“Deja que la lluvia se lleve lo que la luna no quiere bendecir”.
N.M., Un sueño americano

EN LA PELÍCULA THE SPLEEPER, WOODY ALLEN despierta un día en el futuro, transformado en objeto de análisis. En uno de los exámenes a los que es sometido le ponen enfrente una foto de Norman Mailer y el dormilón-Allen exclama, de inmediato: “El ego más grande de la Historia”. Bueno, Allen y Mailer fueron amigos, ambos neoyorquinos, es decir, de una ciudad que mira casi siempre con extrañeza al resto del país y que a su vez es vista con recelo por toda esa inmensa nación. De New Jersey, más precisamente, era Mailer y su ego tendía efectivamente a la ebullición o, como ha dicho Rodrigo Fresán, a la “intoxicación de sí mismo”. Sólo Mailer podía afirmar que gracias a un artículo suyo (Superman va al supermercado, publicado en Esquire, en 1960) Kennedy había ganado las elecciones; únicamente un tipo como él podía escribir una biografía de Jesús (El Evangelio según el hijo) en primera persona. Pocos han hecho gala de tal desplante y confianza.

Mailer conoció la fama temprano. Con apenas veinticinco años alcanzó el estatus de celebridad por Los desnudos y los muertos (1948), considerada hasta hoy como la novela definitiva sobre la Segunda Guerra Mundial. Su experiencia durante la guerra –combatió como soldado de infantería en el Pacífico– fue crucial. Tiene razón Peter Hamill cuando dice que Mailer nunca dejó de ser un soldado. En su obra los argumentos y las ideas con frecuencia se estructuran como enfrentamientos o aluden a estrategias de enfrentamiento. Mailer parece siempre dispuesto a ocupar su lugar en la primera línea de fuego: sabe que la emoción de la violencia –desde la violencia más brutal hasta la más simbólica o abstracta– es una descarga inevitable, pero también sabe que muy rara vez es graciosa, y que en su expresión más gratuita jamás es buena. De esa mezcla de fuerzas en la cuerda floja brotaba su lucidez extrema, tan próxima, a veces, a la locura. El mundo literario era también un frente de combate y si había que abrir fuego no dudaba en hacerlo. Así fue que para muchos pareció que disparaba caóticamente sobre cualquier cosa que asomara en su horizonte. Sin duda cometió errores, errores serios, pero de ellos aprendió y los transformó en la materia prima de sus novelas y artículos. Paulatinamente la intoxicación de sí mismo fue decreciendo, dando paso a una personalidad de otro temple, menos histriónica, más certera y parca, como se lee al comienzo de Los tipos duros no bailan, una novela escrita más de tres décadas después de Los desnudos y los muertos: “Los gritos de las gaviotas me despertaban a veces al alba, con la marea baja, que dejaba al descubierto las llanas extensiones de arena. Si tenía una mala mañana, me parecía que había muerto y que aquellas aves devoraban mi corazón”.

Quizá los aspectos más polémicos de la personalidad de Mailer se deban precisamente a esa tan “americana” forma de corrupción que experimentó en carne propia tempranamente: la fama excesiva en el reino de la apariencia. “Ser famoso a los veinticinco años creaba una cadena de leyendas para todo cuanto hacía”, confiesa a Playboy, en 1968: “Si me iba de una fiesta, no era porque tal vez tenía sueño, sino porque había plantado a los invitados. Cada pequeña cosa que hacía era exagerada por los demás. Las explicaciones nada tenían que ver conmigo. Era como si cada una de mis acciones fuera pasada por un amplificador”. En la misma entrevista afirma que la temprana fama, mal que mal, tenía su lado amable, pues le había permitido acercarse a mujeres que en otras condiciones lo hubieran rechazado. En todo caso, a juzgar por el tipo de notas, reseñas y artículos aparecidos en la prensa tras su muerte, Mailer aún paga el precio de su leyenda. Da la impresión de que esa leyenda ha sustituido la lectura de su obra. ¿Le hubiera gustado verse nuevamente –por enésima vez– retratado casi como una caricatura del autor polémico, como un agitador de “escenas”? No lo creo.

