Conversación con Patricia Poblete Alday

 

Patricia Poblete: Buenos días. Óscar Martínez es jefe de redacción de El Faro en El Salvador, donde coordinó el proyecto En el camino, que cubrió el paso de los indocumentados centroamericanos por México hasta Estados Unidos y que se tradujo en su primer libro, Los migrantes que no importan. Posteriormente publicó Una historia de violencia: vivir y morir en Centroamérica, Los muertos y el periodista, y El Niño de Hollywood, en coautoría con su hermano Juan José. También fue compilador de las antologías Crónicas negras desde una región que no cuenta y Crónicas desde la región más violenta, que reúnen textos escritos por periodistas del proyecto Sala Negra de El Faro, orientado a la cobertura de la violencia en Centroamérica. Este medio ha recibido una cantidad bastante impresionante de premios que vamos a resumir en tres, los más destacados: el Premio Internacional a la Libertad de Prensa en 2016, el Premio María Moors Cabot, que otorga la Universidad de Columbia, también en 2016, y el más reciente que se les otorgó hace apenas un par de semanas, el Premio a la Libertad de Expresión de la Deutsche Welle. 

Óscar, la última vez que conversamos, la administración de la violencia en El Salvador estaba en manos de las pandillas. Hoy en día, sobre todo después del estado de excepción en el que están ustedes desde el año pasado, esa administración de la violencia parece haber vuelto a las manos del Estado. ¿Cómo cambia eso el ejercicio del periodismo en general en El Salvador y en particular para ustedes en El Faro? 

Óscar Martínez: El Salvador vive unos tiempos bien raros ahora mismo. Nosotros habíamos sido uno de los países más violentos de América Latina, es decir, habíamos tenido años con índices de 103 homicidios por casi 100.000 habitantes, eso es muy superior incluso a conflictos armados abiertos y desde marzo de 2022 las cosas cambiaron drásticamente. Nuestro presidente, Nayib Bukele, había pactado con grupos criminales que reúnen a cerca de 100.000 personas —en un país de apenas 6.5 millones de habitantes y 21.000 kilómetros cuadrados—, había pactado con ellos para reducir los homicidios, que ha sido la obsesión de todos los presidentes desde al menos 2012. Pero el pacto se acabó tras un fin de semana sangriento: en marzo de 2022 hubo 87 homicidios en tres días. El sábado 26 de marzo de 2022 ha sido el día más homicida de la historia del Salvador en toda la posguerra desde 1992. Solo en ese día las pandillas mataron a 62 salvadoreños y empezó un régimen de excepción que no termina nunca y que ya de excepción no tiene nada. Un régimen que nos quita derechos ante un policía o un militar, que permite que un policía o un militar nos capture por cualquier razón
—porque le parezcamos sospechosos—, que nos lleve a una prisión durante 15 días sin derecho a ver un juez —podemos estar presos 20 años sin una condena si nos acusan de tener vínculos con pandillas—, que puedan intervenir nuestras comunicaciones sin permiso de un juez. En términos formales eso ha recalado en que 67 mil salvadoreños han sido encarcelados en un año, o sea, un poco más del 1% de la población del país encarcelada en solo un año. Las torturas en las cárceles son una expresión completamente sistemática, no lo decimos los periodistas, lo dicen los informes de Human Rights Watch y los informes de Amnistía Internacional. En términos periodísticos eso ha implicado un montón de cosas bien complicadas. En primer lugar, como toda autocracia, el gobierno salvadoreño está obsesionado porque los periodistas sepamos poco y ellos controlan toda la información. Solo en El Faro fuimos intervenidas 22 personas durante diecisiete meses y todo tiene secreto. Ya no podemos entrar a las cárceles, incluso nos han impedido con militares la entrada a conferencias de prensa. Entonces es bien difícil saber. En segundo lugar, lo que ha cambiado todo es la persecución a las fuentes. Ahora con la excusa del régimen de excepción pueden encarcelar a quien les dé la gana con solo decir que tiene vínculos con pandillas y no tienen ni que armar un expediente. Entonces, la protección de las fuentes ha cambiado radicalmente, ya que para contar una historia hemos tenido que salir del país a reunirnos con fuentes. Lo que antes te costaba un café, que te tomabas con una persona que te contaba algo, hoy nos cuesta como mínimo alquilar un Airbnb a nombre de otra persona para quedar por una tarde de forma furtiva, para que no detecten que nos está hablando esa persona y no termine presa, quien sabe por cuántos años. Entonces contar historias, sabiendo que estás espiado y bajo la lógica de un régimen que te puede encarcelar por cualquier razón y con la espada de Damocles encima, de saber que van a por tus fuentes, es cada vez más complicado, sin duda alguna. 

