Me vería en serios aprietos si tuviera que elegir la escena más graciosa de El burgués gentilhombre de Molière. Recuerdo que las carcajadas me obligaron a interrumpir la lectura en numerosas oportunidades, incluso cuando el humor se torna corrosivo.

Pero si estuviera obligada a seleccionar una escogería el momento en que Jourdain, el burgués, le pide ayuda a su profesor de filosofía para escribir «algunas cosillas», ya que está enamorado de una señora de «alta condición». Cuando el profesor le pregunta si las quiere en verso o en prosa, el gentilhombre responde que en ninguna de las dos cosas. El profe explica entonces que todo lo que no es verso es prosa, de hecho la conversación que sostienen en ese momento es prosa. Asombrado, Jourdain pregunta: «Cuando digo “Nicolasa, tráeme las zapatillas y el gorro de dormir”, ¿hablo en prosa?». Ante este fenomenal descubrimiento, nuestro hombre, fascinado, concluye: «Más de cuarenta años hace que me expreso en prosa sin saberlo».

La revista Dossier –que habla en prosa aunque está consciente de ello– retoma el guiño de Molière abriéndose a nuevos viejos géneros para poner en cuestión el hecho de que estemos tan aferrados a las jerarquías culturales. Por qué no dar rienda suelta a una suerte de travestismo de formatos, estilos, soportes. Apostar por una diversidad que contribuya a enriquecer el discurso buscando hacerlo más fresco o liviano, o frágil, o tentativo o inquietante o todas las anteriores. Como se lo propuso Puig, al que Beatriz Sarlo llamó el gran nivelador que «enamora a los cultos por la forma en que se ubica en una cultura otra, borrando el esfuerzo del pasaje del bolero al folletín, del cine a la novela».

Abajo las certezas. Y las etiquetas. Y los límites. Y los géneros estancos que terminan por obligarnos a rotular textos como si la lectura fuera un ejercicio de taxonomía. Clasificar discursos o derechamente disecar la letra impresa y ponerla en la sección correspondiente. Danay Mariman, por ejemplo, sugiere abordar la escritura mapuche del siglo pasado de la misma forma que lo haríamos con una novela o una antología de relatos, sin exigirle más pero sobre todo sin exigirle menos. «Una lectura que profane, no que santifique: que estalle, no que conserve.»

El leer como un estallido. Me gusta la imagen. Un bombazo que puede hacer caer fronteras o al menos deshacer contornos de esa pureza que aprisiona. Borrar de un estampido las aduanas literarias.

Para eso están estos nuevos viejos géneros que nos regresan al punto de partida sin diferenciar si se trata de un escrito ancestral o un nervioso relato plasmado en Wattpad o Medium. Nuevos géneros viejos que contribuyen a afinar el ojo tras cualquier circunstancia que puede terminar convertida en una perorata discursiva, como la carta relación de un suboficial en una toma de estudiantes, o ayudan a improvisar unas líneas para llamar la atención de un secreto amor, o, más simple todavía, dan curso a esa necesidad que todos de tenemos que nos cuenten una historia.

Daniel Villalobos habla de un dramaturgo para quien «el éxito del drama amoroso radica en una verdad muy simple y es que, al final del día, todos queremos a alguien que nos tome la mano en la oscuridad». ¡Vengan esos cinco!