A Pablo Ramos no tienen que venir a contarle nada porque lo ha vivido casi todo. O al menos, por lejos, muchísimo más que el típico ciudadano de traje y corbata. Su literatura –brutal, catártica, salvaje– parece responder a una máxima de Carson McCullers: «Todo lo que escribo me pasó o va a pasarme».
Así han surgido hasta el momento sus libros. El más reciente, Hasta que puedas quererte solo, inspirado en el «programa de doce pasos» de Alcohólicos Anónimos, debutó hace unos meses con éxito en Argentina. Contiene doce relatos-crónicas, uno por cada paso, escritos con la tinta y la sangre de sus propias experiencias, que muestran el infierno de las adicciones en toda su crudeza.
Con una prosa muy cercana al habla, Pablo –un tipo calvo de barba y humor ácido, también poeta y cantante– abre diciendo que la primera vez que asistió a una sesión de rehabilitación fue en 1997, cuando tenía treinta y un años. Desde los dieciocho que consumía cocaína con whisky.
Estaba cansado, el consumo lo había arrastrado desde los hospitales hasta la cárcel. «Más de una vez había estado a punto de perder la vida. Había perdido trabajos, amigos, matrimonios… Ya casi nadie confiaba en mí y mucho menos me tomaba en serio», escribe en el prólogo Ramos, que no es que haya cambiado –«las personas no cambian», asegura–, pero puso «otra actitud de por medio» y se sentó a escribir con una máquina que le dieron en la clínica donde estuvo internado.
Sí, es un escritor tardío, que publicó su primer libro –de poesía, Lo pasado pisado– a los treinta y ocho años, y que no ha dejado de entrar y salir de sus adicciones. «Compulsivamente vivo, compulsivamente escribo», dice. «Puedo escribir tres días corridos. Tengo un sillón en mi estudio y, en esos días, ni siquiera voy a mi habitación, duermo ahí. No tengo ninguna barrera.
Sin embargo, hoy ya tengo determinado orden en la vida. Está buena la compulsión de escribir.
Después, otra cosa es corregir, por eso mis textos son tan trabajados en el lenguaje, porque después de esa compulsión de escritura son veinte, veinticinco, a veces treinta borradores, hasta que queda la versión final».
Nacido en Avellaneda en 1966, se crió en una casa con letrina, próxima al viaducto de Sarandí, en la zona sur del Gran Buenos Aires.
«Una jungla», la describe, con alcohol y drogas en las esquinas, pero también donde los vecinos se socorrían y dejaban abiertas las puertas de sus casas. Y donde él miraba los partidos del Arsenal, su equipo favorito, escuchaba las anécdotas de los obreros y conocía la ternura de las prostitutas a las que, con sus amigos, llevaba palanganas con agua limpia. A cambio, ellas les daban propinas, evitando que se cruzaran con una situación incómoda o con algún cliente.

Las andanzas por las vías del ferrocarril, el olor de las curtiembres, las sirenas de los carros de bomberos y la música que sonaba en los tocadiscos, desde Camilo Sesto y Roberto Carlos hasta Luis Alberto Spinetta, Yes y los Beatles, marcaron su infancia. También la presencia de Rolando, un amigo sufrido, de bondad infinita, que dormía en las tumbas del cementerio y bebía de sol a sol, y que inspiró uno de los personajes de El origen de la tristeza (2004), su melancólica novela que transcurre en el barrio en que creció, y que narra el fin de la niñez de Gabriel Reyes, «el gavilán», al que Ramos define como su «yo literario». Este personaje atormentado y a veces cruel aparece en otros dos libros que completan su trilogía familiar: La ley de la ferocidad (2007), un ajuste de cuentas con su padre tras su muerte, y En cinco minutos levántate, María (2010), basado en las vivencias de su madre.
También ha escrito una novela juvenil, El sueño de los murciélagos, que llama la atención por su universalidad y por su calidad excepcional. Con la dictadura militar argentina de fondo, narra la historia de dos adolescentes preocupados porque sus padres están al borde de la quiebra. Se enteran de que hay un conjuro capaz de solucionarlo todo –crucificar un pichón primogénito de murciélago albino en la tumba de un hombre santo– y así emprenden su aventura por un cementerio.