PP: ¿Cómo ha sido el trabajo del periodismo colaborativo en este contexto? 

ÓM: Mira, yo aplaudo al periodismo colaborativo, lo necesitamos, porque esto que ha ocurrido en Centroamérica es como una epidemia de locura. Yo no sé qué diablos nos ha pasado, no aprendimos ninguna lección del pasado. Hay lecciones muy básicas que América Latina ya nos enseñó: no es buena idea darle todo el poder a un hombre. ¿Cuándo ha salido bien eso? Pero no lo hemos aprendido. En Nicaragua Daniel Ortega se tomó el poder y Daniel Ortega, a diferencia de Bukele, es detestado. Bukele es quizá el presidente más popular del mundo ahora mismo, con índices arriba del 80%. Por la persecución de Ortega, más de 140 colegas nicaragüenses están en el exilio ejerciendo el oficio. ¿Cómo reporteas un lugar en el que no estás y al que no puedes acceder? Pero lo han hecho, lo han logrado. El periodismo colaborativo siempre ha sido necesario. Vos reporteas en soledad, pero el publicar es un acto colectivo. Quien publique solo va a cometer errores, quien no pase por procesos editoriales, quien no pase por procesos de edición, quien no pase por protocolos de seguridad cuando se mete a una selva en la frontera de Guatemala y México, va a acabar mal. Pero la necesidad de armar redes en Centroamérica ha surgido ahora de otra forma, para sostener medios, para seguir teniendo redes de información, ha sido una reacción alérgica más que una decisión. Es decir, los periodistas nicas se han tenido que juntar para contar su país, porque en soledad era muy difícil. A mí me gusta trabajar solo, pero ahora es muy difícil hacerlo. El Salvador es un país muy difícil de cubrir, pero antes era posible porque no tenías todo el peso del Estado intentando impedir que vos hagas lo que haces. 

Entonces lo del periodismo colaborativo en Centroamérica es cada vez más evidente, no solo entre centroamericanos, sino con medios de afuera. Pero es una reacción a lo que está ocurriendo, no necesariamente fue un plan. Cuando el presidente te acusa en cadena nacional de lavado de dinero, terminas siendo quien cuenta la noticia y quien padece la noticia. Es algo para lo que no sé si estábamos plenamente listos, para estar en el spotlight. Ciertamente no es agradable. 

PP: En El Faro siguen con la redacción en El Salvador y la parte administrativa la mudaron a Costa Rica, ¿cómo es trabajar en esas condiciones? 

ÓM: El Faro empezó en el 98, pero se fue profesionalizando poco a poco. Ahora mismo ya no puedo decir que seamos un medio tan joven, la edad promedio de El Faro es 38 años. Éramos muy jóvenes cuando yo entré en el 2007 al periódico, a coordinar el proyecto de migración. Todos éramos periodistas jóvenes, entonces ya se imaginarán ustedes el desorden administrativo que aquello era. El Faro estaría cerrado si nosotros no hubiéramos aprendido allá por el 2013 una lección: teníamos que contratar personas en administración y teníamos que rodearnos de abogados que quisieran defenderlo. Si no lo hubiéramos hecho, creo que estaríamos encarcelados todos. No debería de ocupar tanto tiempo de mi agenda, ni de la agenda de la dirección del periódico, ni de la agenda de las otras jefaturas, para estar reunido con abogados o con administradores de empresas, porque el tiempo que vos ocupas en eso es un tiempo que ocupas no haciendo periodismo y, en ese sentido mínimo, quienes quieren evitar que lo hagas han logrado un pequeño triunfo. Al menos durante ese día, durante esas cinco horas, durante esa reunión de emergencia que se alargó, han logrado tener éxito y hacer que vos hagas menos periodismo. En ese sentido es muy frustrante, pero también hay algo de satisfacción cada semana que logramos publicar otra investigación de corrupción y no nos logran cerrar.

