La primera vez que traduje literatura, la rama de traducción más fina y difícil y la peor pagada, lamentablemente, me pidieron que trabajara con un libro norteamericano llamado Elena of the Stars. Esto fue hace mucho, cuando aún existía la editorial Andrés Bello.

Disfruté profundamente leyéndolo, y lo leyeron años después mis dos hijas adolescentes: una historia de rito de pasaje de una joven que desconoce el poder de su linaje, pero está conectada con su fuerza, inescapablemente, y termina encontrándolo en su propia sangre. Lo leí imaginando a su autora, C.P. Rosenthal, y admirándola también, admirando la forma en que la poesía se dejaba entrever, más allá de la historia, en las palabras y las imágenes y los paisajes en que Elena y su abuelo pasan días y noches. Traducirlo fue un placer, una oportunidad de sumergirme en la juventud femenina nuevamente, y no me encontré en ningún momento con la dureza de tener que hacer elecciones de tono. Sobre todo, no fue necesario pensar si las malas palabras era mejor traducirlas al español neutro (gran pregunta, ¿qué sería el español neutro?) o al tan vanagloriado joder o eliminarlas, mejor, para no tener que tomar esa decisión y que al final quedara una versión clorada. No tuve que pensar en eso porque es un libro bello y delicado, sin malas palabras, un libro sutil escrito por una mano sutil.

Años después, cuando vivía en Buenos Aires, me dijeron que la autora estaría allí, ya no recuerdo por qué, y que sería lindo que hiciéramos una charla. Acepté de inmediato y recuerdo que estaba emocionada por el encuentro. Buenos Aires fue poco amable conmigo en esa época, y era una actividad linda con una persona que siempre imaginé linda. Y entonces entró.

Entró un cowboy, un gringo 100% gringo, alto, rubio, con sombrero tejano, botas de cuero de esas de vaquero fina raza, hasta música de fondo se diría que había. No cualquiera: esa del lejano Oeste, esa de la puerta del bar que se empuja y queda oscilando. Esa.

«Chuck Rosenthal, nice to meet you at last», me dice el cowboy gigante, y me alarga la mano.

En ese momento hago el ejercicio inútil de intentar hacer calzar al gringo vaquero con la imagen de esta escritora suave y serena y emocional que imaginaba, una suerte de hada de los desiertos. Se me agolparon varias ideas, o conceptos: libro de mujer, libro para mujeres, literatura femenina, temas de mujer.

Ahí estaba este gringo, machote, que yo habría esperado escribiera cosas de gringo machote, autor de uno de los libros más sensibles y sutiles que he leído y sin duda el más sensible que he traducido. Ahí estaba C.P., no Constance sino Chuck, hablando conmigo, con sentido del humor, con conexión y sensibilidad.

Fue como sentir un hacha abriéndome el cerebro, y fue también quedarme mirando el nivel de predisposición que tengo, que tenemos tal vez como sociedad, a atribuir ciertas posibilidades a ciertos personajes y a olvidar que en el ejercicio de la ficción el milagro es que cualquier historia puede nacer en cualquier parte. Esa es la gracia de la ficción: que es infinita, y que descansa solo en la maestría de su creadora o creador.

Ahora miro mi ejemplar de Elena of the Stars y me doy cuenta de que en la contratapa sí se habla de Chuck e incluso se refieren a él como he. ¿No la miré? ¿No quise ver lo que decía? ¿No quise ver? Ahora no lo recuerdo. Ha pasado ya demasiado tiempo. Quizás hasta lo vi y lo pasé de largo porque no calzaba con la impresión tan fuerte que tuve de su «autora», esa mujer que tenía tantas ganas de conocer, esa suerte de hada de los desiertos.