca de cuándo una persona es pelada, una tarde es triste o una ciudad es fea pero lo que no deberían tener son alucinaciones: escuchar lo que la gente no dice, ver niños hambrientos allí donde no los hay, imaginar que son atacados por un comando en plena selva cuando están flotando con un bloody mary en la piscina del hotel.

“Claro que poner un adjetivo bien puesto no es hacer ficción; hacer una descripción eficaz no es hacer ficción; utilizar el lenguaje para lograr climas y suspenso no es hacer ficción. Eso se llama, desde siempre, escribir bien. Si se confunde escribir bien con hacer ficción estamos perdidos. Si se confunde ejercer una mirada con hacer ficción estamos perdidos. Y si les decimos a los lectores que, en ocasiones, es lícito agregar un personaje aquí y exagerar un tiroteo allá, también estamos perdidos. Porque la respuesta a esa pregunta –por qué no se aclaran esos agregados, por qué no se aclara que un texto con esas exageraciones es lo que es; un texto de ficción– no será –no puede ser– una respuesta inocente.

Si uno es periodista no acomoda los hechos según le convenga, no le inventa piezas al mecano porque las que tiene no encajan y no escribe las cosas tal como le hubiera gustado que sucedieran.

No he leído la biografía de Kapuściński, de modo que no es de eso de lo que estoy hablando aquí. Estoy hablando de algo más simple: de aquello en lo que creo. De aquello en lo que, pase lo que pase, no voy a dejar de creer”.

Han pasado meses desde entonces y la mujer, que aún no ha leído la biografía de Kapuściński, sigue pensando lo mismo.

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En junio la mujer recibe por mail una invitación de una revista universitaria norteamericana. Se trata de responder a una pregunta en apariencia simple. La pregunta es esta: “Usted, ¿por qué escribe?”. Han pasado meses desde entonces, y la mujer aún no ha respondido. Escribir –lo ha dicho muchas veces– no le gusta: lo que le gusta es haber escrito. No hay placer en esas largas jomadas de soledad y encierro, en esos días de ensayo y error, de ensayo y terror. Y la única respuesta que encuentra a esa pregunta es una respuesta torpe: que escribe porque, si no escribe, el mundo se licúa. Que escribe porque, si no escribe, deja de entender. Que escribe porque, si no, no entiende nada.

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(Pero tiene, también, una respuesta larga: que escribe por las películas de cowboys que veía en el cine San Carlos, y por el ulular de las palomas que escuchaba desde el baño triste en el conservatorio donde tomaba clases de guitarra, y por una foto de su tío en las Bahamas, y por la melancolía aterradora de las tardes, y por la mala literatura, y por Vincent Price, y por Rimbaud, y por Hugo Pratt, y por haber conocido el mar demasiado tarde, y por haberse desilusionado al ver el mar y por haber querido conocer el mar en otras partes. Y por humildad y por soberbia

Nada de eso es verdad, y todo eso es, también, verdad).

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Una noche, en un restaurante de Buenos Aires, un periodista le pregunta qué está leyendo. Ella enumera las lecturas de los últimos tiempos: Jernigan, de David Gates; Mantícora, de Robertson Davies; dos novelas inéditas de dos autores latinoamericanos; Missing, de Alberto Fuguet; La última noche en Twisted River, de John Irving; Al pie de la escalera, de Lorrie Moore; Ejercicios respiratorios, de Arme Tyler; y relecturas de no ficción: El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell; Hiroshima, de John Hersey. Está claro: más ficción que periodismo. Entonces el periodista le pregunta por qué, si lee más ficción que periodismo, no escribe ficción. Ella dice sí, bueno, no sé, no me da la gana, no me gusta inventar historias: no sabe qué decir. Días después piensa que, al fin y al cabo, ella también mira mucho cine, y jamás se le ocurriría ser directora de cine. Que mira muchas fotos, y que jamás se le ocurriría ser fotógrafa.

Que, en el fondo, debe tratarse de esa palabra tan inasible, tan menospreciada: de la palabra vocación.

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“Cuando entrevisto”, escribe la mujer, “no asiento, ni sonrío, ni interrumpo. No tengo hambre ni frío; no me siento molesta ni cansada; no me irrito. Cuando entrevisto no tengo ego, no tengo vida, no soy ni hombre ni mujer: no estoy allí, no existo. Cuando entrevisto casi no pregunto; cuando entrevisto, sobre todo, callo. Si alguien me habla de nuevo periodismo, escribe la mujer, yo le hablo de cine; si alguien me habla de internet yo le hablo de escribir dieciséis horas por día. Si alguien me dice ‘periodismo’ con desprecio yo pienso –con orgullo– periodismo”.

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Un día la mujer lee una cita. Es de Baltasar Gracián, y dice así “Máxima es de cuerdos dejar las cosas antes que nos dejen”. La mujer se imagina: dejar el periodismo antes que el periodismo la deje. La idea la produce náuseas. Sabe que esta es una fiesta de la que no podrá irse antes, ni sobria, ni en estado decoroso. Sabe que esta es una fiesta de la que, probablemente, se la lleven muerta.

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Y otro día, finalmente, la mujer, escribe esto: “Hay que preguntarse, ahora, si tiene sentido. Si en el reino de twitter y el online, si en tiempos en que los medios piden cada vez más rápido y cada vez más corto, el periodismo narrativo tiene sentido. Mi respuesta, dice la mujer, tozuda y optimista, es que sí y, podría agregar, más que nunca. Sí, porque no me creo un mundo donde las personas no son personas sino ‘fuentes’, donde las casas no son casas sino ‘el lugar de los hechos’, donde la gente no dice cosas sino que ‘ofrece testimonios’”.

Sí, porque desprecio un mundo plano, de malos contra buenos, de indignados contra indignantes, de víctimas contra victimarios.

Sí, porque allí donde otro periodismo golpea la mesa con un puño y dice qué barbaridad, el periodismo narrativo toma el riesgo de la duda, pinta sus matices, dice no hay malo sin bueno, dice no hay bueno sin malo.

Sí, porque el periodismo narrativo no es la vida, pero es un recorte de la vida.

Sí, porque es necesario.

Sí, porque ayuda a entender.

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Hace años leí un libro llamado El cielo protector en el que su autor, Paul Bowles, escribió la frase más aterradora que yo haya leído jamás. “La muerte”, dice Paul Bowles, “está siempre en camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llega parece suprimir la finitud de la vida. Lo que tanto odiamos es esa precisión terrible. Pero como no sabemos, llegamos a pensar que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todas las cosas ocurren solo un cierto número de veces, en realidad muy pocas. ¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia, una tarde que es parte tan entrañable de tu ser que no puedes concebir siquiera tu vida sin ella? Quizás cuatro o cinco veces más. Quizás ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena? Quizás veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado”. Yo siempre supe que me iba a morir pero la frase de Paul Bowles me hizo entender que tengo mis días contados. ¿Cuántas veces más viajaré a Chile; cuántas veces más estaré en Santiago; cuántas veces más me toparé con alguno de ustedes; cuántas veces más recordaré esta tarde? Quizás dos veces más. Quizás ni siquiera eso. Y sin embargo, todo parece ilimitado.

El periodismo narrativo es el equivalente a la frase de Paul Bowles. Allí donde otros hablan de la terrible tragedia y del penoso hecho, el periodismo narrativo nos susurra dos palabras, pero son dos palabras que nos hunden el corazón, que nos dejan helados y que, sobre todo, nos despiertan.

Leila Guerriero

Leila Guerriero es periodista, escritora y editora argentina. Su último libro es La llamada (Anagrama, 2024).