PP: ¿Cómo se narra la complejidad de un país como el tuyo, donde tienen este gobierno autoritario, pero que goza de muchísima popularidad? Porque, al menos en la superficie, ha logrado reducir los índices de violencia. ¿Cómo se cuenta esa contradicción? 

ÓM: Uno de los grandes retos es seguir aspirando a la imparcialidad, porque cuando vos sos acosado brutalmente por un régimen, cuando sos espiado durante diecisiete meses y cuando sos insultado a diario desde las cuentas oficiales de diputados que te acusan de ser líder de pandillas o un presidente que directamente te llama pandillero, es bien difícil mantener ciertas cotas de ecuanimidad necesarias para poder cubrir un tema. Pero en eso no ha habido tanto problema, porque los procesos desde hace años del periódico ya venían sometidos a eso, y aunque ahora nos haya tocado la parte más difícil, digamos que de alguna manera Bukele nos agarró ya preparados. Recuerden que en El Faro la primera vez que tuvimos escoltas armadas fue en el 2010, después de descubrir un cártel en el occidente del país. Tres periodistas de El Faro tuvimos que andar con gente armada detrás de nosotros. Después, en 2016 ya habíamos tenido que irnos del país porque intentaron matarnos en nuestras casas. Entonces ya veníamos preparándonos para algo como esto, para entender que esto no es un concurso de popularidad, que el periodismo no consiste en caerle bien a la gente. Cada vez más, como decía Caparrós, el periodismo consiste en decirle a un montón de gente lo que no quiere saber. Ya el presidente Mauricio Funes había sido muy popular y también pactó con las pandillas y la gente también nos detestó cuando lo contamos en el 2012. Decían que nos habíamos convertido en derechistas radicales y antes decían que éramos comunistas. Entonces, ya habíamos estado en la posición de no ser aplaudidos en las calles y de escribir para una sociedad que en gran medida nos detesta y eso lo vivís vos en las calles, te lo recuerdan todos los días decenas de cuentas. Somos noticia un día sí, otro no, en el periódico financiado con fondos públicos El Salvador. 

Entonces ya habíamos aprendido eso, porque como dijo alguna vez Carlos Dada, el fundador de El Faro, el periodismo no se debe a sus lectores, se debe a sus principios. En sociedades poco democráticas, poco entrenadas en el estado de derecho, porque no lo han vivido en carne propia, nadie defiende la democracia. Entonces, tampoco hay una defensa masiva de la prensa independiente. Eso es así, va a implicar cosas desagradables y eso ojalá lo estén enseñando en las facultades de periodismo, ojalá les recuerden a quienes se quieren dedicar a esto: que si lo hacen, su vida se va a complicar.

PP: La violencia que tenemos acá no es exactamente el mismo tipo de violencia que tienen en Centroamérica o en El Salvador. ¿cómo se enseña a reportear violencia? 