Además de un ego enorme y combativo, Mailer poseía valentía, lucidez y un despiadado sentido del humor que nunca dudó en ejercer sobre sí mismo. Habló abiertamente de sus obsesiones, adicciones y miserias, que no fueron pocas. De todas ellas sólo el hábito de beber le parecía de verdadera utilidad para su trabajo. “El hombre debe beber hasta que descubra la verdad”, dice uno de los personajes de El parque de los ciervos. Años después, consultado por esa afirmación, profundizó: “El hombre que bebe trata de disolver una obsesión. (…) Se me ocurre que una obsesión es como un polo magnético, un campo psíquico de fuerza. Pienso que creamos una obsesión en la estela de un acontecimiento que alteró profundamente nuestras vidas, o de una relación con otra persona que alteró nuestras vidas de manera drástica; no obstante, ignoramos si el cambio fue para bien o para mal. Se trata de un acontecimiento o relación esenciales. Nos marcan, pero son moralmente ambiguos. (…) La obsesión es la busca de una realidad útil. (…) La bebida traslada a un hombre a un anterior estadio de sensibilidad, ello significa que lo traslada a un sitio anterior al sitio en que sufrió el estancamiento que ha dado origen a la obsesión. Si podemos regresar al momento que precedió a aquél donde sucedieron los hechos ambiguos, nos diremos: ‘vuelvo a acercarme al hecho. ¿Qué pasó en verdad? ¿Quién estaba en lo cierto? ¿Quién se equivocó? Esta vez no he de fallar’. El hombre debe beber hasta que localice la verdad. (…) Beber es una actividad seria, una seria actividad moral y espiritual: nos consumimos en busca de la verdad”.

El clímax de esta seria actividad constituye uno de los episodios más oscuros y tristes de la vida y leyenda de Norman Mailer. En 1960 casi mata a su esposa Adele de una puñalada tras una noche de excesos. Sus detractores festinaron con el escándalo. Mailer comenzó un proceso de replanteamiento personal que cristalizó en Un sueño americano, una de sus mejores novelas. Trabajo intenso, barroco y espeluznante, Un sueño americano es un viaje al infierno de la mente y el espíritu del hombre contemporáneo: su proceso de descomposición y redención pagada con sangre y dolor. El protagonista –a un pelo de ser el propio autor– empieza relatando cómo llegó a asesinar a su mujer: detalla con crudeza la forma en que poco a poco la maldad y la locura lo abandonan en una gran oleada nauseabunda de desechos y ponzoña. Se libra así –en la novela– de una auténtica araña de rincón, aunque tras renglón queda expuesto a los castigos del infierno desatado en torno suyo, castigos que irán revelándose cada vez más horribles, más abstractos y metafísicos hasta la prueba final.

La novela en su totalidad funciona como una especie de limpieza síquica, método que se repetirá en el resto de las obras de Mailer. Para él la escritura era una forma efectiva de rendir cuentas, primero que nada ante sí mismo, incluso en los libros de corte periodístico como La canción del verdugo o Los ejércitos de la noche. Las explicaciones que Mailer esgrime para exponer una perspectiva y comprender las conductas de sus personajes tienen mucho de autoanálisis en que se van desarrollando y testeando ideas fuertes y débiles. Porque, según él, “una novela, cuando es buena, es la encarnación de una visión que nos permite comprender mejor otras visiones: un microscopio, si uno explora un estanque; un telescopio, si lo que uno explora es un bosque”. En general su obra funciona como “encarnación de una visión”, que se va ampliando echando mano a todo tipo de referencias y analogías. Su curiosidad es inclusiva y aparentemente muy poco se escapa a su interés. Sus ideas no son fijas, sino que se desarrollan, se adaptan a nuevos relieves produciendo matices. Mailer de un momento a otro descarta una certeza y asume otra posibilidad que le parece mejor, más clara o útil para comprender lo que desea saber. Él mismo se jactaba de ser un “no experto” pues, en sus palabras, el experto “es un hombre que marcha en una sola dirección, hasta llegar a un punto donde debe emplear toda su energía para mantener su avance; no puede permitirse el avistar otras direcciones”. Para sus críticos este ir en otras direcciones se traducía en dispersión y autoindulgencia. Para él, en cambio, ese movimiento permanente era la fuerza motriz de su capacidad y síntoma indiscutible de una saludable actividad intelectual: “El crecer depende de que siempre estemos en movimiento, de una u otra manera. Crecer es sólo seguir adelante hasta que debamos