Grandes temas
«Casi nada de lo que yo escribo surge de una idea, surge de una necesidad, y así ocurrió con Hasta que puedas quererte solo», dice. Fue en el momento en que su hermano –el hermano que le sigue y a quien le dio de probar cocaína por primera vez– tuvo una recaída y sufrió un accidente automovilístico. «Yo estaba en Nueva York haciendo un viaje de placer, y volví a Buenos Aires y me puse a escribir el libro, porque quería dar con la medida del problema. La idea de enmarcarlo en los doce pasos era para que en cada uno se me permitiera una reflexión, que antecede a cada historia.»
En el libro dice que en sus peores tiempos se sentía como «un deficiente moral, que sufría y hacía sufrir a los demás». ¿Sigue sintiéndose igual? «Lo de deficiente moral uno lo siente, mientras que el gordo no lo siente y el alcohólico tampoco, porque hay como una aceptación social de la comida y el alcohol, y son legales. Con la droga es estar como fuera de la ley… No es que siempre te sentís como un deficiente moral…
Es una enfermedad. Por eso he dicho también que la primera vez que escuché la palabra enfermedad sentí alivio, porque eso significa que no elegiste tenerla. Sí que elegís no consumir, elegís recuperarte, y una vez que estás sobrio o limpio, tenés la responsabilidad directa si volvés a consumir; nadie te manda. Tenés la posibilidad de elegir y un sistema de gente que te apoya.
Pero también sabés que la enfermedad opera de maneras muy subrepticias, desde lo oscuro de tu ser, y se manifiesta en cosas increíbles como es la civilidad, o en el hecho de que mucha gente deja de consumir cocaína y se hace adicta al sexo o fuma más. Es una enorme ansiedad. Ahí entra el poder superior… Alcohol significa alma, prácticamente. Y cuando uno se droga busca que le pegue. Quiere volar. Y realmente agranda el agujero ese que uno tiene. Si eso, en cambio, lo llena con espiritualidad, la cosa cambia.»
Duele leer su libro. Más tiene que haber dolido escribirlo, ¿tal vez hasta con llanto? «No, llorar no creo», responde él. «Cuando uno reflexiona sobre algo,

por más duro que sea, el dolor pasa a un estadio de sensibilidad un poco más fina. Creo muy poco en la gente que llora. No hay una sensibilidad ahí que me impresione a mí particularmente.» Lo que sí le impresiona es la muerte, un tema que lo ronda desde que nació porque, a causa de una grave complicación durante el parto, casi mueren su madre y él.
Se siente próximo a libros como La náusea, de Sartre; El que tiene sed, de Abelardo Castillo; Cuento de hadas en Nueva York, de J.P. Donleavy, y La invención de la soledad, de Paul Auster. «Ese tipo de literatura y de esos temas escribo. Sobre todo, me obsesiona Dios, mucho.»

A Paul Auster, que escribió sobre su padre muerto en La invención de la soledad, le gustó mucho la edición francesa de La ley de la ferocidad. Pablo lo supo cuando se encontraron en París. «Fuimos a tomar un whisky, yo le conté que mientras hacía un viaje Berlín-París en tren, de noche, unos tipos se metieron en mi camarote a inyectarse heroína, y casi me meten preso a mí. Y entonces me dijo algo maravilloso, que las cosas les pasan a las personas que pueden contarlas. Evidentemente yo había leído su libro, evidentemente me vuelve loco y evidentemente fue una gran influencia para escribir La ley de la ferocidad. Pero no comento mucho este tema, porque es algo muy íntimo mío.»
Su propio libro por la muerte de Ángel, su papá, que era propietario de un taller y «capaz de arreglar todo» menos la relación conflictiva con su hijo, es desgarro. «Hace cinco años, la mañana de julio en que mi padre amaneció muerto, Buenos Aires parecía haberse perdido bajo la neblina… Yo soy el hombre que escribo, pero aún no lo sabía. Y aquella mañana de niebla y de muerte bajo de la terraza y me caliento los pies en la estufa eléctrica. El teléfono vuelve a sonar y sonar, de la misma manera y con los mismos intervalos de tiempo. Entro en la habitación y atiendo. La voz de mi madre, serena, más cerca de la confusión que de la tristeza, me da la noticia. “Todavía está en la cama”, me dice, y entiendo que nadie va a moverlo de ahí si yo no hago algo.» Lo que sigue son los pensamientos del protagonista, un tipo adicto al sexo, las drogas y el alcohol, que ha hecho dinero y que, durante los tres días que tardan en enterrar a su padre se enfrenta a su pasado.
La relación con su madre ha sido más hermosa. No se cansa de repetir que de ella salió todo lo bueno que es. Incluso su firma literaria –Ramos es su apellido materno; el paterno es italiano: Petitto– y el deseo de ser escritor. Esto último lo supo cuando, becado para escribir un proyecto en Berlín, leyó los diarios de su madre y los usó como material para En cinco minutos levántate, María, un monólogo en que una sexagenaria recapitula las miserias y las alegrías que ha vivido con unos hijos descarriados y un marido distante e irritable.

