El título de un poema puede ser tan bueno que no necesite de un poema, como también puede suceder que un poema esté completo sin un título. La relación entre un título y su poema no es de total dependencia; en rigor, podría no ser aconsejable titular. Nada más nefasto que un título que repite el primer verso, que entrega sin misterio el final, que no invita a la lectura, que no jala al lector del cuello como un gancho hacia el poema; ese título es solo decoración, un adorno innecesario.
Cuando un poema es poema –imaginemos que es posible determinar ese momento– ya tiene un nombre de pila, un nombre que sólo a veces coincide con el título. ¿Cómo recordaremos el poema? El nombre es un hecho social: el autor es sólo una de las personas que “titulan” el poema y no es raro que se equivoque. Por lo general cuando se equivoca los lectores conocen al poema por el primer verso, o por el final, el estribillo o el tema. Si es así, ¿entonces por qué darle importancia al título? Le ponemos atención porque nos habla de estrategia, de pretensión, porque es una posible fisura a través de la cual tomamos contacto con quien escribe; gracias a los títulos muchas veces advertimos máscaras que de otro modo permanecerían veladas.
Entre mis preferidas está la estrategia del dictado divino, una revelación o epifanía, que es otra forma de decir sagrado, inmutable: un título cuya autoridad yace más allá de toda objeción. Desafortunadamente su efecto se evapora con el tiempo. Los títulos visionarios quedan obsoletos porque rara vez el poema logra satisfacer las expectativas del lector. Sin embargo existen excepciones, textos clásicos que han logrado sobrevivir a pesar de la retitulación pomposa de quienes comerciaron el poema. Es el caso de Dante. Es sabido que La divina comedia no se llamó siempre de esa manera. En el Canto XVI del Infierno, Dante la llama simplemente La comedia, pero los libreros de entonces fueron cambiando el título gracias a la importancia que comenzó a adquirir la página del título (así la llaman en inglés, nosotros la conocemos como portadilla). Las portadillas se usaron para la autopromoción del impresor, con grabados, grecas, lemas y otros adornos llenos de virtuosismo. Esto condujo, naturalmente, a adornar el título. En 1512,
la edición que se conoce como Stagnino (el nombre de su impresor), en la portadilla anuncia el texto de la siguiente manera: “Las obras del divino poeta Dante”. Un caso de publicidad engañosa, porque nos lleva a pensar que el libro contiene las obras completas, cuando sólo tiene La comedia. Diez años antes, el mismo libro era titulado, en portadillas nuevamente, como La Rimaterza de Dante (o tercetos rimados), socavando, de entrada, el prestigio del texto publicado. Nosotros conocemos al poema con el adjetivo “divina” gracias a una edición crítica de 1555, pero más tarde se pierde, incluso llega a mutar y en el siglo XVII se le conoce como La visión.
Raúl Zurita, siglos después, necesitó un título para su propia versión del infierno. Se trataba de su primer libro, aceptado para publicación por Editorial Universitaria, pero aún sin título definitivo. Zurita quería hablar del infierno, pero sin nombrarlo. Llegó a la conclusión de que la única forma de hacerlo era con el siguiente título: Mein Kampf. En su momento odió a Eduardo Anguita, su editor, quien lo obligó a cambiarlo por Purgatorio.
El título suele ser el último paso en la composición de un texto. En el caso de un poema –un tipo de texto que a menudo comienza sin un plan– la búsqueda de un título puede llegar a ser un rompecabezas, una gimnasia intelectual que se esfuerza por canalizar todas las dimensiones en juego: aspectos lingüísticos, semánticos, gráficos y sonoros. En este contexto es que el engaño merece atención. Hablo de la estrategia de seducción por medio del ingenio, del falso indicio, una especie de decepción para entusiasmar al lector. Aquí no hay una relación de autoridad, sino un juego de poder, en el cual el autor maneja información y el lector sospecha, pero se deja llevar sólo por curiosidad, porque quiere ser emboscado. Versos de Salón (1962), de Nicanor Parra, fue sin duda un acierto como título. Hace pensar en lo que el autor ahora llama discurso cuico, cuando en realidad es un libro que propinó un nuevo golpe a la cátedra (y no en sentido figurado) usando la frase hecha, el habla coloquial. Lo que se escucha en la calle entra a ese salón camuflado en el título. El salón es la clave. Pero Parra estuvo a punto de equivocarse. Confiesa que en su momento coqueteó con títulos como Salón de belleza o Pan pan, vino vino, en cuyo caso habría inaugurado el panpanvinismo, dice, en serio y en broma.