Además de un ego enorme y combativo, Mailer poseía valentía, lucidez y un despiadado sentido del humor que nunca dudó en ejercer sobre sí mismo. Habló abiertamente de sus obsesiones, adicciones y miserias, que no fueron pocas. De todas ellas sólo el hábito de beber le parecía de verdadera utilidad para su trabajo.

adoptar una decisión delicada: continuar en una situación difícil o retroceder en busca de una nueva forma de seguir adelante”. Como se ve, el movimiento es por un lado una reflexión estética puesta en práctica y por otro una estrategia de sobrevivencia. Sus textos logran que el lector experimente el choque de fuerzas inmensas. La experiencia del dolor, el mal (el Mal Absoluto), el amor, el sexo, la culpa y el perdón, el odio y la locura, fueron los temas (todos juntos, mezclados) de Mailer, y la historia actual de Norteamérica el escenario. Un escenario tejido a punta de imágenes caleidoscópicas plagadas de implicaciones con las que intenta explicarse y explicar en última instancia las causas psicológicas del comportamiento de los protagonistas, sus rituales privados y el absurdo de la rutina reproduciéndose en una especie de inercia maligna. Mailer narra el proceso en que la sociedad norteamericana va acercándose inevitablemente al despeñadero: “Somos una nación dividida. Crecimos demasiado rápido y nunca hemos consumido nuestros desperdicios. Los hombres del Sistema nos inflan los testículos, estupidizan nuestra mente y diluyen el arte de la comunicación desde la Derecha a la Izquierda, con el baile de San Vito de la apariencia. Si el Sistema de Izquierda, conciencia actual de los Estados Unidos, se aterroriza ante el músculo y el cuerpo de esa Derecha que conquistó a Norteamérica con los puños (y el dinero), también es cierto que la Derecha se aterroriza ante los juicios, tropieza en su vasta y podrida tierra de hipotecas sentimentales, fertilizantes envenenados, ideológicos vendavales de polvo, y apariencias tan monumentales que es imposible erradicarlas”.

En sus novelas y artículos existe un esfuerzo constante por comprender a Norteamérica o la esquizofrenia totalitaria norteamericana. Escribió sobre todos o casi todos los símbolos y contradicciones (sus manifestaciones evidentes y las solapadas) del país más poderoso del mundo, fascinado de presenciar lo que veía: la Segunda Guerra Mundial, Vietnam, Nixon, el hipismo, J. F. Kennedy, Luther King, Muhammed Alí, Marilyn Monroe, el Black Power, el cine, la televisión, etc. Y al hablar sobre todo eso podía ser no sólo despiadado –que lo era siempre– sino además brillante. A pesar de sus méritos, no fue nunca, ni en su momento de mayor fama o reputación, parte de academia alguna. No dejó de pelearse con los poderes reales del país o sus representaciones públicas: el gobierno, los partidos políticos, los millonarios, el FBI, las feministas, los críticos. Sus opiniones resultaban demasiado violentas, ubicándose siempre muy lejos de lo políticamente correcto.