ÓM: Las crónicas de largo aliento entre 1999 y 2005 tomaron mucho brío cuando el tema del narcotráfico en México estaba en boga y revistas como Gatopardo circulaban por toda América Latina como ejemplo para quienes querían ejercer el oficio y cubrir temas de violencia. Entonces empezó toda una oleada de periodistas que querían cubrir la violencia como una performance. Por ejemplo, uno de los principios de cubrir violencia es que tienes que tener una premisa ambiciosa. Roberto Valencia hizo una de las que yo considero las mejores crónicas de América Latina, «Yo violada», hace ya mucho tiempo. Roberto tenía una premisa ambiciosa: él creía que, a través de un caso concreto, a través de la experiencia de victimización de una persona, él podía describir el control que las pandillas ejercían como un súper Estado en los barrios que controlaban. Y encontró a una muchacha, Magaly, que había sido violada por los pandilleros. Lo terrible es que ella caminó a su violación, a ella le llamaron, le dijeron que era el regalo de cumpleaños de un pandillero y que debía asistir a su violación a cierta hora, limpia y bañada. Ella caminó a que la violaran y quién sabe cuántos la violaron, ni ella lo recuerda. Y Roberto a través de esa escena concreta, de esa mujer que sufrió eso en su cuerpo y que luego siguió habitando al lado de esos tipos, describió algo más importante. Entonces, la visita a la experiencia de ella tenía un sentido pleno. Todo el sufrimiento de esa mujer vivido y luego relatado a Roberto voluntariamente —Roberto trabajó un año con ella, no es que la entrevistó en dos domingos—, tenía un sentido porque había una premisa: aquella lógica de intentar utilizar la partícula para mostrar un universo. Esa es la lógica del periodismo cubriendo violencia, porque o si no vos te vas a quedar en otro relato de balaceras sin avanzar hacia un objetivo que explique y desenraice algo. Porque yo sí creo una cosa: en Latinoamérica, si no entendemos la violencia, no entendemos Latinoamérica. Si algo tenemos que explicarnos en profundidad es por qué seguimos siendo sociedades tan violentas con sus diferencias, con sus matices y sus niveles. En el libro El Niño de Hollywood, hay un capítulo que empieza en 1890 porque sin él no podías entender a Miguel Ángel, el sicario sobre el que yo escribí.

PP: A propósito de El Niño de Hollywood, recuerdo que cuando explicabas la génesis de ese libro decías que la forma en la cual convenciste a Tobar de que compartiera contigo su historia, fue decirle que su historia era más valiosa que su vida ¿Sigues pensando en lo mismo? 

ÓM: Sí, cada quien lo hace a su manera. Yo creo que nadie le cuenta su vida a una persona ingenua. Y cuando digo ingenua me refiero a que si vos llegas a donde los pandilleros y no conoces mínimamente los códigos de comunicación entre ellos y le llamas mara a un miembro del Barrio 18 no te va a contar nada. Entonces hay que hacer un trabajo previo, de conocimiento profundo, de a quiénes te vas a acercar, de lo que sea para no parecer un papanatas cuando llegas. Creo también que nadie le cuenta nada a una persona esencialmente deshonesta. La pregunta es qué es la honestidad. La honestidad, normalmente, es la pronunciación de una frase dolorosa para alguien. 

Miguel Ángel Tobar había asesinado a 56 personas, era testigo protegido del Estado salvadoreño y había delatado a todo su grupo criminal, a un subgrupo interno de la Mara Salvatrucha llamado Hollywood. Miguel Ángel preguntó en un momento, ¿por qué quieren contar mi historia? Y yo le dije: porque tu historia es más importante que tu vida, porque vos estás muerto. Eso es la verdad: lo mataron en noviembre de 2014. Yo ya sabía que lo iban a matar, era imposible que no lo mataran y hubiera sido deshonesto no decírselo, esa era la razón por la que yo quería acercarme a su vida, porque me parecía que su relato era clave para explicar el relato de decenas de salvadoreños que habían terminado convirtiéndose en lo que Miguel Ángel se convirtió. Pero yo necesitaba que me lo contara antes de que lo mataran. Yo no iba a salvarle la vida, no me dedico a salvar vidas, nunca he logrado salvarle la vida a nadie y si lo hice no lo sé. Yo me dedico a contar historias que tienen sentido para explicar quiénes somos de alguna forma o eso es lo que intento y podía no habérselo dicho, pero gracias a que se lo dije, él creyó en lo que yo le propuse. Se dio cuenta de que no estaba ahí para edulcorarle lo que quería decirle, entendió que yo iba a ser honesto con él y me respondió con una honestidad igual de brutal a lo largo de dos años en los que conversamos antes de que le pegaran un tiro en noviembre del 2014. Y tras su asesinato nosotros continuamos dos años más investigando su historia para poder responder a la pregunta que era la premisa esencial: ¿cómo construimos a un ser humano así? Estábamos convencidos de que esa construcción había sido colectiva, es decir, que no es que nació con los genes y con el ADN alterado. Esa era la pregunta esencial del libro y eso es lo que exploramos a lo largo de los seis años que invertimos en hacerlo. Entonces eso: con las fuentes hay que ser brutalmente honesto. Con Miguel Ángel cuesta menos que con Bertila por ejemplo. Bertila era la madre de un migrante que fue asesinado en las masacres del norte de México, Charlie. A ella le devolvieron cruelmente las autoridades mexicanas solo sus cenizas en una urna, pero Bertila, en su profunda desilusión, estaba convencida de que esas cenizas no eran su hijo y yo tenía que entrevistarla a ella. Fuimos primero con la psicóloga de una organización hasta que a ella le pareció que yo podía continuar hablando con Bertila sola, pero Bertila insistía en que ese no era su hijo. Pero yo iba a escribir que sí era su hijo, porque el protocolo de ADN lo había hecho la organización argentina de antropología forense. No había manera de que no fuera su hijo. Ahí, en ese bote, estaba su hijo y yo tuve que decirle eso: ese es tu hijo, al menos así lo voy a escribir. Yo no podía ser deshonesto con ella y decirle no, está bien, no es tu hijo. Yo iba a poner que era su hijo y si lo vas a hacer, debes tener la decencia de decírselo. Ella se alteró mucho, pero a los días me volvió a llamar y me pidió que volviera y me agradeció que se lo haya dicho. Así creo yo que se consiguen fuentes: con honestidad y con conocimiento. 