Salir del agujero
Pablo Ramos, que no terminó la primaria y comenzó a trabajar desde temprano, dice que podría definirse simplemente con las palabras que le regaló Auster: «Una persona que puede contar». Ser escritor es «una actividad» que lo «constituye», es lo que le gustaría hacer si volviera a nacer. En algún momento también quiso ser médico y hasta cura. Una vez tomó un curso de enfermería, decisión que pronto lamentó: sus amigos se enteraron y comenzaron a pedirle que los inyectara. A él, que nunca llegó a eso porque le tiene fobia a las agujas… «¿Cómo hacés? ¿Vos querés inyectar a un amigo? Era muy duro. Tenía que haber otra cosa. Era durísimo vivir ahí.»
Ahí es un agujero negro del que tenía que salir y del que salió, de algún modo, gracias a la escritura que ha sido para él un constante «sacarse de encima». Los libros dedicados a su padre, a su madre, a su hermano, serían precisamente eso. «Uno tiene una vivencia, después tiene la vivencia de la vivencia, la reflexión de la vivencia. Después trata de no moverse, de que eso no lo altere, ¿no? Solamente cuando eso es insoportable, yo me siento a escribir», dispara.

Una vez tomó un curso de enfermería, decisión que pronto lamentó: sus amigos se enteraron y comenzaron a pedirle que los inyectara. A él, que nunca llegó a eso porque le tiene fobia a las agujas. «¿Cómo hacés? ¿Vos querés inyectar a un amigo? Era muy duro. Tenía que haber otra cosa.»

¿Cuál es el costo de escribir una literatura tan confesional o autorreferencial? «Pero la gran literatura es confesional: Truman Capote, John Cheever, Raymond Carver, Salinger; son historias que tienen que ver con uno. Yo ahora paso a escribir otra cosa. Esta es una etapa que cierro con Hasta que puedas quererte solo, que sería la etapa de la “novela familiar”, digamos.» Fanático de Cheever, Ramos dice que «de no haber existido Kafka, él compartiría con Borges o con Roberto Arlt el rótulo del más grande escritor de cuentos de todos los tiempos. Es increíble.
Su literatura me llega, me conmueve. Comparo sus diarios con sus novelas, sus cuentos. Lo leí y releí varias veces, y realmente es mi modelo de escritor en todo sentido», se entusiasma. De los escritores argentinos actuales, se siente emparentado con Fabián Casas, Horacio Convertini y el dramaturgo Ariel Gurevich.
Autor de una literatura urbana, con personajes que transitan en los bordes o cuyas historias transcurren bajo los puentes, en bares o en cuartos de hospital, no se lleva bien con la palabra «marginal». «No sé si alguna vez me han etiquetado así. Lo único sería porque vengo de una familia de clase trabajadora y no terminé estudios formales, pero tengo una formación autodidacta muy sólida. No tuve personajes marginales. Rolando es un tipo que dormía en el cementerio, que en realidad tenía una locura, pero trabajaba de albañil. En todo caso, literatura proletaria o literatura del trabajo… A los nenes de mamá les interesa lo marginal, no a la gente que viene de abajo», dice.

No tuve personajes marginales. Rolando es un tipo que dormía en el cementerio, que en realidad tenía una locura, pero trabajaba de albañil. En todo caso, literatura proletaria o literatura del trabajo… A los nenes de mamá les interesa lo marginal, no a la gente que viene de abajo.