En Chile, si se le mencionaba, solía comparársele con Hemingway, por su carácter de escritor antiaristocrático, su afición al box, el toreo, las mujeres, el tabaco y el alcohol. La verdad es que el parecido llega hasta ahí. Efectivamente comparten el perfil –la leyenda– de ser más bien hombres de acción, pero sus escrituras son completamente distintas. Ante la diversidad de tonos de Mailer, Hemingway aparece como un prosista de líneas y párrafos escuetos y de un espíritu sombrío y pesimista. Mailer puede ser amargo, pero nunca deja de haber en él una incesante vitalidad. No tenía pasta de suicida, y eso se nota. También, a veces, se le incluía –inexplicablemente– entre los beat, sin que haya participado ni remotamente en ninguna de las actividades e intereses de Ginsberg y compañía, salvo el rechazo a la guerra de Vietnam. Por lo que él mismo manifestó en entrevistas y artículos, sus mayores influencias fueron E. M. Forster y Henry Miller. Según Mailer, Forster le enseñó a transformar su carácter en estilo, y gracias a Miller vio la literatura como demostración de ese carácter puesto a punto. La escritura era una cuestión de agallas (“sólo se puede escribir bien”, dijo a The Paris Review, “en el momento que se es lo mejor que se puede llegar a ser”). En sus novelas los personajes llegan a sentir verdadero terror ante la realidad, que se les abre como un abismo por el que se desplazan entre la ansiedad y la demencia; los que sobreviven son sujetos contradictorios y a veces verdaderos criminales.

EZRA POUND SUSPIRA POR LO QUE SERÍA DE AMÉRICA si los clásicos tuvieran una amplia circulación. Pedir o esperar algo semejante es un poco absurdo, pero sin duda otro gallo cantaría si al menos los periodistas leyeran a Mailer. Los ejércitos de la noche y La pelea deberían ser lecturas obligatorias en las escuelas de periodismo. Tal vez entonces el panorama sería menos desolador, menos frívolo. Mailer mostraba sin miedo las cartas, revelando el significado de cada una y conjeturando sin miedo lo que sucedería tras barajarlas. Los ejércitos de la noche es una verdadera lección de análisis político en frío. En la primera parte –titulada “La Historia como Novela”– Mailer relata las circunstancias en que se desarrolló la gran manifestación contra la guerra de Vietnam, la concentración en Washington y la marcha sobre el Pentágono en octubre de 1967. Hablando de sí mismo en tercera persona, describe sus impresiones como uno más en la multitud –uno con cierta fama, un “nombre” para la marcha– y como orador en algunas reuniones. Se mezcla con todo tipo de sujetos y finalmente es arrestado (comparte celda con Chomsky, de quien hace un retrato bastante gris) y procesado, luego, por desobediencia civil. La segunda parte del libro –“La Novela como Historia”– corresponde a un análisis de lo ocurrido en que Mailer establece bandos, los disecciona y llega a algunas conclusiones amargas. El ojo de Mailer es para ese entonces el de un escritor completamente formado y no muy cómodo en medio de la fauna. Él, que ya se definía como un “conservador de izquierda”, se sentía distante de todas esas “generaciones que creían en la tecnología, pero también en el LSD, en las brujas, en la sabiduría tribal, en la orgía y en la revolución”, y veía con cierta ironía ese negociar los detalles de la manifestación justamente con el gobierno contra el cual se pretendía protestar: “Todo era en cierto modo increíble, como lo es cualquier paradigma del siglo XX. El razonamiento original de los manifestantes podría resumirse como sigue: ‘Nuestro país está enzarzado en una guerra tan monstruosa que nosotros, agrupados en multitudes, vamos a infringir las leyes que regulan las reuniones públicas para protestar contra esa guerra intolerable’. El gobierno, por su parte, decía: ‘Se trata de una guerra necesaria para la seguridad misma de nuestro país; en virtud de nuestra tradición de libertad de expresión y de disensión política, permitiremos vuestra protesta, pero sólo si no alteráis el orden público’. Dado el carácter irreconciliable de ambas posiciones, el compromiso alcanzado decía: ‘Nosotros, el gobierno, luchamos en Vietnam para garantizar nuestra seguridad, pero permitiremos vuestra protesta siempre que no sobrepase cierto moderado nivel de desorden’; y la parte adversaria: ‘Nosotros, los manifestantes, seguimos considerándola una guerra infame, y en consecuencia vamos a infringir la ley, aunque no demasiado’”. Este raro forcejeo, en última instancia, es una cuestión estética. El éxito de una manifestación, pensó Mailer, en estos tiempos, depende de lograr cierta “estética revolucionaria” que el gobierno, a su vez, intentará empañar.