PP: Estar constantemente en contacto con realidades muy terribles, muy violentas, pasa factura en algún momento, ¿no? 

ÓM: Sí, para mantenerme caminando con un pie delante del otro, he optado por rodearme de gente que me entiende. Mis hermanos hacen lo mismo que yo. Yo siempre he caminado con un grupo de gente que hace cosas parecidas a las que yo hago y entienden no solo mis códigos sino hasta el humor, y he optado por no explorar partes de mi cabeza. Están cerradas y se van a morir cerradas. No sé si los psicólogos recomendarían eso, pero yo así lo voy a hacer. Hay puertas que no pienso abrir y hay preguntas que no le voy a hacer ni a un psicólogo, ni a un amigo, ni a mí mismo y así he decidido eso. Yo creo que está sobrevalorado conocerse tanto. 

PP: Los muertos y el periodista es tu libro más reciente que llegó a Chile y tú te permites en él un mayor grado de reflexión, de participación, de contar tu experiencia profesional y también vital como periodista. ¿Cómo llegaste a ese libro? ¿Cómo decidiste abrir esta experiencia que has vivido y que, como tú decías, tiene muchas puertas cerradas como una manera de protegerte? 

ÓM: Sí, fíjate que es el libro más distinto que he escrito porque los demás son crónica o perfil croniqueado, pero aquí hay una crónica esencial en medio si vos querés leer la historia. Es de unos personajes que se mueven, les ocurren cosas, tienen tensión dramática y tal. Lo podés leer. Es la historia de tres de mis fuentes que fueron asesinadas en el 2016, tres hermanos jóvenes, pobres. Yo visité a uno de ellos que tenía 14, 15 o 16 años, él no lo sabía y su mamá tampoco lo sabía y era como conocer a lo más miserable en el fondo del fondo, pero yo venía de hacer el libro de Miguel Ángel Tobar, y la primera vez que yo conocí a Rudy en su casa, anoté en la libreta: «Hoy conocí a un muchacho que va a ser asesinado». Lo asesinaron, pero yo ya había hecho un libro sobre otro que también ya sabía que iban a asesinar, entonces, en aquel momento a Rudy solo lo utilicé como una escena pequeña en un artículo del New York Times, pero seguí en contacto con él a lo largo del tiempo. No lo mataron sólo a él, también mataron a sus hermanos.  Una noche yo fui a intentar rescatar a Rudy porque le habían pegado un tiro en el estómago los policías. Lo querían matar porque él presenció una masacre policial, entonces nadie lo quería llevar al hospital y yo fui a tratar de sacarlo del monte para llevarlo a un hospital, pero los policías llegaron antes. Yo creo que mi presencia esa noche contribuyó a que mataran… A él no, él estaba muerto, a él lo iban a matar, pero a sus hermanos sí. Creo que el hecho de haber llegado… Pero qué iba a hacer. Me llamaron para que fuera a sacar a un hombre herido que era mi fuente, yo no podía no ir, pero creo que el que los policías nos hayan visto juntos terminó en que a Güito le arrancaran la cabeza y a Herbert lo mataran a machetazos. Estoy convencido de que fue así, entonces nunca hice nada con esa historia. 

