Con Eleonora González Capria, traductora de Lydia Davis y Frank O’Hara, siempre comentamos la forma en que confunden nuestros nombres de las maneras más creativas y repetitivas posibles. Para ella no es extraño encontrarse en la mañana con correos dirigidos a Elena, Leonera o Leonor. A mí me pasa exactamente lo mismo, la confusión más usual es Germán o Gaspar. Uno de los más osados escribió Raimundo en un correo que me solicitaba un favor de edición de su texto, «a lo amigo». Esos desaciertos, que no pertenecen a la digitación sino a una directa confusión entre sujeto, rostro y nombre, pueden ser perfectamente un error de traducción.

Quienes más encarnan la premisa (medio gastada pero útil aún) del «yo es otro» son los traductores, y mucho más quienes traducen poesía. Traducir cortes de verso, por ejemplo, más que un aspecto visual o el movimiento del dedo hacia la casilla enter, es comprender la respiración de un poeta. Corte, pausa, respiración. Ponerte en sus pantalones no basta, la frase queda corta y además es profundamente patriarcal. Más bien hay que disponerse cerca del texto y escucharlo respirar, como si el poema se tratase de un monje meditando y cuya respiración es casi imperceptible.

Escuchar a otra persona es una forma racional de trastornar todos los sentidos en función de ese otro, esto es, básicamente un ejercicio de apertura.

El traductor, al igual que Rimbaud a los veintiún años, abandona la escritura para dedicarse a otra cosa, a otro oficio. Pienso en los actores interpretando voces y cuerpos de otros en escena, hasta ocupar otro cuerpo y gastarse entonando voces ajenas. Ejercicios de médium.

Lydia Davis, en traducción de Eleonora, habla de Rimbaud como un «joven roué», que bien podría ser ladino, libertino, vividor, arqueado o voluble. Según la formulación tradicional, un tiro al aire. La transgresión del joven Rimbaud, más allá de andar sucio y altanero en los bulevares de París, o ser abiertamente homosexual, estaba en la manera en que escribía sin apego por la norma, de ahí su admiración por Verlaine (poeta mayor que él, su amante y benefactor), quien solo con borrar la cesura del verso alejandrino generó conmoción en la ciudad. Toda provocación confunde. John Ashbery, traductor de Rimbaud, para explicar los procedimientos de Iluminaciones habla de «una suerte de colección desordenada de diapositivas de una linterna mágica», es decir, traduce mentalmente los poemas a imágenes para comprenderlas. Recordemos que la obra más célebre de Ashbery es su Autorretrato en espejo convexo, todo un ejercicio de écfrasis del cuadro de Parmigianino de la imagen a la palabra. De la traducción de Ashbery, Davis señala que «es meticulosamente fiel y al mismo tiempo flexible en su creatividad», «se aleja de la traducción más próxima solo cuando hace falta», haciendo alusión varias veces a la idea de «fidelidad». Alejarse como traición cuando el placer estaría, creo, en permitirse la irrupción del yo, la confusión del yo y el otro.

La madre de Rimbaud, «malhumorada y pudorosa en su devoción» según Davis, le pregunta qué significa Una temporada en el infierno. El poeta responde decididamente: «Significa lo que dice, literalmente y en todo sentido». No hay traducción, mucho menos confusión, es lo que es.

Escribo esto luego de hablar por teléfono con mi mamá. Le costó dar en el blanco, me decía Gabriel (mi segundo nombre), Andrés (un tío), Manuel (mi primo), hasta que dio con Gastón. En la mañana veo un correo en mi bandeja con el nombre Arturo, no pidiendo nada, solo dando una información. Me veo tentado de enviárselo a Eleonora.