Mailer no era un pacifista: le conmovía –como buen conservador de izquierda– la combatividad de algunos, pero al mismo tiempo le asqueaba la brutalidad y el chantaje. El momento histórico le fascinaba e, impulsado por las sensaciones encontradas, se forzó a distinguir el revés de la trama: los motivos, la inspiración y los alcances de las alianzas y bandos. Nuevamente la mirada del soldado le sirve para poder describir la situación. Ante el enredo lo mejor es empinarse por sobre el entorno, levantar una torre para ver el horizonte, quedando él solo, consciente de sí mismo y de su historia personal, frente al espectáculo de la historia colectiva. Así como la generación de sus padres se consumió en anfetaminas, él mismo le había dado a su cabeza “la textura de un buen queso gruyère” a base de whisky, marihuana, somníferos y estimulantes, por lo que esa generación –de viajes celestiales LSD o revolucionarios negros o trotskistas judíos de New York o liberales pacifistas– que impulsaba la marcha tenía, legítimamente, derecho a buscar su propia manera de creerse imprescindible y corromper sus neuronas. Tenían derecho a intentar algo. Por lo tanto para mirar por sobre la pandereta del prejuicio o desinterés, el novelista se convierte un poco en un historiador que observa desde una torre surtida con todo tipo de “telescopios necesarios para estudiar, del modo más eficaz posible, el horizonte que nos ocupa”. Los puntos de vista de Norman Mailer, sus consideraciones políticas (que van más allá del plano puramente norteamericano) son válidos aún hoy. Supo distinguir, describir y establecer el alcance de las fuerzas en juego y en lo que se convertirán en un futuro que es ahora el presente.

Por su parte La pelea es nuevamente una novela-reportaje pero de otro tipo: la disputa de los pesos pesados en Kinshasa, capital del Congo, entre Muhammed Alí y el invencible del momento, otro campeón de todos los tiempos, George Foreman. A alguien puede no gustarle el box, pero una vez comenzado el libro es difícil abandonarlo. Escrito con ojo certero, La pelea es el relato de una situación que para Mailer contenía verdadera belleza épica: dos campeones de excepción enfrentados en el cuadrilátero, dependiendo sólo de sí mismos, de su fuerza, habilidad e inteligencia. El relato de los preparativos –las negociaciones, las declaraciones, el ambiente mediático e íntimo alrededor de cada luchador, la rutina digna de Macondo de todos en Kinshasa y la tensión en el aire–, es ágil y entretenido, pero la descripción de la pelea, asalto por asalto –hasta el gancho increíble que Alí propina a Foreman (favorito absoluto) – son de lo mejor que uno puede llegar a leer. Célebre es la foto del más famoso knock-out en la historia del boxeo: aparece Alí todavía recostado en las cuerdas con el brazo en diagonal tras el golpe y los ojos clavados en la inmensa humanidad de Foreman derrumbándose. Justo entre los dos, en medio del público, de pie y con la boca abierta, viendo lo que nadie podía creer, se puede distinguir con claridad a Norman Mailer.