En pandemia ocurrieron un montón de cosas. Yo me convertí en jefe de investigaciones especiales del periódico. Antes era el jefe del equipo de cobertura de violencia. Terminaba para mí un ciclo de trece años en los que había cubierto exclusivamente violencia, primero viajando con los indocumentados a través de México durante tres años, que es una de las cosas más horripilantes que he visto en mi vida, y después cubriendo la violencia en el norte de Centroamérica durante diez. El cierre de ese ciclo me hizo ponerme a revisar las libretas y al revisar las libretas encontré la historia de Rudy que nunca conté, pero que nunca abandoné. Incluso después de que lo mataran a él y a sus dos hermanos, seguía yendo a visitar a la hermana a la que no mataron, a Jessica, que por suerte sigue viva. Yo iba, cada cierto tiempo, viajaba dos horas para ir a verlos en el interior del país y continuaba anotando escenas, algo inconcluso había ahí y ocupo la libreta para anotar reflexiones periodísticas también, entonces el libro se insinuaba en las páginas de la libreta. Decidí empezar a estructurarlo alrededor de esa historia, que es una historia que sólo deja preguntas y muy pocas certezas, alrededor de esa historia empecé a hilvanarlo y decidí meter esa voz ensayística porque me pareció que era una forma de tener agencia de decisión sobre el libro y de dotar a la historia de una segunda línea narrativa que no fuera eminentemente descriptiva, sino que fuera vivencial o reflexiva. ¿Para qué cubrimos las historias de estas personas? ¿el periodismo en qué cambia la vida de la gente? ¿cómo nos ve esa gente a nosotros? ¿qué creen que vamos a hacer en sus vidas? ¿qué creía Rudy? ¿por qué me hablaba? Él nunca pensó que yo lo iba a salvar de nada, creo que ni siquiera entendía exactamente por qué estábamos hablando cuando yo llegaba. Entonces el libro es eso. Hay una historia, quizás de las más terribles historias que he contado, que no se abandona a lo largo de todo el libro, pero está hilvanada con recuerdos y esos recuerdos son pequeños ensayos que a su vez contienen en el centro otra pequeña historia o un mini relato con otros personajes que conocí a lo largo de estos años. 

No sé si voy a volver a hacerlo, porque no sé si me saldría natural volver a hacerlo, pero yo le tengo muchísimo cariño a ese libro, aunque sea lo que es, que no es entrañable… Nunca he hecho un libro entrañable. 

PP: Tienes un libro nuevo en carpeta, ¿nos puedes contar algo de eso? ¿en qué estás trabajando? 

ÓM: Estoy explorando algunas ideas. He empezado a explorar el concepto de paz, ¿qué es paz y cómo se consigue en América Latina? El Paso y Ciudad Juárez son un ejemplo muy sencillo. El Paso, durante muchos años, fue la ciudad con menos índices delictivos de todo Estados Unidos y Ciudad Juárez fue la ciudad más violenta de toda América Latina, entonces convivían con el beso fronterizo que le llaman, con solo un muro de división. Señores que se retiraban de El Paso y que paseaban tranquilamente en la zona de la ribera mientras al otro lado estaban sonando las balas. Cómo conviven el lugar menos violento de Estados Unidos y el más violento de México a sólo unos metros de distancia. 

Las comunidades indígenas de Guatemala han logrado, por ejemplo, reducir todos los índices delictivos imponiendo una justicia tribal bien complicada. Por ejemplo, hace unos años ahorcaron a un turista japonés porque pensaron que le había robado el alma a alguien al tomarle una foto. No tienen índices delictivos porque matan a quien creen que es delincuente. Viven en paz, ahí nadie viola a nadie, nadie se roba absolutamente nada, ni siquiera la clásica gallina, pero se matan entre sí, imponen una ley y una paz con linchamiento. 