Pablo conduce un programa de televisión, Animal que cuenta, sobre autores argentinos, y ganó un premio Martín Fierro como coguionista de Historia de un clan (2015), de Luis Ortega, hijo de «Palito» y hermano de la actriz Julieta Ortega, su actual pareja.
La miniserie contaba la historia de la familia Puccio, que en los años ochenta, con el patriarca Arquímedes Puccio a la cabeza, remeció a Argentina por una serie de raptos de personas a las que mantenían secuestradas en su propia casa, en el pudiente barrio de San Isidro, y cuya historia también llevó con éxito al cine Pablo Trapero, en El clan. «Una serie busca más un efecto que profundidad, por lo tanto, para un escritor es fácil. No me aportó gran cosa escribir eso; yo aporté lo que pude, fue un trabajo», le baja el perfil. «Fue escribir sobre algo que pasó, imaginar la realidad no conocida, los diálogos internos de la familia. Creo que fue algo oscuro también, porque te tenés que meter en algo que no te interesa: mi literatura no habla de asesinos, de ladrones. Me parece de segunda categoría, gente que para mí casi no merece literatura. Si fuera un asesino serial real, hay que ver qué causó la sociedad en él, pero este tipo, Arquímedes, hacía eso por dinero, nada más.»
Suele trabajar con amáquina de escribir y después pasa sus escritos al computador: «Tengo a mis lectores de confianza que me dan sus críticas, pero corregir es algo que hago yo solo; es un trabajo espiritual, si no, sería como que alguien te ayude a rezar… Tardo un año o menos en escribir un libro y dos años en dárselo a la editorial, por eso no publico tan seguido. Tampoco me interesa». Hoy está concentrado en una novela que es la continuación del relato «El ángel del bar», en el que «los protagonistas que se encuentran en el primer libro crecen y tienen prostíbulos, mujeres enormes: es todo el delirio de la búsqueda de un ángel, que creen que realmente existe. Una novela mística-urbana, no sé, una cosa bastante rara», adelanta. «Tengo como veinte cuentos juveniles ya terminados, también una novela sobre lo que me pasó en Berlín con unos neonazis, que es medio satírica, no sé si la termine, y otro libro que se llama El evangelio según los otros, pero no sé qué voy a publicar. Es – cribo un montón, pero retengo mucho.»

Paralelamente, tiene un trío de «rock proletario» llamado Analfabetos, y otro trío, Los Percantos Rodados, donde canta tangos «que no ofendan a la mujer», como hacía su abuelo materno, un anarquista. Dice que se siente más músico que escritor, «porque cantar es algo que me da libertad, algo que no me aliena, algo que me hace muy bien. Escribir es mi plan B. Tengo una relación rara con la escritura. De los Ramos, toda mi familia canta. Mi mamá canta desde que se levanta. Siempre escuché cantar y siempre canté: en la cocina, en el baño, haciendo cosas… Un hijo mío es muy buen pianista. El otro estudia filosofía, pero también es músico. En mi casa hay instrumentos y reuniones de músicos, que son mucho más divertidas que las reuniones de escritores. Así que nació conmigo esto de la música».

Su abuelo, igualmente, le traspasó el amor por los libros y por los títulos largos, de cinco palabras, que llevan casi todos sus libros. Fundó una biblioteca llamada Veladas de Estudio después del Trabajo, en que alguna vez se refugió el gran folclorista Atahualpa Yupanqui. Pero fue gracias a un cura al que ayudaba cuando era monaguillo que descubrió las páginas que sembrarían en él la semilla de la escritura. «Yo le ayudaba en el Sagrario; le limpiaba la casa. Un día me dijo que podía leer todo de una biblioteca y nada de la otra, que era una biblioteca laica», relata Pablo.
«Ahí yo me dispuse a leer unos setenta, ochenta libros, en orden: el primero fue La isla del tesoro; el segundo, Bajo el volcán. Me partió la cabeza, porque hasta la página cien no entendía nada, hasta que, en un momento, entendí. Me acuerdo que pensé: “Esto es lo más maravilloso que se puede hacer en la vida, esto voy a hacer yo”».