SUS LIBROS SON UN PLACER Y UN DESAFÍO. RECUERDO conversaciones con amigos acerca de cómo entender ¿Por qué estamos en Vietnam?, una novela anterior a Los ejércitos de la noche y extrañísima. El título parece descriptivo, pero de ahí en adelante comienza un carrusel de personajes y hechos fluyendo entre barrocos estallidos de violencia. Norteamérica completa es retratada en la relación de dos amigos adolescentes –flor y nata de la sociedad del dólar, mentalidades enfermas por saturación, mentes cancerígenas, para ocupar una expresión del propio Mailer– que van de cacería. Nuevamente, no es una novela delicada, y la prosa aquí se vuelve delirante, anticipando con bastante exactitud el tipo de situaciones, cada vez más grotescas, que comenzarán a ser pan de cada día en cualquier sociedad occidental capitalista como la nuestra (tan sólo pensemos en lo que se dice y muestra en cualquier programa de farándula o la pornografía en Internet). Por dar un sólo ejemplo –y de los suaves–, en la novela, la madre de uno de los protagonistas, comenta sutilezas de este tipo: “Inclusive he oído hablar de un caso en que se la dieron a una debutante y en que el chico que tuvo que aceptar la carga de la paternidad fue el que se dedicó a la parte delantera, pues el abogado de su compinche lo obligó a admitir el hecho cardinal mediante el siguiente interrogatorio: ‘¿Serías, hijo, tan sucio y asqueroso como para dedicarte a la pista barrosa de una joven?’ ‘Por supuesto que no –contestó ese idiota llamado Hijo–, ¿cree que soy un pervertido?’ ‘Bueno, mi cliente sí lo es, lo habría hecho y lo hizo –dijo el abogado–, de modo que el orgulloso papá eres tú, el Caso ha terminado’”. Mailer prevé el nuevo rostro del mal en esos jóvenes que, citando la novela nuevamente, “están en actividades monstruosas. No se trata sólo de fornicar con dos o tres mujeres de cuarenta años en tandas separadas en el cuarto de baño en una noche, en fin de cuentas eso no es nada cuando se ha leído al marqués de Sade, sino que se han lanzado a verdaderas monstruosidades. Por ejemplo, manipulan cadáveres en la empresa funeraria del padre de Tex, y no me refiero a lo definitivo, los chicos jamás carecen de cierto tipo de principios y gustos retorcidos, pero escuchen refinados ciudadanos del este, se han dedicado a autopsias privadas, actividades quirúrgicas sigilosas de enterradores; esta acción fantástica y desagradable debe ser explicada sobre la base de que les proporciona poderes. No por nada son cazadores-luchadores-fornicadores…”

En su momento esto sonó excesivo y brutal. El libro fue un fracaso de crítica y de ventas. ¿Qué tenía que ver con Vietnam la historia de excesos de dos adolescentes? Hoy queda claro que tenía todo que ver. Ya a finales de los años 60, muchísimo antes de American Psycho –y de Natural Born Killers o las películas de Tarantino o las matanzas reales en colegios y universidades norteamericanas–, Mailer sintonizaba las fuerzas que se originaban fuera de todo espacio blindado, en la calle, en la trama de gente de diverso calibre que lo rodeaba, que se expresaba de todas las formas posibles, incluidas las más extravagantes. Cuando se definió como un conservador de izquierda de alguna manera estaba diciendo que el mundo, la sociedad norteamericana, superaba con creces su propia idea de la locura. Con el paso del tiempo la misma exuberancia de su leyenda, el tinte opaco que fue cubriéndola, le demostraba el poco auspicioso futuro que se venía encima.

Lo primero que leí de Norman Mailer fue Un sueño americano, que compré en un galpón de Franklin. Era la edición Zig-Zag, de 1969, en una traducción –bastante buena– de Antonio Skármeta. De regreso me detuve en una plaza a echarle un vistazo al libro. No pude parar de leer el horroroso peregrinaje del protagonista, Stephen Rojak, hasta que me faltó la luz. Supe que estaba ante algo que recordaría toda la vida. Leía algo que me pareció insuperable. A través de Mailer, el resto del mundo comenzaba a revelarse como lo que es: un lugar fascinante que vale la pena explorar, bello y bueno sólo a veces y en cantidades bastante mezquinas, plagado de monstruos y de santos llevando vidas, pensando y experimentando cosas inimaginables, muchas de las cuales Mailer supo plasmar con maestría y lúcida comprensión. Ya entonces pensé lo que pienso ahora: que Mailer era un escritor de los grandes, un campeón histórico, un peso pesado de lujo.