O en San Nicolás de los Garza, en el norte de México, aquel alcalde que mandó a amurallar la zona más pudiente del municipio y salvó a los ricos de la violencia que rodeaba en el norte de México. Y los ricos lo aman, solo que esa era paz con dinero, para vivir ahí tenías que ser rico. 

Entonces, me interesa explorar la paz en esos códigos. En El Salvador hay pueblos que nunca tuvieron asesinatos de pandillas ni pandillas, porque los comandantes guerrilleros después de la guerra se organizaron y pandillero visto, pandillero muerto. Crearon su modelo de paz, es decir, al no existir una estructura de paz institucional, hay gente que ha construido sus burbujas de paz en América Latina a su manera. Eso es lo que quiero entender, ya voy a ver si lo hago. He empezado la primera crónica y de momento no me va convenciendo mucho, de eso depende que haga la segunda, de que esta salga bien. Lo estoy haciendo con tiempo, no estoy corriendo tampoco. 

PP: Hay una pregunta fácil de formular, pero la respuesta puede ser un cliché: ¿para qué haces periodismo? 

ÓM: Sí, es una de las preguntas más complejas, yo en el libro la planteo. Primero te voy a decir para qué me gustaría que sirviera el periodismo. Me gustaría que el periodismo sirviera para cambiar el mundo, pero eso ocurre muy pocas veces y si ocurre lo cambia a un ritmo indecente. Nosotros durante años denunciamos las violaciones sexuales en Huixtla, en México. En Huixtla violaban al 79% de las mujeres que cruzaban ahí. Era un municipio muy pequeño, con tres policías solucionabas eso, pero tardó años eso en cambiar. Tuvimos que hacer un libro, un documental y otro libro de fotografía para que algo ocurriera con el tiempo. ¿Qué cambia rápidamente las realidades? El dinero, nada más. Yo creo que el periodismo aún tiene la posibilidad de cambiar cosas. Si no lo creyera, lo dejaría y quizás me dedicaría a hacer un libro cuando me dé la gana o algo así, pero yo creo que el periodismo sí tiene posibilidades concretas. Primero, hacer un poco más difícil la vida de los corruptos. Eso siempre lo ha logrado. Es un problema para un ministro que le descubran un acto de corrupción, es un problema con el que tiene que lidiar incluso en sociedades tan cínicas como la salvadoreña. En segundo lugar, dejar registro innegable. Esa es una opción muy insatisfactoria, pero bueno. Alma Guillermoprieto, por ejemplo, descubrió la masacre del Mozote en el Salvador en el año 81, la masacre más grande de la que se tenga recuerdo en al menos 50 años, mil personas asesinadas en unos caseríos rurales por un batallón especializado del ejército salvadoreño, gente desarmada. Cuando lo publicaron Alma Guillermoprieto, Raymond Bonner y Susan Meiselas, todo el mundo decía que era mentira, incluso los embajadores salvadoreños viajaron al Capitolio a decir que era falso y las autoridades estadounidenses desde el Senado acusaron a Alma de mentir y a otros periodistas de mentir y dijeron que eso era una barbaridad. Ahora mismo nadie con dos dedos de frente te va a decir en ningún país que la masacre del Mozote fue mentira, y hay varios juicios abiertos. Pero es insatisfactorio, porque eso es justicia para los viejos o justicia para los muertos, no es lo que a mí me gustaría, yo hubiera querido que en aquel momento a Alma Guillermoprieto le hicieran caso. No fue así, pero es algo, es una posibilidad de cambiar algo, porque cuando hablamos de cambiar las cosas siempre hablamos del Watergate, pero el Watergate es como aquel gorila albino: hay uno y habrá dos o tres en cada país que han cambiado algo las cosas, pero es innegable que el periodismo tiene la posibilidad de cambiar las cosas. ¿Qué otro oficio conoces que tenga a posibilidad de cambiar las estructuras sociales? Al menos tiene la posibilidad, continúa estando ahí y yo a eso me abrazo, a la posibilidad de incomodar o de joder la vida un poco de alguna gente y quizás algún día de obtener algún cambio puntual para otra gente. Con esos dos márgenes me quedo insatisfecho en el medio. Esa es mi respuesta.